Reconociendo ya aquellas damas que en el rey había elementos para todo, cantaron la palinodia sobre lo más agrio de las censuras, y se limitaron a murmurar del mal gusto de su majestad, dando por averiguado que galanteaba a alguna mozuela zafia y plebeya. A fin de ennoblecer las regias aficiones enseñando estética, ciencia cuyo nombre no se había inventado aún, pero que ya existía, las damas que eran o que presumían de ser más bellas redoblaron su afán en adobarse y emperejilarse cuando se mostraban en fiestas y reuniones, y aun enviaron por elixires, aguas de olor, sahumerios y nuevas galas a Milán, a Florencia y al propio París, que ya empezaba en aquella edad remota a ser el laboratorio de las mudas y de los afeites, y el taller y el foco de las elegancias femeniles.
El rey, a quien, fuese el que fuese su verdadero nombre, seguiremos llamando Miguel, o más bien don Miguel, para no ser irrespetuosos, no dejaba, entre tanto, de pensar en Calitea, cuya beldad, evocada por el recuerdo, eclipsaba la de todas las damas que eran el ornato y el orgullo de la corte.
Él, al pronto, se había enojado bastante de la repentina brusquedad con que la joven le había despedido.
«¿Qué culpa —decía para sus adentros— tengo yo de haber nacido rey? Y, por lo demás, por el disimulo o el engaño, con que oculté que lo era, ella misma confiesa que estuvo muy en su lugar; que hubiera sido yo tonto de capirote si le digo en seguida: mira que soy el rey; que me perdona el no habérselo dicho, y que de tan leve falta, si lo fue, nació la ventura de que durante algunos días hemos gozado. Ahora bien; ¿a qué tanto desvío a los pocos minutos de haberme mostrado el más entrañable afecto? Es evidente que yo no puedo ni debo hacer de Calitea mi reina; pero…».
Y aquí tomaban las regias cavilaciones un giro tan enmarañado y nebuloso, que yo no atino a trazarle con palabras. Luego sus pensamientos volvían a aclararse y se resumían en estas cláusulas:
«No; yo no la creo ladina, ni fríamente astuta y calculadora. No me despidió para prenderme mejor en sus redes, haciéndome formar un concepto elevadísimo de su virtud. Pero, ¿quién sabe?… Sus propósitos eran leales… de buena fe… Y, sin embargo, ¿por qué ha de persistir en ellos? ¿Por qué no ha de quebrantarlos y rendirse si me obstino en obsequiarla y en pretenderla?».
Después de discurrir así, nuestro don Miguel fue no pocas tardes, entre dos luces, a la catedral, y se estuvo horas de plantón, junto a la capilla de su santo patrono. Calitea no pareció nunca. Le paseé la calle a ver si ella salía a la reja o volvía para entrar en su casa. Tampoco tuvieron buen éxito estas tentativas.
El rey se dio a sospechar que estaba haciendo un papel ridículo. Si las damas y los caballeros de su corte llegaban a descubrir que él suspiraba por una costurerilla que no le hacía caso, aunque le rondaba la calle, las burlas iban a ser crueles y a darle inmortal reputación de memo. Cesó, pues, en sus rondas, pero no desistió de la empresa.
Como era celosísimo de su dignidad y muy avisado, no cayó nunca en la tentación de escribir cartas a la muchacha, quejándose, en verso o en prosa, de sus ingratitudes.
Verba volant, scripta manent
. Omnímoda confianza le infundía Calitea; pero, a pesar de ella, podía caer cualquiera de las cartas que él escribiese entre las manos de algún curioso, y, si bien entonces aun no había periódicos, circular en copia y al cabo ser insertada en las Crónicas y en los Anales, a fin de que, hasta en los venideros siglos, se enterase todo el mundo de su sandez.
El rey, pues, no escribió carta ninguna. Halló mejor Y menos comprometido recurso.
Leoncio, el principal de sus escuderos, era un hidalgo de edad provecta, que había servido al rey su padre; tenía facha tan grave y señoril, que inspiraba veneración, y su mente, a par que abismo insondable para esconder problemas, era oficina muy apta para resolverlos. Don Miguel había averiguado, porque era difícil que nada se le ocultase, que su augusto padre había tenido bastantes devaneos, y que Leoncio había terciado en ellos como cauteloso y eficaz paraninfo.
El rey confió a Leoncio todos sus pesares y le encomendó que le buscase el conveniente remedio.
Calitea, en aquella confusión de la noche de la pendencia, no había visto sino el bulto de Leoncio, de modo que éste pudo sin dificultad introducirse en casa de la joven, bajo el plausible pretexto de encargarle que bordase un magnífico terno que para cumplir cierto voto debía él regalar a la iglesia de los monjes benedictinos.
Mientras examinaba muestras y dibujos, en repetidas visitas y sin acabar de decidirse, no tardó Leoncio, con su venerable aspecto y sus finísimos modales, en ganar la confianza de Calitea, y, cuando creyó llegada la sazón oportuna, con toda la habilidad y pericia del hombre más experto y curtido en las artes
proxenéticas
, descubrió quién era, los mensajes melifluos que traía y los fervorosos anhelos y atrevidos pensamientos de su majestad.
Terrible fue el desengaño. Calitea, sin descomponerse ni alterarse, zapeó muy de firme a Leoncio, y hasta hubo de afear, con bonitos circunloquios que doraban la píldora, que en aquel oficio ruin se emplease persona tan encopetada, tan entrada en años y al parecer de tanto respeto.
Ello es que Leoncio volvió al rey con las orejas gachas y harto afligido del mal éxito y del peor recado.
Aun no desistió el rey, que era tenaz y estaba prendadísimo de Calitea. Ocurriósele que tal vez un rico presente la ablandaría.
Dádivas quebrantan peñas
, pensó, y sin más reflexiones envió a Leoncio tres o cuatro días después con un rico presente.
Nadie hubiera podido desempeñar esta comisión con mayor delicadeza que la desempeñó Leoncio. Pidió a Calitea perdón de su audacia, se disculpó del oficio que había ejercido por la fidelidad y gratitud que debía a quien le enviaba, y, dando a entender que el rey conocía y respetaba la entereza y la virtud, y que, si bien seguía enamorado, sufriría en silencio y no volvería ya a perseguir a la esquiva señora de su alma, aseguró que le enviaba, como final despedida, aquel recuerdo, y le suplicaba humildemente que le aceptase.
Dicho esto, sin dar tiempo a contestación alguna, Leoncio se despidió y se fue, dejando sobre la mesa de la costurera un sencillísimo estuche donde encerraba un costoso aderezo de perlas y diamantes. Pasaron tres días sin que Calitea se diese por entendida de haber recibido las joyas.
El confidente decía al rey:
—Señor, el triunfo es ya seguro. El pez tragó el anzuelo. Tu espléndido venablo atravesó, al fin, el empedernido corazón de aquella leona; pero debes refrenar tu impaciencia. Parecería en esta ocasión muy poco magnánimo apremiar para el pago, ir al punto a cobrar la res que va herida.
Al día siguiente de pronunciado este lacónico discurso, el rey, previa concesión de audiencia, tuvo que recibir a un pobre sacerdote muy conocido por sus virtudes y vida ejemplar, y que se llamaba don Prudencio.
El sacerdote no hizo más que entregar silenciosamente al rey un pliego cerrado y sellado.
Creyó el rey que sería un memorial y que el clérigo pediría que le hiciesen canónigo.
No sabemos qué despertó, no obstante, su curiosidad, y abrió pronto el pliego y se enteró de su contenido.
Su sorpresa fue grande y mayor su despecho. Aunque sabía reprimirse, se mordió los labios de rabia, y aun hay historiadores que afirman que, a pesar de su moderación y buen tono se le escaparon cuatro reniegos.
El pliego contenía tres hojas, y decía la principal:
«¡Señor! A tamaña generosidad no debe Calitea responder con groserías. Acepta, pues, el presente y le agradece con toda su alma; pero no acierta a darle más digno empleo que el que declaran los documentos adjuntos».
Uno de estos documentos era la tasación de las joyas y la declaración del joyero más acreditado de la capital de haberlas comprado, pagando dieciocho mil ducados por ellas.
El otro era un testimonio fehaciente, donde con todos los requisitos, fórmulas y reglas que entonces se empleaban, el tesorero del Hospital general afirmaba, para la exactitud de las cuentas y resguardos de don Prudencio, aunque bajo sigilo, a fin de no ofender la modestia de su majestad, que había recibido, por orden y mandato de dicha augusta persona, y hecho ingresar en caja, la suma de dieciocho mil ducados.
Después de esto, el rey se dio por vencido, por burlado y por desahuciado; procuró borrar la imagen de Calitea de su corazón y de su memoria, y se esforzó, aunque en vano, por figurársela, más que entera y honradísima, engreída, soberbia y loca.
Leoncio era quien no quería cejar. Lamentando lo deslucido que iba a salir del primer empeño en que por acreditado zurcidor de voluntades le había puesto el rey, y emperrándose en que hubiese función de desagravios, se atrevió a insinuar el rapto de Calitea.
El rey, que tenía muy buena pasta, no se incomodó, pero rechazó la insinuación con risa. Aunque apenas había cursado el arte de amar, salvo en los prolegómenos y parte especulativa, daba él por cierto que en tan deleitosa asignatura no debía entrar la violencia para nada, sino ser todo armonía, alegre cordialidad y mutuo consentimiento y abandono. Nada de lágrimas. Nada de quejas. Por eso sostenía él que Tarquino, Apio Claudio y otros tiranos por el estilo habían sido unos solemnes majaderos; o bien, adelantándose en escepticismo histórico a Masdeu y a Niebuhr, dudaba de cuanto se dice que les ocurrió con Lucrecia, con Virginia o con otras doncellas o matronas cogotudas, suponiéndolo invención, calumnia de los republicanos y demócratas; lo que ahora llamamos una
filfa
.
De aquí que el rey sólo aceptase como juicioso el consejo implícitamente encerrado en cierta coplilla vulgar que entonces se oía en boca de las cocineras al compás del almirez en que manejaban los aliños para sus guisos. La coplilla responde con toda exactitud a ésta, no menos famosa en nuestro idioma:
Me han dicho que no me quieres;
no me da pena maldita,
que la mancha de la mora
con otra verde se quita.
En el fondo, el rey, a pesar de su despecho, no quería ni podía persuadirse de que hubiese Calitea dejado de amarle. Tampoco se le ocultaba que la esquivez sublime de aquella mujer lo dolía de veras en lo íntimo del corazón y le daba
pena maldita
; pero era joven, nada quejumbroso y menos inclinado a melancolías, por donde, sin aprobar las premisas de la copla, aprobó la consecuencia y se echó a buscar
moras verdes
.
Poco trabajo le costó hallarlas. En su corte casi sobraba verdura, y pronto notó su majestad que estaba en intrincado bosque de zarzas y de moreras.
Leoncio, cargado de laureles, olvidó por completo su primer descalabro, y muy orondo con las victorias que se alcanzaban de continuo, formó lista de ellas, no menos larga que la que saca hoy Leporello en la ópera
Don Juan
.
Se diría que el rey trataba de recobrar el tiempo perdido. En grande tomaba el desquite. Bien podían llamarle tardío, pero cierto.
Como era natural, los prelados, los sacerdotes, las beatas y otras muchas personas formales y la reina misma se afligieron y se escandalizaron de todo esto; pero como pasaron tres años y no hubo enmienda, tuvieron al fin que resignarse y acostumbrarse.
Don Miguel, por dicha, no se dejaba dominar por ninguna señora; no tuvo en aquel tiempo
camarillas
, y sus amoríos y deportes no le impidieron seguir gobernando con acierto, gloria y fortuna.
El reino todo, en paz y en orden, prosperaba por su industria y comercio.
En un país vecino había un pueblo bárbaro, muy belicoso, entregado a la rapiña y dado aún a supersticiones gentílicas.
Hubo que hacer la guerra a dicho pueblo para acabar con sus depredaciones, y el triunfo de don Miguel fue rápido y brillante. Sometió a toda aquella gente feroz, se enseñoreó de su territorio, y redujo territorio y gente a buen régimen político y a vivir culto y decoroso.
Mucho le valieron en tan alta ocasión los frailes de Santo Domingo y de San Francisco, que empezaban ya a figurar en el mundo, compitiendo por mostrarse blandos y amorosos con amigos de la fe cristiana, y avinagrados y crudos con los que no la reconocían o renegaban de ella. Aquellos benditos padres acudieron al país recién conquistado como gorriones a la parva que desmenuzó el trillo, y en un periquete catequizaron miles y miles de semisalvajes y edificaron iglesias y monasterios suntuosos.
Por este y por otros indicios, que se irán notando más adelante, don Juan Fresco rastrea la época de esta historia y la coloca en los primeros veinte o treinta años del siglo XIII.
A par de los frailes, si bien por más profanos medios, concurrió a la civilización de las tribus conquistadas un ilustre duque, sabio en todas las artes, de la paz y de la guerra, y a quien don Miguel, después de la conquista, en que le ayudó como general, puso allí por gobernador y virrey.
La duquesa se quedó en la corte, y como era la señora más licurga, graciosa y linda que en ella había, logró detener los caprichosos revoloteos de su majestad no de otra suerte que la rosa, emperatriz de las flores, consigue que se pose, se quede como dormida entre sus frescos pétalos y se embriague con su miel y su aroma la más inconstante y alborotada mariposilla.
El rey veneraba al duque y le comparaba can Marco Aurelio, el cual, a pesar de ser tan sabio, nunca cayó en la cuenta de los extravíos de Faustina.
En alabanza de la conducta del duque en el virreinato su majestad le escribía cartas cariñosas y lisonjeras, siendo los párrafos más dulces los que inspiraba o dictaba la duquesa misma, mejor sabedora que nadie de lo que halagaba y enorgullecía a su marido.
Entiéndase, sin embargo, que el rey, si bien tenía por la duquesa constante predilección, distaba mucho de concederle un afecto exclusivo. A la duquesa no le faltaban rivales, y descollaba entre todas cierta alegre cantarina que había venido al Norte, desde Sicilia, en pos de la resplandeciente y trovadoresca comitiva de un soberano que, según don Juan Fresco, no pudo ser otro que Federico II de Suabia, emperador de Alemania.
En resolución, el rey se divertía a más no poder; pero como era amable, generoso, claro espejo de valentía y llano y alegre en su trato con los humildes, el pueblo le idolatraba, y lejos de condenar, aplaudía y reía sus travesuras. Los sujetos timoratos, aunque no podían hacer la vista gorda, porque su majestad procedía con harto poco disimulo, tenían que disculparle y pensaban con esta intención en Carlo Magno, en el santo rey David, y en otros grandes monarcas que habían pecado como él, con la diferencia de que él, en vez de matar a los Urías, los colmaba de atenciones y de beneficios.