—Te escucho con la mayor atención —dijo Calitea.
Y prosiguió el doctor Teódulo:
—Ya comprenderás que para lograr la ventura durante nuestra vida mortal, de columbrar a Dios en el abismo del alma y aun de unirse con Él de un modo inefable, no bastan nuestras pobres facultades humanas. Es menester el auxilio del Topoderoso, su gracia, y, por nuestra parte, la fe y la caridad más puras. Tan alta unión se alcanza sólo por milagro. La ciencia que trata de esto se llama la mística, y en nuestra edad ha enviado el cielo a la tierra un pasmoso y seráfico doctor, que lleva el nombre simbólico de Buenaventura, y que entiende y lee en esa ciencia como nadie. Para llegar a Dios así, no se llega por el saber, sino por el amor; no es natural, sino sobrenatural, el camino. Criyasacti jamás tuvo la arrogancia impía y abominable de confundir su magia con la mística. Su magia nada tuvo de sobrenatural. Fue natural toda ella. Con una vida virtuosa y recogida, con la introinspección y estudio del alma propia y con el posible conocimiento de sí mismo, ahondó hasta donde humanamente puede ahondar nuestro entendimiento limitado, y vio en aquella luz, que está en el ápice de la mente y que ilumina a todo hombre que se esfuerza por verla, no sólo los primeros principios, los axiomas y ciertas verdades absolutas que la razón universal o el entendimiento agente pone como prólogo de su libro divino, sino también muchos capítulos de ese libro, cerrado y sellado con siete sellos para la generalidad de los hombres, que se emplean en intereses y deleites vulgares o que viven en la admiración somera de lo material y visible. Con este saber, incomparablemente superior al de los empíricos que hubo y que habrá en lo venidero, Criyasacti vio la conformidad de cuanto en los seres exteriores perciben los sentidos con lo que son ellos en sí, y aunque nunca entendió lo que es la substancia de ellos, no la convirtió en Dios ni la convirtió en ilusión y fantasmagoría, sino que descubrió varias de las cualidades y muchas de las leyes que ordenan y enderezan estos seres al fin y al propósito bendito con que Dios los crió. No se infiere de esto que tuviese Criyasacti el don de profecía; pero sí tuvo previsión racional de multitud de sucesos con no menos claridad y certidumbre que aquellas con que un buen astrólogo pronostica los eclipses o la aparente situación que tendrán las estrellas del cielo dentro de unos cuantos siglos, en tal día y a tal hora. No por eso se ensoberbecía Criyasacti, ni incurrió jamás en la espantosa locura de negar a Dios o de negarle la conciencia para adjudicarse él lo divino y consciente, ni de hacer del Universo un sueño vano para que el todo sea el Único, y venga el Único a parecerse a la nada. Jamás aceptó mi excelente amigo esos absurdos sistemas de otros sabios de la India, que tuvieron tanto éxito en Alejandría, con Anmonio Sacas, Plotino, Jámblico y Proclo, y que, según él preveía, habrán de ponerse muy de moda entre los pueblos cristianos y europeos allá hacia el siglo XX de nuestra era.
En suma, y para no cansarnos más, el doctor Teódulo demostró a Calitea, que le oía con recogimiento y que le entendía muy bien, que Criyasacti había sido un mago natural, juicioso, creyente en Dios, aunque pagano, y enemigo del diablo, a quien echaba la zancadilla en punto a saber y hasta a producir cosas que tenían traza de prodigio, por lo ingeniosas y nada de comunes que eran.
Después de esto abrió la cajita, sacó lo que había dentro y se lo enseñó a Calitea.
Era una pequeña estatua, figura de mujer o muñequita, al parecer de barro pintado, y de una tercia de altura. Su cara era bastante linda y su traje oriental y rozagante. En la mano derecha tenía una trompetilla de metal, y en torno de las sienes unas ínfulas, también metálicas. En la trompetilla había un letrero, en letras indias, que decía, según el doctor tradujo: La Buena Fama; y en las ínfulas, otros dos letreros más largos, que, interpretados por el doctor, rezaban: Quien me tiene, aunque me pierda me tiene, y quien me pierde no me tiene aunque me tenga.
—Ya te harás cargo —dijo el doctor— que a tu padre, que no tenía buena fama a causa de sus calaveradas, y a pesar de lo bueno que era, de nada podía valerle esta muñequita, que estaba destinada para ti.
—Es muy mona —dijo Calitea—; pero, ¿sabes tú de qué puede valerme?
—Yo lo ignoro, y tu padre también lo ignoraba. Es un secreto que nunca quiso revelar Criyasacti y que sólo vendrá a saberse el día en que su plan se realice.
—Luego hay un plan ligado con la existencia de esta muñequita.
—Sin duda que le hay, por más que nadie atine a adivinar cuál sea. Ello dirá, andando el tiempo. Refrenemos nuestra curiosidad por ahora.
—¿Y qué tiene por ahora de extraordinario esta muñequita? —preguntó Calitea.
—A la simple vista —respondió el doctor— es como todas las otras; pero yo sé que hay en ella varias propiedades singularísimas. Esta muñequita, hija mía, no se puede romper, ni quemar, ni abollar, ni destruir hasta que su misión se cumpla. El encanto que puso en ella Criyasacti, con la fuerza de su voluntad, es superior a todas las fuerzas mecánicas, físicas y químicas de que puede disponer el hombre en nuestros días. El mandato imperativo que ha legado en ella Criyasacti la hace inquebrantable, invulnerable, incontundible, incombustible e indestructible. Contra la póstuma sugestión criyasáctica nada pueden puñales, martillos, prensas, líquidos corrosivos, hogueras y fraguas con soplete. La muñequita está sugestionada, y mientras no haga lo que la sugestión le prescribe, ni el diablo mismo puede acabar con ella.
Por ser recuerdo de su padre y regalo de la persona tan distinguida que le favoreció y protegió, y asimismo porque la muñequita era primorosa en comparación de las que entonces se fabricaban, Calitea le tomó mucho cariño y la colocó sobre el bufetillo que tenía en su alcoba. En los ratos de ocio se deleitaba en contemplarla, esperando tal vez que de pronto descubriese alguna habilidad o hiciese alguna gracia. Pero en balde: la muñequita no tenía cuerda ni mecanismo interior; era inerte y muda, y no sabía cerrar y abrir los ojos, ni decía papá y mamá, como las muñecas de ahora. Calitea no dejaba de reconocer esta sosería, pero estaba prendadísima de la muñeca.
Su extraño aspecto y el venir de las manos del doctor Teódulo dieron muy mala espina a doña Eduvigis, no bien se informó de todo. Viendo además lo que gustaba Calitea de la tal muñeca y lo mucho que la miraba, doña Eduvigis se alarmó doblemente y no tardó en contar cuanto sabía sobre el caso a su confesor don Prudencio.
Este se puso las manos en la cabeza lleno de terror.
—Es lástima —decía— que una niña tan santita, tan honrada y tan virtuosa se exponga a perder su alma por tratarse con herejes, con brujos y con griegos, que casi es peor. Los griegos son embusteros y traidores. Timeo danaos et dona ferentes, lo cual significa que nadie debe fiarse de los griegos ni aceptar sus regalos. Ese doctor Teódulo debe de ser tan pérfido como Sinón; y, no lo dudes, así como en el caballo de Troya estaban encerrados Pirro, Ulises y otros crueles guerreros que causaron el incendio y la ruina de aquella famosa ciudad, en esa muñequita hay encerrada una legión de demonios.
—¡Ave María Purísima! —dijo doña Eduvigis, santiguándose y muy asustada.
No te asustes, noble amiga —repuso don Prudencio—. Yo exorcisaré la muñequita endemoniada y le sacaré del cuerpo los malos.
Después se puso a reflexionar; se dio una palmada en la frente, e hizo esta pregunta:
—Pero ¿no me dijiste que la muñequita es obra del mago Criyasacti?
—Si que lo dije.
—Pues entonces mis exorcismos no bastan. La muñequita no es sólo hormiguero de diablos sino amasijo de abominaciones y quinta esencia de los siete pecados mortales. ¡Delenda est Carthago! ¡Anatema! ¡Anatema! Es indispensable destruir la muñequita, romperla, arrojarla al fuego, achicharrarla y aniquilarla.
Poco tardó doña Eduvigis en convencerse de necesidad tan clara y tan urgente.
—Seamos —decía a don Prudencio— los destructores de este ídolo, de esta imagen de una falsa divinidad indiana que se nos ha metido en casa de rondón. Pero importa hacerlo sin que se entere Calitea, que no lo consentiría.
—Llámame —dijo él— cuando Calitea esté dormida. Yo vivo muy cerca; vendré volando, y exterminaremos la muñeca.
Aquello fue una muy sigilosa conspiración, en la que fácilmente pudo conseguirse que la cocinera también entrase.
Concertado todo, ocurrió, a los dos o tres días, que la pobre Calitea se quedase velando hasta el amanecer para acabar de bordar una magnífica dalmática que le habían encomendado con mucha priesa.
Como cayó en la cama rendida de cansancio, su dormir era profundísimo y prometía durar hasta las diez o las once de la mañana.
A las siete acudió don Prudencio, llamado por la cocinera.
Sin pérdida de tiempo, provista doña Eduvigis de una vela encendida para ver sin abrir la ventana; armada la cocinera de las tenazas y el clérigo escudado por el breviario, los tres conspiradores entraron en silencio y de puntillas en la alcoba de Calitea. Alumbró doña Eduvigis el lugar del bufetillo en que estaba la muñeca; la cocinera cogió la muñeca con las tenazas, desplegando la agilidad y prontitud que tenía para coger ratones, y, hecho esto, se salieron todos de la alcoba, sin despertar a la joven, cerrando la puerta sin ruido y llevándose la muñeca a la cocina.
Allí, la cocinera, que era robusta, empuñó la maja del almirez y descargó sobre la muñeca golpes furibundos; pero, ¡oh maravilla!, la muñeca no se quebró, ni se deformó, ni se abolló siquiera.
—¡El cuchillo! ¡Emplea el cuchillo! —gritó don Prudencio, que se había quedado lejos, por lo que pudiera ocurrir, y diciendo para su capote: qui amat periculum in illo perit.
Tomó la cocinera el cuchillo, asestó con todas sus fuerzas una puñalada al corazón de la muñeca, y la hoja de acero saltó como vidrio, quedando incólume aquel enorme átomo, creación estupenda de Criyasacti.
—¡El hacha! ¡El hacha de cortar leña! —exclamó doña Eduvigis, dominada ya por el furor de tan descomunal combate.
La cocinera, no menos furiosa, agarró el hacha con ambas manos y sacudió un diluvio de hachazos sobre la muñequita, que yacía por el suelo, inerte, sufrida y callada. Lo único que se logró fue que el filo del hacha se mellase y que el mango se hiciese astillas.
Aquella pasiva y estoica resistencia, aquella virtud conservadora, depositada allí por la prepotente voluntad de Criyasacti, infundió mayor asombro en los que anhelaban destruir la muñeca que si hubiera salido de su seno una tempestad de truenos y de relámpagos.
A la cocinera, que aun tenía el cabello negro como la endrina, empezaron de súbito a salirle canas; las pocas que alrededor de la calva le quedaban a don Prudencio, se le pusieron tan tiesas que parecían las púas de un erizo; y doña Eduvigis daba diente con diente, tiritaba con el frío de la calentura y temblaba como si viniese de las minas del azogue. La cocinera, sin embargo, tenía mucho denuedo y estaba ansiosa de vencer.
Trajo, pues, un trozo gordo de encina, multitud de palitroques y un manojo grande de secos sarmientos, los echó en la chimenea y avivó y fomentó el fuego. La leña chisporroteaba y crujía, levantando llamas como colosales serpientes.
Volvió entonces aquella heroína a coger la muñeca con las tenazas y la plantó en el centro de las llamas.
Pocos minutos después, las llamas expelieron la muñeca lejos y con violencia tamaña que la hicieron caer sobre la cabeza de don Prudencio, quien se desmayó pusilánime. Por dicha, la cocinera, que no perdió la sangre fría, acordándose de que había nacido en Viernes Santo, y de la virtud terapéutica que, según creencia popular inveterada, tiene toda mujer que nace dicho día en el zapato del pie izquierdo, se quitó el suyo y le aplicó en las narices al paciente. Apenas éste le olió cuando se recobró del síncope.
La muñeca no le había hecho más daño que un chichón muy pequeño. La muñeca continuaba inofensiva; pero había salido del fuego entera y sana como antes. En lugar de tener tizne, relucía con mayor limpieza.
Pasado este breve incidente, los tres conspiradores, inspirados por idéntica idea, dijeron a la vez:
—¡Echémonos al pozo!
No era riachuelo el que corría entonces por su fondo; era impetuoso torrente, formado por las nieves que en las próximas montañas se derretían.
La intrépida cocinera llevó, pues, al pozo la muñeca, y sin compasión la arrojó en él.
Doña Eduvigis y don Prudencio, reanimados ya, inclinándose sobre el ancho brocal y con los espejuelos calados, fueron testigos oculares y pudieron dar fe de que la muñeca cayó en el agua y fue arrebatada por la rapidísima corriente.
Doña Eduvigis dijo:
—De seguro que no para ya hasta la mar.
—Hasta el Averno has de decir —enmendó don Prudencio—, porque de allí ha salido y porque (según sentencia, no tengo bien ahora en mi perturbada memoria si del profano o del apóstol) facilis est descensus Averni.
La pérdida de la muñequita dio ocasión a Calitea para acreditarse más que nunca de prudente, discreta y sufrida. Conoció que toda la culpa era suya, por no haber puesto a buen recaudo a la muñequita, encerrándola bajo llave, y no se quejo ni se enojó contra persona alguna. Doña Eduvigis y don Prudencio trataron de hacerle creer que como la muñequita era, cosa de hechicería o de magia, el diablo había venido por ella y se la había llevado. Calitea aparentó creerlo para no disputar; pero harto comprendió que los raptores habían sido el clérigo y su madre. La sana intención con que ambos habían procedido era, sin embargo, tan evidente, que Calitea, en el fondo de su alma, los perdonaba; y considerando el negocio desde el punto de vista de ellos, les daba la razón.
No impedía esto que doliese mucho a Calitea haber perdido aquel precioso juguete, legado y recuerdo de su padre y presente y obra de sabio tan eminente y benéfico como Criyasacti.
La muñeca la habla tenido embelesadísima; pero nunca esperó nada de la muñeca. El chiste que en ella estaba oculto y comprimido, y que, según el doctor Teódulo, había de estallar en el momento más oportuno e inesperado, podría divertir un rato su tristeza, pero jamás arrancarla de su pecho y darle felicidad, haciéndola el bien de lograr su amor, de cuyo objeto la separaba un abismo.
En suma, Calitea sentía la desaparición de la muñeca, no por interés, no porque esperase de ella favor y ventura, sino por cariño a su padre, por gratitud al mago indio y algo también por cierta curiosidad, que ya no podría satisfacer, de ver la explosión del chite.