La muerte lenta de Luciana B. (18 page)

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Authors: Guillermo Martínez

—Un incendio —dijo, todavía sin mirarme, detenido en esa reflexión trabajosa—. Fuego, claro que sí. Y ya veo también por qué vino a buscarme hasta aquí. —Bajó los ojos de pronto hacia mí en una mirada fulminante de desprecio—. Usted cree que salí de mi casa hace un par de horas con mi bolso, le prendí fuego a ese geriátrico y me vine después a nadar tranquilamente mis cien piletas, mientras los viejitos ardían y se carbonizaban. Eso es lo que cree, ¿no es cierto?

Hice un gesto de incertidumbre.

—Luciana lo vio hace dos semanas, detenido frente al edificio de ese geriátrico y mirando hacia los balcones. Fue por eso que vino a buscarme, creía que usted planeaba algo contra su abuela.

Kloster me midió con la mirada, pero sin que el gesto de desprecio se desvaneciera del todo, como si lo impacientara que aquello fuera lo único que yo pudiera oponerle.

—Es posible, es muy posible. En mi novela también debía imaginar una muerte en un asilo de ancianos. Hice una recorrida por varios, en distintos barrios. Algunos los miré sólo por afuera y tomé notas mentales. En uno o dos fingí incluso que quería internar a un familiar y los visité por adentro. Se sorprendería de la facilidad con que le abren a uno las puertas. Quería encontrar algún detalle para una muerte que fuera convenientemente ingeniosa. Pero yo estaba pensando siempre en una muerte, una persona. No se me había ocurrido esta solución a la vez tan simple y brutal: arrasar con todo. Digámoslo así, a mí también me sorprende cada vez. El modo. Aunque bien mirado, el fuego era una elección bastante obvia.

Había ahora algo extraviado en su forma de hablar, como si se estuviera refiriendo a una tercera persona. Me volvió a mirar, aunque sus ojos estaban erráticos, y volvió a caminar, en lo que parecía una lucha furiosa con sí mismo.

—Pero todos esos muertos... por supuesto son inocentes —dijo—. Eso no debía pasar. No debía pasar de ningún modo. Es hora de detenerlo. Y a la vez, es demasiado tarde. Ya no sabría cómo detenerlo.

Se acercó a mí y ahora su expresión había cambiado otra vez, como si quisiera presentarme su cara totalmente desnuda, y se pusiera a mi merced para que yo lo juzgara.

—Otra vez le pregunto: ¿cree que fui yo? ¿Cree que soy yo cada vez?

Retrocedí un paso, sin poder evitarlo. Los ojos de Kloster tenían algo desvastado y aterrador, como si en las pupilas ardiera una clase de locura mucho más arraigada y oscura que la de Luciana.

—No, no lo creo —dije—. Aunque ya no sé qué creer.

—Pero debería creerlo —dijo Kloster, con un tono sombrío—. Debería creerlo, aunque por otras razones. Hace unas horas, antes de venir aquí, yo había empezado a escribir justamente esa escena, la muerte en el asilo. Dejé la idea en borrador, sobre mi escritorio. Y ya ve, ocurrió otra vez. Sólo cambia la forma. Como si quisiera dejar su sello. O burlarse de mí. Una corrección de estilo. Cada vez ocurrió así. Sólo tenía que escribirlo. Al principio traté de convencerme a mí mismo de que debían ser coincidencias. Coincidencias por supuesto muy extrañas. Demasiado exactas. Pero el dictado... ya había empezado. Supongo que podría decir que es una obra en colaboración.

—En colaboración... ¿con quién?

Kloster me miró con recelo, como si hubiera llegado demasiado lejos y de pronto dudara de que pudiera confiarme aquello. O quizá, porque era la primera vez que se decidía a contarlo.

—Traté de decírselo, la primera vez que hablamos, cuando reconocí que yo tampoco creía que las muertes fueran del todo casuales. Pero no hubiera podido en ese momento ponerlo en palabras. Era la única explicación posible, y a la vez, la única que nadie hubiera creído. Ni siquiera yo la creía del todo... antes de que pasara esto. Posiblemente usted no la crea ahora tampoco. Pero recordará que le mencioné el prefacio a los Cuadernos de notas de Henry James.

—Sí, me acuerdo perfectamente: me dijo que había tomado de allí la idea de dictar sus novelas.

—Hay algo más en ese libro. Algo que se revela en unas anotaciones íntimas entre apunte y apunte, y que yo nunca hubiera imaginado del irónico y cosmopolita Henry James. Tenía, o creía tener, un espíritu protector, un «buen ángel». A veces lo llama su «demonio de paciencia», otras veces su daimon. O también el «bendito Genio», o «mon bon». Lo invoca, lo espera, lo percibe a veces sentado cerca de sí. Dice incluso que puede sentir su aliento cerca de su mejilla. A él se encomienda, a él le reclama cuando no llega la inspiración, a él aguarda cada vez que se instala en un nuevo cuarto a escribir. Un espíritu tutelar que lo acompañó toda su vida... hasta que empezó a dictar. Eso es quizá lo más notable en los cuadernos: la desaparición de toda referencia a su ángel a partir de la fecha en que otra persona entró a su cuarto de trabajo. A partir de que las palabras dictadas en voz alta reemplazaron al ruego en silencio. Como si esa colaboración secreta se hubiera interrumpido para siempre. Recuerdo que cuando leía estas invocaciones al buen ángel no podía evitar sonreírme: apenas podía imaginar al venerable y distinguido James rogando como si fuera un niño a un amigo invisible. Me parecía pueril, a la vez ridículo y conmovedor, como si estuviera espiando por una ventana algo que no debía saber. Sí, me reía de todo esto y lo olvidé casi de inmediato. Hasta que empecé yo mismo a dictar. Y al revés de James, tuve con el dictado, a través del dictado, mi propia visitación. Sólo que no era un buen ángel.

Tomó otro sorbo de su vaso y su mirada se perdió por un momento, hasta que apoyó otra vez el vaso sobre el borde de la mesa y volvió a mirarme, con esa expresión desguarnecida.

—Creo que ya le conté de esa mañana: había empezado a dictarle a Luciana después de varios días de enmudecimiento, de parálisis, y tuve de pronto un rapto, una sensación de transporte. Mientras yo le dictaba a Luciana, alguien más me dictaba a mí. Era un susurro imperioso que vencía todo escrúpulo, toda vacilación. La escena que tenía por delante, la escena en la que me había detenido, tenía que ser particularmente horrorosa. Sangrienta sí, pero también metódica: la ejecución de una venganza cainita. Nunca antes había tenido que escribir algo así, en general yo siempre preferí crímenes más civilizados, menos estentóreos. Pensé que no estaba en mi naturaleza, que nunca podría hacerlo. Y de pronto, lo único que tenía que hacer era escuchar. Escuchar ese susurro sibilino y feroz que hacía comparecer con realidad perfecta el cuchillo y la garganta. Seguir esa voz, esa ilación milagrosa que no retrocedía ante nada, que mataba y volvía a matar. Thomas Mann cuenta que al escribir Muerte en Venecia tuvo la sensación de un caminar absoluto, la impresión, por primera vez en su vida, de ser «llevado en el aire». Yo también sentía aquello por primera vez. Pero no podría decir que esa voz me llevara benévolamente en brazos. Era más bien como si me arrastrara y me dominara, con una maldad primitiva y superior que no me permitía desobedecer. Una voz a la que yo en todo caso seguía a duras penas, que se había apoderado de todo, que parecía blandir por sí misma el cuchillo con una alegría salvaje, como si quisiera decirme: es fácil, es simple, se hace así y así y así. Cuando terminé de dictar esa escena estaba sorprendido de no tener manchas de sangre en las manos. Pero me había quedado algo de la euforia casi sexual que dan los raptos de inspiración. Un resto de ese impulso omnipotente. Creo que fue esa mala mezcla lo que me empujó sobre Luciana. Recién volví del todo a la realidad cuando percibí que ella se resistía.

Alzó un poco la cabeza y la movió de una manera casi imperceptible, como si se reprobara en silencio y quisiera apartar para siempre la escena de su memoria.

—Mucho después, a la noche, leí otra vez esas páginas que le había dictado. Eran de otro, sin duda. Yo nunca hubiera podido escribir algo así. Sin fallas, sin vacilaciones. Un lenguaje primordial, con una fuerza terrible y primitiva que se abría paso a lo más hondo del mal. Me dio terror verlas allí escritas, fijadas en la tinta sobre el papel, como si fueran la evidencia incontrastable de que aquello había sido real. No pude volver a tocar esa novela, como si estuviera contaminada fatalmente por esa otra escritura. Quedó allí, abandonada, con la última frase que le había dictado a Luciana antes de que se levantara para hacer café. La guardé en un cajón y traté de olvidarme, de negar con todos los argumentos racionales lo que me había ocurrido. Después... tuve esa sucesión de catástrofes. Perdí a mi hija, perdí mi vida. Quedé fuera del mundo, vacío de toda idea. Sólo podía pasar esa cinta, una y otra vez. Creí que nunca volvería a escribir. Hasta que fui, en el verano, a esa playa. Y vi desaparecer el cuerpo aquel en el mar. Como un signo escrito en el agua. Cualquiera hubiera dicho que fue un accidente, por supuesto, y también así lo creí yo en ese momento. Pero igualmente pude leer lo que ese signo decía para mí. Supe cuál era la historia que debía escribir. No sabía, no hubiera imaginado, que ya era su obra, el comienzo de su obra. Volví a Buenos Aires al día siguiente: sólo quería empezar. Tenía de pronto una inesperada claridad. Veía en el fondo del túnel la luz todavía diminuta, pero inconfundible, de mi tema. No era tan distinto al fin y al cabo del de la novela sobre los cainitas que había abandonado. Sólo que transcurriría en la época contemporánea. Habría una chica, lo suficientemente parecida a Luciana. Y alguien que había perdido una hija, como yo. Esa chica tendría una familia, con los mismos integrantes que la de Luciana. A diferencia de todas mis otras novelas, en ésta quería mantener algunas semejanzas, porque sentía que la fuente secreta, la herida que necesitaba soplar, era la mía. No quería olvidarme, ni dejarme arrastrar, como en mis otros textos, por los vaivenes de la imaginación. El tema, por supuesto, sería el castigo. Las proporciones del castigo. Ojo por ojo, dice la ley del Talión, pero ¿qué ocurre si un ojo es más pequeño que el otro? Yo había perdido a mi hija, pero Luciana no tenía hijos. ¿Podía equipararse acaso mi hija con ese novio pasajero, con el que ni siquiera parecía llevarse muy bien? Le preguntaba a mi dolor y mi dolor clamaba que no. Me puse a escribir con una determinación espartana, pero algo parecía estar también seco, extinguido, dentro de mí, como si la muerte de mi hija me hubiera exiliado no sólo de lo humano, sino también de mi propia escritura. Las pocas líneas que alcanzaba a borronear cada día me resultaban irreconocibles, no lograba dar con el principio, con el tono, con las palabras. Entonces, a mi manera, lo invoqué. Lo invoqué noche tras noche, hasta que de pronto me di cuenta de que no estaba solo. Había regresado. Lo sentía otra vez sobre mi hombro. Y lo dejé hacer. Dejé, otra vez, que me dictara. Que me diera el impulso, el fíat, que hiciera vibrar el diapasón. Fue como un deshielo lentísimo, como si la piedra en la que me había convertido empezara a supurar. Pero estaba otra vez escribiendo, y sabía muy bien a quién se lo debía. Para mis adentros lo llamaba «mi Sredni Vashtar». Y aún invisible, su voz monstruosa era para mí tan reconocible como la respiración cercana de alguien familiar. Era no sólo real sino casi palpable y me parecía que también cualquiera podría señalar en las páginas las frases que le pertenecían. Que eran, al principio, casi todas. Pero el mismo movimiento de la mano, como si fuera un mágico ejercicio muscular, me trajo de a poco mi vieja habilidad, me devolvió algo de mi antiguo ser. El había hecho circular la electricidad, y el muerto volvía a vivir. Volví en mí y a mí. Recobré mi viejo orgullo, el único que tengo, y ya no quise más su compañía. Preferí volver a mis largas vigilias, a mis vacilaciones de siempre, a mis circunloquios, a mi propia imaginación. No fue fácil quitármelo de encima. Lo sentía a horcajadas sobre mi cuello, como el viejo del mar. Y por supuesto sus frases siempre eran mejores. Primordiales, salvajes, directas. Pero logré rechazarlas una por una, a pesar de la tentación. Y en algún momento sentí que volvía a quedarme solo. Creí que había logrado por fin deshacerme de él.

—¿Cuándo fue esto?

—Casi un año después, poco antes de escribir la escena de la muerte de los padres. Yo había imaginado que morirían en su casa en la playa, en unas vacaciones de invierno, por el escape de monóxido de carbono de una estufa. Todos los años sucede algún accidente así. No había considerado ninguna otra posibilidad. Al volver a escribir por mí mismo, algo más había ocurrido: parte de mi rencor se había disuelto, la vida se había reanudado, empezaba a olvidarme de Luciana. La novela ya no era una muñeca de vudú donde clavar mis alfileres. La escritura, otra vez, me había llevado a una deriva benéfica, donde esos padres ya no eran los padres de Luciana y podía considerarlos artísticamente, e imaginar la muerte que mejor les conviniera, como a otro par cualquiera de personajes de otra cualquiera de mis novelas. Al fin y al cabo, había pasado toda una vida imaginando muertes. Y quizá porque ya no tenía las mismas ansias de venganza, imaginé un final indoloro, durante el sueño, los dos juntos en la cama matrimonial. Escribí la escena con una tranquilidad de espíritu total. Entonces, un par de semanas más tarde, me llegó la carta de Luciana. Sus padres habían muerto de verdad. La carta era confusa, en realidad una súplica de perdón por aquella primera demanda que había empezado todo, pero mencionaba la muerte de sus padres, como si fuera algo que yo necesariamente tuviera que saber. Y aparecía la fecha de las muertes: el día después de que yo había escrito la escena. Quedé, por supuesto, anonadado. Busqué la noticia en los diarios de quince días atrás. Allí estaban los detalles. Las circunstancias habían sido algo distintas, pero como si sólo se tratara de una diferencia de estilo: una muerte mucho más horrenda pero, a su manera, natural.

—Cuando usted dice natural —lo interrumpí, porque recordé de pronto lo que yo mismo había pensado, lo que había estado a punto de ver en el sótano del diario— se refiere acaso...

—Al sentido más literal. A que no necesitó de calefones ni de hornallas. De nada que tuviera que ver con la civilización. El veneno de una planta. Una muerte simple, primitiva: me di cuenta de inmediato que había sido ideada por él. Y quedé, como comprenderá, absolutamente impresionado. Una cosa era percibir su presencia en el susurro, en la extraña comunión de ese dictado privado, o en las líneas al fin y al cabo inocentes de un texto, y otra, muy distinta, era admitir que pudiera existir fuera de mí y llegar a matar por su cuenta en la vida real. No di ese paso. Aunque la evidencia estaba allí, frente a mis ojos, no pude llegar a creer que había una conexión de causalidad, que la realidad hubiera respondido a mi texto. En esos últimos meses, como le dije, había vuelto en mí. Las pocas líneas que lograba asentar trabajosamente cada día me habían devuelto de a poco a mi antiguo ser. Y mi antiguo ser había sido siempre escéptico y aun despectivo con todo aquello que no fuera racional. Yo era, al fin y al cabo, el que había empezado una carrera científica, el que había escrito pasajes enteros de burla contra cualquier idea de religión. Para mis adentros, había decidido considerar todo el episodio del dictado como un rapto pasajero, una perturbación mental después del duelo. Aquello sí podía admitirlo: que había enloquecido de dolor. Aun así, aunque me negara a creer, había quedado consternado y dejé en ese punto a la novela. Quedó abandonada, en un cajón durante años. No fue exactamente un temor supersticioso, sino algo más íntimo: el motor secreto, el ansia de venganza dentro de mí, se había extinguido. Al morir los padres de Luciana yo había tenido, finalmente, aunque suene monstruoso, mi reparación. Aquello que había sido mi herida y mi llama se había mitigado y después del primer momento de estupor por la coincidencia me sentí en paz, una paz quizá algo culposa, porque no dejaba de tener la impresión de que al haber anticipado y preparado esas muertes en mi imaginación, de un modo indirecto y misterioso las había propiciado. En todo caso, las proporciones me parecían ahora justas y estuve a punto de escribirle a Luciana en respuesta. Verdaderamente, ya no sentía por ella ningún rencor.

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