El doctor Teódulo le había explicado que, si bien Criyasacti no trabajó nunca para divertir a nadie, ni empleó su raro saber como medio de granjería, a veces, en ratos de buen humor, había fabricado (encajando siempre al fin una severa lección moral) ciertos artificios que, cuando menos se pensaba, largaban un chiste. A tales artificios llamaba él en su lengua india, que era el sanscrito, o, como dicen otros, el sánscrito, cápsulas chistosas. La mejor de estas cápsulas hubiera sido la muñequita, si no se hubiese perdido.
Oigamos ahora lo que dijo el doctor Teódulo, cuando visitó a Calitea y Calitea, le dio noticia de tamaña desgracia.
Es materia muy substancial, y conviene que se oiga o se lea con atención y paciencia.
El doctor Teódulo dijo:
—Lo ocurrido me aflige extraordinariamente. Aunque me conste que nadie pudo romper, quemar o destruir la muñequita, doy por seguro que don Prudencio la ha sepultado en las entrañas de la tierra o la ha echado en el pozo, desde donde la corriente se la habrá llevado al fondo del mar. Criyasacti preveía y calculaba mucho; pero, ¿calculó y previó tu inmenso descuido y la inverosímil y atrevida simpleza de don Prudencio? Si no contó con estos datos; si, como yo me inclino a sospechar, dejó este cabo suelto, toda su previsión será inútil; su artificio maravilloso no nos servirá de nada. Acaso, por no poder cumplir el mandato imperativo de su autor, se quede la muñeca en los recónditos lugares donde ha ido a parar, sin que se desbarate ni afloje la invencible y apretada trabazón de sus moléculas hasta la consumación de los siglos. Acaso el mandato de Criyasacti y la cohesión, su efecto, tengan por término el de tu vida, y la muñequita, permaneciendo inerte y sin gracia, se deshaga y muera, ¡oh Calitea!, sólo cuando tú te mueras. Acaso, por último, la muñequita dispare, un día, su chiste, sin resultado ni lucimiento, como saeta que no toca en el blanco a causa del imprevisto empujón que algún tonto o algún mal intencionado da en el brazo al hábil flechero que está haciendo la puntería. Pero, ¿qué sabemos? La ciencia de intro-inspección posee recursos que nosotros, profanos o aprendices, no alcanzamos a concebir. El que es docto en esta ciencia, allá en lo hondo de su mente ve el mundo de las ideas, del que es remedo el mundo visible, y le ve tan claro y tan sin limitación de lugar y de tiempo, que lo mismo nota lo que está en fanal cristalino que lo emparedado en espeso muro o embutido en otro cuerpo opaco; lo mismo contempla lo que se pierde o apenas se columbra en lo más remoto de los cielos, que lo que se pone encima de las narices, y lo mismo que lo presente descubre lo venidero con todas sus menudencias, porque la marcha tortuosa de los casos está señalada en su espíritu como en el mejor mapa el sesgo curso de los ríos. Al discurrir así renace mi esperanza. Nada tiene de imposible ni de sobrenatural que Criyasacti lo previese todo, incluso la tontería de don Prudencio, haciéndola entrar en sus planes.
—¿Pero qué planes serían esos? —preguntaba Calitea.
El doctor contestaba siempre que los ignoraba.
Otras veces, Calitea, dejándose influir por lo que oía a don Prudencio, recelaba que fuesen diabólicos el saber y el poder de Criyasacti, o dudaba de la grandeza de tal poder y de tal saber, si eran meramente naturales y humanos.
El doctor Teódulo entonces insistía en las razones que ya había aducido o empleaba otras nuevas.
—No lo dudes hija —exclamaba—; la introinspección es el mejor método, la vía recta, la trucha y el atajo para llegar a la ciencia. El que se reconcentra en sí mismo, aquieta o mata sus pasiones y se abstrae del mundo exterior, lo ve todo en sí o lo ve casi todo y hace luego cuanto se le antoja. Por eso aquel célebre filósofo de mi tierra llamado Demócrito, a fin de verse en lo interior con fructuoso recogimiento, cuentan, aunque algo puede haber en ello de ponderación simbólica, que se sacó los ojos. Quiso perder la vista material y grosera pam adquirir la segunda vista y ser zahorí y adivino. Y por lo que toca al poder que la introinspección otorga, los sabios de la gentilidad grecorromana le han reconocido, e igualmente le reconocen y acatan varios sabios cristianos, de estos que se apellidan escolásticos, adelantándose a todos Alberto Magno, que hoy vive. He de confesar, no obstante, que de la ciencia de intro-inspección apenas hay hasta ahora algunos atisbos en Europa y en el Occidente de Asia. En Europa acaso empiece a florecer dentro de siete siglos. Donde florece hoy es en la India, desenvolviendo en quien la estudia lo que llaman fuerza psíquica, que todo lo puede. Te citaré lo que acerca de esta fuerza dice el médico árabe Avicena, que estuvo en la India, a lo que yo creo. Tal vez exagere un poco; pero asegura que el alma santificada y limpia de pecado adquiere tales bríos, merced a las intro-inspectivas meditaciones, que, sin chispa de milagro, sino naturalísimamente, alborota los elementos, atrae a torrentes la lluvia, amansa o desencadena los vientos y promueve tempestades que truenan y que fulminan. No sostiene, a la verdad, haber presenciado todo esto; pero, en prueba de lo que puede la fuerza psíquica, aun ejercida desde lejos, da testimonio de la caída de un camello, que un hombre, dotado de dicha fuerza, derribó a cien pasos de distancia, sólo con decir quiero derribarle. En confirmación de lo cual, habla el ya mencionado Alberto Magno de dos muchachos, conocidos suyos, contra quienes no valían candados, ni cerrojos, ni llaves, porque con la voluntad y sin toque corpóreo abrían de par en par las puertas más sólidas y mejor cerradas. Se explica este poder del alma en la materia, sobre todo si el alma es la de un sabio, porque, no bien forma ésta algún propósito, cuando produce, en lo más sutil y puro de la sangre del cuerpo que anima, ciertos espíritus alambicados, o, más bien, ciertos globulillos tenues, etéreos e incoercibles, que se mueven con más velocidad que la luz y se cuelan por todas partes. El sabio envía luego estos efluvios a donde mejor le parece, les manda que allí se instalen y no cesen de operar, sin perder energía, hasta que se cumpla su voluntad, que fermenta y se agita, incorporada en ellos. Así, pues, si en la muñequita, y yo no lo dudo, hay efluvios de Criyasacti, aun es posible que dé la muñequita razón de quién es, cuando más descuidados estemos.
Calitea oía estas cosas con la atención que merecen, y se enteraba bien de ellas, porque era muy lista; pero ya dudaba de todo, ya creía algo, ya no creía nada. Lo cierto es que no tenía grande afición ni a las ciencias ocultas ni a las paladinas.
El arte era su refugio, su deleite, y su único amor bien pagado.
Ya no era ella la modesta costurerilla de años atrás, sino una artista de primer orden y de excelsa nombradía: la más admirable bordadora de su siglo.
Don Hermodoro, después de su trastada, andaba huido, como se dijo, y no quería, de puro miedo, ver a Calitea; pero seguía prosperando con su comercio, y tenía lo que llaman en los países del Norte de Europa tienda abierta de galanterías.
No se escame ni se escandalice el pío lector, porque no es nada malo. En los indicados países, donde yo resido al presente, así como del que vende especias, confites, roscos, pastelillos y hasta salchichas, se dice que vende delicadezas, del que vende ricas telas, figuritas y vasos de porcelana y de bronce, y demás pequeños objetos de arte para adorno de los salones, se dice que comercia en galanterías. La mejor tienda de esta clase que, por ejemplo, hay ahora en Viena es la de Weidmann, y la mejor tienda que de lo mismo había entonces en la ciudad teatro de mi historia, era la de don Hermodoro. Allí se veían lujosos cofrecillos, esmaltes de Limoges, pebeteros y puñales de Damasco, tapices de Esmirna y de Persia, guadamacíes y otros cueros labrados en Córdoba y en Tafilete, jarrones y copas de ataujía toledana, cristalería de Venecia, mosaicos de Bizancio, bandejas repujadas, y quién sabe cuántas monerías y caprichos. No había artículo de alta novedad que allí no se encontrase. Las principales señoras acudían, pues engolosinadas a verlos y comprarlos. La parroquiana más asidua era la duquesa, que ya conocemos, mujer del virrey y amiga del rey, la cual no se cansaba de comprar primores para hermosear cada vez más el gabinetito o boudoir en que tenía con su majestad egerianos coloquios.
Don Hermodoro, que era muy experto, conociendo la merecida reputación de Calitea, se entendía con ella, sin dar la cara, por medio de sus agentes y corredores, y hacía más de un año que le había encargado bordar dos reposteros en los que echase el resto, luciendo toda su habilidad. En ellos había de haber algo alegórico que redundase en alabanza del rey, pero la traza o dibujo del bordado quedaba al arbitrio de la artista.
Inspirada ésta, se puso a bordar, y bordó dos verdaderos prodigios. Amplia cenefa, formando cuadro, lo contenía todo. Sendos festones oblicuos cortaban los ángulos. Cenefas y festones eran en un repostero de verdes hojas de laurel y de robusta encina con bellotitas de oro, y en el otro guirnaldas de mirto y rosas. En los centros había medallones ovalados. Calitea quiso figurar en el primer repostero la grandeza militar y política de la monarquía, y su prosperidad económica en el segundo. Así es que llenó, respectivamente, los espacios cerrados por los festones con las imágenes de las virtudes cardinales y de los genios de la agricultura, de la industria, del comercio y de las artes. Servía de sostén a un medallón el águila bicípite, con las alas extendidas y un manojo de rayos en cada garra, y le coronaba la Fe. El sostén del otro medallón era un toro, y la corona dos cuernos de abundancia, que derramaban un diluvio de racimos de uvas y de otras frutas. Este diluvio comestible caía por fuera del óvalo. En el otro repostero había estrellas y luceritos en lugar de uvas. En fin, en uno de los medallones del centro figuró Calitea a San Miguel con el Diablo encadenado, como estaba en la catedral, y un letrero que decía: Gracias al Arcángel su patrono; y en el otro medallón representó a la Fama e inscribió por letrero: Gloria al Rey. Lo último que bordó Calitea fue la figura de la Fama, y era tal la impresión que había producido en su mente la muñequita, que hizo su retrato con asombroso parecido.
Don Hermodoro pagó con esplendidez aquel trabajo magistral, pero le vendió en seguida en triple precio. La duquesa le vio; al verle, se quedó bizca de admiración; dio sin regatear lo que don Hermodoro tuvo a bien pedirle por él, y mandó que se le llevasen sin tardanza a su casapalacio.
El rey, que iba entonces casi diariamente a visitar a la duquesa, pudo admirar y admiró aquel mismo día los dos reposteros colgados ya en el boudoir.
Preguntó quién era el, artífice autor de tan bella obra, y la duquesa contestó que una tal Calitea.
Al oír aquel nombre necesitó don Miguel de todo su disimulo y presencia de espíritu para ocultar su turbación y hasta las más reprimidas lágrimas, que llegaron a humedecer sus párpados. Su conversación con la gran dama fue más breve y menos cariñosa que de costumbre, y pronto se volvió a palacio bastante preocupado.
Aquella noche no pudo pegar los ojos hasta tarde. Mil memorias e ideas agridulces le tuvieron desvelado.
Pensó en el talento, en la hermosura, en la honestidad y en la constancia de Calitea, y se avergonzó de la vida que llevaba él hacia más de tres años.
Al fin se durmió; pero le molestó, en su intranquilo dormir, aflictiva serie de extravagantes ensueños. Ya era él, y no Lucifer, el sujeto a quien el San Miguel de uno de los reposteros tenía encadenado a sus plantas. Ya se animaba la buena Fama representada en el otro repostero, y le miraba con ojos amenazadores.
Tan nervioso e inquieto despertó el rey por la mañana, que sintió deseos de hacer ejercicio para calmarse. Salió, pues, muy temprano a caballo, acompañado solamente de Leoncio.
Al pie del regio alcázar, edificado en una altura, se extendía el magnífico parque. Fuerza es confesar, aunque pese a nuestro patriotismo, que su arbolado era más frondoso y rico que el de la Casa de Campo de Madrid. Nada tenía que envidiar al de los bosques de Lacambre y Boulogne en Bruselas y París, ni al del jardín inglés de Munich, ni al del Prater de Viena.
Aquel parque no estaba abierto para el público sino en los días festivos. En los demás días todo era en él soledad y silencio.
Leoncio se quedó muy atrás. El rey pudo, mientras cabalgaba por los sitios más umbríos y agrestes, dar rienda suelta a sus cavilaciones.
Éstas, merced a una moral laxa, algo acomodaticia y muy bien aplicada, tuvieron un resultado tranquilizador y satisfactorio.
«Calitea —pensaba y decía el rey para sí— hubiera sido, si por casualidad no llega a conocerme, una mujer honradísima; pero ni más ni menos que otras muchas mujeres honradas. Sin duda se hubiera casado con algún hortera o con algún sastre. Yo la levanté de cascos. El amor que me inspiró y que tuve la dicha de inspirarle, ennobleció y elevó su espíritu y la hizo capaz de ser un modelo de virtud y una artista gloriosa. Luego, bien mirado, no hay que compadecer a Calitea, ni declararme yo con culpa, ni en falta. Ella es quien debe estarme agradecida. Cuando la Divina Providencia nos puso en tan apartadas esferas sociales, es evidente que quiso que fuesen pasajeras nuestras relaciones. Además, ¿qué he de hacer yo para reanudarlas? La moza es tan arisca, que mostrarle de nuevo mi ternura sería exponerme a mayores desaires y sofiones. Con Calitea estoy de sobra cumplido. De lo que me culpo es de no imitar su ejemplo. Mi poder santificante, purificador y sublimador se ha ejercido en ella… ¿Por qué no ha de ejercerse también en mí mismo? Vamos… está visto. Es menester que yo me enmiende. Lo primero que voy a hacer es señalar una buena pensión a la cantarina siciliana, y enviarla con la música a otra parte. Es tan desvergonzada la tal cantarina, que es un foco de inmoralidad que lo inficiona, todo. En cuanto a la duquesa, ya es harina de otro costal. ¡Qué dignidad en medio de todo! ¡Lo que sabe! ¡Cuán atinados consejos los suyos! Nada… no es posible que yo me prive por completo de su útil y dulce conversación y de su afable trato. Pero es una crueldad que el pobre virrey, que está ya viejo y achacoso, viva solo en su virreinato, sin mujer que le consuele, le cuide y le mime. Haré que la duquesa se vaya largas temporadas a acompañar y a cuidar a su marido, sin perjuicio de que venga por aquí de vez en cuando a charlar conmigo y a prestarme el auxilio de sus luces. Yo, entre tanto, debo corregirme: cambiar de vida. Mi madre, mis consejeros más fieles y los próceres del reino me excitan a que me case. Cederé a la razón de Estado. Me casaré. El rey Erico de Suecia está deseando que le pida yo la mano de su hija mayor, princesa rubia, fina y estimable como el oro. Mi madre lo tiene ya todo concertado, y yo lo he ido retardando hasta hoy. No lo retardaré más. Enviaré a escape a mis embajadores para que celebren la boda por poderes y me traigan a la futura».