Se oye un murmullo de aprobación al oír eso. Jones observa cómo Eve le sonríe cariñosamente a Tom y siente una oleada de celos sorprendentemente estúpidos.
—Bien, bien. Mona, ¿has tomado nota de eso?
—Sí, lo he hecho —responde Mona, empezando a murmurar en un aparato que parece una grabadora, aunque Jones no tiene duda de que también es capaz de organizar su agenda, abrir el coche y hacer llamadas telefónicas.
—El siguiente. Jones. ¿Jones?
—Sí, señor.
—¿Qué tienes para mí?
Jones nota la mirada de todos los presentes.
—¿Se refiere a la idea de un proyecto o algo así?
Se oyen algunas risitas. Blake, al otro lado de la mesa, ríe más alto y más rato de lo que Jones considera necesario.
—Sí —responde Klausman—. Para eso estás aquí.
Jones se aclara la garganta.
—Bueno, obviamente soy nuevo en todo esto y no sé exactamente qué es lo que están buscando… pero estaba pensando en la posibilidad de hacer algo sobre el tabaco —hace una pequeña pausa por si alguien salta diciendo «Ya tenemos un proyecto sobre el tabaco» o «No, por favor, otra vez no. Todos los nuevos quieren hacer un proyecto sobre el tabaco»—. Como seguramente todos sabéis, la empresa media pierde 5,7 días al año por empleado que fuma, como consecuencia de los descansos adicionales que suele tomarse. Es ilegal discriminarlos, pero las empresas que logren reducir el número de empleados fumadores notarán un aumento de la productividad, por no mencionar los beneficios que eso reporta a la salud.
—Es cierto —dice Tom—. Pagamos primas más elevadas por los fumadores.
—Sí, además —dice Jones—. En fin, mi primera idea es recompensar a los no fumadores con vacaciones adicionales por no tomarse esos descansos. Digamos, un día al año.
Blake le interrumpe desde el otro lado de la mesa:
—O también podemos penalizar a los fumadores con un día de vacaciones. O hacerles trabajar horas extra.
—Bueno… no. Eso sería ilegal —responde Jones, que resiste la tentación de añadir algún comentario punzante, como un «obviamente», para no entrar en un cuerpo a cuerpo con Blake.
—¡Chas! —dice Eve.
—De esa forma —continúa Jones, para no perder el impulso— también se consigue una mayor implicación de la plantilla. Muchos no fumadores se molestan porque los fumadores se toman más descansos de la cuenta durante el día. De esa forma les haces sentir que su enfado es justificado, aumenta su disposición a hablar abiertamente sobre ello y se incrementa la presión sobre los fumadores para que abandonen el hábito. Es cierto que se exaltan los ánimos, pero si se tienen en cuenta los beneficios, incluidos los de los fumadores, pienso que la medida está justificada.
Eve sonríe.
—¿Este chico es bueno o sólo me lo parece a mí?
—Otra idea —prosigue Jones sintiéndose más seguro de sí mismo— es crear una zona específica para fumadores. En la actualidad, los fumadores forman dos o tres grupos cerca de la puerta.
—Un momento —responde Tom—. ¿De qué forma se anima así a que lo dejen?
—Podemos poner unas vallas simuladas y un cartel que diga «Corral del fumador» —responde Jones—, para volverlo más incómodo socialmente.
Hay una risa colectiva.
—Me gusta la idea —dice Klausman—. Estoy seguro de que encajarás muy bien aquí, Jones.
Luego reflexiona unos instantes y añade:
—Quiero que te encargues de ello, pero no anuncies oficialmente lo del día de vacaciones. Sólo haremos correr el rumor de que la empresa lo está considerando. En cuanto al Corral, creo que podremos montar algo cerca del generador de reserva.
Blake interrumpe:
—Puedo pasar la orden a Gestión de Infraestructuras.
—¡Magnífico! —dice Klausman juntando los labios—. Esta charla sobre el tabaco me está despertando las ganas.
—A mí también —responde Eve—. Y eso que lo dejé hace un año.
—Lo que indica que es mejor que nos tomemos un descanso —dice Klausman— y reanudemos la reunión dentro de diez minutos.
Megan, la asistente de Ventas de Formación, cruza la puerta de cristal del gimnasio que está en la planta diecisiete. Va vestida con un chándal enorme y con aspecto de saco que se pega a su piel, con lo que parece un litro de sudor congelado. El corazón le late con tanta fuerza que puede notarlo en sus oídos. Esta mañana Megan decidió ir caminando al trabajo. Cuando divisó el edificio de Zephyr aumentó el ritmo y cuando ya estaba a punto de llegar empezó incluso a trotar. Es la primera vez que corre desde que salió del instituto y el ejercicio casi la mata.
Sin embargo, se siente feliz. La noche pasada estaba viendo la televisión, cambiando de un estúpido canal a otro desde la comodidad de su sofá, cuando se encontró de pronto con un presentador en un publireportaje: «
Tus
metas están a
tu
alcance», dijo el presentador, cuya firme mandíbula no admitía objeciones. Los dedos de Megan titubearon con el control remoto. «Lo único que te frena eres tú.»Tumbada a solas en su cama aquella noche, Megan se preguntó si lo que decía el presentador era cierto. ¿Por qué una joven de veinticuatro años como ella, razonablemente inteligente, pasaba cuarenta horas por semana sentada en una mesa pegada a la pared sin nadie con quien hablar y nada más interesante que hacer que colocar sus ositos de cerámica? ¿Por qué anota cuidadosamente cada movimiento que hace Jones (que no se pasa mucho por su mesa últimamente; espera que no tenga ningún problema) en lugar de hablar con él? Es cierto que Sydney le exige que se siente aparte de todos los demás, y también es cierto que los empleados de la Corporación Zephyr por lo general no prestan demasiada atención a la vida de las asistentes como ella, pero
Megan puede hacer que las cosas cambien
. Si se sintiera más segura de sí misma, entablaría alguna conversación. Si perdiera algo de peso y fuese mejor vestida…
Era una fantasía. Sin embargo, el hombre de la televisión dijo que
lo único que frenaba a Megan era ella misma
. Y si lo que dice es verdad, entonces también Jones está a su alcance.
Megan ni siquiera puede pensar en él sin sonrojarse como una tonta. Es ridículo imaginar que Jones pueda enamorarse de ella. Jones es joven, dinámico y está rodeado de chicas que sin ningún esfuerzo por su parte son mucho más guapas que ella, chicas como Holly Vale (rubia, delgada, atlética), Gretel Monadnock (guapa) y Eve Jantiss (deprimentemente guapa). Megan siempre ha estado a la sombra de esa clase de chicas, las que saben echarse el pelo hacia atrás, mostrar una brillante sonrisa y tocarse el cuello mientras ríen las bromas de los chicos que le gustan a ella. Megan sabe muy bien cómo actúan. Flirtean a pesar de tener novio, (siempre los tienen, y los mejores) y tanto si quieren como si no, ejercen una fuerza gravitatoria sobre todos los hombres que las rodean, recordándoles que ese es el aspecto que tiene una mujer deseable, ése y no el de Megan, la chica gorda y con gafas, que bien podía pertenecer a otra especie distinta.
Megan se dirige a las duchas del gimnasio. Cada paso que da le duele, pero su cuerpo parece estar cantando de alegría. Megan está muy sorprendida. ¡O sea que es por eso que la gente hace gimnasia! Si siempre es así, y no una batalla constante contra el dolor y el cansancio, entonces se siente perfectamente capaz de hacerlo. Puede que, con el tiempo, se convierta en una chica como Holly, delgada y atractiva y… que sale de la ducha justo delante de ella.
Megan se queda paralizada. Holly, que sólo lleva puesta una toalla, la mira y parpadea sorprendida.
—Hola —responde Megan, pero sólo con la boca porque su garganta es incapaz de emitir ningún sonido. Se aclara la garganta y lo intenta de nuevo, pero el esfuerzo del jogging hace que apenas emita un sonido pastoso y húmedo, parecido al de sonarse la nariz. Megan está demasiado mortificada como para poder hablar.
—No sabía que hicieras deporte.
Holly se dirige a un banco, apoya un pie, se inclina hacia adelante y empieza a secarse el pelo con una segunda toalla.
—Estoy empezando —responde Megan.
Su voz suena forzada. No puede soportar quedarse allí, contemplando cómo se mueven los músculos de Holly en sus bronceados hombros, unos hombros que no se parecen en nada a los suyos. La idea de pasar al lado de esos hombros para ir a la ducha es tan desalentadora que tarda unos segundos en ponerse en movimiento. Su mano aprieta con tanta fuerza la bolsa de deporte que le duelen los dedos.
Mientras se encoge para pasar junto a Holly, ésta le dice:
—Bien hecho, Megan.
Megan se queda pasmada. Parece que Holly lo dice de verdad.
La planta catorce está dividida en dos mitades: Ventas de Formación a la derecha de los ascensores y Cursos de Formación a la izquierda. Cada una es la imagen especular de la otra. Lo mismo sucede en la mayoría de las plantas de Zephyr, lo que ha dado lugar a divertidas historias de empleados que se confundieron de departamento, se instalaron y terminaron quejándose de que el ordenador no aceptaba su clave de acceso.
Las celosías de la sala de reuniones del departamento de Estrategias de Formación están corridas tanto por el lado del interior como por el de las ventanas. Hay cuatro personas sentadas alrededor de una mesa, pero no hablan. Una de ellas, Simon Huggis, mira fijamente el rostro de Karen Nguyen, o mejor dicho, el lunar que tiene al lado de la nariz. Simon lleva dos años trabajando con Karen y en todo ese tiempo el lunar nunca fue un problema. Ahora, sin embargo, lleva treinta y cuatro horas seguidas en esta sala de reuniones y no puede pensar en otra cosa. Odia ese lunar. Cuando cierra los ojos lo sigue viendo, ahí debajo de una de las fosas nasales. En las dos últimas horas incluso ha llegado a pensar que Karen se da cuenta de lo muy irritante que resulta y por eso no se lo quita.
Al otro lado de la mesa, Karen levanta la mirada de una lista de acciones propuestas. Tiene profundas ojeras bajo los ojos y lleva el pelo revuelto.
—¿Sucede algo?
—Nada —responde Simon cogiendo otro caramelo de menta. Se escucha un suspiro colectivo de irritación.
—Simon
—dice Darryl Klosterman. Su voz es cordial pero grave, como la de un médico que le explica a un paciente que su cáncer no se puede operar. Está sentado al lado de Karen Nguyen. Todos los demás están en el lado opuesto porque, según dicen, Simon huele. Al menos eso es lo que dijeron hace diez horas. Otra explicación es que están tramando algo en su contra—. Por favor, no más caramelos de menta.
Simon desenvuelve el caramelo de menta con lentitud. El plástico cruje.
—Simon
—dice Hellen Patelli, una mujer alta y con el pelo gris, que es todo lo que Simon puede ver de ella en este momento, dado que tiene la cabeza hundida entre los brazos sobre la mesa—. Si coges un caramelo más, te juro que te voy a dar una bofetada.
Simon se mete el caramelo en la boca y lo chupa con más vigor del necesario, haciendo ruidos desagradables.
—Por favor, por favor —dice Darryl—. Ya casi hemos terminado. Ya está. Sólo mantengamos la concentración media hora más y luego podremos irnos todos a casa.
—Eso ya lo dijiste ayer —dice Helen entre sus brazos—.
¡Ayer!
Su voz se rompe.
—Pero hemos llegado a un acuerdo. Ya lo tenemos, ocurra lo que ocurra. Ésta es nuestra última revisión. Se lo hemos dejado muy claro. Si quieren hacer más cambios, que busquen a otros. Así que tratemos de mantener la concentración para esta última…
La puerta de la sala de reuniones se abre, iluminando la habitación. Todos miran alrededor, deslumbrados. Incluso Helen levanta la cabeza. En la puerta hay un hombre apuesto y bronceado con un bonito traje a rayas. Simon no tiene idea de quién es.
—Espero no interrumpirles. Blake Seddon. Dirección General —sonríe. Sus dientes dejan una marca en la retina de Simon—. Sólo quería decirles que están haciendo un trabajo fantástico. Todo el mundo en Dirección General es consciente del sacrificio que han hecho ustedes. Incluido Daniel Klausman.
Eso levanta un murmullo entre el grupo. Helen habla:
—¿Daniel Klausman sabe quiénes somos nosotros?
—Está realmente impresionado. Me dijo que les comunicara que cuando esto termine, pidan lo que deseen: unos días de vacaciones, una prima…
Simon observa cómo se abre la boca de sus compañeros de trabajo y enseñan los dientes. Tarda unos instantes en darse cuenta de lo que sucede, ya que llevaban un día sin sonreír. Hasta el lunar de Karen Nguyen parece haber desaparecido de debajo de su nariz. La tensión que tenía en el pecho se alivia un poco.
—Bien —dice Blake mirando un trozo de papel que lleva en las manos, lo que provoca espasmos en las entrañas de Simon. Eso mismo fue lo que sucedió hace dos horas, y tres horas antes de eso, y en muchas ocasiones si no recuerda mal. Alguien viene para distribuir elogios y luego…—. Sólo quiero asegurarme de que sabéis que esas cifras deben determinarse en un plazo de cinco años, ¿correcto?
Todos se quedan mirándole. Por supuesto, no saben nada de eso. Nadie les mencionó lo de los cinco años la última vez que actualizaron sus objetivos, ni tampoco la vez anterior, ni
nunca
, ni siquiera cuando empezó esa pesadilla y todos eran humanos.
Darryl se aclara la garganta. Simon sabe lo que vendrá luego. Darryl le explicará la situación y el hombre de traje a rayas fruncirá el ceño y dirá que no comprende cómo ha podido suceder semejante cosa. Después de cinco minutos de doloroso diálogo, durante el cual quedará claro que el trabajo que han realizado en las últimas treinta y cuatro horas es totalmente inútil si no se proyecta en un plazo de cinco años, todos aceptarán continuar trabajando, pero sólo por esta vez. Para abreviar, Simon se levanta. Los pantalones emiten un ruido al despegarse de la silla. Todos le miran con una expresión de sorpresa aburrida en el rostro mientras rodea la mesa tambaleándose.
—¿Sí? —dice Blake.
La sensación comienza en las pantorrillas de Simon, le corretea por entre las piernas y le invade el torso. No consigue identificarla completamente hasta que no le llega a los hombros y se reparte por entre sus brazos. Entonces es cuando se da cuenta: es violencia. Apenas tiene un cuarto de segundo para pensar: «
¿Realmente quiero pegarle un puñetazo en la cara a este tío?»
. La respuesta no es verbal: lanza el puño y lo estrella en la cara de Blake. Blake emite un grito, retrocede a tropezones, se golpea en el marco de la puerta y se desploma en la moqueta. Simon se queda simplemente donde está. Está perfectamente sereno y dispuesto a continuar la tarea y matar a Blake, pero el puñetazo le ha sentado tan bien que se toma unos segundos para saborearlo.