La muerte lenta de Luciana B. (17 page)

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Authors: Guillermo Martínez

Dos días después todo había terminado. Entregué las notas finales, preparé mi bolso, volví a guardar el cuaderno en el que no había escrito nada y dejé que J me llevara hasta el aeropuerto. Nos hicimos las promesas habituales que —sabíamos— ninguno de los dos cumpliría. El avión que debía llevarme de regreso a Buenos Aires se demoró sin ninguna explicación casi tres horas y cuando despegamos del aeropuerto ya era muy entrada la noche. Me adormecí con la cara contra la ventana durante buena parte del vuelo, pero poco antes de llegar, cuando el avión empezaba a descender sobre la ciudad, me despertaron unos murmullos excitados alrededor. Los demás pasajeros señalaban algo abajo en la ciudad y se movían hacia las ventanillas. Alcé la pestaña de mi propia ventana y vi, entre las luces de la ciudad, los ríos de tránsito y la noche, lo que parecía la lumbre encendida de dos cigarrillos, como brasas rojas y palpitantes que exhalaban humo blanco hacia lo alto. Aunque estaban separados seguramente por decenas de cuadras, se divisaban casi juntos desde la altura: no era otra cosa y, aunque me pareciera increíble, no podía ser otra cosa, que el fuego de dos incendios simultáneos. La novela que no había tenido fuerzas para empezar durante el viaje parecía estar escribiéndose por sí sola allí abajo.

Capítulo 11

Abrí la puerta de mi departamento y recogí las dos o tres cuentas y la hoja de expensas que habían pasado bajo la puerta. No había mensajes en el contestador de mi teléfono. Ni siquiera de Luciana. ¿Por fin me había dejado en paz? Quizá ese silencio tuviera un significado más drástico: que ya no me consideraba alguien en quien podía confiar, que la había defraudado. No había logrado convencerme, atraerme a su fe, y ahora me repudiaba. Podía imaginarla encerrada otra vez en su departamento, a solas con su obsesión, refugiada en el circuito familiar y perfecto de sus temores. Fui hasta mi cuarto, prendí el televisor y busqué los canales de noticias, pero ninguno parecía haberse enterado todavía de los incendios. A las dos de la mañana, vencido por el sueño, apagué la luz y dormí casi hasta el mediodía.

Apenas me desperté bajé al bar para leer los diarios. Las noticias no eran mucho más extensas que las de quince días atrás y me pregunté si solamente a mí me intrigaría este asunto. Habían sido en realidad tres los incendios: dos en el barrio de Flores, casi simultáneos, y bastante cercanos entre sí —los que había visto desde el avión— y uno algo más tarde en Montserrat. En los tres casos eran, otra vez, mueblerías, y se habían iniciado de la misma manera, simple pero efectiva: un poco de nafta arrojada bajo la puerta y un fósforo encendido. Había ahora al menos un sospechoso: distintos testigos aseguraban haber visto a un chino que escapaba en bicicleta con un bidón de nafta en la mano. Busqué la noticia en otro de los diarios: también se hablaba aquí del hombre de rasgos orientales. En un recuadro separado se recordaba la vinculación con los incendios de quince días atrás y se arriesgaba una hipótesis: estaría contratado por la mafia china para incendiar mueblerías que no tuvieran seguro. Buscaban así arruinar a los dueños y lograr que vendieran sus locales a precios más bajos, para cadenas de supermercados asiáticos. Aparté el diario con una mezcla de estupor e incredulidad. Otra vez, pensé, el color local me había derrotado: ¿cómo podía competir mi grupo de artistas incendiarios contra un chino en pedales? Pensé en un reflejo de resistencia que no debía dejarme intimidar por la realidad argentina, que debía tomar la lección del maestro y sobreponerme a ella, pero misteriosamente algo se había abatido en mí al leer esta noticia y también la novela que había imaginado me parecía ahora ridícula e insostenible. Me pregunté si no sería mejor abandonar toda la idea.

Pasé el resto de la tarde en un desánimo letárgico y pensé en J con más frecuencia de lo que hubiera imaginado. Las alacenas y la heladera habían quedado vacías y al caer la noche me forcé a salir para resolver mi provisión de la semana. Al regresar volví a encender el televisor y busqué los noticieros. Ahora sí los incendios habían llegado a la televisión y el misterioso chino se había transformado en el personaje del día. En uno de los canales mostraban un tosco identikit y en placas sucesivas los frentes de los locales incendiados. En otro entrevistaban a los dueños, que mostraban los muebles reducidos a cenizas, las paredes negras de humo y movían la cabeza apesadumbrados. Todo esto me parecía ahora indiferente, ajeno, como si ya no se tratara de mis incendios, como si la realidad hubiera sido hábilmente falseada para adecuarla a las cámaras. Pasé de a uno los canales hasta dar con una película pero me quedé dormido antes de la mitad. En medio del sueño, como una punzada insistente y dolorosa, me despertó poco antes de medianoche el sonido del teléfono. Era Luciana, que me gritaba algo que tardé un instante en comprender. ¿Qué vas a decirme ahora?, repetía, entrecortada por el llanto: Esto era lo que estaba planeando. Entendí, después de un instante, que me pedía que encendiera el televisor y busqué el control remoto con el teléfono en la mano. Todos los canales estaban transmitiendo la misma noticia: un incendio pavoroso había alcanzado la planta alta de un geriátrico. El fuego se había iniciado en una tienda de muebles antiguos que ocupaba la planta baja. La tienda de muebles antiguos, me gritaba Luciana, incendió la tienda bajo el geriátrico. La vidriera había estallado y las llamas envolvían a un árbol enorme de la vereda. El tronco se había convertido en una tea por donde subía el fuego a lo alto. Todavía algunas ramas ardían arriba contra los balcones. Los bomberos habían logrado entrar pero sólo habían sacado hasta ahora cadáveres: muchos de los ancianos ni siquiera podían bajarse por sí mismos de las camas y el humo los había asfixiado.

—Me llamaron desde el hospital: mi abuela está en la primera lista de muertos. Tengo que ir a reconocerla yo, porque Valentina todavía es menor de edad. Pero yo no puedo. ¡No puedo! —gritó desesperada—. No resistiría otra vez la morgue, la funeraria, el desfile de cajones. No quiero ver más cajones. No quiero tener que elegir otra vez.

Volvió a llorar, un llanto arrasado que por un momento me pareció que se transformaría en un aullido.

—Yo te voy a acompañar —le dije—. Esto es lo que vamos a hacer —y traté de que mi voz tuviera el tono imperativo y práctico con el que los padres tratan de calmar a los niños angustiados—. El reconocimiento no es tan urgente, lo principal es que te tranquilices. Tomate ahora una pastilla. ¿Tenés algo en tu casa?

—Tengo, sí —me dijo, aspirando entre llantos—. Ya tomé una, antes de llamarte.

—Muy bien: tomá entonces una más. Sólo una más, y esperá a que yo llegue. No hagas ninguna otra cosa entretanto. Apagá el televisor y quedate en la cama. Voy a estar ahí cuanto antes.

Le pregunté si estaba con su hermana y su voz bajó a un susurro.

—Le conté. El mismo día que nos encontramos, cuando salió de la casa de él. Le conté todo y no me creyó. Le dije que Bruno tampoco me había creído y ahora estaba muerto. Acaba de ver el incendio, estaba conmigo cuando llamaron, vimos juntas cómo bajaban los cuerpos en las camillas, pero tampoco ahora me cree. No se da cuenta —y su voz se quebró, aterrada—. No se da cuenta de que ella es la próxima.

—No pienses en eso ahora. Prometeme que no vas a pensar en nada más ahora, hasta que yo llegue. Sólo en tratar de dormir.

Colgué y me quedé por unos segundos con la vista clavada en el televisor. Habían sacado ya catorce cadáveres del geriátrico y la cuenta todavía no se había detenido. Yo tampoco podía creerlo. Era, simplemente, demasiado monstruoso. Pero por otro lado, ¿no era esta multiplicación de cuerpos el enmascaramiento perfecto? El nombre de la abuela de Luciana a la vez mezclado y oculto en esa lista creciente de muertos. Nadie lo investigaría como un caso particular: su muerte quedaría para siempre disuelta, desvanecida, en la tragedia general. Ni siquiera se tomaría como un incendio deliberado, sino como un accidente, una consecuencia trágica de la quema de mueblerías. Quizá incluso se lo harían pagar al chino, si es que de verdad existía y lo encontraban. ¿Era Kloster capaz de planear y ejecutar algo así? Sí por lo menos en sus novelas. Casi podía imaginar la réplica despectiva de Kloster: ¿quiere usted mandarme a la cárcel por mis novelas? Tuve entonces un impulso fatal, equivocado, del que me arrepiento cada día. El impulso de actuar. De interponerme. Marqué el número de Kloster. No contestaba nadie y tampoco se accionaba en la repetición lenta del ring ningún contestador automático. Me vestí lo más rápido posible y tomé un taxi en la puerta de mi edificio. Atravesamos la noche en un silencio que sólo interrumpía el ulular de los carros de bomberos a lo lejos. La radio dentro del auto transmitía las noticias de los incendios que se sucedían como un contagio febril en toda la ciudad y cada tanto volvía a repasar morbosamente la lista de muertos en el geriátrico. Me bajé frente a la puerta de la casa de Kloster. Las ventanas de arriba estaban cerradas, y no se filtraba por las rendijas ninguna línea de luz. Toqué el timbre, inútilmente, dos o tres veces. Recordé entonces lo que me había dicho una vez Luciana sobre los hábitos de Kloster y sus prácticas nocturnas de natación. Fui hasta el bar donde me había reunido con ella y pregunté a uno de los mozos por un club cercano que tuviera pileta de natación. Sólo tenía que rodear la manzana. Caminé lo más rápido posible hasta dar con la fachada. El club tenía una escalinata de mármol y una puerta giratoria con una placa de bronce a un costado. Toqué un timbre en la mesa de entradas y del interior de un cuartito salió un ordenanza de aspecto cansado. Le pregunté por el natatorio y me señaló un cartel con los horarios: cerraba a medianoche. En un último intento le describí a Kloster y le pregunté si lo había visto.

Asintió con la cabeza y me indicó la escalera que conducía al bar y a las mesas de pool. Subí los dos tramos de escalones y me encontré en un gran salón con forma de U, con una muchedumbre silenciosa y concentrada de jugadores de poker distribuidos en torno a las mesas redondas y llenas de humo. Me miraron en un relámpago de recelo cuando me asomé desde la escalera, pero cuando se aseguraron de que no había nada que temer volvieron a sus naipes. Recién entonces comprendí por qué aquel club permanecía abierto a medianoche: era un garito apenas disimulado. En la barra un televisor sin sonido permanecía clavado en un canal de deportes. Había una mesa de ping pong, de la que ya habían sacado las redes, y detrás dos o tres mesas de pool. En la última, contra un ventanal que daba a la calle, vi a Kloster, que jugaba solo, con un vaso apoyado en el borde de la mesa. Me acerqué a él. Tenía el pelo echado hacia atrás y todavía mojado, como si no hiciera mucho que hubiera salido del vestuario, y los rasgos de su cara bajo la lámpara de la mesa se veían límpidos, tajantes. Estaba ensimismado en el cálculo de una trayectoria, con el taco apoyado en el mentón y recién cuando se movió hacia una esquina y lo levantó para preparar el golpe reparó en mí.

—¿Qué hace usted por aquí? ¿Un trabajo de campo sobre los juegos de azar? ¿O vino a jugar con los muchachos?

Me miraba de una manera serena y apenas intrigada mientras repasaba con la tiza la punta del taco.

—En realidad lo estaba buscando a usted. Creí que lo encontraría en la pileta, pero me dijeron que estaba aquí.

—Siempre subo un rato después de nadar. Sobre todo desde que descubrí este juego. Yo lo despreciaba bastante en mi juventud, lo consideraba, ya sabe, un juego de fanfarrones de bar. Pero tiene sin embargo sus metáforas interesantes, su pequeña filosofía. ¿Intentó jugarlo seriamente alguna vez?

Negué con la cabeza.

—Es geometría en principio, por supuesto. Y de la más clásica: acción y reacción. El reino de la causalidad, podría decir usted. Cualquiera puede señalar desde afuera de la mesa una trayectoria obvia para cada jugada. Y así juegan los principiantes: eligen la trayectoria más directa, sólo se fijan en hundir la próxima bola. Pero apenas usted empieza a entender el juego se da cuenta de que lo que verdaderamente importa es controlar la trayectoria de la blanca después del impacto. Y esto ya es un arte bastante más difícil, hay que anticipar todos los posibles choques, las reacciones en cadena. Porque el verdadero propósito, la astucia del juego, no es hundir la bola sino hundirla y dejar la blanca libre y ubicada para volver a golpear otra vez. Por eso, de todas las trayectorias posibles, los profesionales eligen a veces la más indirecta, la más inesperada, porque siempre están pensando una jugada más adelante. No quieren solamente golpear, sino golpear y no dejar de golpear, hasta hundirlas a todas. Geometría, sí, pero una geometría encarnizada. —Se dirigió hacia la esquina de la mesa donde había dejado su vaso, tomó un sorbo, y volvió a mirarme, con las cejas algo arqueadas—. Y bien, ¿cuál es la cuestión tan urgente que lo trajo hasta aquí y que no podía esperar hasta mañana?

—Entonces, ¿no se enteró del incendio? ¿No sabe nada? —y traté de detectar en su cara el menor signo de simulación. Pero Kloster permaneció imperturbable, como si realmente no supiera todavía de qué le estaba hablando.

—Me enteré de que hubo algunos incendios ayer, una historia de mueblerías. Pero no estoy demasiado pendiente de las noticias —dijo.

—Hace dos horas incendiaron otra. Una tienda de muebles antiguos debajo de un geriátrico. El geriátrico de la abuela de Luciana. Todavía están sacando los cuerpos a la calle. La abuela de Luciana estaba en la primera lista de muertos.

Kloster pareció asimilar poco a poco la información, y permaneció por un instante consternado, como si estuviera haciendo el esfuerzo de confrontarla con otro recorrido de su pensamiento. Cruzó el taco sobre la mesa y me pareció ver en el movimiento de su mano un temblor ligero. Se dio vuelta hacia mí con la expresión oscurecida.

—¿Cuántos muertos? —dijo.

—Todavía no se sabe —respondí—. Habían sacado hasta ahora catorce cadáveres. Pero es probable que mueran varios más durante la noche en los hospitales.

Kloster asintió, inclinó hacia abajo la cabeza y abrió la mano como una visera para oprimirse las sienes. Caminó así de un lado a otro de la mesa, muy lentamente, con los ojos ocultos por el dorso de la mano. ¿Podía estar fingiendo esa conmoción? Parecía verdaderamente afectado por la noticia, pero en algún otro sentido que yo no lograba descifrar. Alzó por fin otra vez la mirada, pero no la dirigió hacia mí, sino a un punto impreciso, como si hablara para sí mismo.

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