La muerte lenta de Luciana B. (3 page)

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Authors: Guillermo Martínez

Esperé con impaciencia a que transcurriera el día. El mes había pasado demasiado rápido y me daba cuenta de que apenas quedaban un par de días para que Luciana desapareciera de mi vida. Cuando le abrí a la mañana siguiente vigilé si algo en su cara o su apariencia había cambiado desde el día anterior, si había intentado algo más de maquillaje, o algo menos de ropa, pero si en algo parecía haberse esforzado —y lo había conseguido— era en verse igual que siempre. Y sin embargo, nada era igual que siempre. Ocupamos nuestros lugares y empecé a dictarle el último capítulo de la novela. Me preguntaba si la inminencia del final no removería también algo en ella, pero como si estuviéramos aplicados en representar con la mayor concentración un papel, los dedos, la cabeza, toda la atención de Luciana parecían sólo puestos en seguir mi voz. A medida que avanzaba la mañana, me di cuenta, yo estaba pendiente de un único movimiento. Extraña disgregación. Aunque no dejaba de registrar lo que veía siempre: el hueco que dejaba la espalda hacia la línea de la bombacha, el ceño seductoramente fruncido, la punta de los dientes que mordían cada tanto el labio, el vaivén del hombro al despegarse del respaldo, todo parecía curiosamente lejano y sólo aparecía ante mí, con una fijeza desorbitada, la base de su nuca. Aguardaba, con la atención patética de un perro de Pavlov, el momento en que ella haría oscilar el cuello. Pero la señal no llegó, como si también ella se hubiera vuelto conciente del poder, o del peligro, de ese mínimo crujido. Esperé con incredulidad, y luego casi con la sensación de haber sido estafado, hasta último momento, pero su cuello, su bonito y caprichoso cuello, permaneció tercamente inmóvil, y debí dejar ir ese día.

La mañana siguiente era la última y cuando Luciana llegó y arrojó su bolsito a un costado me pareció simplemente inconcebible pensar que ya no la tendría conmigo y que todas esas pequeñas rutinas desaparecerían. Pasaron, exasperantes, las dos primeras horas. En una pausa del dictado Luciana se levantó para preparar café en la cocina. También aquello transcurría por última vez. Fui detrás de ella e hice el comentario entre irónico y derrotado de que la semana próxima volverían a dictarle buenas novelas. Le conté lo que me había advertido Campari al darme su teléfono, que debía devolverla intacta, y agregué que a mi pesar había cumplido. Nada de esto logró arrancarle más que una sonrisa incómoda. Volvimos al trabajo; sólo me quedaba dictarle las páginas del epílogo. Pensé con amargura que quizá termináramos ese día incluso un poco antes. En una de las páginas finales figuraba el nombre en alemán de una calle y Luciana, después de escribirlo, quiso que yo corroborara que no había cometido errores. Me asomé sobre su hombro para mirar la pantalla, como había hecho tantas veces durante ese tiempo, y volvió a envolverme el olor a perfume de su pelo. Entonces, cuando mi mano estaba por retirarse otra vez del respaldo de la silla, como un llamado demorado que había dejado de esperar, inclinó la cabeza casi hasta rozarme antes de volcarla hacia el otro lado. Escuché el crujido de su cuello y avancé, como si fuera la continuación de la primera vez, mi mano por debajo de su pelo hasta llegar a la cavidad de la articulación. Ella emitió un suspiro entrecortado y echó hacia atrás la cabeza en el respaldo para ceder al contacto. Su cara giró hacia mí, expectante. La besé una vez. Sus ojos se cerraron y luego volvieron a entreabrirse. La besé más profundamente y pasé mi mano izquierda debajo de su camiseta. El yeso en mi mano derecha me impedía abrazarla y ella hizo retroceder un poco la silla giratoria y se liberó de mí sin dificultad.

—¿Qué pasa? —pregunté, sorprendido y extendí mi mano, pero algo pareció retraerse en ella y me detuve a mitad de camino.

—¿Qué pasa? —se sonrió entre nerviosa y divertida mientras se arreglaba el pelo—. Que tengo un novio, eso pasa.

—Pero también lo tenías hace diez segundos —dije, sin entender del todo.

—Hace diez segundos... me olvidé por un momento.

—¿Y ahora?

—Ahora volví a acordarme. —¿Qué fue entonces? ¿Un rapto de amnesia?

—No sé —dijo, y alzó la mirada como si no valiera la pena darle tanta importancia—. Parecía algo que vos querías tanto.

—Ah —dije herido—. Solamente yo quería.

—No —dijo, confusa—. Yo también sentía... curiosidad. Y parecías tan celoso de Kloster.

—¿Qué tiene que ver Kloster ahora? —dije, verdaderamente irritado. Competir contra dos hombres a la vez ya me parecía demasiado.

Ella pareció arrepentirse de haberlo mencionado. Me miró alarmada, supongo que porque era la primera vez que me escuchaba alzar la voz.

—No, no tiene nada que ver —dijo, como si pudiera retirarlo todo—. Creo que sólo quería que ocurriera algo para que me recordaras.

Aquella clase de trucos, pensé con decepción, también ya los había aprendido: me miraba con los ojos muy abiertos y apenados y parecía estar a la vez mintiendo y diciéndome la verdad.

—No tengas dudas de que te voy a recordar —le dije humillado, y traté de recobrar algo de mi orgullo maltrecho—. Es la primera vez que me dan un beso por compasión.

—¿Podemos terminar, por favor? —suplicó ella y volvió a aproximar la silla al escritorio con cautela, como si temiera alguna clase de represalia.

—Claro que sí: terminemos —dije.

Le dicté las dos páginas que quedaban y cuando recogió su bolsito para irse le extendí en silencio los billetes con el pago de esa semana. Por primera vez los guardó sin mirarlos, como si quisiera huir lo más rápido posible.

Esa había sido, diez años atrás, la última vez que había visto a Luciana, cuando no era más que otra chica lindísima, resuelta y despreocupada, que ensayaba los primeros juegos de seducción y nada de vida o muerte parecía amenazarla.

Y cuando sonó, cinco minutos antes de las cuatro, el timbre del portero eléctrico, mientras miraba al bajar, en el espejo del ascensor, mi cara excavada por los años, no podía evitar preguntarme qué encontraría de ella al abrir la puerta.

Capítulo 2

Nada hubiera podido prepararme, sin embargo, para la impresión que recibí al verla. Era ella, sí, todavía Luciana, tuve que reconocer, aunque por un instante sentí que había una terrible equivocación. La terrible equivocación del tiempo. La venganza más cruel contra una mujer —lo había escrito Kloster— era dejar pasar diez años para volver a mirarla.

Podría decir que había engordado, pero eso era apenas una parte. Quizá lo más espantoso era ver cómo intentaba aflorar por los ojos la antigua cara que había conocido, como si quisiera buscarme desde un pasado remoto, hundido en el sumidero de los años. Me sonrió con algo de desesperación, para poner a prueba si podía contar aunque más no fuera con una parte de la atracción que había tenido sobre mí. Pero esa sonrisa equívoca duró apenas una fracción de segundo, como si también ella fuera conciente de que en una serie de amputaciones implacables había perdido todos sus encantos. Los peores presagios que yo había imaginado para su cuerpo se habían cumplido. La línea del cuello, el cuello terso que había llegado a obsesionarme, se había engrosado, y debajo del mentón tenía un abultamiento irremediable. Los ojos que antes eran chispeantes, ahora estaban empequeñecidos y abotargados. La boca se curvaba hacia abajo en una línea de amargura, y parecía que en mucho tiempo nada la hubiera hecho sonreír. Pero lo más atroz había ocurrido sin duda en su pelo. Como si hubiera sufrido alguna enfermedad nerviosa, o se los hubiera arrancado en accesos de desesperación, todo un sector había desaparecido de su frente y sobre la oreja, donde estaba más ralo, se dejaban ver, como horribles costurones, partes grisáceas del cráneo. Creo que mi mirada se detuvo un instante más de lo debido con incredulidad horrorizada en esos despojos lacios y ella se llevó una mano sobre la oreja para ocultarlos, pero la dejó caer a mitad de camino, como si el daño fuera demasiado grande para disimularlo.

—Esto también se lo debo a Kloster —dijo.

Se había sentado en la silla giratoria de siempre y miró alrededor, creo que algo sorprendida de que aquel lugar hubiese cambiado tan poco.

—Es increíble —dijo, como si constatara una injusticia, pero a la vez, como si hubiera encontrado un refugio intacto e inesperado del pasado—. Nada cambió aquí. Hasta conservaste esa horrible alfombrita gris. Y vos... —me miró casi acusadoramente—. También estás igual que siempre. Apenas un par de canas. Ni siquiera engordaste: estoy segura de que si voy a la cocina, las alacenas están vacías y sólo encuentro café.

Supongo que era mi turno para decirle a mi vez algo amable, pero lo dejé pasar, sin encontrar las palabras, y creo que ese silencio la lastimó más que cualquier mentira.

—Entonces —me dijo, con una sonrisa irónica y desagradable—: ¿no querés saber nada de mí? ¿No querés preguntarme por mi novio? —dijo, como si me propusiera alguna clase de juego.

—¿Qué pasó con tu novio? —pregunté automáticamente.

—Está muerto —dijo y antes de que yo pudiera contestar nada, me miró con fijeza, reteniendo mi mirada, como si le tocara mover a ella otra vez—. ¿No querés preguntarme por mis padres?

No dije nada y ella volvió a pronunciar con el mismo acento casi desafiante.

—Están muertos. ¿No querés preguntarme por mi hermano mayor? Está muerto.

Su labio inferior tembló un poco.

—Muertos, muertos, muertos. Uno tras otro. Y nadie se entera. Al principio ni siquiera yo me había dado cuenta.

—¿Querés decir que alguien los mató?

—Kloster —pronunció en un susurro aterrado, inclinando la cabeza hacia mí, como si alguien más pudiera escucharnos—. Y no se detuvo todavía. Lo hace lentamente: ése es el secreto. Deja pasar los años.

—Kloster está matando a todos tus familiares... sin que nadie se entere —repetí con cautela, como quien sigue la corriente a una persona extraviada.

Ella asintió con seriedad, sin dejar de mirarme a los ojos, a la espera de mi próxima reacción, como si lo más importante ya estuviera dicho, y se hubiera puesto en mis manos. Pensé, naturalmente, que había sufrido alguna clase de trastorno mental por una sucesión de muertes desgraciadas. Kloster había adquirido en los últimos años una fama casi obscena: era imposible abrir los diarios sin encontrar su nombre. No había otro escritor más requerido, más omnipresente, más celebrado. Kloster podía figurar a la vez como jurado de un concurso literario o a la cabeza de una solicitada, como representante en un congreso internacional o como invitado de honor de una embajada. En esos diez años se había convertido de autor secreto en un hombre público, casi en una marca. Sus libros se vendían en toda clase de formatos, desde los Kloster de bolsillo hasta los de tapa dura en ediciones de lujo para regalos empresariales. Y aunque había vuelto a tener una cara, que aparecía en fotos bien estudiadas, hacía tiempo que yo había dejado de pensar en él como un hombre, como una persona de carne y hueso: se había desvanecido para mí en un nombre abstracto que flotaba en librerías, en afiches, en titulares. Kloster tenía en todo caso la existencia inasible y febril de una celebridad: no parecía descansar un minuto entre las giras por sus libros y la serie incesante de sus otras actividades. Y esto sin contar las horas que debía dedicar a escribir, porque sus libros seguían apareciendo uno tras otro con una frecuencia imperturbable. La posibilidad de que Kloster tuviera algo que ver con crímenes reales me parecía tan extravagante como si se los hubiera atribuido al Papa.

—¿Pero Kloster? —solté sin querer, y aún sin salir de mi sorpresa—, ¿le queda tiempo para planear asesinatos?

Pensé, demasiado tarde, que aquello debió sonarle como una ironía y que tal vez, sin darme cuenta, la había lastimado. Pero Luciana me respondió como si acabara de darle una prueba decisiva a su favor.

—Justamente: ésa es parte de su estrategia. Que nadie lo crea posible. Cuando nos conocimos me decías de él que era un escritor secreto. En esa época despreciaba todo lo que tuviera que ver con la exposición pública, yo misma lo escuché rechazar cien veces reportajes. Pero en estos años buscó deliberadamente esa fama, porque ahora la necesita. Es su pantalla perfecta. La necesitaría, si alguien quisiera investigar —dijo con amargura—, si alguien estuviera dispuesto a creerme.

—Pero ¿qué motivo podría tener Kloster...?

—No sé. Eso es lo más desesperante. Aunque con el tiempo... me formé una idea. Lo único que podría darle sentido a todo. En realidad, hay un motivo: una demanda que le inicié cuando volví a trabajar con él. Pero visto a la distancia fue algo menor. Ni siquiera llegamos a la instancia del juicio. No puedo creer que todavía se esté vengando: es algo terriblemente desproporcionado. Cuanto más lo pienso menos puedo creer que sea la verdadera causa.

—¿Una demanda contra Kloster? Yo pensaba que era el jefe perfecto, la última vez que te vi parecías contenta de volver a trabajar con él. ¿Qué pasó desde entonces?

La cafetera que había dejado sobre la hornalla empezó a crepitar. Fui hasta la cocina, volví con dos tazas de café y esperé a que ella se sirviera el azúcar. Revolvió con la cucharita de una manera interminable, como si intentara ordenar sus pensamientos. O quizá, estuviera midiendo hasta dónde contarme.

—¿Qué pasó? Desde hace años que me pregunto cada día qué pasó exactamente. Es como si fuera una pesadilla: puedo contar cada cosa por separado y sólo parecería una cadena de desgracias. Pero todo empezó después de ese viaje, cuando volví a trabajar con él. El primer día estaba de buen humor. Me preguntó en un descanso, mientras preparaba el café, qué había hecho yo durante aquel mes que él no había estado. Le conté, sin ni siquiera detenerme a pensarlo, que había trabajado con vos. Al principio parecía solamente intrigado: quiso saber quién eras, y de qué trataba la novela que me habías dictado. Creo que te conocía un poco, o fingió conocerte. Le conté que te habías fracturado la mano. No era más que una conversación casual pero me pareció percibir de pronto por el tono de la voz y algo en la insistencia de las preguntas que parecía absolutamente celoso, como si diera por sentado que había pasado algo entre nosotros. Creo que varias veces estuvo a punto de preguntármelo de una manera directa. Y en los días siguientes cada tanto volvía a rondar de una u otra manera sobre ese mes en blanco. Incluso leyó uno de tus libros y volvió otra vez a sacarme el tema para burlarse de lo que escribías. Yo nunca decía nada y eso sólo parecía irritarlo más. Pero una semana después cambió de estrategia. Estuvo silencioso como nunca; apenas me hablaba y creí que estaba pensando en echarme.

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