Read La muerte lenta de Luciana B. Online
Authors: Guillermo Martínez
—Sería sólo un momento. Y después me voy a ocupar yo mismo del ataúd.
—¿Te ocuparías del ataúd? ¿Harías eso por mí? —y su voz dio un vuelco de gratitud, como una niña agradecida por un favor inesperado e inmenso.
—Claro que sí. Vos deberías descansar el resto de la noche.
—Descansar... —dijo con añoranza— tengo que descansar, sí. Estoy muy cansada —y pareció ensimismarse en un oscuro silencio—. Pero está Valentina. Es peligroso que me duerma otra vez porque tengo que cuidar a Valentina. Soy la única que puede cuidarla.
—Nada le va a pasar a Valentina —dije y sentí la impostación y la debilidad de mi propio intento de tranquilizarla. Demasiado había ocurrido ya desde la última vez que le había dicho una frase parecida.
—No quiero que él la vea —me dijo en un susurro—. No quiero que ella lo vea otra vez.
—Voy a estar yo —le dije—. Y no tiene por qué verla.
—Yo sé lo que él quiere. Yo sé a qué viene —dijo, como si un desvarío la dominara otra vez—. Pero quisiera que Valentina, al menos, pudiera salvarse.
—Tengo que cortar ahora —dije, para interrumpirla. Temía, sobre todo, que fuera a cambiar de opinión—. En diez minutos vamos a estar ahí.
Colgué y le hice una seña de asentimiento a Kloster, que dejó el taco cuidadosamente apoyado en la pared y me siguió hacia la escalera sin decir una palabra.
Llego aquí a la parte más difícil de mi relato. Muchas veces después traté de volver en mi memoria a esos momentos, a los pocos minutos que se sucedieron desde que bajé con Kloster a la calle. Muchas veces repasé, como si fueran fotogramas, cada una de las escenas, en busca de algo que pudiera anticipar lo que no supe ver hasta que fue demasiado tarde. Pero los hechos, mínimos y fatales, aunque traté luego de volverlos del derecho y del revés, no podían ser más parcos. Kloster estaba acorazado en un silencio hostil, como si fuera arrastrado contra su voluntad a un trámite desagradable. Subimos a un taxi que tenía encendida la radio y le indiqué al conductor la dirección de Luciana. Nos advirtió que debería dar un rodeo porque algunas de las calles estaban cortadas a causa de los incendios. Sin que ninguno de los dos le preguntara nos contó que habían atrapado al chino, durante una redada en el bajo Flores, y que en la requisa de su casa habían encontrado un mapa con la ubicación de más de cien mueblerías. Pero aun así, nos dijo, había otros incendios por toda la ciudad. Patotas aburridas, piromaníacos, ajustes de cuentas entre muebleros que aprovecharon la volteada, vaya uno a saber. Nos hablaba con el costado de la boca, inclinando un poco la cabeza en diagonal, como si se dirigiera más bien a Kloster. Pero Kloster no daba ninguna señal de que realmente lo escuchara. En la intersección con la primera avenida habían puesto vallas y un policía desviaba el tránsito. El taxista nos señaló más adelante los carros de bomberos y un edificio con la fachada ennegrecida de donde se levantaba un penacho de humo negro y turbulento bajo la luz del alumbrado. Le pregunté si había muerto más gente en alguno de estos incendios y negó con la cabeza. Los únicos muertos habían sido los viejitos del geriátrico. Algunos estaban atados a las camas, nos dijo, y no habían podido ni siquiera bajarse. Habían muerto casi todos, ése había sido el verdadero desastre. Miré la cara de Kloster, que permanecía imperturbable, como si no le llegara ni una palabra de la conversación. La punta de su pie golpeteaba con impaciencia la alfombrita de goma del auto. No había visto en sus facciones ninguna muestra de emoción, pero quizá se debiera sólo a que se había encerrado en sus pensamientos y estaba demasiado lejos de nosotros. Cada tanto miraba por la ventanilla los nombres de las calles en los cruces, como si estuviera aguardando una señal de que el viaje terminaría pronto. Nos detuvimos por fin en la puerta del edificio de Luciana. Kloster bajó primero del auto y se aproximó con paso dubitativo a los paneles de vidrio, que dejaban ver el hall vacío e iluminado. Me acerqué detrás de él y toqué en el portero eléctrico el timbre del último piso. En el silencio penetrante de la noche escuchamos arriba de nuestras cabezas el ruido de una ventana que se abría, muy alto. Vi asomar fugazmente una cara y enseguida escuché una voz en el portero que no llegué a discernir si era de Luciana o de su hermana. Esperamos en silencio detrás de la puerta. Se percibía, apagado pero aun así audible a través del vidrio, el crujido del único ascensor que estaba frente a nosotros, y el rezongo neumático del descenso. La puerta del ascensor se abrió y avanzó hacia nosotros, con un llavero en la mano y la cabeza todavía baja, lo que creí por una fracción de segundo que era una aparición: la figura intacta y recobrada de Luciana a los dieciocho años. Llevaba puesto un saco largo de lana que no dejaba asomar demasiado del cuerpo, pero podía ver en esa chica alta y delgada, mientras daba los pocos pasos a la puerta, el mismo porte erguido y resuelto. Y cuando se echó hacia atrás el pelo suelto para buscar en el manojo de llaves, vi en un instante vertiginoso que también las facciones reproducían, en una réplica tan perfecta que resultaba impiadosa, la cara fresca de Luciana que yo había conocido diez años atrás. La misma frente despejada, los mismos ojos inquietos, los labios entreabiertos. Toda ella volvía y comparecía bruscamente, como un acto de ilusionismo sin fallas.
—Por Dios, ¡es idéntica a Luciana! —sólo alcancé a murmurar, y busqué a Kloster con la mirada, como si necesitara un testigo que me devolviera a la realidad—. A lo que era Luciana —me corregí involuntariamente.
—Sí, es bastante impresionante, ¿no es cierto? Yo también me sorprendí la primera vez —dijo Kloster, y tuve que preguntarme, mientras la seguía mirando con una fascinación antigua y nueva, si él la habría visto otras veces después de la primera.
La única diferencia que yo hubiera podido consignar es que parecía todavía más joven, más radiante, de lo que había sido Luciana a esa edad. Pero esto quizá sólo fuera porque mis ojos y yo teníamos ahora diez años más.
La puerta se abrió y Valentina buscó antes que nada la mirada de Kloster, sin ninguna prevención, sin ningún temor, como si hubiera entre ellos una clase de confianza secreta. Le dio un beso rápido en la mejilla y me miró a mí por primera vez.
—Mi hermana me habló mucho de vos —dijo simplemente.
—¿Cómo está ella ahora? —pregunté.
—Tranquila. Eso es lo que más me preocupa. Demasiado tranquila. Desde que llamaste se quedó sentada frente a la ventana. Me dijo que vendrían juntos y que se sentaría a esperarlos. Después no quiso hablarme más. Sólo se levantó para abrir la ventana cuando tocaron el timbre.
Mientras hablaba había descorrido la puerta del ascensor y empezamos a subir en silencio. En la quietud de la madrugada se agigantaban los ruidos y se oía el chirrido de poleas y el resuello herrumbroso del ascensor que nos izaba por el túnel vertical donde se multiplicaban los ecos. Yo miraba en esa cara recobrada sin salir todavía de mi sorpresa, y volvían a mí, también súbitamente recobradas, la atracción y la emoción que había llegado a sentir por esas facciones. Ahora que estaba callada, la ilusión era todavía más abrumadora y punzante. Sólo que ella no parecía tener ojos sino para Kloster, aunque se esforzaba con la torpeza de una adolescente para que no se notara. Advertí que a pesar de las huellas de llanto, no había dejado de pintarse un poco y presentí que si yo no estuviera ahí ya se hubiera echado en sus brazos en busca de refugio. Quizá sí tenía después de todo Luciana razones para temer. ¿Por qué entonces no la había apartado esa noche con cualquier excusa? ¿Por qué había dejado que fuera a abrirnos la puerta y que estuviera ahora frente a frente con Kloster en la proximidad estrecha del ascensor? Mientras miraba los números que se iluminaban recordé por un instante que en la conversación por teléfono, apenas unos minutos atrás, Luciana había mencionado de una manera confusa algo sobre un plan para matar a Kloster. Yo lo había descartado casi sin prestarle atención, pero quizá realmente, como un recurso en extremo de su locura, se propusiera asesinarlo, y la docilidad inesperada a mi propuesta había sido el modo de atraerlo a su casa. Quizá ahora, mientras su hermana bajaba a abrirnos, ella estuviera buscando un arma. Todo esto pensé y lo volví a descartar, sin tomármelo ni por un instante en serio, como si se me hubiera cruzado una idea demasiado fantástica y melodramática. Y sin embargo, nunca llegué a pensar, no supe ver, la otra posibilidad, todavía más terrible, que nos esperaba. El ascensor se detuvo y cuando salimos al pequeño espacio frente a la puerta del departamento escuchamos el grito, un grito que todavía me despierta a veces en medio de las noches, el grito ahuecado, despavorido, de alguien lanzado al vacío. Y escuchamos también, antes de que Valentina lograra abrir la puerta, el retumbo brutal y siniestro del cuerpo contra el pavimento al final de la caída. Nos precipitamos a la vez dentro del departamento. La ventana estaba abierta de par en par. Nos asomamos y vimos, a medias extendido entre un cantero de adoquines y el cordón de la calle, el cuerpo roto de Luciana. Había quedado boca abajo, iluminado bajo la luz espectral del alumbrado, con el cuello en un ángulo extraño, como si fuera lo primero que se hubiera quebrado. Estaba totalmente inmóvil y una mancha de sangre empezaba a extenderse hacia un costado. Escuché junto a mí el grito, convertido en llanto desesperado, de la hermana de Luciana, que corrió escaleras abajo. Quedamos a solas con Kloster y cuando me aparté de la ventana, porque ya no podía seguir mirando, vi un papel que Luciana había clavado en el picaporte. Mis manos, como si no me pertenecieran, temblaban de una manera violenta, pero logré controlarme y lo saqué con cuidado. Que al menos se salve ella, había escrito en letras grandes y apresuradas. ¿Era un mensaje dirigido a mí, o una última súplica a Kloster? Él no se había apartado todavía de la ventana y cuando finalmente me miró no pude encontrar en su expresión ninguna huella de horror, de pena, de nada que hiciera recordar la compasión de lo humano por lo humano, sino algo que sólo podría describir como asombro y admiración intelectual, como si se encontrara frente a la obra de un artista más poderoso.
—¿Se da cuenta? —me dijo, en un susurro—. Otra vez él, de cuerpo entero. No podía haber elección más simple, más elemental, más acorde a su estilo. Un principio cósmico —y separó el índice del pulgar, como si soltara una partícula en el aire—. ¿Se da cuenta? —repitió—: la ley de la gravedad.
EPÍLOGO
Vi a Kloster todavía una vez más, en el entierro de Luciana. Era una de esas mañanas frías y brillantes con que se anticipa en la ciudad a fin de agosto, en los brotes de los árboles podados, en el aire más ligero y fragante, algo de la inminencia de la primavera. Me había sobrepuesto a mi antigua aversión por los ritos funerarios y había logrado traspasar la puerta de esa ciudadela de panteones roídos por el tiempo y tumbas prolijas y aterrantes. Si estaba finalmente ahí, forzándome a avanzar en el mar de cruces de cemento, no era por una última obligación que le debiera a Luciana, ni tampoco para mitigar mis sentimientos de culpa —que la visión de su rectángulo de tierra sólo podían aumentar— sino porque iba en busca de una última respuesta, o más bien, de la confirmación punzante de algo que todavía me costaba creer.
Y sin embargo, lo había visto desarrollarse con todos los signos delante de mí. Lo había sorprendido en la mirada de Valentina dirigida a Kloster mientras subíamos por el ascensor, y no había logrado sumar dos más dos: había preferido creer que sólo se trataba de una admiración platónica que le habían despertado sus libros, un arrebato adolescente que a Kloster no se le ocurriría corresponder. Pero había visto después, en los instantes caóticos que siguieron a la muerte de Luciana, la rapidez enérgica con que había actuado el escritor. Lo había visto calmar y consolar a Valentina en algo que se parecía demasiado a un abrazo y organizar las cosas de tal modo que después de dar mi declaración yo había terminado en un taxi rumbo a mi casa, todavía anonadado, mientras él se quedaba a cargo de todo, y sobre todo de ella. Y si yo no me había resistido, si no había logrado oponerme, fue porque en esa cara arrasada, entre las lágrimas y la desesperación, pude percibir que Valentina lo prefería así: que quería quedarse a solas con él.
Ahora que iba a buscar la última prueba, no me importa decir que tenía también una última esperanza, la de encontrarla sola. Al repasar las escenas de esa noche terrible, a pesar de todas las evidencias, creí que quedaba un resquicio para suponer que la inclinación por él en ese momento trágico tuviera que ver con la figura paternal que proyectaba Kloster, y el aturdimiento de su dolor. Apenas ella reflexionara, apenas tuviera un momento para reflexionar, me repetía, tenía que apartarlo de sí con horror.
Pero cuando encontré por fin, después de bordear las chimeneas del crematorio, el camino hacia el sector trasero de las tumbas más recientes, allí estaban otra vez juntos, la cabeza de ella inclinada como si estuviera rezando una oración y la mano de él sobre su hombro. Nadie más había asistido al entierro, había sobre el espacio de tierra todavía sin lápida un único ramo de flores y en el silencio del cementerio se los veía como un padre y una hija que habían quedado uno para el otro solos en el mundo. Cuando me acerqué Valentina alzó la mirada y algo en sí se retrajo, como si hubiera preferido no verme. Sólo pude pensar que quizá yo le recordara demasiado las advertencias de su hermana contra la persona a la que había decidido confiarse. Me adelanté de todas maneras hacia ella para darle el pésame y Kloster tuvo que liberar su mano del hombro. Lo saludé fríamente y por un largo minuto quedamos los tres en un silencio incómodo, mirando el ramo de flores sobre la tierra oscura, recién esparcida. En un momento sentí que Kloster me tocaba el codo y me hacía una seña para que nos apartáramos. Caminamos unos pasos hacia el costado, hasta que se detuvo y se volvió para mirarme. No parecía haber en él la menor intranquilidad, ni nada parecido a la pena, ni, mucho menos, remordimientos: sólo un asomo de curiosidad, como si le interesara discutir conmigo un detalle intrigante.
—Hay algo que nunca supe —me dijo—. Luciana dejó una nota, ¿no es cierto? Un mensaje que usted guardó.
—Que guardé y entregué a la policía —le dije. Pero Kloster no pareció registrar la intención de mi tono.
—Y bien, ¿qué decía el mensaje?