La cruzada de las máquinas (34 page)

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Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson

Tags: #Ciencia Ficción

En el interior, un chambelán, irritado, frunció el ceño al reparar en la piel oscura de Ishmael y sus ropas de zensuní, pero de nuevo el nombre de Tío Holtzman y los imponentes cuadernos de trabajo demostraron tener el suficiente peso para superar todas las dudas e interrogantes. Uno de los guardias, que por lo visto se lo había pensado mejor, se acercó y dijo:

—Lo siento, señor. Si deseáis que lo eche…

El oficial real meneó la cabeza y su mirada se posó en los ojos decididos de Ishmael.

—¿Estás seguro de que debes entregar estos papeles ahora? De todos modos no tendrá tiempo de mirarlos. De aquí a una hora ofrece un banquete para unos pintores extraplanetarios que desean captar la imagen de Starda bajo diferentes condiciones de luz. —El chambelán lanzó una mirada significativa al cronómetro de la pared—. Si de verdad fuera tan importante, el savant Holtzman habría concertado una cita. ¿Estás seguro…?

—Lo siento, señor —dijo Ishmael interrumpiéndolo, sin dar mayores explicaciones ni hacer ademán de marcharse.

—Lord Bludd no puede dedicarte mucho tiempo.

—Incluso un momento de su generosidad será suficiente. Gracias.

—¿Lo cacheo por si lleva armas? —preguntó el dragón.

—Por supuesto.

Cuando terminaron de cachearle, Ishmael esperó en una galería cavernosa. En el centro había un banco de piedra pulida; aunque era bonito, resultaba muy incómodo. Ishmael esperó en silencio, aguantando pacientemente.

En su cabeza, el osado esclavo recitó sus sutras favoritos, versos que había aprendido en las rodillas de su abuelo. Hacía ya mucho que había dejado de desear que las cosas fueran diferentes, haber podido escapar cuando aquellos hombres atacaron las marismas de Harmonthep. Para bien o para mal, su vida estaba en Poritrin, y tenía una esposa amantísima y dos hermosas hijas que ya casi eran unas mujercitas…

Finalmente, casi una hora más tarde le llevaron por un amplio tramo de escaleras hasta la suite privada de lord Bludd. Ishmael notaba su piel caliente, y su cabeza no dejaba de dar vueltas a las diferentes posibilidades. Con un poco de suerte su ruego llegaría al corazón del hombre que gobernaba en Poritrin. Esperaba que sus palabras fueran persuasivas.

La habitación olía a velas y perfume, y unos cortesanos estaban vistiendo al lord con un chaleco acolchado, cadenas de oro y gruesos puños. Sus cabellos de color rubio rojizo habían perdido vitalidad con los años, y ahora estaban salpicados de canas. Un tatuaje formado por minúsculos círculos entrelazados como burbujas marcaba el rabillo de su ojo. Sus criados personales correteaban a su alrededor rociándole el pelo y las mejillas con agua perfumada. Un hombre enjuto estaba cepillando las pelusillas del manto de su señor con la concentración de un filósofo que estudia la llave del conocimiento.

El lord miró a Ishmael y suspiró.

—Bueno, no pasa a menudo que Tio me envíe a uno de sus esclavos con un informe e insista tanto (o tan inoportunamente). ¿Qué desea el savant esta noche? El momento es de lo más inconveniente. —Estiró el brazo para coger los cuadernos.

Ishmael habló con voz tranquila, tan educada como pudo. Respetuosa pero segura, como si pensara que estaba ante un igual. Consciente de la importancia de lo que iba a decir, buscó la fuerza en su interior.

—Me temo que ha habido un malentendido, lord Bludd. No me envía el savant Holtzman. Me llamo Ishmael y he venido por decisión propia a hablar con vos.

Los cortesanos se detuvieron sorprendidos. Bludd miró a Ishmael pestañeando con expresión de disgusto y a continuación le dedicó una mirada furiosa a su chambelán, que a su vez dedicó una mirada iracunda a los dragones.

Con el rabillo del ojo, Ishmael vio que el chambelán se acercaba para llevárselo de allí, pero Bludd le indicó que esperara. Su voz sonaba irritada, quería una explicación.

—¿Por qué has venido aquí si no te envía el savant Holtzman? —Levantó los cuadernos en alto—. ¿Qué es esto?

Ishmael sonrió, dejando que las palabras fluyeran, con la esperanza de ablandar el corazón del noble con lógica y simpatía.

—Señor, durante generaciones mi pueblo ha servido y protegido a Poritrin. Mis compañeros esclavos y yo hemos trabajado en muchos de los proyectos del savant Holtzman que han salvado a un número incontable de ciudadanos de la Liga de morir a manos de las máquinas pensantes. Este último año hemos trabajado sin descanso para fabricar la victoriosa flota fantasma.

Lord Bludd frunció el ceño, como si acabara de tragar un caramelo amargo. Luego esbozó una sonrisa cruel y contestó.

—Creo que eso entra en la definición de esclavo.

El chambelán, que estaba cerca, rió entre dientes.

Pero Ishmael no le veía la gracia.

—Somos seres humanos, lord Bludd. —Trató de serenarse, pues no quería que su determinación flaqueara—. Hemos sudado sudor y sangre para proteger vuestra forma de vida. Hemos presenciado vuestras celebraciones. Gracias a nuestros esfuerzos, Poritrin se ha librado de la dominación de las máquinas pensantes.

—¿A vuestros esfuerzos, dices? —La expresión de Bludd se volvió furibunda ante la audacia de aquel zensuní—. Habéis hecho exactamente lo que vuestros amos os han ordenado, nada más. Nosotros fuimos los que vimos venir el peligro. Nosotros desarrollamos el método para protegernos. Nosotros trazamos el plan y nosotros proporcionamos los medios.

—Milord, subestimáis el trabajo que vuestros esclavos han hecho…

—¿Qué es lo que quiere tu gente… mi gratitud eterna? ¡Tonterías! Habéis ayudado a salvar vuestras propias vidas, no solo las nuestras. Eso solo ya tendría que bastaros. ¿Preferiríais estar pudriéndoos en una cárcel del enemigo, siendo diseccionados por unos robots curiosos? Puedes dar gracias de que no sea el archidemonio Erasmo.

Se arremangó y despachó a sus ayudantes.

—Y ahora vete, esclavo. No quiero oír nada más, y no vuelvas a intentar hablar conmigo jamás. Tu engaño es motivo suficiente para ordenar tu ejecución. Soy el lord de Poritrin, el cabeza de una familia que ha ostentado el poder durante generaciones. Y en cambio tú no eres… no eres más que un cobarde que tiene alimento y cobijo solo gracias a mi benevolencia.

Ishmael se sentía profundamente ofendido, pero no era la primera vez que escuchaba insultos parecidos. Él quería debatir, exponer sus reivindicaciones con mayor claridad, pero por la ira contenida que vio en los ojos de lord Bludd supo que nada de lo que dijera serviría de nada. Había fracasado. Quizá Aliid no andaba tan desencaminado cuando se burlaba de su fe infantil.

He subestimado lo diferentes, lo extraños que pueden ser los pensamientos de este hombre. No comprendo a lord Bludd. ¿De verdad es humano?

Últimamente, durante los debates nocturnos que había en torno al fuego en el campamento de los esclavos, Aliid se mostraba cada vez más reivindicativo y animaba a la gente a seguir los pasos de Bel Moulay. Quería una nueva revolución, aunque sabía perfectamente que provocaría un baño de sangre. Cada vez que Ishmael trataba de ser la voz de la razón y oponerse a la idea de la venganza, Aliid lo acallaba.

Sin embargo, después de aquella reunión, ya no estaba muy seguro de poder seguir discutiendo las propuestas de Aliid. Había hecho lo que había podido y lord Bludd se negaba a escuchar.

Con la esperanza de que el noble no cambiara de opinión y ordenara su ejecución inmediata, Ishmael hizo otra reverencia y fue caminando lentamente hacia la salida. Los dragones lo cogieron bruscamente por los brazos y lo acompañaron hasta ella maldiciendo por lo bajo. Ishmael no se resistió ni contestó a sus insultos; cualquier pequeña excusa habría bastado para que le golpearan hasta la muerte.

Aunque su fe se había visto sacudida hasta sus mismos cimientos y sus inocentes creencias habían resultado insuficientes, no se arrepentía de haberlo intentado. Todavía no.

Al cabo de unos días llegaron nuevas órdenes que reasignaban a Ishmael y a muchos de los que habían trabajado en el proyecto de la flota fantasma. Él, Aliid y cien esclavos más debían ir río arriba, a unas nuevas instalaciones, donde trabajarían en un proyecto independiente dirigido por Norma Cenva, el genio de Rossak que en otro tiempo fue ayudante del savant Holtzman.

Los dragones recibieron órdenes expresas para que Ishmael fuera separado de su familia. Con voz malhumorada el sargento dijo:

—Tu mujer y tus hijas se quedarán aquí a la espera de que se les asigne un nuevo destino… —y sonrió bajo el yelmo dorado—, seguramente uno diferente para cada una.

Ishmael sintió que le flaqueaban las rodillas. No podía ser.

—¡No, eso es imposible! —Llevaba quince años con Ozza—. Yo no he hecho nada. —Los guardias lo cogieron por los brazos, pero él se soltó y corrió hacia su mujer, que estaba junto a sus hijas Chamal y Falina con expresión desolada.

Lord Bludd le estaba demostrando su disgusto, y los soldados solo buscaban una excusa para castigarle. Sacaron unas varas y le golpearon las rodillas, la espalda, los hombros, la cabeza.

Ishmael, que no era hombre violento, se desplomó con un grito. Con lágrimas en los ojos, maldiciendo a aquellos hombres, Ozza trató de llegar hasta él. Pero los dragones la mantuvieron a raya. Sus hijas también trataron de acudir a su lado esquivando a los hombres con armaduras doradas, e Ishmael temía por ellas. Si llamaban demasiado la atención, los guardias quizá se las llevarían para sus sucios pasatiempos. Sus preciosas hijas…

—No, atrás. Iré con ellos. Encontraremos la forma de volver a estar juntos.

Ozza acercó a sus hijas a su lado y miró a los dragones como si quisiera arrancarles los ojos. Pero conocía a su marido, y no quería hacer nada que pudiera perjudicarlo más.

—Volveremos a reunimos, Ishmael, amor mío.

Lentamente, Aliid se acercó a Ishmael, con un violento fuego en la mirada. A los dragones parecía divertirles la expresión desafiante del zenshií. Ishmael gimió y trató de mantener el equilibrio en medio de aquel sufrimiento.

Los guardias se llevaron a la nueva cuadrilla hacia su nuevo destino, río arriba, e Ishmael trató de lanzar una mirada a Ozza y a sus hijas, tal vez la última. Aliid no había vuelto a ver a su familia desde que los separaron.

Aliid le habló en un susurro, pero con voz áspera, utilizando el idioma chakobsa para que los negreros no pudieran entenderlos.

—Te lo dije, estos hombres son monstruos. Lord Bludd es el peor. ¿Comprendes ahora por qué no es suficiente una fe tan simplista?

Ishmael meneó la cabeza, con obstinación.

A pesar de todo, aún no estaba preparado para dejar a un lado las creencias zensuníes, que eran la base de su vida. Pero los demás, los que escuchaban tan atentamente sus parábolas y sus sutras, ¿le abandonarían ahora que le habían visto fracasar? Ishmael estaba siendo sometido a una dura prueba, y no tenía ni idea de cómo iba a reaccionar.

175 a.C.
Año 27 de la Yihad
Un año después de la victoria de Poritrin
34

Guerra: Una fábrica de desolación, muerte y secretos.

Declaración de un opositor a la Yihad

Al primero Harkonnen el largo y lento viaje hasta Ix no le resultó precisamente tranquilo. El entusiasmo de los nuevos reclutas que viajaban con él en la ballesta había ido degenerando poco a poco en miedo a enfrentarse a las máquinas pensantes en aquel mundo que llevaba tanto tiempo en guerra. Todos eran conscientes de sus posibilidades, de los riesgos.

Las órdenes de Xavier eran claras. Los rebeldes de Ix llevaban mucho tiempo luchando contra un abrumador ejército de cimek y robots asesinos; y ellos aportarían las fuerzas necesarias para que las tornas giraran. No podían permitirse perder. Cuando hubieran liberado otro planeta de las manos de Omnius, dormiría mejor.

Un mundo cada vez.

En casa, a Octa nunca le gustaba ver que se iba a una nueva misión. Desde que se casaron, Xavier se había ausentado constantemente; una misión peligrosa tras otra. Para ella era duro ver que se marchaba, pero sabía lo que se estaban jugando en aquella interminable guerra. Había visto personalmente lo que las máquinas pensantes le habían hecho a su hermana Serena. La guerra cambiaba a la gente. Alguien tenía que proteger a los inocentes. Xavier y Vor estaban entre los que arriesgaban su vida para hacerlo, y Octa siempre había tenido muy claro que aquella guerra era su misión. En una guerra todos tienen que hacer sacrificios.

Y aunque Xavier la amaba con locura y sabía que confiaba plenamente en él, siempre veía miedo en sus ojos cuando se iba. Pero Octa sabía controlarse. Cuando estaban juntos, hacía lo imposible para que Xavier se sintiera arropado, a gusto, para que tuviera buenos recuerdos a los que volver durante los largos días que pasaba fuera. En una ocasión, Xavier le dijo en broma que cuando él se marchaba seguro que hacía una fiesta.

Antes de que su marido partiera a la difícil y arriesgada campaña de Ix, Octa preparó de nuevo un festín e invitó a sus seres más allegados. Serena también estaba invitada, como siempre, pero la sacerdotisa de la Yihad rara vez asistía a aquellas reuniones, ni siquiera con su familia. La oficina del Gran Patriarca Ginjo rechazó educadamente la invitación en nombre de Serena, diciendo, simplemente, que estaba demasiado ocupada.

Quienes no conocían a Octa la veían como una mujer tímida y discreta que permanecía a la sombra del gran primero. Pero cuando tomaba una decisión y se concentraba en algo, demostraba una determinación e inflexibilidad dignas de un militar furioso. Reunía a los sirvientes, a los cocineros, a los encargados de la limpieza, y se aseguraba de que todo marchara a la perfección.

El viejo Manion Butler estuvo una hora en las bodegas para seleccionar tres botellas de vino. Xavier sabía que el antiguo virrey solo tenía los mejores vinos, pero aun así lo animaba a elegir, porque sabía que con aquello disfrutaba enormemente.

A media tarde, las dos hijas de Xavier, Roella y Omilia, se unieron a la fiesta de despedida junto con sus maridos. Roella tenía veintiséis años; su hermana era dos años más joven, y llevó con ella a su hija recién nacida, para delirio de sus padres.

Octa adoraba a la hija de Omilia, y vio con gesto soñador cómo la niña sonreía a Xavier. Xavier había perdido a un hijo, pero estaba muy orgulloso de sus hijas y de la vida que tenían. Las dos eran adorables, aunque, evidentemente, Xavier no era precisamente imparcial.

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