Read La muerte lenta de Luciana B. Online
Authors: Guillermo Martínez
—Si era la novela que publicó ese año, no me parece demasiado extraño: tuvo todavía más éxito que la anterior, era difícil en todo caso encontrar alguien que no estuviera leyéndola.
—Justamente. Por eso me abrumó tanto. Me di cuenta de la perfección de su plan. No era nada extraño: era lo natural. Que todo se inclinara a su favor. Es lo que te decía al principio: ésa fue la parte quizá más maquiavélica. Estar en todas las bocas. Convertirse en alguien público. Situarse en una esfera más allá del mundo de los simples mortales. Para que cuando yo intentara señalarlo todos me miraran con la cara que puso mi hermano, y corrieran a buscar psiquiatras.
—Pero después de que te dieron el sedante...
—Me dieron otro sedante y después otro. Para decirlo de manera elegante, fue algo así como una cura de sueño. Hasta que me di cuenta de lo que debía hacer para salir de esa clínica y que dejaran de pincharme. Sólo tenía que evitar que se me escapara la palabra con K.
Una lágrima de impotencia le corrió mejilla abajo. Se quitó con dos tirones bruscos los guantes. Sus manos, que reaparecieron algo enrojecidas, parecían más temblorosas que antes.
—Bien, creo que ya te dije lo peor. Pero quería que lo supieras todo. Estuve internada dos semanas y cuando salí, había aprendido la lección. No volví a hablar con nadie más de esto. El tiempo empezó a pasar otra vez. Pasó un año entero y después otro. Pero esta vez yo no me engañaba. Sabía que era parte de su estrategia. Que las muertes se espaciaran. Eso fue quizá lo más terrible: la espera. Me alejé de mis amigas; me quedé sola. No quería a nadie cerca de mí. No sabía por dónde vendría el próximo golpe. Tenía terror sobre todo por Valentina, que había quedado a mi cargo, porque mi hermano ya se había mudado a su propio departamento. No me animaba a dejarla sola en ningún momento. Esa espera que se prolongaba, vivir en vilo, la demora, era lo más intolerable. Trataba en ese tiempo de seguirle el rastro por los diarios, de averiguar por las noticias el itinerario de sus viajes y dónde podría estar él. Sólo tenía unos días de tregua cuando sabía que estaba fuera del país. Hasta que finalmente ocurrió. Fue hace cuatro años. Me llamó de madrugada un comisario. Había entrado un ladrón en la casa de mi hermano y lo había matado. Mi hermano, que creía que yo estaba loca, ahora estaba muerto. Eí comisario no me dijo nada más pero ya estaban en todos los noticieros los detalles macabros. Mi hermano no se había resistido, pero el ladrón tuvo una saña especial, como si hubiera algo más entre ellos. Llevaba un arma, pero prefirió matarlo con las manos desnudas. Le quebró los dos brazos. Le arrancó los ojos. Creo que hizo algo todavía más horrible después con su cuerpo: nunca me animé a leer hasta el final el informe forense. Cuando la policía lo atrapó todavía tenía en la cara sangre de mi hermano.
—Me acuerdo. Me acuerdo perfectamente —dije, asombrado de no haber hecho nunca la conexión—: era un preso de una cárcel de máxima seguridad, que salía a robar con permiso de la guardia penitenciaria. Pero al menos en este caso está claro que no fue Kloster.
—Sí fue Kloster —me dijo con los ojos llameantes.
Por un momento tuve una sensación de irrealidad. La boca de ella tenía un rictus colérico. Lo había dicho de una manera tajante, con la determinación sombría de alguien ganado para una causa fanática, que no admite ninguna contradicción. Pero apenas un instante después rompió a llorar, en un murmullo apagado, con espasmos silenciosos, como si el esfuerzo de haber llegado hasta ahí la hubiera extenuado. Sacó un pañuelo de su cartera y lo estrujó en su puño después de secarse los ojos. Cuando se repuso su voz sonaba otra vez como antes, controlada, extrañamente calma y distante.
—Mi hermano trabajaba en esa época en la guardia hospitalaria de la cárcel. Parece que fue ahí donde conoció a la mujer de este preso. Por desgracia tuvo algo con ella; los dos creían que estaban seguros porque este hombre debía cumplir una cadena perpetua. Nunca se imaginaron que tendría un arreglo con los guardias para salir a robar. Hubo un gran escándalo cuando todo salió a la luz. Los de Asuntos Internos tuvieron que hacer una investigación exhaustiva. Fue entonces cuando descubrieron las cartas. Alguien le había estado enviando al preso cartas anónimas a la prisión, donde le contaba detalles de los encuentros entre mi hermano y su mujer. Las cartas están en el expediente judicial y yo pude verlas. La escritura está desfigurada, por supuesto. Con faltas de ortografía y errores gramaticales bien estudiados. Pero Kloster me dictó a mí durante casi un año y no hubiera podido engañarme. Era el estilo de él. Unas cartas minuciosas, deliberadas, con detalles hirientes. Pensadas línea por línea para enloquecer y humillar a cualquier hombre. Las escenas... físicas eran seguramente inventadas, pero daba datos muy precisos del bar donde se encontraban, de la ropa que llevaba ella cada vez, de cómo se burlaban entre los dos de él. Esas cartas fueron en realidad el arma del crimen. Y el que las escribió fue el verdadero asesino.
—¿Le dijiste algo de esto en ese momento a la policía?
—Pedí hablar con el jefe a cargo de la causa: el comisario Ramoneda. Un hombre que parecía al principio muy amable y dispuesto a escuchar. Le conté todo: el juicio, la muerte de Ramiro, el envenenamiento de mis padres, los rastros que había reconocido del estilo de Kloster en esas cartas anónimas. Me escuchó sin decir ni una palabra, pero me di cuenta de que no le gustaba la dirección que podía tomar todo el asunto si decidía tomarme en serio. Para ellos, al fin y al cabo, era un caso claro y cerrado. Creo que temía sobre todo que pudieran acusarlo, en medio de aquel escándalo, de querer desviar la culpa del servicio penitenciario. Me preguntó si entendía la gravedad de la acusación que estaba haciendo y la ausencia absoluta de pruebas en todo lo que le había dicho. Pero anotó de todos modos el nombre de Kloster y me dijo que enviaría a uno de sus hombres para hablar con él. Pasaron dos o tres días y recibí un llamado para que volviera a su despacho. Apenas entré me di cuenta de que algo había cambiado en él. Me hablaba con un tono entre paternal y amenazador. Me dijo que de acuerdo a lo delicado que era el caso y a todo lo que estaba en juego había decidido ir él mismo a visitar a Kloster, porque no podía permitirse dejar ninguna pista suelta, por absurda que pudiera parecer. Kloster había tenido, me dijo, una deferencia especial: estaba por salir a una recepción en la Embajada Francesa y de todas maneras se había hecho un tiempo para recibirlo en su estudio. No me contó nada sobre la entrevista pero era evidente que Kloster se las había arreglado para impresionarlo: seguramente terminaron hablando de sus novelas policiales. Antes de que yo pudiera hacerle ninguna pregunta sacó una hoja manuscrita con mi letra que puso sobre el escritorio y que reconocí de inmediato. Era una carta que yo le había enviado a Kloster después de la muerte de mis padres. Una carta donde le pedía perdón por haber iniciado esa demanda.
—¿Le enviaste una carta de disculpa a Kloster? De esto no me habías dicho nada.
—Fue cuando salí de esa clínica. Yo estaba confundida, aterrada. No quería vivir el resto de mi vida a la espera de que murieran todos los que estaban a mi alrededor. Creí que si le pedía perdón humildemente, que si le rogaba y me atribuía toda la culpa, se detendría. Fue un error, en un momento de desesperación. Pero cuando traté de explicárselo al comisario, él sacó otro papel: el registro de mi ingreso a la clínica psiquiátrica donde me hicieron la cura de sueño. Dijo que, por supuesto, había tenido que investigarme también un poco a mí. Cambió entonces de tono, como si me hubiera dejado al descubierto y ya no quisiera perder más tiempo conmigo. Me preguntó si me daba cuenta de que con la misma falta de pruebas alguien suficientemente imaginativo o trastornado podría también señalarme a mí. Después volvió a su tono paternal y me aconsejó que aceptara las cosas tal como habían ocurrido: la muerte de mi novio había sido un accidente por negligencia, la de mis padres una tragedia, pero no había nada más allí. Ellos ahora tenían al asesino de mi hermano y esto sí que era otra cosa: ¿no me acordaba yo acaso que habían encontrado a esa bestia con sangre de mi hermano todavía en la boca? ¿Quería yo ahora que lo dejaran ir para perseguir a un escritor que tenía la cruz de honor de la Legión Francesa y con el que yo había tenido no sé qué problemita personal cinco o seis años atrás? Se levantó de su silla y me dijo que no podía ayudarme más, pero que había un fiscal de la causa por si yo quería ir con mis historias a él.
—Pero no fuiste —dije.
Me miró con una expresión derrotada.
—No, no fui —dijo.
Hubo un largo silencio desamparado, como si al terminar de contarlo todo sólo hubiera logrado encerrarse más en sí misma. Había quedado encogida en el sillón, un poco encorvada hacia delante, con las manos entrelazadas sobre las rodillas y sus hombros y su cabeza se movían en pequeñas sacudidas, con un balanceo involuntario. Parecía a punto de tiritar.
—¿No quedó nadie de tu familia que pudiera ayudarte?
Negó con la cabeza, con una lentitud resignada.
—De mi familia sólo quedan mi abuela Margarita, que está desde hace años postrada en un geriátrico, y mi hermana Valentina, que todavía no terminó el colegio.
—¿Qué ocurrió después? Porque desde la muerte de tu hermano ya pasaron algunos años, ¿no es cierto?
—Cuatro años. Está dejando pasar otra vez el tiempo. Estos períodos son para mí el peor martirio. Vivo casi enclaustrada, vigilando constantemente a Valentina. Me volví obsesiva con los cruces de calle, las cerraduras, las llaves del gas. Pero por supuesto ya no puedo controlar del todo a mi hermana. No puedo evitar que salga cada tanto con sus amigas. Dios mío, a veces incluso la seguí sin que lo supiera, para asegurarme de que él no estuviera detrás de ella. Sólo voy los sábados a la tarde a ver a mi abuela, pero dejé un papel firmado para que no se le permita ninguna visita que no sea la de nosotras dos. Temo que él pueda entrar con cualquier excusa, con un disfraz...
—Pero por lo que me contaste hasta ahora parece preferir métodos siempre indirectos. ¿O creés que se arriesgaría personalmente?
—No sé. No sé. Es enloquecedor no saber qué vendrá a continuación. Yo traté de tomar todas las precauciones posibles. Pero no pueden tomarse todas las precauciones posibles. Es tan difícil... En todos estos años no había vuelto a verlo y aunque no me olvidaba en ningún momento, esta espera había llegado a parecerme a mí misma lejana, irreal. Como si estuviera sostenida sólo por mí. Porque solamente yo sabía. Solamente yo y él. Hasta que ayer lo vi otra vez. Creo que fue un descuido de su parte. Creo que por primera vez tengo una ligera ventaja. O quizá no, tal vez está tan confiado que se dejó ver, como en el cementerio. Yo había salido de la visita a mi abuela y entré a una tienda de muebles antiguos que está debajo del geriátrico. En un momento miré hacia la calle a través de la vidriera y lo vi de pie en la vereda de enfrente, con la mirada clavada en las ventanas altas del geriátrico. El semáforo le permitía cruzar, pero él estaba inmóvil junto al cordón, como si estuviera estudiando la fila de ventanas o un detalle de la arquitectura del edificio. No me vio. Miró todavía unos segundos más hacia arriba y después dobló hacia la otra esquina para alejarse, sin llegar a cruzar la calle.
—¿Es un edificio antiguo? ¿No podía ser que estuviera admirando un vitraux o las molduras de los balcones?
—Sí, quizá: supongo que eso es lo que diría él. Pero mi abuela está en una de esas habitaciones altas que dan a la calle.
—Ya veo... Y esto ocurrió ayer. ¿Fue por eso que decidiste llamarme?
—Fue por eso y por algo más. Algo que sería casi cómico si me quedaran ganas de reírme. Mi hermana está ahora en el último año del colegio secundario y hace algo más de un mes la profesora de literatura decidió darles a leer la novela de un autor contemporáneo. Entre todos los escritores argentinos adiviná a quién eligió.
—No sabía que Kloster había llegado a los colegios secundarios: supongo que debe alborotar bastante a los adolescentes.
—Sí, creo que ésa es la palabra, si uno quisiera decirlo con suavidad. Valentina quedó totalmente trastornada con la novela, creo que se la terminó en dos días. Nunca la había visto antes interesarse por un libro pero durante estas últimas semanas devoró todos los libros de Kloster que encontró en la biblioteca del colegio. Y después... convenció a su profesora para que lo invitaran al colegio, a charlar con los alumnos. Ayer a la noche me contó que Kloster había aceptado. Estaba feliz, radiante, porque lo conocería en persona. Y me dijo algo que me dejó temblando: que iba a intentar hacerle una entrevista para la revista del colegio.
—¿Pero no le contaste nada en estos años? ¿No sabe ella acaso...?
—No. Hasta ahora preferí no decirle nada: era muy chica cuando yo iba a la casa de Kloster y para ella era solamente un escritor, sin nombre, que me dictaba por las mañanas. Ni siquiera imagina nada de todo lo demás. Preferí que pudiera tener una vida normal, hasta donde nos era posible. Nunca imaginé que fuera a meterse ella misma en la boca del lobo. Cuando ayer me contó esto creí que me pondría a gritar delante de ella. Pasé la noche sin dormir. Y de pronto me acordé de vos.
Me miró, y fue como si extendiera hacia mí una mano suplicante.
—Me acordé de que vos también sos escritor. Y se me ocurrió que quizá pudieras encontrar una manera de hablarle. Hablar por mí.
Estalló de pronto en un llanto crispado y como si ya no le importara contenerse me dijo, casi en un grito:
—No quiero morir. Al menos no quiero morir así, sin ni siquiera saber por qué. Esto es solamente lo que quería pedirte.
Supongo que hubiera debido, en ese momento, tratar de abrazarla, pero no pude hacer el primer movimiento y sólo me quedé allí, petrificado, aterrado por la violencia de su llanto, a la espera de que lentamente se calmara.
—Claro que no vas a morir —le dije—. Nadie más va a morir.
—Sólo quiero saber por qué —repitió ella detrás de la bruma de lágrimas— sólo quiero que hables con él y le preguntes por qué. Por favor —volvió a suplicarme—, ¿harías eso por mí?
Apenas salí otra vez al aire frío y cortante de la noche, vi la dificultad, o en realidad, la serie de dificultades, en que me había metido. ¿Le había creído entonces a Luciana? Por extraño que pudiera parecerme ahora, mientras volvía caminando a mi casa y miraba en las calles los vestigios del domingo, hasta cierto punto le había creído, tal como puede creerse en la revolución mientras se lee el Manifiesto comunista o Los diez días que conmovieron al mundo. Le había creído en todo caso lo bastante como para hacer aquella promesa estúpida que ahora, cuanto más lo pensaba, más difícil me parecía de cumplir. No conocía personalmente a Kloster; nunca ni siquiera lo había visto. Diez años atrás, cuando yo escribía para distintos suplementos culturales, en la época en que rodaba de fiestas literarias en presentaciones de libros, y de mesas redondas en redacciones, me hubiera sido imposible no conocerlo si tan sólo se hubiera asomado. Pero Kloster había hecho en esos años de su terca no aparición una leyenda, que era, suponía yo, otra forma de la altura desdeñosa con que debía mirarnos. Algunos habíamos jugado incluso con la idea de que Kloster en verdad no existiera, que fuera la invención conjunta de otros escritores, como el Nicolás Bourbaki de los matemáticos, o bien de un dúo de amantes secretos de nuestras letras, que no podían escribir juntos sus nombres. Las dos o tres fotos no muy nítidas que se repetían desde hacía años en las contratapas de sus libros podían ser fácilmente parte de un truco. Habíamos hecho bromas y conjeturas, y yuxtaposiciones de todo tipo, pero Kloster parecía demasiado distinto, separado por abismos de la galaxia argentina, como una estrella fría y lejana. Y en los años siguientes, cuando Kloster había consumado esa transformación espectacular y estaba frenéticamente en todos lados, yo había hecho mi propio viaje al fin de la noche, y a mi regreso, si alguna vez había regresado, había preferido apartarme de todo y de todos, para encerrarme casi como un fóbico entre las cuatro paredes de mi departamento. Nunca había vuelto al ruedo literario y apenas salía ahora para mis caminatas y mis clases. Habíamos tenido así un desencuentro perfecto. Algo nos separaba todavía más. Cuando Kloster había cometido lo imperdonable —tener su primer gran éxito— la máquina de pequeños resentimientos del mundillo literario se había puesto en marcha contra él. Lo que había sido un secreto bien guardado, que se transmitía en voz baja con admiración desconcertada entre los buscadores de nombres escondidos, ahora había quedado a la vista de todos, al precio democrático de cualquier otro autor argentino, y en la gran ola de reconocimiento también los libros anteriores de Kloster habían reaparecido a la luz. Los lectores rasos, por miles, se apoderaban de pronto de esas primeras ediciones que habían circulado como una contraseña entre conocedores. Esto sólo podía significar una cosa: que Kloster no podía ser tan bueno como habíamos creído. Que debíamos, rápidamente, rectificarnos y disparar contra él. Para mi vergüenza, yo también había participado en el pelotón de fusilamiento, con un artículo en el que ensayaba todas las formas de la ironía contra el escritor que más admiraba. Había sido poco después de resignar a Luciana, todavía herido por saber —por creer— que ella había vuelto junto a él. Y si bien habían pasado casi diez años, y aunque el artículo había aparecido en una revista oscura que ya ni siquiera existía, yo conocía demasiado bien la red de redes de la intriga literaria: alguien, sin duda, se lo habría puesto en algún momento debajo de los ojos y si lo había leído —y era la mitad de vengativo de lo que Luciana creía—, nunca me lo habría perdonado.