La Corporación (11 page)

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Authors: Max Barry

Tags: #Humor

—Supongo que no será un secreto, ¿verdad? Quiero decir lo que hace la empresa…

Pasan por delante del mostrador de recepción —Gretel, Eve, el ramo de flores de Eve— y Jones comienza a sudar.

—¿Es un secreto?

—Por supuesto que no. ¿Has leído la misión de la empresa?

—Sí, pero…

—¿Te das cuenta de que somos un
holding.
?

—Sí —responde Jones sintiéndose frustrado—, pero eso no me dice nada. Escuche, si no es un secreto, ¿por qué no me dice abiertamente a qué se dedica Zephyr?

Sydney se detiene tan inesperadamente que Jones casi choca con ella. Las puertas del vestíbulo se abren. Hace un día agradable, su aroma cálido penetra por entre las puertas y Jones lo siente en el rostro.

—Jones, no me escuchas. No es un secreto. Pero haciendo esa pregunta demuestras falta de concentración. Piensa en ello: ¿qué pasaría si todos los empleados quisieran saber cuál es nuestra estrategia empresarial? ¿Qué pasaría si quisieran cuestionar las decisiones de la Dirección General? No podemos dirigir una empresa teniendo ochocientos directores. No es tu labor, ni la mía, ni la del
ordenanza
—dice Sydney indicando con un gesto hacia un hombre que lleva una fregona y está apoyado en el mostrador de recepción hablando con Eve Jantiss— definir la estrategia corporativa. Si no comprendes eso, es que no sabes trabajar en equipo.

Jones sabe que esa es la peor acusación que se le puede hacer. Ha visto los posters de motivación.

—¿De acuerdo? —pregunta Sydney, mirándole con sus incisivos ojos verdes.

—De acuerdo —responde Jones, pero antes incluso de que las palabras hayan salido de su boca, Sydney ya ha cruzado las puertas del vestíbulo.

Desmoralizado, Jones empieza a avanzar hacia el ascensor, aunque luego se acuerda de algo y se encamina hacia el mostrador de recepción. Eve Jantiss y el ordenanza lo miran con interés, pero la pregunta de Jones es para Gretel:

—¿Has averiguado cómo puedo solicitar una entrevista con Dirección General?

—Ah, sí. La respuesta es que no puedes.

—No puedo —responde Jones apesadumbrado.

—Me recomendaron que hablaras con tu director y, si no, que utilices el buzón de sugerencias. ¿Sabes dónde está?

—Veamos si lo entiendo —dice Jones tamborileando con los dedos encima del mostrador—. No puedo presentarme en la segunda planta sin una cita. No puedo conseguir la cita sin hablar con Sydney. Y Sydney
podría
responder a mi pregunta, pero me despediría si se la hago. ¿Voy bien?

Jones se da cuenta de que empieza a elevar el tono de voz, pero nadie le responde. Ni Gretel, ni la bella Eve, ni el ordenanza del pelo canoso.

—¿Qué tal si acampo en el aparcamiento hasta que se presente alguien de Dirección General? Tienen aparcamientos reservados, ¿no es verdad? ¿Qué tal si voy allí y me siento encima de un BMW?

—Supongo que llamarían a Seguridad —responde Gretel.

—¡Por supuesto! Y mientras los guardias me llevan a rastras es probable que me den un par de lecciones sobre cuáles son los canales apropiados. Mientras tanto, ¡nadie en esta empresa tiene idea de
a qué se dedica!

El conserje interrumpe:

—Hay una declaración de misión colgada en la pared, joven.

—Ssss —responde Jones soltando aire por entre sus apretados dientes. Luego se da cuenta de una cosa: al otro lado del vestíbulo, el carrito de productos de limpieza del ordenanza sostiene abierta la puerta de las escaleras. Esas puertas están normalmente cerradas; Jones lo sabe desde el apagón de agosto. Sus ojos pasan del ordenanza a la puerta. Comienza a andar hacia la puerta.

Jones consigue una buena ventaja antes de que nadie tenga tiempo de reaccionar. Eve es la primera en darse cuenta de que pretende subir:

—¿Adónde vas?

Hay algo extraño en su tono de voz, algo que no se puede decir que sea miedo, ni tampoco una amenaza, pero que acrecienta la determinación de Jones. Cuando el conserje grita: «¡Oye!», Jones echa a correr. Aparta de una patada el carrito, que choca contra la pared y se vuelca, haciendo rodar botes de colores por el suelo. Entrar en las escaleras es como meterse en un congelador; posiblemente haya veinte grados de diferencia con el vestíbulo, y además está lleno de ecos y huele a hormigón. Jones cierra la puerta a sus espaldas, que emite ese satisfactorio clic que indica que el ordenanza tendrá que ponerse a buscar la llave en el llavero antes de abrirla de nuevo. Luego empieza a subir las escaleras de dos en dos. Es gracioso. No
siente
que esté echando a perder su carrera.

Freddy llega a la tercera planta. Es un lugar tan alto en el edificio que siente una oleada de vértigo y le tiemblan las rodillas. O puede que no sea vértigo. Puede que sea el letrero que tiene delante:

RECURSOS HUMANOS

Todo parece distinto en ese lugar. La iluminación es tenue. Las paredes son azul marino, no del crema pálido del resto del edificio. No hay pósteres con lemas motivadores, ni logotipos negros y naranjas, ni tampoco gráficos de quesitos impresos. Cuando Freddy recorre el pasillo, siente que los pies se le hunden en la moqueta y tiene la sensación de que las paredes respiran.

Hay un mostrador de recepción, pero no hay nadie detrás de él. Es negro y liso, carente de objeto alguno. No hay teléfono, ni cuaderno de notas, ni ositos de cerámica. Tampoco hay ningún timbre de servicio. Freddy mira alrededor, inquieto. Hay dos puertas idénticas para salir de recepción, una a la derecha y otra a la izquierda.

Puede que sea algún tipo de prueba. Una conduce al Cielo y la otra al Infierno. O puede que, tratándose de Recursos Humanos, las dos conduzcan al Infierno. Freddy se muerde los labios y piensa que lo mejor que puede hacer es permanecer donde está.

La puerta de la izquierda emite un sonido y se abre.

—¿Hola? —Freddy se dirige hacia la puerta y se asoma. Da a un pasillo largo y vacío con media docena de puertas totalmente idénticas a cada lado.

Freddy aprieta la mandíbula, pone un pie delante de otro y cruza la puerta. Casi espera que la puerta se cierre a su espalda —
ñac
—, que las luces se apaguen y alguien (o algo) se ponga a reír en la oscuridad, pero, por supuesto, nada de eso sucede. Sólo está recorriendo un pasillo de Recursos Humanos. Y sin embargo, tiene que luchar para no salir corriendo en busca del ascensor.

Todas las puertas están cerradas. No hay ninguna placa distintiva. Una que está a su izquierda hace clic y Freddy se detiene. La puerta se abre. Al otro lado hay una sala de reuniones a oscuras, pero no hay mesa, sólo una silla de plástico en el centro de la habitación. Freddy entra cansinamente.

—¿Quieren que me siente en esa silla?

No hay respuesta, sólo silencio. Freddy entra y se sienta. Luego se da cuenta de que delante hay un enorme espejo.

Una voz sale de algún sitio, la misma voz que había dejado el mensaje en el contestador de voz.

—Su nombre —dice—. Diga su nombre.

Al pasar por una puerta con el número 15, Jones nota que le entra cierta debilidad en las piernas. Cuando llega a la 10, ya le tiemblan visiblemente y tiene la camisa pegada a la espalda. Al llegar a la 5, tropieza en un escalón y opta por dejarse ir: medio se sienta, medio se cae en un escalón de cemento y aprovecha para llenar de aire sus fatigados pulmones. Como si hubiera estado esperando este momento, la frente empieza a sudarle a chorros, mientras Jones intenta secarla sin demasiado éxito con las mangas de la camisa. Jones se da cuenta de que no va a causar muy buena impresión en Dirección General.

Se oye un sonido procedente de más abajo. Jones se levanta. El sonido se escucha de nuevo (¿será el eco?) y luego algunas voces. Alguien dice:

—¿Arriba o abajo?

Otro contesta:

—Tiene que ser hacia arriba.

Jones se pregunta si son los de Seguridad, que andan en su busca. Uno de ellos grita:

—¿Señor Jones? No puede estar en las escaleras. Tenemos que llevarle a Recursos Humanos. ¿Está usted ahí? ¿Señor Jones? Más vale que resolvamos este asunto lo antes posible.

Con eso todo queda aclarado. Jones se pone de pie y continúa subiendo las escaleras.

Unos minutos después, tras un esfuerzo hercúleo, se encuentra delante de una puerta señalada con el número 2. Los guardias de seguridad aún continúan buscándole, pero cinco plantas más abajo. Jones coge la barra para abrir la puerta, pero duda por unos instantes. Levanta la mirada. En la planta segunda se encuentra Dirección General, pero en la primera está Daniel Klausman, el Consejero Delegado. Jones piensa: «Ya puestos, ¿por qué quedarse en la segunda?».

Las piernas parecen poner alguna objeción, pero Jones decide hacerles caso omiso y, a duras penas, sube un tramo más de escaleras. Finalmente se encuentra ante la puerta número 1, y ya no puede ir más allá.

Es una puerta idéntica a las otras, lo que en cierto modo es una decepción. Jones casi esperaba encontrarse con unas puertas doradas, con algodonosas nubes y una luz brillante inundándolo todo. Pone la mano en la barra de metal y empuja. ¡Clac! El sonido retumba en las escaleras como un disparo. Más abajo, los guardias de Seguridad empiezan a gritar. El eco impide distinguir lo que dicen, aunque Jones tiene la impresión de que las consecuencias de sus actos serán severas. Bueno, eso ya lo sabía. Lo único que espera es que no haya ningún guardia de Seguridad en la primera planta. Si ha recorrido este largo camino para nada, se va a sentir muy decepcionado. Empuja la puerta con el hombro.

El viento le golpea la cara con tanta fuerza que se tiene que agarrar a la puerta para no caerse. Es tan distinta de lo que esperaba que, por unos segundos, no acierta a comprender. Permanece allí, respirando profundamente, tratando de enfocar la mirada. Lo primero que se le ocurre es una estupidez: «¡Qué oficina más grande!».

Jones se encuentra en el tejado.

—Ya sabe mi nombre —dice Freddy—. Usted me ha mandado llamar.

—Diga su nombre —repite la voz.

Freddy traga saliva. Imagina que pretenden grabarla. O puede que sea para ajustar el equipo. Cuando alguien se enfrenta a la prueba del polígrafo, al menos eso ha oído, suelen hacerle preguntas sencillas al principio para ajustar los parámetros. Las verdaderas preguntas vienen después.

—Freddy Carlson.

—Diga su número de empleado.

—4123488.

—Diga el departamento.

—Ventas de Formación. Planta catorce.

Se aclara la voz y añade:

—Todo eso está en mi solicitud.

—Usted tiene una discapacidad.

Freddy se remueve en la silla. La imagen del espejo hace otro tanto. Freddy tiene la sensación de que su imagen pone cara de culpable.

—Sí.

—Su incapacidad es la estupidez.

—No puedo evitarlo. Me esforcé mucho en la escuela y tal, pero no soy lo que se dice brillante por naturaleza.

—Parece que hay un error en su solicitud.

—Probablemente —responde Freddy—. Soy tan corto que probablemente haya varios.

—Su solicitud dice que es estúpido.

—Sí.

—Nosotros pensamos que, en realidad, a quien toma por estúpido es al Departamento de Recursos Humanos.

—No. Por supuesto que no.

—Usted conoce la política de Recursos Humanos con respecto a la incapacidad.

—Bueno… algo he oído.

—Usted sabe que Recursos Humanos cumple totalmente con las leyes federales y estatales.

—Bueno, lo imagino.

—Usted sabe que Recursos Humanos se enorgullece de poder garantizar que la Corporación Zephyr ofrece igualdad de oportunidades a sus empleados.

—Sin duda.

—Usted sabe que ningún empleado ha sido discriminado por razones de discapacidad.

—No lo sabía, pero me parece estupendo.

—Usted sabe que un empleado con una discapacidad reconocida limita la capacidad usual de Recursos Humanos para despedir a ese empleado.

—Imagino que es así —responde Freddy.

—¿Cuánto es siete por tres?

—Vein… —Freddy se muerde la lengua. ¡Vaya! Muy hábiles. Aquélla era la primera pregunta de Recursos Humanos—. No estoy seguro. Necesito la calculadora.

—¿Qué es lo contrario del este?

—La izquierda.

—¿Qué crece para arriba, las estalactitas o las estalagmitas?

—Ni idea —responde Freddy sinceramente.

—La labor de equipo es la esencia de la empresa, ¿sí o no?

Freddy titubea. Eso parece una pregunta tramposa. Nadie puede dejar de conocer, por muy deficiente mental que sea, cuál es la postura de la empresa con respecto a la labor de equipo.

—Cierto.

Hay una pausa. Cuando se oye de nuevo la voz, suena más profunda, incluso molesta.

—Usted sabe que ningún empleado de la Corporación Zephyr ha sido discriminado por incapacidad.

—Usted acaba de decirlo.

Silencio.

—Sí —dice Freddy.

—Han sido
transferidos
—hay un leve pero indudable énfasis en la voz—. Han sido
ignorados
. Han sido
degradados
. Han sido
mal retribuidos
. Pero jamás han sido discriminados.

Freddy traga saliva.

—¡Vaya!

—Se les han asignado puestos con mayores responsabilidades, pero sin aumento de sueldo. Se les ha integrado en equipos con personas incompatibles. Se les han asignado proyectos con metas mutuamente excluyente. Se les ha encargado la supervisión de las finanzas del Club Social. Se les ha encargado el filtrado de la base de datos de los clientes. Se les ha pedido que se encarguen de la formación de los nuevos graduados.

—De acuerdo. Mire…

—No se les ha reconocido ninguno de sus logros. Han corrido rumores sobre ellos y trabajadores poco atractivos. Sus monitores empiezan a parpadear. El resorte de su silla ha dejado de funcionar. Sus bolígrafos han desaparecido. Se les han asignado múltiples directores. Se…

—¡Es suficiente! —replica Freddy—. Ya lo he comprendido, ¿vale?

Hay una pausa. Una pausa para saborear el momento.

—¿Cuánto es siete por tres? —pregunta la voz.

Holly regresa del almuerzo (una ensalada que ha tomado sola en la barra del bar de al lado) y se encuentra con que no hay nadie en Berlín Oriental. No se ve a Jones por ningún lado y Freddy ha desaparecido. Según dice el Post-it que hay pegado en su monitor, «Estoy en Recursos Humanos», pero Holly imagina que es una broma. Suspira. No puede dejar de sentirse inquieta.

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