El sabio indio, en premio de la docilidad de su protegido y por lo bien que le quería, le prometió, sin decirle de qué suerte, recompensa e indemnización satisfactoria. Entonces fue cuando construyó la muñequita que, como prenda, señal y máquina de la promesa, había él de entregar o legar a una hija hermosísima que tendría, llamada Calitea, en el punto en que esta hija cumpliese veintitrés años.
Tal es el resumen de lo que rezaban y demostraban los pergaminos.
La reina madre se regocijó al saberlo. Las infantas brincaron de júbilo. La futura del rey no era ya una costurerilla plebeya, sino su prima y reina legítima por la gracia de Dios y sin debérselo a nadie. Iba a ser un providencial acontecimiento la fusión dichosa de ambas ramas de la dinastía.
Las infantas y la reina madre lo chillaban, lo aplaudían y lo celebraban tanto, que el rey les suplicó y aun les ordenó que se callasen.
—No quiero —dijo— que se divulgue que Calitea es mi prima hasta después que nos casemos. Yo me iba a casar con ella, creyéndola humilde costurerilla y aunque ya sé que no lo es, hallo más bonito que, por lo pronto, el público no lo sepa. Además, el que lo supiese el público y, sobre todo, el que lo supiese Calitea, me fastidiaría de lo lindo. La muchacha es tan puesta en sus puntos, tan formalista y tan enemiga de toda inversión o supresión de trámites, que no consentiría en la boda hasta que viniese la dispensa del Padre Santo. Y mientras se ponen en regla todos los documentos, se envían las preces a Roma, informa la Sagrada Congregación de Ritos, y viene la dispensa despachada, pasará cerca de un mes. Yo me moriría de impaciencia si tuviese que aguardar. Conque nada, mamá, que no sepa lo del parentesco, ni Calitea, ni nadie, ni el señor arzobispo, para que no ponga dificultades.
—Hermanitas, punto en boca —dijo luego, dirigiéndose a las infantas.
El rey estaba tan impetuoso y tan imperioso que, infantas, reina madre y notario mayor, se cosieron las bocas, por más que les remordiese la conciencia de que se hacían cómplices de un pecado.
Don Prudencio, Calitea y su madre, estaban de conversación en el saloncito de la casa, cuando, poco después de las tres de la tarde, oyeron son estrepitoso de timbales y clarines, vivas, aplausos, relinchos y ruido de herraduras en las piedras, como de gran tropel de caballos. Apenas tuvieron tiempo de asomarse a la ventana y de ver la multitud que llenaba la calle. El rey había subido la escalera, saltando de dos en dos los escalones, y sin que la cocinera, que le había abierto, tuviese tiempo de anunciarle, entró en la sala, y dirigiéndose a doña Eduvigis, que estaba con la boca abierta, lo mismo que don Prudencio, dijo:
—Señora, quiero ser tu yerno, te pido la mano de tu hija; espero que me la concedas.
Doña Eduvigis, cortadísima, nada contestó.
Don Miguel se llegó entonces a Calitea, hincó una rodilla en tierra y exclamó:
—Dueño mío, vente con tu rendido siervo. El arzobispo espera en la capilla de palacio para echarnos las bendiciones.
—¡Qué locura es la tuya, señor! —respondió la juiciosa Calitea—. Pasado el entusiasmo, pronto te arrepentirías si yo accediese. Las murmuraciones y el descontento de tus vasallos te serían insufribles. No; tú no debes casarte con una humilde costurera.
Calitea se resistía tanto, que el rey tuvo en la punta de la lengua la revelación de todo el secreto, diciéndole que era su primo; pero se acordaba de la dispensa, se asustaba de las dilaciones y se callaba.
El doctor Teódulo estaba en la comitiva, llamado por el rey, quien le había informado, como única excepción, de lo que se acababa de averiguar, y sin revelárselo a Calitea, le dio tales razones para que cediese, que ella, que no deseaba otra cosa, cedió al cabo.
Desapareció por unos cuantos minutos y volvió vestida de gala, con un traje bellísimo, elegante y de exquisito gusto, que ella misma se había hecho. Parecía un sol de hermosura. En la mano traía la espada del jaque que el rey le había dado como trofeo la última noche que hablaron por la reja.
Don Miguel, lleno de gozo y movido por la admiración y el amor, besó por vez primera las frescas mejillas de su prima, que se pusieron rojas como la grana.
Calitea, aunque iba a poseer todas las joyas de la corona, no llevaba entonces joya alguna; pero su majestad había tenido una excelente idea y la habla realizado.
Había hecho buscar y comprar de nuevo el aderezo que hacía más de tres años había enviado en balde.
Leoncio era también esta vez quien le traía.
El rey le sacó del estuche y adornó con aquellas joyas a su futura.
En fin, los novios bajaron la escalera. En el zaguán había una hermosa y blanca hacanea que un paje tenía de la brida. La gualdrapa o paramento, con las armas reales. Sobre la jualdrapa, doradas jamugas. Tomó don Miguel en sus brazos a Calitea y, como si fuese más ligera que una pluma, aunque distaba de serlo, la levantó a pulso y la sentó sobre la hacanea, muy gallardamente.
La lucida cabalgata se puso en movimiento, camino de palacio. Abrían la marcha seis heraldos con ricas vestiduras y estandartes vistosos, y después treinta trompeteros y cuarenta músicos que tocaban instrumentos distintos.
Salvo las omisiones en que me haga incurrir el amor a la brevedad, la demás gente de la comitiva guardaba el orden que aquí se expresa.
El gran maestro de ceremonias, sin abandonar, por ir a caballo, la áurea pértiga, signo de su autoridad. Los otros altos empleados de la real casa: mayordomos, coperos, gentileshombres y caballerizos. El montero mayor, seguido de ojeadores y halconeros con los halcones presos por la pihuela y posados en el puño. Catorce damiselas o meninas, de la servidumbre de la reina madre y de las infantas, condesas todas de la más ilustre prosapia y con dieciséis cuarteles de nobleza la que menos. Las damiselas iban con espléndidos atavíos y en palafrenes briosos. En pos de ellas, igual número de donceles y muchos escuderos y pajes. El corregidor, los secretarios, los capellanes, algunos consejeros y los ayudantes de campo rodeaban al rey, y éste oprimía los lomos de un magnífico caballo árabe, que, inquieto y fogoso, piafaba y hacía corvetas. Calitea cabalgaba al lado derecho del rey. A respetable distancia, cuatro robustos lacayos, muy compuestos y pomposos, llevaban en dos sillas de manos a doña Eduvigis y a don Prudencio. El doctor Teódulo caminaba en su mula, como de costumbre. La procesión terminaba con una brillante escolta de lanceros y flecheros de caballería.
Como era tan popular don Miguel y Calitea era tan guapa, el alegre gentío los vitoreaba y aclamaba, aglomerándose y empujándose para verlos pasar. Las campanas, echadas a vuelo, no paraban en su repique. En los balcones había colgaduras de brocatel, de damasco y de otros tejidos de seda, oro y plata. Y las muchas damas y los galanes que estaban en los balcones, terrados y azoteas, echaban trigo a puñados y una olorosa lluvia de flores.
En palacio fue recibida Calitea con entrañable cariño. La reina madre y las infantas la hallaron tan bella, tan señora, tan sin el menor perfil ni tilde de cursería y tan amable y simpática, que se la querían comer a besos.
El arzobispo casó al rey y a Calitea; les leyó la epístola de San Pablo a los de Corinto, y la comentó con acierto y elegancia.
Toda la función fue regocijada y suntuosa. No entremos en pormenores.
Dejo de contar la suprema ventura de los recién casados para no despertar en nadie la envidia ni otras malas pasiones.
Al día siguiente de la boda, en la expansión de sus sentimientos y en la total entrega que hizo a Calitea de su alma, don Miguel no supo callar que era su primo y se lo contó todo.
No fue pequeña la desazón de Calitea. Sus escrúpulos fueron mayores. Para quitárselos, se empeñó en que, hasta que llegase la dispensa de Roma, ella y don Miguel imitasen la vida de la reina Edita y de San Eduardo.
Don Miguel no gustaba nada de semejante imitación, y acudió al arzobispo, pidiéndole socorro con tal ahínco, que el arzobispo, no sé si extralimitándose un poco de sus facultades, le concedió indulgencia plenaria y venia provisional en un escrito que el rey, quizá erróneamente porque había estudiado poco derecho canónico o le había olvidado, llamaba buleto ad referéndum.
Así no se eclipsó ni se interrumpió la luna de miel.
Cuando supo el Padre Santo todo lo que había pasado, se alegró lo que no es decible, e hizo cantar el Tedeum en San Juan de Letrán y en las demás iglesias. La dispensa la despachó a escape, porque don Miguel era su ojito derecho, y como Su Santidad se desvelaba por conservar la paz y la concordia entre los príncipes, reinos, repúblicas y pueblos cristianos, tuvo por fausta la fusión de las dos ramas de aquella dinastía.
Trajo la dispensa un joven monseñorete, fino, atildado y de agraciada figura, a quien acompañaban dos guardias nobles, asistentes al solio pontificio. Y trajo, con la dispensa, el birrete de cardenal para el arzobispo, y para Calitea varios regalos de boda, como, por ejemplo, tres frascos de agua del Jordán, diez rosarios, media docena de escapularios, varias reliquias y una cruz con incrustaciones de nácar, hecha de madera de olivo del Monte Olivete. Algunos autores quieren sostener que el monseñorete trajo también la rosa de oro; pero yo no me atrevo a asegurarlo, no sea que incurramos en algún error cronológico.
Para terminar, diré que el rey cambió por completo de vida y costumbres desde que se casó. Envió a la duquesa a que cuidase de su marido en el virreinato, y a la cantarina a que cantase en la mano en otras regiones, y él siguió los consejos de Calitea, la amó como ella merecía y le fue constantemente fiel. Su corte pudo considerarse como la más alegre y divertida, a par que como la más morigerada y virtuosa de toda la Edad Media.
Apenas escrito el cuento que antecede, me acometieron serios temores de ser censurado si llegaba yo a publicarle. Alguien podrá decir que soy un vejestorio, casi con un pie en la sepultura, y que debiera ponerme bien con Dios y emplear mis cortas facultades mentales en tratar asuntos graves y piadosos, sin desperdiciar las en fruslerías que, salvando los límites de lo cómico, tocan en lo bufo.
Acosado por estas aprensiones, he consultado a mi cómplice y tocayo don Juan Fresco, quien me contesta con una extensa carta. De ella, por si algo valen para mi apología, entresacaré o extractaré varios párrafos y razones.
Según mi tocayo, el cuento no puede ser más moral. En él triunfa la virtud como debe y suele triunfar: por medios poco frecuentes y comunes. No se encuentra un Criyasacti al revolver de cada esquina. Y esto es lo que conviene, porque si triunfase la virtud de ordinario, ya no sería virtud, sino cálculo egoísta el ser virtuoso. Además, que el verdadero triunfo de la virtud no consiste en medrar ni en encumbrarse. Calitea no soñaba con ser reina. Por eso es tan de admirar Calitea. La más leve esperanza que hubiese tenido hubiera rebajado su mérito.
Por otra parte, mi tocayo sabe de buena tinta que Calitea, cuando estaba sola, se dolía de no deber su triunfo al amor que inspiró al rey, sino a las chuscadas del mago. Entonces lloraba amargamente; pero enjugaba y ocultaba sus lágrimas, porque amaba al rey y no quería afligirle. Otras veces la llevaba aún más lejos el vuelo de su triste imaginación meditabunda. Echaba de menos su antigua vida de costurera. Todo le parecía que había sido entonces más poético en ella y para ella. Don Miguel, visto desde abajo y desde lejos, era adorable y sublime. Visto de cerca y al mismo nivel, no lo era tanto. Calitea pugnaba por lanzar lejos de sí estos pensamientos, llenos de arrogancia y de orgullo: este sibaritismo espiritual. Se hincaba de rodillas y rezaba para que el cielo la perdonase, acusándose de infiel y de perjura por amor a alguien que no era su marido, sino un ser fantástico e imposible. Y Calitea no lograba serenarse hasta que su corazón generoso y enamorado, su fe religiosa y su profundo sentimiento del deber volvían a circundar al don Miguel real de la aureola de luz y de gloria que ella había puesto en el don Miguel soñado.
—En resolución —añadía mi tocayo—, la historia me parece tan ejemplar, que, si yo fuera censor y tuviera que dar permiso para que se imprimiese, copiaría, mutatis mutandis, lo que puso el padre maestro fray José de Valdivielso al frente de las novelas de doña María de Zayas y Sotomayor, y lo pondría al frente de LA BUENA FAMA, diciendo: «En este honesto y entretenido libro no hallo cosa que se oponga a la verdad católica ni a la moral cristiana. Y aunque, por ilustre emulación de Zola y otros naturalistas, no debiera darse al autor la licencia que pide, por ser el autor andaluz, me parece que no se le puede negar, sobre todo cuando escribe una historia que refiere candorosamente el vulgo de Andalucía; la cual historia, si no se escribiese, pudiera caer en olvido, con menoscabo y detrimento del folklore, hoy tan en moda en todos los países».
Viena, 1894.
Juan Valera y Alcalá-Galiano (Cabra, Córdoba, 18 de octubre de 1824 - Madrid, 18 de abril de 1905) fue un diplomático, político y escritor español.
Hijo de José Valera y Viaña y de Dolores Alcalá-Galiano, marquesa de la Paniega. Estudió Lengua y Filosofía en el seminario de Málaga entre 1837 y 1840 y en el colegio Sacromonte de Granada en 1841. Luego inició estudios de Filosofía y Derecho en la Universidad de Granada. Empezó a ejercer la carrera diplomática en Nápoles junto al embajador y poeta Ángel de Saavedra, Duque de Rivas; allí estuvo dos años y medio aprendiendo griego y entablando una amistad profunda con Lucía Paladí, marquesa de Bedmar, «La Dama Griega» o «La Muerta», como gustaba de llamarla, a quien quiso mucho y que le marcó enormemente. Después, distintos destinos lo llevaron a viajar por buena parte de Europa y América: Dresde, San Petersburgo, Lisboa, Río de Janeiro, Nápoles, Washington, París, Bruselas y Viena. De todos estos viajes dejó constancia en un entretenido epistolario excepcionalmente bien escrito e inmediatamente publicado sin su conocimiento en España, lo que le molestó bastante, pues no ahorraba datos sobre sus múltiples aventuras amorosas. Fue especialmente importante su enamoramiento de la actriz Magdalena Brohan.