—¡Viva! ¡Viva! ¡Hermoso mío! ¡Señor y rey de mi alma! Pero… vaya… es necedad… es delirio… no, no quiero que expongas tu vida… sin razón y sin gloria. Esta calle es medrosa y solitaria a altas horas de la noche. No volveré a salir a la reja. Ven a casa de día. Mi madre te aguantará; no te pondrá mala cara; acabará por quererte como yo te quiero. Las vecinas, ¿qué importa que te vean? ¿Es pecado tener novio?
Hablaba Calitea tan a escape, que Miguel no podía interponer palabra.
De repente lanzó Calitea un grito de terror, mira, mira, es un tropel de rufianes, de asesinos, que vienen contra ti.
En efecto, eran seis los jaques que en silencio y en buen orden de batalla avanzaban entonces.
El secretario, a retaguardia, los seguía, anhelando vengarse de los azotes.
Había tenido de reserva a toda aquella gente en una taberna cercana y había venido nada más que con uno la primera vez, creyendo la empresa fácil y a fin de recoger solo los laureles. Ahora acudía con todas sus fuerzas, menos el que en la taberna quedaba herido.
—No te asustes, Calitea —dijo Miguel—; ya te probé que no soy manco. Ahora te probaré que tampoco soy tonto. ¿Para qué aventurarme contra media docena de matones?
—Huye —exclamó ella.
—Eso no; pues no faltaba más —repuso Miguel, y tocó un silbato, que sonó agudamente en el silencio de la noche—. Lejos para no estorbar y cerca para acudir en sazón, me guardan las espaldas las dos mejores espadas de este reino —añadió sin quedar ocioso mientras hablaba, porque se lió la capa al brazo izquierdo, desenvainó la espada, se puso en guardia y aguardó la acometida, amparando la espalda contra la reja misma, detrás de la cual se agitaba Calitea como furiosa y enjaulada leona. Hubiera salido a la calle a gritar, a pedir socorro, a defender a su amigo sin saber de qué suerte, si no guardase la llave de la puerta su madre, que dormía encerrada y que solía acostarse del lado no sordo, y no despertaba aunque el universo se hundiese.
Calitea apelaba al único recurso que se le ofrecía, y como si su voz tuviese poder de aterrar, gritaba a los jaques:
—¡Atrás, infames! ¡Atrás, cobardes asesinos!
Luego, con más altos gritos, clamaba:
—¡Socorro! ¡Socorro! ¡Qué me levan a matar!
No porque la hubiesen oído, sino porque oyeron el silbato, dos hombres aparecieron por la dirección opuesta a la que los jaques habían traído.
Estos cercaban ya a Miguel. Algunos llevaban broqueles; otros esgrimían espada y daga.
Toda la agilidad portentosa de Miguel hubiera sido inútil si no acude tan pronto la gente que llamó en su auxilio.
—Hola —dijo cuando los vio—, a mi, Leoncio; a mí, Tristán; y sacudid recio.
Brava pelea se trabó entonces.
La imprevista llegada de aquellos dos hombres aturdió y descompuso la banda de los que cercaban a Miguel.
El secretario, que se había quedado detrás para exponerse menos, fue el primero sobre quien cayó uno de los recién llegados; pero el secretario, en vez de defenderse, se puso en fuga, y, como si le brotasen alas en los pies, desapareció volando de aquella, en su ya trocado sentir, horrorosa escena. Nadie le persiguió, porque había que acudir a mayor peligro y vencer a contrarios de más alientos.
Pronto se repusieron los jaques del desorden ocasionado por la sorpresa. También ellos tenían su negra honrilla, y eran seis contra tres. Bien notaron en seguida que eran estos tres tan diestros como valientes; pero en la retirada, a más de la vergüenza, había acaso, con tan obstinados contrarios, no menor peligro que en resistir.
La continuación de la batalla se hizo, pues, inevitable, si bien tomó aspecto muy otro del que al empezar presentaba.
Sin más pérdida que la leve herida de uno de ellos, los jaques se replegaron hacia la acera opuesta, haciendo cara a los tres que ahora en fila los atacaban.
Grandes desgracias y muertes hubiera habido allí, ya que nadie acudía a separar a los combatientes, a pesar del estruendo que metían con el choque y el ludir de las espadas, con el crujir y restallar de los golpes en los broqueles y con sus muchos reniegos y maldiciones, si el tabernero, que era avisado y piadoso, al ver al herido que le dejaban en casa, y al notar que los otros jaques iban resueltos a proseguir la riña para tomar el desquite, no hubiera salido a escape y dado cuenta de todo al señor corregidor, el cual, por extraordinario, andaba rondando la ciudad con gente de armas de a pie y de a caballo. La misma asistencia del señor corregidor en la ronda hacía presumir al tabernero, que todo lo olía y todo lo calculaba, que pudiera recelarse algo grave.
En efecto, el corregidor acudió al lugar de la batalla con la mayor diligencia. La calle se puso de bote en bote, rebosando de corchetes y de alguaciles.
Ambas huestes beligerantes depusieron las armas y se rindieron a la autoridad.
El corregidor, personaje de muchas campanillas, como que había sido nada menos que ayo del rey, se apeó del caballo que montaba y se dio a buscar a alguien, como si buscase al peor de los alborotadores. Miguel, recatándose, se había refugiado al pie de la ventana de Calitea.
El corregidor llegó allí, se dirigió a Miguel e hizo ademán de ir a agarrarle por una oreja.
Miguel le dio un empellón, y le dijo riendo:
—¡Estate quieto, viejo chocho!
Entonces el corregidor, en vez de agarrarle la oreja, le tomó la mano y se la besó, lleno de profundo respeto.
Sorprendida oyó Calitea, aunque pronunciado en voz baja, el diálogo siguiente:
—¿Y cómo no he de estar chocho, señor, cuando ni tu augusta madre ni las señoras infantas, tus hermanas, me dejan en paz un instante desde hace algunos días? Saben que todas las noches te escapas de palacio y no vuelves hasta las dos o más tarde; ignoran dónde vas, y se afligen con el temor de que ocurra el mayor de los infortunios. Por tu culpa ando yo de ronda a mis años. Ganas me dan de ser insolente contigo, y de llamarte el príncipe de menos juicio que hay sobre la tierra.
—¡Bueno! Échame un sermón ahora, como cuando me tomabas la lección y yo no la sabía; pero déjate de averiguaciones y castigos. A esos galopines que han peleado contra mí, que se los lleven a dormir a la cárcel pero que los traten bien y que les den de cenar y libertad mañana. Así lo quiero y lo ordeno. Que no sepan de fijo, aunque lo sospechen, que han cruzado conmigo las espadas.
—Y gracias a Dios que llegué a tiempo.
—¡Gracias a Dios! Pero también sin ti hubiéramos salido airosos. Vete ya con tu gente y déjame.
—Pero, señor, ¿por qué no te vuelves a palacio? ¿Por qué eres tan poco prudente?
—Vete, te digo.
—¿Y a quién dejo por aquí?
—A nadie. Me basta y me sobra con Tristán y Leoncio.
—Señor, ¿te recogerás pronto? ¿Escarmentarás?
—No escarmentaré; pero me recogeré antes de media hora, si me dejas. Vete; ya sabes que te quiero mucho; pero déjame en paz. Mi madre y mis hermanas se irán acostumbrando a mis vuelos y los tomarán con más calma en lo sucesivo.
A poco de terminar esta conversación, la calle se veía otra vez sin gente y muy tranquila. El rey estaba solo a la reja de Calitea.
Mucho me alegraría yo de poder evitarlo o remediarlo, pero no parece sino que el mismo diablo lo hace a fin de que me caiga encima, con algún fundamento la censura de varios críticos que acusan a mis heroínas de que discretean demasiado. Sólo diré, y válgame por disculpa, que yo no he inventado esta historia: que esta historia es verdaderamente popular y tradicional, y que no es sólo a don Juan Fresco a quien se la he oído, sino también a gañanes y a mujeres del pueblo. Todos, con más o menos arte, prestaban a Calitea los sentimientos y pensamientos que voy a expresar aquí.
Sobre ser ella discretísima, era decidida, imperiosa, y en el hablar no menos expedita que doña Eduvigis, aunque mil veces más oportuna. Hablaba asimismo tan briosa y rápidamente, si alguna pasión la agitaba, que no había medio de interrumpirla ni de contradecirla. Era menester oírla hasta el fin sin desplegar los labios.
No se extrañe, pues, que Miguel, en quien hemos descubierto tan egregia persona, escuchase a Calitea en silencio, aunque impaciente, y que ella, con acento conmovido, pero con entereza, se expresase así:
—Mi señor y rey: no califiques, por Dios, de desacato la noble libertad de mis palabras. No te ofendas aunque te lo diga: tú me has engañado taimadamente; pero no me quejo: te lo perdono; es más, te lo agradezco con toda mi alma. No hubieran nacido en ella sin tu engaño tan risueñas esperanzas. Sin tu engaño jamás la hubieran hechizado tan celestiales ensueños. Muy triste es el despertar y el volver a la realidad de la vida; pero yo tendré valor para sufrirlo todo. Quiero suponer que, enamorada de ti, fuese yo capaz de perder el pudor y la vergüenza; de echar a rodar mi reputación y mi recato; de desafiar la ira del cielo; de faltar a todos los mandamientos divinos. No hablaré, pues, ni de religión, ni de moral, ni de honra. No me jactaré de mi virtud, ni de mi honestidad, ni de mi soberbia siquiera. Todo voy a darlo en este momento como perdido por causa tuya. Aun hay algo que es imposible dar por perdido. No: yo no me resignaré jamás a transformar la peregrina historia que me había forjado, en el más vil, ordinario y rastrero de los sucesos. No puedo ser ya, primero tu guía, casi tu iniciadora, ni él estímulo de tu ambición, ni la causa de tu elevación y tu mujer legítima luego; pero no me allanaré ni me humillaré nunca hasta ser tu manceba. No me vuelvas a ver. No me busques. No turbes la paz de mi pecho. Sea un sueño para ti lo que entre nosotros ha pasado. Mi resolución es firme e inquebrantable. Yo pensaré en ti, y te recordaré y amaré tu recuerdo como algo que no es real ni de esta esfera y mundo en que vivimos, sino de otros mundos inasequibles y de regiones remotas y aéreas, donde los duendes y las hadas habitan. Pero en este mundo real, bien puedes darme por muerta para ti, porque yo, señor, por muerto, por desvanecido y por hundido te tengo. ¡Adiós para siempre!
Así dijo, y, sin aguardar contestación, se retiró Calitea de la ventana y cerró las puertas de madera.
El rey se quedó en la calle atortolado y confuso.
A diversas personas he oído yo la historia que trato de fijar para siempre en estas páginas, dándole forma adecuada. En lo esencial la historia es siempre la misma: sólo varía por tal o cual menudencia, y más aún por ciertas explicaciones y aclaraciones, que ni la vieja aldeana ni el mozo de mulas saben dar, y que don Juan Fresco, hombre ilustrado y muy filósofo, pone en abundancia.
Yo entiendo que conviene adoptar un término medio; así, aunque no me limitaré, con el modo escueto y por el estilo mondo y lirondo que los rústicos usan, a referir los lances extraños que luego sobrevienen, sin tener al lector algo prevenido, todavía, en obsequio de la brevedad, he de suprimir aquí las dos terceras partes de las filosofías, moralidades y razonamientos que mi tocayo prodiga.
Ya dije que el rey se quedó turulato al oír el discurso de Calitea. En esto convienen todos. El caso no era para menos.
Había sido educado este joven príncipe hábil y severamente por su señora madre, dechado de reinas viudas. El refrán escolástico, sin embargo, tiene razón que le sobra:
Quod natura non dat Salamanca non prestat.
El esmero de la madre hubiera valido poquísimo sin las nobles prendas de carácter, inteligencia e ingenio que naturalmente adornaban al rey. Como el labrador en terreno fértil, bien podían exclamar y exclamaban los maestros, con arrogancia y con júbilo, que no trabajaban en balde y que era su
azadonar para ganar
. El rey aprendía todo lo que le enseñaban y adivinaba el resto. A los dieciocho años, cuando verdaderamente tomó las riendas y empezó su reinado, ya sabía cuanto entonces había que saber del
trivio
y del
cuadrivio
, y poseía además extraordinarios conocimientos en historia, leyes y otras ciencias políticas. Los cortesanos, entusiasmados, veían en él a un Salomón flamante.
Y no se crea que, por el afán de cultivar el espíritu, se había desatendido la educación del cuerpo. Aprendiendo la danza, arte que enlaza la música con la gimnástica, y es como el guión entre lo que debe aprender el alma y los corporales ejercicios, el rey había adquirido soltura fina, o sea agilidad y gracia en sus movimientos y ademanes, lo cual realzaba su gallardía y su belleza. Era capaz de luchar, como el oso, a pesar de la esbeltez aristocrática de su persona. Corría como el galgo, brincaba como la ardilla, nadaba como la trucha y montaba a caballo con firmeza y primor, domando los potros más bravos y cerriles.
En lo tocante al manejo de las armas, ya hemos visto lo que sabía hacer cuando las circunstancias lo requerían.
Engolfadísimo en sus estudios, prestando seria atención y empleando horas y horas en el gobierno de la monarquía, que estaba floreciente con su desvelo y su tino, y solazándose en la caza, a la que tenía mucha afición, y en la que robustecía sus miembros y aun los fatigaba para hacer luego más grato y profundo el reposo y el alimento más apetecible y más sano, nuestro joven príncipe, ¡oh insólito prodigio!, cuando conoció a Calitea, la primera vez que se escapó de palacio, de noche, y a hurtadillas de su madre, acababa de cumplir veintidós años, y hasta entonces no se había acordado para nada de que había mujeres. Sus dulces e inocentes amores con Calitea fueron el estreno práctico, la doctrina inicial que recibió sobre este punto.
Importa que se sepa que el clero secular y regular, los consejeros y magistrados, algunos palaciegos vetustos y bastantes señoronas devotas, rígidas y principales, ponían por las nubes la honestidad y pureza del rey, a quien, sobre declararle doctor y celebrarle como a valiente y diestro en las armas, preconizaban por santo. Pero, en cambio, y eso que no era entonces
fin de siglo
, había no pocas damas guapas, elegantes y alegres, harto mal avenidas y aun picadas de aquel retraimiento del monarca. Las más prudentes le llamaban hurón, y la mayoría de ellas, que era levantisca y desaforada, prescindía del comedimiento que se debe a los sujetos augustos; inventaba mil patrañas para desacreditar al rey; se reía de su austeridad, y hasta llegó a calificarle de papandujo.
Fácil es inferir de lo expuesto cuánto se alborotaría aquel cotarro, y la sorpresa, el asombro y la envidia que se apoderarían de todo él, apenas vino a traslucirse, si bien de un modo vago, merced a lo circunspecto y sigiloso que era el corregidor, que el egregio niño, de quien se burlaban por suponerle cosido a las faldas de su madre, sin buscar otras faldas a que coserse o hilvanarse, había sacado los pies del plato, se había ido muchas noches a correr aventuras por las calles de la ciudad, y hasta había tenido citas amorosas y andado a cuchilladas.