Read La muerte lenta de Luciana B. Online
Authors: Guillermo Martínez
Una media hora después llegó Luciana. Al traspasar la puerta batiente, hizo en el reflejo del vidrio un gesto furtivo y desesperado por acomodarse el pelo; imaginé que mi llamado la había arrancado de la cama y recién ahora había reparado en su aspecto. Tenía la cara desencajada, sin maquillaje, y los ojos vidriosos y demasiado fijos, como si estuviera bajo los efectos de un medicamento.
—¿Ya entró? —me preguntó, antes de saludarme.
Yo, que me había puesto de pie, le cedí mi lugar para que pudiera vigilar por sí misma y me senté del otro lado frente a ella.
—Hace un rato, sí. En realidad apenas pude verla, pero supongo que era ella: tenía el bolsito que usabas vos y un abrigo azul oscuro.
Luciana asintió con la cabeza.
—Un tapado largo. También era mío y se lo pasé. ¿A qué hora entró?
—Hace unos diez minutos. Pero ya te dije, no va a pasarle nada. Acabo de hablar con él.
—Y te convenció. —Me miró a los ojos, sin dejar que mi mirada escapara, como si se propusiera encontrar allí la verdadera respuesta—. Ahora le crees a él.
—No dije eso —le respondí incómodo—. Pero estoy seguro de que no haría nada tan directo. Y menos en su propia casa.
—Puede hacerle otras cosas —dijo con un tono sombrío—. Valentina ni siquiera se imagina: es solamente una adolescente atropellada. No sabe nada de él. No sé qué imagen se hizo a través de sus libros. Pero no te olvides de que yo lo conozco, y conozco también su lado envolvente.
—Sobre eso en realidad quería hablarte. La versión que cuenta él sobre lo que pasó entre los dos es bastante distinta.
Vi que el cuerpo de ella se retraía a un primer estado de cautela.
—Supongo que un escritor puede inventar cualquier historia. ¿Qué fue lo que te dijo?
—Que cuando empezaste a trabajar con él en ningún momento se le ocurrió intentar nada extraño. Que estaba demasiado contento con el arreglo que tenían y con la manera en que avanzaba su trabajo como para arruinarlo todo tratando de ir más allá. Que le parecías linda pero que no sentía por vos una atracción física. Me dijo que fuiste vos la que hizo todo para que él se fijara. Me contó de una vez que te dictaba sobre la cicatriz en el brazo de una mujer. Me dijo que te habías desnudado el hombro y le mostraste la marca de tu vacuna para que él te tocara.
—Le enseñé la marca que tengo, es verdad. Pero nunca le pedí que me la tocara. Y no me pareció que hubiera nada malo en eso. Ni siquiera me acordaba, me parece increíble que él quiera ahora darle otro sentido.
—Me dijo que fue la primera vez que te tocó. Y que vos parecías orgullosa de haber conseguido llamarle la atención. Me contó también que después le dejaste que te hiciera masajes en el cuello.
—Bueno, veo que se convirtieron en verdaderos amigos. ¿Cómo conseguiste que te hablara de eso? Una vez me preguntó por mi dolor de cuello. Incliné la cabeza para mostrarle y él me empezó a hacer un masaje. Es verdad que no me opuse: no creí que tuviera ninguna otra intención. Confiaba en él. Ya te dije que para mí era como mi padre: no creí que pudiera pensar ninguna otra cosa. Pero fue sólo una vez.
—Una vez... y otra vez. Me dijo además que la segunda vez se detuvo porque no tenías corpiño.
—Puede ser que hayan sido dos veces. Y yo no usaba demasiado corpiño en esa época.
—Conmigo sí —observé.
—Porque tenía muy claro que de vos sí tenía que cuidarme. Pero nunca hubiera pensado que él se estuviera formando otras ideas. Hasta que volvió de su viaje y lo vi de pronto convertido en otra persona nada de esto se me había cruzado por la cabeza. ¿Pero a dónde querés llegar? Aun si le hubiera dado un pie, que no se lo di, aun si me hubiera equivocado en iniciarle un juicio: ¿eso justifica lo que ocurrió después? ¿Justifica la muerte de toda mi familia?
—Claro que no —reconocí—. No justifica la muerte de nadie. Sólo quería saber si hasta aquí, en esta parte de la historia, él me dijo la verdad.
—Todo eso ocurrió —dijo, apartando la mirada—, pero él sacó la conclusión equivocada. Igualmente, ya te dije que mil veces me arrepentí de haber hecho esa demanda. Pero no puedo creer que éste sea el castigo que tengo que pagar.
—En realidad te hace responsable de la muerte de su hija. En eso tenías razón.
Le conté lo que me había revelado Kloster sobre la relación con su mujer, de los temores que lo acompañaban desde que había nacido Pauli, y el pacto no dicho que tenían en los últimos años. Luciana, que no parecía saber ni haber imaginado nunca nada de esto, iba de asombro en asombro. Le conté de la reacción y el estallido de la mujer de Kloster al leer la acusación que encabezaba su carta, la decisión inmediata de divorciarse y el recurso con que había apartado a Kloster de su hija, utilizando justamente esa acusación. Le conté del confinamiento de Kloster en un hotel, a la espera de que lo dejaran volver a ver a su hija y de lo que había ocurrido finalmente el día de la visita. Traté de repetir con las palabras exactas el relato de Kloster sobre esa tarde, desde que había llamado por teléfono hasta que encontró el cadáver de su hija sumergido en la bañera. Le conté de la cripta, de la galería de fotos y de la filmación de la hija con el ramito de flores. Cuando terminé los ojos de Luciana estaban brillantes de lágrimas.
—Pero yo no tuve la culpa de nada de esto —gimió.
—Claro que no —dije—. Pero él cree que sí.
—Pero si fue la mujer... Fue su mujer en todo caso —dijo con impotencia.
—Él piensa que lo que quebró el pacto fue tu carta. Estaba seguro de que hubiera podido mantener ese acuerdo entre ellos todavía unos años, hasta que Pauli creciera lo suficiente. Así me lo dijo: cree que su hija todavía estaría viva si su mujer no hubiera leído esa carta. Y hay algo más en lo que tenías razón: que lo encontraras en Villa Gesell ese verano no fue casual. Me dijo que no podía tolerar la idea de que vos siguieras tu vida como si nada hubiera ocurrido mientras su hija estaba muerta. Que quería estar allí para hacerte recordar. Para que la recordaras cada día, como él. Que tu vida también se detuviera, como se había detenido la de él.
—Si fuera nada más que eso... hace mucho que ya lo consiguió. Pero ya ves: reconoció que quería vengarse. Eso es en el fondo lo que yo quería saber. Porque no creo que te haya confesado uno por uno los crímenes, ¿no es cierto?
—No. Sólo me dijo que aquel día en la playa vio al irse, desde la costanera, cómo tu novio desaparecía en el mar. Y cuando se enteró al día siguiente de que se había ahogado le pareció ver en esa muerte que se cumplía la ley de ojo por ojo, diente por diente. Me dijo que aquello Te había dado la idea para una novela sobre la justicia y las proporciones del castigo.
—Pero no le alcanzó, Dios mío, esa muerte no le alcanzó.
Sus ojos volvieron a mirar a través de la calle mientras su mano tanteaba dentro de un bolsillo en busca de un pañuelo. Consultó otra vez su reloj y se llevó el pañuelo a los ojos.
—Es posible —acepté yo—. Pero él dice que desde aquel día se dedicó únicamente a esa novela. Una novela en la que ustedes dos son los personajes. Me aseguró que nunca más te vio y que no se había enterado de la muerte de tus padres hasta que recibió tu carta.
Negó con la cabeza sin dejar de mirar por la ventana.
—Es mentira: estaba ahí, en el cementerio, el día que los enterramos.
—Se lo pregunté: va todos los días, a visitar la tumba de su hija. Me dijo que él no te había visto.
Dio vuelta la cara hacia mí, irritada.
—Supongo que no podía esperar que reconociera nada. Y que tuviera una mentira inventada para cada cosa.
—En realidad lo que más me desconcertó es que en todo momento parecía decirme la verdad. Me hablaba como si no tuviera nada que ocultarme. Dijo incluso algo que podría haberme escondido, en relación con la muerte de tu hermano. Algo que no sabíamos: que tuvo correspondencia en distintas épocas con presos de ese penal. Me contó que la policía había hecho averiguaciones sobre esto y que le dio a ese comisario Ramoneda las cartas que había guardado.
—Pero pudo haber otras que tiró, que se cuidó de tirar —me interrumpió Luciana—. Pudo haberse enterado, a través de otros presos, de que este asesino salía a robar. Y si había seguido a mi hermano y sabía de la relación con esa mujer, sólo faltaba enviar los anónimos para provocarlo. Porque esos mensajes, los escribió él. Lo supe apenas los vi. A mí no podría engañarme.
—Me dijo que había conversado con Ramoneda sobre novelas policiales y que en un momento el comisario le mostró los anónimos y le pidió una opinión sobre la clase de persona que podría haberlos escrito. Aparentemente el comisario pensaba más bien que quizá los hubieras escrito vos.
Aquello la enmudeció por un momento y pude ver que sus manos temblaban de indignación.
—¿Te das cuenta? —murmuró—. ¿Te das cuenta cómo logra dar vuelta todo y a todos? ¿Te quiso hacer creer que pude ser yo?
—En realidad no. Justamente, eso es lo que me pareció más curioso. Kloster parece creer que hay otra explicación posible: supongo que será la que escribe en su novela. Me dijo que yo nunca la creería.
—No hay ninguna otra explicación: es él. No entiendo cómo podés todavía dudar. Va a seguir y seguir, hasta dejarme sola. Hasta que sea la última. Esa es la venganza que busca. La que marcó en la página de la Biblia: siete por uno. Y ahora, mientras hablamos, Valentina está allá adentro, ahora mismo está con él. Jamás podría perdonarme si algo le pasara a ella. Creo que no voy a esperar ni un minuto más —dijo, e hizo un primer movimiento como si fuera a levantarse. Le hice un gesto imperioso para que se detuviera.
—Cuando le mencioné esa frase de la Biblia me dijo que era un error interpretarla así. El número siete sería más bien un símbolo de lo completo, de lo perfectamente acabado. La venganza que correspondería a Dios. Aun si fuera él quien está detrás de estas muertes, quizá su medida ya esté completa.
—En la novela que me dictaba sobre esa secta el número siete no era ninguna metáfora. Mataban uno por uno a siete miembros de una familia. Eso es lo que planea para mí desde el principio y por eso nunca publicó esa novela, para no delatarse a sí mismo. ¿Le preguntaste por qué estaba parado frente al geriátrico de mi abuela?
Negué con la cabeza.
—No podía hacer un interrogatorio policial —dije, un poco molesto—. Sólo traté de que hablara. Y creí que había logrado bastante.
Algo en mi tono la hizo recapacitar, como si por primera vez reparara en que había sido injusta conmigo.
—Perdoname, tenés razón —dijo—. ¿Cómo lograste que te recibiera?
—Le dije que estaba escribiendo una novela sobre esta sucesión extraña de muertes a tu alrededor, y que quería conocer la versión de él. Me pareció que era a la vez una manera de darle a saber que alguien más se entera de lo que te está ocurriendo.
Advertí que Luciana dejaba de escucharme y miraba en dirección a la puerta de Kloster.
—Gracias a Dios —murmuró—. Ahí la veo, acaba de salir.
Miré hacia atrás por la ventana, pero la había perdido por segunda vez. Evidentemente, se estaba alejando en la otra dirección, aunque Luciana, desde su posición, todavía podía seguirla con la mirada.
—Creo que está yendo a tomar el subte —dijo.
—Sana y salva, espero —dije—. Ahora podemos irnos nosotros también —y le hice un gesto al mozo para que nos trajera la cuenta.
—Esta misma noche voy a contarle. Todo. Tiene que saber quién es él, antes de que sea demasiado tarde. ¿Puedo llamarte en estos días si detecto algo extraño con ella? Me doy cuenta de que se me va de las manos, que ya no puedo vigilarla.
—Me voy mañana a Salinas —le dije—. A dictar un seminario. Voy a estar quince días afuera.
Quedó enmudecida por un momento, como si le hubiera dicho algo inesperado y particularmente brutal. Me miró y pude ver por un instante el desamparo en sus ojos, con todas las defensas caídas, y el abismo de la locura demasiado cercano. En un movimiento espasmódico, casi involuntario, sus manos aferraron las mías a través de la mesa. No parecía darse cuenta de la fuerza desesperada con que me las apretaba, ni cómo se hundían sus uñas en mis palmas.
—Por favor, no me dejes sola con esto —me dijo, con la voz ronca—. Desde que lo vi frente al geriátrico tengo pesadillas todas las noches. Sé que algo muy malo está por pasarnos.
Me liberé lentamente de sus manos y me puse de pie. Sólo quería irme cuanto antes.
—Nada más va a ocurrir —dije—. Ahora él sabe que alguien más sabe.
Había salido del bar como si huyera y, sin embargo, cuando me encontré otra vez en la calle, lejos de sentirme por fin liberado, me parecía volver a oír en el silencio el último ruego de Luciana para que no la dejara sola, y no podía deshacerme de la sensación de sus dedos aferrados a mis muñecas. Aunque la noche era muy fría, en el principio de un agosto desapacible y oscuro, decidí caminar un poco, sin ninguna dirección fija, antes de volver a mi casa. Quería, sobre todo, pensar. Traté de repetirme que ya había hecho bastante por ella, y que no debía dejarme arrastrar por su locura. Caminaba por calles que iban quedando desiertas y donde sólo se veían negocios cerrados y estelas de basura junto al cordón. Apenas me cruzaba cada tanto con cartoneros que arrastraban sus carros con los ojos bajos y en silencio, hacia alguna estación de tren. La marea se había retirado de la ciudad. Quedaba ahora el olor a podrido de las bolsas destripadas y cada tanto el estrépito y la luz repentina de un colectivo vacío. ¿Había creído realmente, como me acusaba Luciana, en la inocencia de Kloster? Había creído, sí, que parte por parte lo que me había contado era cierto. Pero Kloster me había parecido a la vez como un jugador controlado, que podía mentir con la verdad. Lo que me había dicho quizá fuera verdad, pero seguramente no toda la verdad. Y a la vez, a la luz fría de los hechos, como casi me había gritado Luciana, no parecía haber otra explicación que no apuntara a Kloster. Porque si no había sido él, ¿qué era lo que quedaba? ¿Una serie de fantásticas coincidencias? Kloster había dicho algo sobre esto, sobre las rachas de infortunio. Había logrado avergonzarme, todavía recordaba su tono despectivo mientras me hablaba de las rachas, como si no pudiera creer que yo hubiera escrito mi libro sin saber aquello. Llegué a una avenida y vi un bar de taxistas todavía abierto. Entré y pedí un café y un tostado. ¿Qué era exactamente lo que había dicho Kloster? Que pensara en monedas lanzadas al aire. Que una racha de tres caras o tres cecas en diez lanzamientos no era nada extraño, sino lo más probable. Que el azar también tenía sus inclinaciones. Encontré en mi bolsillo una moneda plateada de veinticinco centavos. Busqué mi lapicera y desplegué una servilleta sobre la mesa. Lancé la moneda al aire diez veces seguidas y anoté la primera serie de caras y cecas con guiones y cruces. Lancé otras diez veces la moneda y escribí debajo una segunda sucesión. Seguí lanzando la moneda, con un movimiento cada vez más diestro del pulgar y anoté todavía algunas series más en la misma servilleta, una debajo de la otra, hasta que el mozo me trajo el café con el tostado. Mientras comía revisé esas primeras sucesiones, que perforaban la servilleta como un código extraño. Lo que me había dicho Kloster era cierto, asombrosamente cierto: casi en cada renglón había rachas de tres o más caras o cruces. Desplegué otra servilleta sobre la mesa y como si me hubiera acometido un impulso irrefrenable lancé la moneda con el propósito ahora de llegar a cien veces y apreté los signos de manera que la sucesión entera quedara escrita en ese cuadrado de papel. Un par de veces la moneda se me resbaló entre los dedos y el ruido sobre la mesa atrajo la mirada del mozo. El bar se había despoblado y sabía que debía irme, pero como si el movimiento en la repetición se hubiera apropiado de mi mano, no podía dejar de tirar la moneda al aire. Cuando escribí la última marca leí la sucesión de signos desde el principio y subrayé las rachas que iban apareciendo. Había ahora rachas de cinco, de seis y hasta de siete signos repetidos. ¿Había entonces, como me había dicho burlonamente Kloster, también un sesgo del azar? Aún la ciega moneda parecía tener nostalgia de repetición, de forma, de figura. A medida que aumentaba la cantidad de lanzamientos las rachas se volvían también más largas. Quizá hubiera incluso alguna ley estadística para calcular estas longitudes. Pero ¿habría entonces también otras formas ocultas, otros embriones de causalidad en el azar? ¿Otras figuras, otros patrones, invisibles para mí, en esa sucesión que acababa de escribir? ¿Una figura incluso que explicara la mala suerte de Luciana? Volví a mirar la sucesión, que se cerraba otra vez a mí como una escritura indescifrable. Usted debería sostener la tesis del azar, me había dicho Kloster. Sentí de pronto que algo vacilaba en mí, como si una certidumbre íntima y constitutiva, de la que ni siquiera era conciente, se hubiera quebrado. Había podido resistir la crítica, deslizada en una reseña, de que mi novela Los aleatorios tenía al fin y al cabo un elemento de cálculo para la simulación cuidadosa del azar. Pero este simple lanzamiento de monedas había resultado más devastador que cualquiera de estos reparos. Una tirada de dados no abolirá jamás el azar, hubiera dicho Mallarmé. Y sin embargo, la servilleta abierta sobre la mesa había abolido para siempre lo que yo pensaba sobre el azar. Si usted verdaderamente cree en el azar, debería creer en estas rachas, deberían resultarle naturales, debería aceptarlas. Eso era lo que me había querido decir Kloster, y recién ahora lo entendía en toda su dimensión. Pero a la vez —y esto era quizá lo más desconcertante, el detalle enloquecedor— él, Kloster, no parecía creer que las cruces de Luciana fueran sólo una racha adversa. Él mismo, a quien más favorecía y convenía esta hipótesis, se había sentido lo bastante seguro de su inocencia, o de su impunidad, como para inclinarse por otra posibilidad. ¿Cuál? De esto no había dicho nada, sólo había insinuado que estaría escrita en su novela. Pero había hecho una comparación extraña: el mar como la bañera de un dios. Kloster, el feroz ateo que yo había admirado, el que se reía en sus libros de toda idea divina, había hablado en nuestra conversación más de una vez en términos casi religiosos. ¿Podía haberlo afectado tanto la muerte de su hija? El que deja de creer en el azar empieza a creer en Dios, recordé. ¿Eran así las cosas? ¿Kloster ahora creía en Dios, o había sido todo una cuidadosa puesta en escena para convencer a un único espectador? Llamé al mozo, pagué mi cuenta y salí otra vez a la calle. Ya había pasado la medianoche y sólo se veían en la calle mendigos arrebujados sobre cartones. Los últimos camiones recolectores hacían rechinar a lo lejos sus mandíbulas metálicas. Doblé en una calle lateral, y me atrajo irresistiblemente un resplandor repentino que iluminaba la vereda desde una vidriera. Me acerqué y me detuve. Era la vidriera de una gran mueblería y frente a mis ojos, silencioso, increíble, se estaba iniciando por dentro un incendio. El felpudo de la entrada ya estaba en llamas, en una contorsión lenta y ondulante que parecía alzarlo del suelo. Despedía humo y chispas que alcanzaron enseguida a un perchero y a una mesita ratona cerca de la entrada, hasta hacerlos arder, con grandes llamaradas cada vez más altas. El perchero se desplomó de pronto en una lluvia de fuego y tocó la cabecera de una cama matrimonial. Recién reparé entonces en que la vidriera estaba arreglada como si fuera el interior de una habitación ideal para un matrimonio, con las mesitas de luz y una cuna de bebé a un costado. Habían puesto sobre la cama un edredón búlgaro que ardió en una combustión brusca, con llamas salvajes. Todo transcurría en el mismo silencio impávido, como si el vidrio no dejara pasar el fragor de la llama. Me daba cuenta de que en algún momento podía estallar la vidriera, pero a la vez, no conseguía apartarme de ese espectáculo hipnótico y deslumbrante. Todo se retorcía frente a mí, sin que hubiera sonado todavía ninguna alarma, sin que nadie se hubiera asomado a esa calle, como si el fuego estuviera por decirme algo estrictamente privado. La habitación, la cuna, el simulacro de casita, todo se disolvía y transmutaba. Los muebles habían dejado de ser muebles, y eran otra vez madera, la leña elemental que sólo quería obedecer, doblegarse, alimentar las llamas. El fuego ahora se erguía, en una única figura violenta, maligna, fulgurante, con algo de dragón que no dejaba de retorcerse y cambiar de forma. Escuché de pronto el ulular histérico de la sirena de los bomberos. Supe que todo estaba por terminar y traté de aferrarme a esa última imagen que no se dejaba descifrar, hermética y fabulosa, detrás del vidrio. Atraídos por la sirena, me rodeaban ahora las criaturas famélicas de la noche, borrachos puestos de pie y niños que dormían en las bocas de los subtes. Algunas ventanas se abrieron sobre mi cabeza. Después llegaron las voces humanas, las órdenes, el chorro implacable de agua, las llamas que retrocedían y dejaban su marca negra en las paredes. Me fui porque no quería contemplar este otro espectáculo, mucho más deprimente, del incendio vencido.