La Iguana Oberlus
le observaba impertérrito.
Aproximadamente cuatro horas después, el portugués murmuró como entre sueños nuevamente:
—Tengo hambre… —y fue lo último que dijo. Acomodó la cabeza en la borda de la lancha, se quedó muy quieto y cesó por completo de respirar.
Cuando no le cupo duda de que, en efecto, estaba muerto,
la Iguana Oberlus
dejó a un lado los remos con sumo cuidado para que no cayeran al agua, y extrajo lentamente su cuchillo.
Niña Carmen
le contempló horrorizada.
—¿Vas a comértelo…? —inquirió casi sin poder articular las palabras.
Él negó:
—No, si no es absolutamente imprescindible… —señaló a su alrededor—. Pero tenemos que estar cerca de la costa… Ya no es como en mar abierto y profundo… Aquí abajo, en alguna parte, tiene que haber peces… Lo usaré como carnada.
—¿Serás capaz de utilizar de carnada a un ser humano? —se asombró ella—. ¿Es que no sientes respeto por los muertos…?
La miró como podría mirar a la más estúpida de las criaturas existentes…
—Mucho menos aún que por los vivos… —añadió—. Y de todos modos, los peces acabarían comiéndoselo… Dame los anzuelos… Están en esa caja de madera…
Se inclinó sobre el muerto y con absoluta naturalidad le abrió el estómago de arriba abajo sacando al aire su paquete intestinal aún humeante. Rebuscó, sin asco ni aspavientos, apartando las tripas, y extrajo el hígado que libero de dos tajos.
—Es lo que mejor se comen… —aclaró—. Y no pongas esa cara… ¿De qué le sirve el hígado a un muerto…? Lo que tienes que hacer es rezar para que piquen, porque si no, te obligaré a comerte un brazo… Voy a llevarte a tierra con vida, ¿me oyes…? Vamos a sobrevivir cueste lo que cueste…
Picaron.
No un pez ni dos, sino docenas de ellos, porque en cuanto las liñas alcanzaron el fondo, a unas cuarenta brazas, los peces, toda clase de peces de todos los tamaños y las más variadas especies, se abalanzaron sobre el sangrante cebo quedando prendidos en los anzuelos.
Eufórico,
la Iguana Oberlus
depositó en el fondo de la embarcación su fructífera cosecha, y dejó de inmediato de partir en pequeños trozos el tibio hígado del difunto Ferreira.
Lanzó lo que quedaba por la borda y arrojó luego el muerto al agua, observando cómo se apartaba poco a poco, impelido por la corriente al tiempo que se hundía. Por último, mostró su botín a
Niña Carmen
que había permanecido en silencio, tan agotada, que ni siquiera podía expresar su entusiasmo por la idea de que pronto iba a comer.
—¿Lo ves…? —señaló él—. Se acabaron los problemas… Nadie, nunca, podrá acusarnos de antropófagos…
Ella agitó la cabeza:
—No sé qué es peor… —comentó—. Hubiera podido entender que te comieras a ese pobre hombre acuciado por el hambre y la necesidad de conservar la vida… —Hizo una pausa—. ¡Pero eso…! Tener la sangre fría de usarlo como carnada… ¡Es repugnante…! Inhumano, criminal y repugnante…
Oberlus, que había colocado con sumo cuidado dos de los peces aún vivos en un balde con agua de mar, la observó despectivo:
—Nunca aprenderás… —replicó—. Si me hubiera comido a ese tipo, pasado mañana apestaría, tendría que tirar lo que sobrara, y dentro de tres días volveríamos a estar en las mismas: muertos de hambre… —Señaló los peces—. Pero así, cambiándoles el agua a menudo a estos dos, los mantendremos con vida, y dentro de un par de días nos servirán a su vez de carnada para atrapar a otros y reiniciar el proceso… —Abrió las manos con las palmas hacia arriba—. Con lo que aquí llueve y buena pesca, podemos sobrevivir durante meses… —señaló hacia el punto en que el cuerpo del portugués había desaparecido ya bajo la superficie—. ¿Qué importa que los peces se lo coman de un golpe o empezando por el hígado…?
—¡Eres un monstruo…!
—¡Hermosas noticias…!
Con hábiles cortes abrió una pesada corvina, la despojó de la cabeza y las tripas y se la ofreció imitando el gesto servicial de un camarero:
—¡Come…! —ordenó—. Mastica despacio, y trágate el jugo si de momento no puedes con la carne… Recupera fuerzas, porque fuerza es lo único que necesitamos ya… —Hizo un gesto hacia proa—. Aunque desvaríes y te cueste creerlo, ahí enfrente, al Este, lo quieras o no, se encuentra el Continente, y aunque ahora tenga que remar yo solo, pienso llegar.
Había abierto otra corvina y tomando un grueso pedazo de carne, blanca, dura y palpitante, se la metió en la boca y comenzó a masticar con la concentración y el interés de quien abriga la absoluta conciencia de que está cumpliendo con un rito del que depende su vida.
La ballenera, entretanto, derivaba muy despacio hacia el noroeste, pero Oberlus lo sabía y no parecía darle importancia porque cuando recobrase fuerzas, tomaría los remos de nuevo y recuperaría el espacio perdido para continuar bogando incansable hasta alcanzar las ansiadas costas de Perú.
Por muy lejos que se las llevaran; por muchas trampas que trataran de hacerle los dioses del Olimpo, y más que se le opusieran, ni siquiera los dioses podían cambiar de lugar los continentes, y él, Oberlus,
la Iguana
, vencería.
Era ya cuestión de tenacidad y tiempo, y ésas eran cosas que a Oberlus le sobraban.
Durmió toda la noche sin necesidad de que él la encadenara, puesto que parecía convencido de que
Niña Carmen
sola no se atrevería a atentar contra su vida, consciente como estaba de que Oberlus era el único ser humano de este mundo capaz de sacarla de aquel quieto mar infinito y conducirla, sana y salva, hasta la costa.
Hora tras hora, desde el oscurecer al alba, se escuchó, monótono, el golpear de los remos entrando y saliendo del agua, como si una máquina se hubiese aferrado a ellos y nada ni nadie conociera una fórmula capaz de detenerla.
Luego, cuando nació el día y el sol comenzó a elevarse en el horizonte, despertándola,
Niña Carmen
abrió los ojos y advirtió que, por primera vez en mucho tiempo, él se había detenido y le daba la espalda contemplando, muy quieto, el horizonte.
—¿Qué ocurre…? —inquirió.
—Ahí está… —replicó sin volverse—. Te dije que llegaría y he llegado.
Se puso en pie excitada aguzando la vista, pero al fin negó decepcionada:
—No veo nada.
—Pero yo sí la veo… Y la huelo… Y hay aves que vuelan y son aves de costa… —Se volvió a mirarla, y aunque su expresión continuaba siendo la misma, en sus ojos refulgía una luz de triunfo—. ¡Dos días…! —prometió—. Dos días más y estaremos en tierra… —Hizo una pausa—. Ahora voy a descansar… Lo único que tienes que hacer es dar unas paladas de tanto en tanto, para que no nos eche atrás la corriente…
Minutos después dormía profundamente, observado por
Niña Carmen
, que lanzaba al propio tiempo largas miradas hacia el Este en busca de una tierra que él aseguraba que estaba allí aunque no acababa de distinguir por parte alguna.
Hizo lo que él le pedía, e incitada por el ansia de llegar de una vez o vislumbrar al menos la costa, remó y remó a su vez, desollándose las manos, atacada por un ansia incontrolada de progresar hacia levante.
Cuarenta días, tal vez cincuenta, había permanecido a bordo de aquella frágil embarcación cuyas cuadernas comenzaban a ceder ya de modo alarmante, obligando a achicar agua constantemente, y aún le costaba trabajo creer que —como Oberlus aseguraba— tal vez en dos jornadas más el suplicio habría llegado a su fin.
Se le antojaba un sueño, pero, sin embargo, tantas muestras de había dado de su capacidad de enfrentarse a la adversidad y derrotarla, que en su fuero interno abrigaba el convencimiento de que las cosas tenían que ocurrir como decía, y allí, a proa, aunque ella no fuera capaz de avistarlo, se encontraba el continente americano.
Admiraba a Oberlus.
Le enfurecía no poder evitar el admirar al hombre que más odiaba al propio tiempo en este mundo, al igual que lo deseaba y le repelía, en aquella inexplicable ambivalencia que parecía regir todos sus actos o servir de motor a cada uno de sus sentimientos.
Fuera cual fuera su aspecto físico o la inconcebible maldad de sus acciones, quedaba claro que nunca, en ninguna parte, había conocido ni creía volver a conocer a un ser semejante, que encerrase en un mismo cuerpo, deforme, a la vez tanta miseria y tanta grandeza.
Recuperada de unas pesadillas provocadas en gran parte por la sed y el hambre; sintiéndose como se sentía reconfortada por el convencimiento de que al fin iban a llegar, dedicó aquellas horas de lento bogar a reflexionar en torno al hombre que dormía y del que pronto confiaba en separarse.
Impresentable, bestial y abominable, existía algo sin embargo en él que le fascinaba; un algo que iba más allá del placer sexual que había sabido proporcionarle en un determinado momento, o del portentoso despliegue de astucia de que daba pruebas continuamente.
Tal vez, dicha fascinación se debiera a su maldad; a una crueldad que estaba muy por encima del mal mismo, como si en determinadas circunstancias,
la Iguana Oberlus
no fuera —tal como él aseguraba— un ser humano semejante a los otros.
Quemado por el sol, llagado y cubierto ahora de pústulas, su rostro, aun dormido como se encontraba en aquellos momentos, aparecía aún más espantoso que de costumbre, pero, al modo de ver de
Niña Carmen
, tal fealdad había alcanzado un extremo tan inconcebible, que tenía que regirse por cánones distintos a los que se aplicaban al resto de los seres vivientes.
Contemplado desde una óptica que nada tuviera en común con la que se utilizaba para la humanidad, no cabía duda de que Oberlus resultaba un ser cautivante sobre el que
Niña Carmen
—Carmen de Ibarra ya para todos desde hacía mucho tiempo— no se sentía, en verdad, capaz de clarificar sus sentimientos.
Despertó al mediodía, orinó, tomó en silencio los remos, comprobó el rumbo y comenzó a bogar de nuevo sin detenerse más que para comer algo a la caída de la tarde y continuar, insensible y callado, durante el resto de la larga noche.
Cuando el sol nació tras las altas montañas, alumbró con sus primeros rayos oblicuos un dorado paisaje de blanca arena, gran desierto costero que se extendía, monótono, de un extremo a otro del horizonte en todo cuanto era capaz de alcanzar la vista.
Lo observaron.
—Tocaremos tierra con la caída de la tarde —prometió
la Iguana
.
—¿Qué vas a hacer conmigo?
La miró sin interés.
—Te dejaré marchar… —replicó al fin——. Si te diriges al norte, bordeando la costa, pronto o tarde encontrarás gente… —Hizo una pausa—. Puedes llevarte parte del dinero y las joyas… Son robadas y tú sabrás si te conviene contar tu historia o callar para siempre… —Se encogió de hombros—. No me importa lo que hagas, porque para ese entonces yo ya habré cruzado las montañas adentrándome en la selva… Allí nadie irá a buscarme…
—Siempre me asombras.
—No trato de asombrarte… —replicó—. Únicamente trato de conservar la vida, y no tengo más ganas de matar, aunque ya no signifiques nada para mí… Nadie significa nada, porque para obtener de una mujer lo que he obtenido de ti, creo que lo mejor es seguir solo… —Agitó la cabeza—. No quiero tener que enfrentarme de nuevo al dilema de matar o no a un niño… No quiero engendrar monstruos, ni abrigar absurdas ilusiones mintiéndome a mí mismo al imaginar que una mujer puede llegar a amarme… Quizá tú eras lo que faltaba para que me sintiera capaz de asumir la plena realidad de quién soy, y ya lo he hecho… —Se encogió de hombros—. Viviré bien en la selva… Será un cambio; un nuevo aprendizaje, una lucha distinta en la que tendré que probarme otra vez a mí mismo, día tras día… —Sonrió y a punto estuvo de hacerlo casi agradablemente—. ¡Venceré…! Venceré, porque yo, Oberlus,
la Iguana
, siempre venzo…
Aferró los remos, y se enfrentó una vez más al mar que ya no era ilimitado.
Largas, mansas, perezosas, las olas rompían sin furia ni fuerza contra una interminable playa; olas sin ánimo de lucha, pero capaces por su tamaño y por el entrechocar de sus corrientes de hacer zozobrar una embarcación en un momento dado, y Oberlus lo advirtió cuando se encontraba ya muy cerca de la costa.
—¡Sujeta el timón…! —ordenó—. Mantén siempre las olas a popa, porque si nos toman de través nos voltearán y las corrientes son aquí muy traidoras… —se escupió en las manos desolladas dispuesto para el último y definitivo esfuerzo—. ¡Vamos allá! —exclamó—. Si haces lo que te digo, pronto estaremos en tierra…
Comenzó a remar y remar y remar, impulsando cada vez más aprisa la ballenera, confiriéndole la velocidad que necesitaba para que la primera ola la tomase en su cresta lanzándola hacia adelante aún más rápidamente, y a esa ola siguió otra, y entre ambas Oberlus no cesó ni un instante de bogar, mientras
Niña Carmen
se aferraba con fuerza a la caña del timón, y así, mar y hombre, unidos, condujeron la embarcación hasta el comienzo de la arena.
En el momento en que parecía que la proa iba a clavarse en ella, la Iguana Oberlus saltó ágilmente al agua, tomó el largo cabo sujeto a proa y corrió hacia tierra con el agua a media pierna, resoplando y gruñendo porque la mojada soga le desollaba el hombro.
Tiró luego con fuerza; una fuerza que parecía nacerle de las mismísimas entrañas, y aprovechó al fin el impulso de una nueva ola para varar en seco, a salvo, la pesada y ya maltrecha ballenera.
Tan sólo entonces se dejó caer sobre la arena, rendido y agotado, pero feliz por su victoria.
Cerró un instante los ojos, tomó aliento aguardando a que el corazón se le serenara, y cuando alzó de nuevo el rostro descubrió, en pie frente a él, apuntándole con una pesada pistola ya amartillada, a
Niña Carmen
.
La observó unos instantes antes de inquirir conservando sin embargo la calma.
—¿Vas a matarme ahora…? ¿Ahora que hemos llegado y estás a salvo?
Ella asintió con un leve gesto de cabeza:
—Este es el momento de matarte… —dijo—. Cuando hemos llegado, y estoy a salvo… —Hizo una pausa—. Pero antes dime una cosa… ¿Era niño o niña…?
La Iguana Oberlus
se encogió de hombros:
—No lo sé… —aseguró, y no mentía—. Únicamente le miré a la cara.
Sonó un disparo y cayó de espaldas con el pecho atravesado por una pesada bala.
Carmen de Ibarra —ya nunca sería para nadie
Niña Carmen
, y ni tan siquiera Carmen de Ibarra— regresó a la embarcación, recogió el saco de las joyas y un barrilete de agua, y se alejó, playa adelante, siempre hacia el Norte, sin volver, ni una sola vez, el rostro.