—Necesito algo de tiempo para asumir todo esto —dice Jones.
—Ojalá pudiera darle unos días para pensarlo, pero no puedo. Está con nosotros o contra nosotros, lo siento.
—¿Me está ofreciendo un trabajo? ¿De qué?
Klausman levanta las palmas de las manos.
—Yo sólo me encargo de la visión. Eve, ¿te importaría llevarte al señor Jones a alguna parte y explicarle los detalles?
Eve guiña un ojo a Klausman cuando sale y éste responde:
—Sé amable con él.
Ambos se echan a reír, lo cual inquieta un poco a Jones. Eve coge del brazo a Jones y le lleva por el pasillo.
—¿Te apetece tomar un poco el sol? Yo no puedo soportar mucho rato en este sitio.
Jones responde algo, pero no recuerda el qué porque el pecho izquierdo de Eve está rozando contra su bíceps. Cuando alarga el brazo para presionar el botón del ascensor, su pelo moreno le acaricia la cara y su perfume le invade las fosas nasales, se interna en su cerebro y empieza a controlar su voluntad.
—A veces hay que esperar hasta cinco minutos —dice Eve mirando la pantalla del ascensor—. No paran aquí hasta que no están completamente vacíos. A la hora de comer… ¡Ah! Mira. Aquí viene.
Eve entra y Jones la sigue. En las paredes reflectantes del ascensor ve la imagen de Eve y la suya, la suya y la de Eve, y así hasta el infinito.
—Tengo que reconocer que estoy sumamente impresionada por lo rápido que nos has descubierto. La mayoría de los que trabajan en Zephyr son como corderos. Es desolador. Algunas noches, cuando regreso a casa, me miro al espejo hasta que recuerdo que no soy uno de ellos.
Sonríe.
—¿Cuál es tu puesto? ¿Qué haces en la empresa? —dice Jones.
—¿Qué crees tú? ¿Cómo controlamos la Corporación Zephyr?
Jones se queda pensando. Luego observa el panel de botones y la respuesta es obvia.
—Recursos Humanos. No es un departamento de verdad. Es parte de Alpha.
Eve sonríe con malicia.
—No exactamente. Recursos Humanos es precisamente eso. Les concedimos mucha libertad para desarrollarse y eso fue lo que sucedió. Deberías leer los informes, son realmente fascinantes. El personal de Recursos Humanos ha terminado por odiar a la gente. No, Alpha funciona colocando a agentes en diversos departamentos de la empresa. Sólo somos doce. La mayor parte del tiempo lo pasamos observando. Pero cuando deseamos estudiar algo en particular, sólo tenemos que tirar de algunas cuerdas para que eso suceda.
—Y nadie en Zephyr lo sabe.
—Exacto —sus dientes vuelven a brillar—. Por eso, si ve a alguien que conozca, actúe con naturalidad.
—¿Cómo dice?
Las puertas del ascensor se abren.
Eve comienza a andar por el vestíbulo, haciendo resonar los tacones. Jones corre tras ella, sintiéndose sumamente incómodo. Gretel le sonríe y le manda un saludo, pero Jones está demasiado confuso para poder responderle debidamente. ¿Lo sabe Gretel? Jones ve las cámaras de seguridad en las esquinas del techo y se da cuenta de que las hay por todas partes. En todas las habitaciones del edificio. Hasta ahora, no se había parado a pensar en ellas.
Las puertas del vestíbulo se abren de par en par. Eve mete la mano en el bolso y su bonito Audi hace
boop-boop
. Eve le tira las llaves y Jones las toma al vuelo, sorprendido.
—¿Conduces tú?
—No hablarás en serio.
—Claro que sí —responde Eve. Abre la puerta del copiloto, mete sus largas piernas en coche y tamborilea con las manos sobre la guantera—. Vamos, chaval.
Jones respira por unos instantes. Piensa: «¿De verdad voy a conducir este coche?». Él mismo se responde: «Sí».
Jones abre la puerta del conductor e instala sus posaderas en el asiento. El cuero emite un susurro de aprobación. Pone las manos en el volante y respira profundamente.
—¿Eres de los que se quedan embobados con los coches? —pregunta Eve.
—Creía que no —responde Jones.
Eve se echa a reír.
—Venga, vamos.
—No te hablo todavía —dice Eve— porque pareces demasiado ocupado con el coche.
Jones mete la cuarta y el coche da un brinco hacia adelante. Le impresiona lo obediente que es el Audi. Su Toyota, aparcado en la segunda planta subterránea de Zephyr, no responde a los mandos sino que más bien se los toma como sugerencias a considerar. Este coche, en cambio, responde a sus más mínimos gestos como si fueran el evangelio. Jones tiene dificultades para mantener una velocidad constante porque el coche parece oír el latido de su corazón a través de sus zapatos de trabajo.
—Interesante, ¿verdad que sí? —dice Eve—. Hay que ser más disciplinado para poder manejar una maquinaria de mayor rendimiento. En definitiva, debes ser más máquina tú también.
Eve se despereza al sol. A Jones le apetece mirarla, pero teme llevarse por delante alguna señal de tráfico.
—¡Vaya! Hace un día maravilloso. El otro día alguien me dijo que el único lugar habitable de América es California. Sin embargo, yo no comprendo que se puedan pasar la vida vestidos con ropa de verano.
Eve se pone algo en el pelo y se hace una coleta que brinca y bambolea con el viento.
—De acuerdo, hablemos de negocios. Tú pareces un chico listo, de manera que me saltaré el discursito.
—Gracias.
—Si no te unes al proyecto Alpha, puedes dar por acabada tu carrera.
Jones se desvía un poco y un Ford color blanco le toca el claxon.
—¿Puedo tener mi discursito?
Eve se ríe.
—Si formas parte del proyecto Alpha, empezarás ganando 100.000 dólares al año, estarás en la vanguardia de las prácticas de gestión empresarial global y adquirirás la clase de experiencia que no se paga con dinero. En lugar de pasar el día con esos que están todo el rato mordisqueando el lápiz y mirando el reloj, jugarás con los grandes. Seguro que te lo pasas muy bien.
Jones se arriesga a mirarla.
—¿Qué has querido decir con eso de que mi carrera estará acabada?
—¿Qué ocurriría si la gente averiguara que Zephyr es una estafa?
—Imagino que… el experimento fracasaría. No os quedaría más remedio que cerrar la empresa.
—Por esa razón, no podemos permitir que se lo vayas contando a todo el mundo. Tendríamos que dar los pasos pertinentes para que eso no sucediera.
—¿Qué clase de…?
—«Stephen Jones era un empleado productivo y competente, pero utilizaba Internet para descargar páginas de pornografía animal.»
—¡Dios santo!
Eve se ríe.
—Es broma. Más o menos, vaya. Pero ya me entiendes. No nos pondrías en tu currículo. Tal vez se te ocurriría alguna historia para explicar ese agujero en tu historia laboral, pero ese tipo de cosas siempre generan desconfianza entre los empresarios. Si tuvieran que elegir entre tú y otro candidato que no se hubiera quedado misteriosamente fuera de todos los programas de prácticas tras la licenciatura, yo por lo menos sé con cuál me quedaría.
—¿Y si prometo que no le hablaré a nadie del proyecto Alpha?
—Nos gusta jugar con garantías —dice Eve—. Hay mucho en juego.
Jones no dice nada.
—Pero no mires sólo el aspecto negativo. Lo importante es la oportunidad. Sólo tienes que decir que sí.
—¿A qué? No sé qué es lo que quieres que haga.
—Lo mismo que todos los demás: convertirte en un agente. Por un lado, mantienes oficialmente tu puesto, pero también llevas proyectos para Alpha. Si a Klausman le gustan tus ideas, te concede tus propios proyectos. Puede que hasta los introduzca en la siguiente edición de
El sistema de gestión omega
. Resulta muy gratificante. De vez en cuando, vamos a otras empresas para presentarles nuestros descubrimientos y diseñamos una solución para sus circunstancias particulares. Eso es lo mejor. Vuelas por todo el país, te alojas en hoteles de cinco estrellas, facturas todo al cliente… Te lo aseguro Jones, es una experiencia magnífica rellenar el formulario de gastos a nombre de otra persona.
—Pero nadie en Zephyr sabría qué es lo que estoy haciendo.
—No —responde Eve soltando una risita.
Jones detiene el coche en un semáforo rojo y mira a Eve. Tiene un brazo colgando por fuera del coche, lo mira a través de las gafas de sol y sonríe. Aun así, Jones responde:
—No sé si me sentiré cómodo espiando a mis compañeros.
—Urrrr —responde Eve, como si hubiese escuchado esa excusa millones de veces—. De acuerdo, mira. Todas las empresas espían a sus trabajadores. Todas tienen cámaras de seguridad. Todas supervisan su correo electrónico. Los empleados saben que los observan. La única diferencia es que nosotros lo hacemos de forma más organizada.
—Una cosa es una cámara de seguridad y otra sentarse al lado de alguien y fingir que eres su compañero de trabajo —Eve no dice nada, de manera que Jones añade— ¿no te parece?
—¿Sinceramente? Pues creo que no. Si ves que tu compañero de trabajo estafa a la empresa y tú informas al director al respecto, ¿eso está mal? Pues eso es lo que nosotros hacemos: buscamos las situaciones improductivas y tratamos de remediarlas.
—Pero…
—¿Quieres el discurso sobre ética? Porque también tenemos uno. Está grabado en vídeo, con todo ese rollo de mejorar la eficiencia empresarial, crear puestos de trabajo y construir un país más fuerte. Cuando termines de verlo, creerás que todo aquel que se oponga a lo que hacemos es un comunista. Se lo pasamos a nuestros inversores más religiosos, pero tú no eres religioso, ¿verdad que no?
—La verdad es que no mucho.
—Es una broma. Cuando alguien nos pide el vídeo sobre ética, ya sabemos que se ha decidido a invertir. Lo único que necesitan es oír unas palabras alentadoras que les hagan sentirse bien. Eso es lo que aprendes sobre los valores, Jones: es lo que la gente se inventa para justificar lo que ya ha hecho. ¿Estudiaste ética empresarial en la facultad?
—Sí.
—Te enseñan que el comportamiento de las personas depende de sus valores, ¿verdad? Pues es una chorrada. Cuando observas a las personas como hacemos nosotros, te das cuenta de que es justo lo contrario. Escucha, yo creo en lo que hace Alpha, de verdad. Pero ¿acaso me preocupo de si todos los detalles de lo que hacemos son éticos? Pues la verdad es que no, pues si nos ponemos a eso, podemos racionalizarlo todo hasta convertirlo en ético. Habla con un delincuente, ya sea un evasor de impuestos, un asesino en serie o un pederasta y verás cómo todos justifican sus acciones. Te explicarán con toda seriedad por qué han tenido que hacer lo que han hecho. Que siguen siendo buenas personas. Esa es la cuestión: cuando la gente habla de la importancia de la ética, jamás se incluye a sí misma. El día que alguien, en algún lugar, admita que no es ético, entonces empezaré a tomarme todo este asunto en serio.
Alguien le toca el claxon. Jones se da cuenta de que el semáforo está verde. Pisa a toda prisa el acelerador, el coche está a punto de calarse, pero finalmente logra recuperar el control.
—¿Sabes una cosa? Estoy sorprendida de que no saltes de alegría. ¿Te dan miedo los retos? Eso explicaría por qué aceptaste un trabajo en Zephyr, una empresa de la que no sabías absolutamente nada.
—No. Acepté el trabajo porque… —empieza a decir, pero luego se da cuenta de que no es una frase que quiera terminar—. No me dan miedo los retos.
—Entonces acepta el trabajo. Si no, ¿qué vas a hacer con tu carrera? ¿De verdad quieres pasarte los próximos diez años tratando de abrirte camino para ocupar un puesto de director medio? El noventa y cinco por ciento de los trabajos son una mierda, por eso la gente recibe un salario por hacerlos. Nosotros te estamos ofreciendo ese otro cinco por ciento. Este trabajo es excitante, está bien pagado y cualquiera de Ventas de Formación te cortaría el cuello por obtenerlo. ¿Qué más tienes que pensarte?
Eso de los «diez años» le llega al corazón. Resulta una perspectiva terriblemente plausible: Jones puede imaginarse a sí mismo soportando toda una larga década de politiqueo corporativo y aburrimiento cotidiano, perdiendo poco a poco el entusiasmo hasta obtener la experiencia y la falta de escrúpulos necesarios para que alguien le ofrezca la clase de puesto que Eve le está ofreciendo en ese momento.
—¡Qué mono! Es como si viera tus pensamientos televisados en tu cara.
Jones se pone nervioso y termina por aparcar el Audi a un lado de la calzada. Casi se siente mal por tener que apagar el motor. Después de un minuto, dice:
—De acuerdo, estoy dentro.
Eve sonríe.
—Fantástico. Me alegro —le pone una mano sobre el muslo y aprieta—. Ahora será mejor que regresemos. Tengo que cancelar la historia de la pornografía por Internet.
A las cuatro de la tarde, el Departamento de Créditos entra en crisis. Hasta la fecha, la labor de ese departamento había consistido en asegurarse, antes de que cualquier departamento de Zephyr aceptara un pedido, de que el cliente tenía los medios y la disposición de pagar. Los clientes, por supuesto, son siempre otros departamentos de Zephyr, pero algunos gestionan sus finanzas mejor que otros. Se han dado casos en que ciertos departamentos —no hay necesidad de mencionar cuáles— pidieron algo y luego trataron de retrasar el pago. Esos son los enemigos mortales de Crédito. Para derrotarlos, cuenta con un arma mortífera: la suspensión del crédito.
Debidamente aplicada, el arma paraliza a la víctima, volviéndola incapaz de llevar a cabo la crítica y esencial tarea de comprar cosas. El veneno corre por sus venas fiscales y la única forma de curar la enfermedad es convencer a Crédito de que se está en una situación financiera magnífica, lo cual resulta muy difícil de hacer mientras sus operaciones permanezcan paralizadas. Todos los departamentos que han padecido dicha enfermedad han terminado por perecer. Lo cual, como ha señalado el propio Departamento de Crédito, demuestra hasta qué punto fue profética su decisión de aplicarla ya desde el principio.
Se ha apostado mucho dinero en la empresa sobre qué sucederá primero: si Crédito acabará estrangulando a Recursos Humanos o si Recursos Humanos despedirá a Crédito. La batalla entre los superdepartamentos se veía venir desde hace tiempo; de hecho, en alguna ocasión ambos han intercambiado disparos de aviso. El mes pasado, por ejemplo, Crédito emitió un aviso sobre ciertas cuentas de gastos de Recursos Humanos que habrían sido infladas. En respuesta, Recursos Humanos redujo el número de empleados de Crédito de veintiocho a veintiséis. La tensión fue en aumento.