Así lo arregló todo don Miguel, y su espíritu se quedó muy sereno; pero como era a mediados del mes de agosto, hacía calor, y aquella meditación había sido al trote y al galope de un fogoso caballo, el rey estaba sofocadísimo y con ganas de bañarse.
En lo más esquivo y retirado del bosque había un pequeño y bonito lago. Sus aguas eran frescas y cristalinas. La profundidad grande. Los árboles que en la orilla crecían le daban grata sombra.
Allí decidió el rey bañarse: envió a Leoncio por ropas al alcázar, que estaba cerca, y confiando su caballo a un guarda, se desnudó en la casita donde el guarda moraba, y se echó al agua, nadando con deleite.
Dejémosle que nade. Ni él ni nadie hubiera podido prever que aquella natación iba a ser el momento más solemne y decisivo de toda su existencia.
Al día siguiente, y al toque de ánimas, cuando el doctor Teódulo cenaba descuidado en su casa, llamaron con precipitación a la puerta. Abrieron, y entró a hablar al doctor un gentilhombre de su majestad que le traía un recado urgente. Según lo que dijo, el rey estaba en cama, enfermo de algún cuidado. El día anterior le habían traído de bañarse en el parque, tendido en una camilla. Los médicos más hábiles habían estado a visitarle. Todos se reconocieron incapaces, no sólo de curar, sino de clasificar y explicar su enfermedad, inaudita y nunca observada antes. Sobre sus síntomas y circunstancias se callaban los doctores. El rey les había ordenado que guardasen secreto. Sólo dejaban entrever que en el mal había hechizo; y así, en una consulta que acababan de celebrar, habían declarado unánimes, que el único que podría curar al rey era el doctor Teódulo, famoso en toda la ciudad por sus curas, hasta el extremo de que le apellidasen el octavo sabio de Grecia, y que además tenía sus puntas y collar de hechicero.
El gentilhombre venía, pues, en busca del doctor Teódulo.
De parte del rey le pidió que sin dilación le acompañase.
Breves instantes después el doctor estaba en palacio, y en la misma estancia donde yacía el rey en su lecho.
Allí hicieron entrar al doctor solo y con cierto recato.
Hechos los saludos y reverencias que entonces se estilaban, el doctor contempló la hermosa cara del rey, y vio resplandecer en ella toda la saludable lozanía de la más robusta juventud; le miró la lengua, y la halló limpia; le tomó el puso, y notó que le tenía fuerte, regular y pausado.
—¡Majestad! —preguntó luego el doctor—. ¿Tienes buen apetito?
—Devoro —contestó él rey.
—¿Te duele algo? —volvió a preguntar.
Y replicó el rey:
—No me duele absolutamente nada.
—Entonces —dijo el doctor, con la franqueza que le era propia—, tú no tienes mal ninguno; estás mil veces más sano que yo y que todos.
—¡Ay, ay! —exclamó el rey, exhalando dos o tres amargos suspiros—. Lo que yo tengo no me duele mientras no intentan quitármelo; pero me estorba si no me lo quitan. Está en molestísimo sitio, y no me suelta ni se desprende. Es una máquina infernal que me han disparado. Es un monstruo, submarino o acuático, que me mordió ayer en el baño. No me deja andar ni montar a caballo, ni estar sentado, ni vestirme, como no me pongan un balandrán o una bata muy ancha. Los más terribles instrumentos punzantes, cortantes, perforantes y triturantes, no han valido contra este fenómeno; no han podido descascararle siquiera. Y lo peor es que mis vasallos se van a burlar de mí, si lo saben, y me van a llamar el rey con apéndice. ¡Mírale, mírale!
Y el rey se volvió y dejó ver al doctor la pícara muñequita, creación pasmosa de Criyasacti.
—¡Eureka, Eureka! —gritó el doctor, repitiendo la ovante y jubilosa palabra de su compatriota Arquímedes—. La previsión de Criyasacti ha sido completa. ¡Todo ha entrado en sus sapientísimos planes!
Entonces explicó al rey, en breves frases, cuanto había ocurrido con la muñeca; la sugestión que había puesto en ella el sabio indio, ignorada por él y por todos hasta aquel momento; y cómo el presbítero y doña Eduvigis habían arrojado la muñequita al pozo, desde donde ella se vino al lago. Consoló, por último, al rey; le dijo que no se apurase, y le prometió que, a la mañana siguiente, a las ocho en punto, traería él a palacio el indefectible y pronto remedio de aquella incómoda molestia.
Bien sabía el doctor Teódulo lo que se pescaba. Conocidos ya el giro y cariz que tomaba el asunto y la conducta que iba observando la muñeca, lo demás se caía de su peso. El doctor percibía con claridad el designio de Criyasacti. Sólo Calitea tenía poder para deshacer aquel hechizo, y él no dudaba de que Calitea no se haría de pencas, seguiría sus instrucciones y socorrería a su dulce amigo en cuita tan ominosa.
En efecto, al otro día, y con la mayor puntualidad, a la misma hora que el doctor había anunciado, se abrió con suavidad la puerta de la alcoba del rey, volviendo a cerrarse en seguida; pero dejando entrar un bulto negro, que con pasos vacilantes se dirigió hacia la cama.
El lector habrá adivinado que el bulto era Calitea. El rey, que no era más tonto que el lector, lo adivinó también. Calitea no intentaba disfrazarse ni hacer el bú, sino que de puro pudorosa quiso venir de tapadillo y muy rebozada en su manto.
No pronunció palabra. Tampoco chistó don Miguel, si avergonzado de la situación en que se hallaba, satisfecho y alegre de la caritativa visita.
Adoctrinada e industriada Calitea por el doctor Teódulo, se acercó al lecho, hizo un esfuerzo de voluntad para vencer su virginal timidez, introdujo la diestra por entre las sábanas, buscó y halló la muñeca, la cogió por la peana y dio un tironcito.
No fue menester más. La Buena Fama, dócil y obediente, soltó la presa, sin lastimar ni mortificar.
Calitea la sacó con prontitud y la puso en un velador que había en el centro de la grande y regia alcoba; pero don Miguel había asido a Calitea por un pico del manto, de suerte que, al apartarse, el manto se le cayó, y quedó ella en cuerpo gentil, en mitad de la estancia. Don Miguel pensó que se abría el cielo y que veía algo de lo más hermoso que hay por allí. Calitea estaba floreciente, luminosa, divina. El puro rosicler de la vergüenza encendía su rostro, y nada valían, comparadas con ella, todas las cantarinas y todas las mujeres galantes del mundo.
Al mismo tiempo, ¡oh nuevo milagro de Criyasacti! ¡Oh fonógrafo anterior y superior al de Edison! La muñeca se puso a tocar la trompetilla. Era menor que un pito y sonaba más que un órgano. ¡Y qué admirable sonata triunfal y amorosa! Vencía por su dulzura al duetto de Mozart entre don Juan y Zerlina, y se levantaba, por el entusiasmo y la riqueza de pasión y de conceptos, sobre el himno sinfónico de Wagner, cuando, en la Walquiria, vuelve la primavera, vence y reina Amor, y Siglinda y Sigmundo se abrazan. La sonata de la trompetilla sólo podía compararse a la música celestial que oía Pitágoras en sus arrobos; a la armonía de las esferas, que, atraídas por el primer móvil, se agitan en arrebatada consonancia.
Calitea y don Miguel se quedaron también arrobados oyendo aquella música.
No bien la música cesó, Calitea, como si volviese de un sueño, sintió lo difícil, arriesgado y poco decoroso de su permanencia allí y huyó despavorida.
En la antecámara la estaba aguardando el doctor Teódulo, y con él se volvió a su casa.
Don Miguel saltó de la cama, saludable, gallardo y apuesto, como si no hubiera habido apéndice ni mordedura. Se lavó y se vistió con el mayor esmero, pero a escape y sin dar barzones.
Su actividad era extraordinaria, como la de quien tiene un proyecto importantísimo que anhela realizar cuanto antes.
Convidó al arzobispo y al notario mayor del reino para que viniesen a almorzar con él: citó para las tres de la tarde a muchos personajes y damas, y dio otras mil disposiciones.
Pronto cundió por todo palacio que el rey estaba ya restablecido y preparándose como para una fiesta. La reina y las infantas acudieron a verle, muy satisfechas y gozosas.
Cuando el rey vio a toda la familia real reunida en su cuarto, sin poder contenerse, porque era vehementísimo, dijo todo lo que sentía y deseaba: que su gratitud y su amor eran invencibles; que sólo Calitea merecía ser reina; que estaba arrepentido y contrito de su mal proceder con ella; y que iba a enmendarlo todo.
—Madre —añadió— hoy mismo me caso.
La reina y las infantas se enteraron al punto de que la novia era una costurera, y tuvieron a don Miguel por loco de atar.
Las infantas se callaron por el mucho temor y respeto que al hermano tenían; pero la reina madre habló con entereza, oponiéndose a tan extravagante disparate, que enojaría y agraviaría a la princesa sueca, y que avillanaría al rey y le haría el ludibrio de los otros soberanos, de la nobleza y de la misma plebe, que gusta de que la sangre de sus príncipes se conserve pura.
La contestación que dio don Miguel a los argumentos maternales fue la perorata más bella que es posible concebir. Yo no me atrevo a reproducirla. Para hacerlo digna y fielmente necesitaría yo de la facundia, de la imaginación poderosa y de los bríos oratorios de mis amigos Emilio Castelar y Alejandro Pidal, gloria de la tribuna española. Don Miguel era elocuente como ellos, y como ellos se movía, se exaltaba y manoteaba. ¡Con qué abundancia de citas históricas ilustró su razonamiento! Cuando el rey Asuero, por ejemplo, se casó con Ester, que era una muchacha cualquiera de un pueblo vencido, humillado y esclavizado; cuando el emperador Justiniano, tan ilustre por sus Códigos y sus conquistas, se dejó conquistar por la comedianta Teodora, que hacía en público teatro tales horrores que tienen que quedarse en griego y nadie se atreve a traducirlos de Procopio, ¿por qué no había de casarse don Miguel con una niña modesta, castísima y pura?
En suma, don Miguel habló tan bien, que, si no dejó convencidas a su madre y a sus hermanas de que convenía que él se casase con Calitea, las dejó convencidas de que era maravilloso orador, y de que tenían ellas que aguantarse y que aceptar a Calitea por nuera y por cuñada.
Por dicha, al ir a terminar su discurso, en toda la fuga y calor de la improvisación, don Miguel, que iba de un lado para otro y accionaba vigorosamente, acertó a ponerse cerca del velador, donde estaba silenciosa e inmóvil la muñequita, y le dio tan feroz manotada, que la muñequita cayó rodando por el suelo.
La sugestión de Criyasacti había tenido enganchadas y trabadas todas las partecillas de materia prima de que constaba la muñeca; pero, cumplida ya la sugestión, la fuerza psíquica de Criyasacti carecía de objeto, y hubo de desvanecerse. La muñeca quedó, pues, como muñeca ordinaria, fabricada de barro poroso y quebradizo, idéntico al de las alcarrazas de la Rambla o Andújar. Nada más lógico, por consiguiente, que la transformación de la muñequita, al caer por tierra, en multitud, de tiestos.
Pero Criyasacti no hacía las cosas a medias. La muñeca, que había sido arma, era también alcancía y archivo, porque encerraba un tesoro, no de moneda, sino de documentos inéditos. De su hueco y roto vientre salieron, desparramándose, dos o tres docenas de pergaminos manuscritos.
El notario mayor del reino había venido ya a almorzar, y de real orden se puso inmediatamente a estudiarlos. Lo que resultó de su estudio es de tal importancia, que merece, pide y exige capítulo aparte, donde empecemos por poner al lector en autos de ciertos antecedentes históricos.
El bisabuelo de don Miguel fue uno de los más prudentes y astutos monarcas de su época, y se dio tan buena maña, que consiguió anexionarse un reino vecino casi tan grande como el que él había heredado. Así se redondeó y formó una poderosa y doble monarquía. Pero, según dice muy bien el reverendo padre Isla, al hablar de un suceso semejante, en su compendio de Historia de España en verso:
Trozos son de los padres o pedazos
Los hijos, cuando no son embarazos.
Este rey de que hablamos tuvo dos hijos gemelos, a quienes amaba tan por igual que no pudo decidirse a desheredar al uno para que reinase sólo el otro. Deshizo, pues, la obra de toda su vida, volvió a dividir los reinos, y dejó, a su muerte, a cada uno de sus hijos sentado en un trono.
Pronto el abuelo de don Miguel, que era el más ambicioso de los dos reyes, prescindió de los afectos de familia, y movió guerra y destronó a su hermano, el cual murió peleando denodadamente en una sangrienta y reñida batalla. La reina viuda, que estaba recién parida, murió de sobreparto con ocasión de tantos infortunios, precisamente cuando entraba en triunfo en la capital su descastado hermano político.
Este se apoderó del reyecito, huérfano de padre y madre y destronado a poco de nacer, y deseoso, sin que le comparasen a Herodes, de evitar para lo futuro rebeldías y pronunciamientos, mandó que a aquel niño le educasen en un convento, con el propósito de que, en vez de la púrpura, vistiese la cogulla. Pero el hombre propone y Dios dispone. El niño salió más mundano y travieso que reposado y devoto. Era, como vulgarmente se dice, de la piel de Barrabás. Inútil fue la vigilancia de que le rodeaban. El regio novicio ahorcó los hábitos y logró escaparse del convento antes de cumplir dieciocho años. En balde fueron investigaciones y pesquisas. Nadie volvió a saber jamás de su paradero.
Ahora bien; los pergaminos examinados por el notario mayor, probaban con evidencia que el regio novicio huido había tomado el nombre de don Adolfo, había militado en reinos extraños, y singularmente en Tierra Santa, y, por último, había estado en la India.
Jamás le faltaron ganas y arrojo para vengar a su padre y recuperar la corona; pero siempre le faltaron dineros. Nadie quería prestarlos al caballero de la Bolsa vacía. Sin recursos, pues, le fue imposible levantar parciales en su país natal, donde la mayoría del pueblo era adicta a la rama reinante, que gobernaba con tino y ventura.
Cuando Criyasacti leyó a don Adolfo su testamento, dejándole por universal heredero, don Adolfo formó el plan de acudir como pretendiente y de mover guerra en su patria; pero Criyasacti abominaba, en general, de la efusión de sangre, y, muy singularmente de las guerras civiles, e hizo jurar a su protegido, so pena de desheredarle, que había de seguir ocultando su origen y su condición hasta a su mujer propia, cuando se casase, y que no había de aspirar al trono. Don Adolfo, en la mísera esclavitud en que se hallaba, no tuvo más remedio que prestar aquel juramento. Entregó, además, a Criyasacti, que así lo exigió, todos los pergaminos que probaban su personalidad y su derecho.