Read La muerte lenta de Luciana B. Online
Authors: Guillermo Martínez
—¿Todo? —lo interrumpí sin poder contenerme—.
Fue más bien nada. Apenas me dejó besarla una vez.
Kloster esta vez sí me miró, detenidamente. Tomó un par de sorbos de su café y volvió a estudiarme por sobre el borde de la taza, como si no supiera hasta dónde podía confiar en mí y quisiera asegurarse de que le estaba diciendo la verdad.
—No parecía así por la manera en que ella hablaba. O mejor dicho, por lo que insinuaba. Por supuesto yo no tenía manera de preguntarle directamente, pero por algo que dijo, el mensaje era clarísimo y algo humillante. Me quiso dar a entender que usted había tenido en aquel único mes la rapidez que era necesaria. Como sea, no lograba dictarle una sola línea, estaba demasiado furioso y obsesionado con la sensación de que la había perdido. Sentada en su silla la sentía ahora como una extraña, de la que en verdad no conocía nada. No lograba volver a concentrarme en mi novela. Me di cuenta, con amargura, de que si el mecanismo de secretarias y estenógrafas había funcionado para Henry James, había sido por su indiferencia a la atracción de las mujeres. El gran Desatinador no es el Mal —ni el infinito, como creía nuestro Poeta—, sino el sexo. Yo también había subestimado a Luciana. Y ahora estaba abyectamente pendiente de ella, como si fuera otra vez un adolescente obnubilado de esperma. Me despreciaba a mí mismo. No podía creer que a esa edad me hubiera vuelto a ocurrir. Pasaron así unos días cada vez más tensos: no conseguía dictarle una palabra, como si la barrera silenciosa que había levantado contra mí se hubiera cerrado también al curso de mi novela. No podía avanzar un centímetro con ella y lo que más temía ahora es que tampoco ya pudiera avanzar sin ella. Lo que había imaginado como un mecanismo perfecto, se había convertido en una perfecta pesadilla. Mi novela más ambiciosa, la obra que había concebido durante años en silencio y para la que había ensayado como prolegómenos todos mis libros anteriores, estaba detenida, interrumpida, a la espera de una vibración, de una nota de ese cuerpo inmóvil, clausurado. Pero una mañana por fin me sobrepuse y recobré el impulso. Algo de mi amor propio. Empecé a dictarle una de las escenas más crueles de la novela, la primera matanza metódica de los asesinos cainitas, y me encontré de pronto llevado en vilo por mis propias palabras, que parecían a su vez llegar dictadas por otra voz dentro de mí, una voz poderosa, libre y salvaje. Yo, que tantas veces me había reído de las poses románticas, de los escritores que se vanaglorian de las órdenes que les dictan sus personajes, de las fábulas sobre la inspiración. Yo, que siempre había escrito a lo sumo frase por frase, en medio de vacilaciones, arrepentimientos, cálculos infinitesimales, estaba ahora arrastrado por esa marea de violencia vociferante y primitiva, que no dejaba tiempo ni espacio para dudas, que hablaba por mí en un rapto feroz pero bienvenido. Le dictaba a una velocidad desconocida, las frases se agolpaban y precipitaban una tras otra, pero Luciana podía seguir de todos modos el ritmo y no me interrumpió ni una sola vez. Parecía estar poseída por la misma velocidad, como si fuera una pianista virtuosa a la que todavía no le había dado la oportunidad de exhibirse. Eso duró quizá un par de horas, aunque me parecía que el tiempo se había borrado, que estaba en un limbo fuera de toda medida humana. Miré por sobre el hombro de Luciana y vi que el texto había avanzado casi diez páginas, más de lo que escribía en una semana entera. Me envolvió una oleada de buen humor y la vi por primera vez en esos días de manera distinta. Quizá yo había exagerado y me había apresurado a sacar conclusiones. Quizá ella sólo había querido punzarme y lo había mencionado a usted como parte de una táctica adolescente para poner a prueba mis celos. Le hice un par de chistes y rió con la misma despreocupación de antes. Leí mal los signos de mi propio entusiasmo, de esa repentina euforia. Le pedí que hiciera un café y al incorporarse de la silla ella arqueó hacia atrás la espalda, se llevó una mano al cuello y volvió a hacer aquel crujido por el que tanto había esperado. Estaba muy cerca de mí y creí que era su manera de poner a prueba una vieja contraseña, de darme una indicación. Una segunda oportunidad. Apoyé las dos manos sobre sus hombros, la hice girar hacia mí y la atraje de la espalda para besarla. Pero me había confundido, de una manera fatal. Ella se resistió, me empujó hacia atrás, y aunque la solté de inmediato dio un grito agudo, como si temiera que de verdad fuera a atacarla. Quedamos por un instante en silencio. Tenía la cara desencajada y temblaba. Yo todavía no podía entender qué había ocurrido. Ni siquiera le había tocado los labios. Se asomó mi hija a la puerta.
Pensé en ese momento que el grito quizá también lo había escuchado mi mujer. Logré tranquilizar a Pauli y cuando cerró la puerta del estudio nos quedamos otra vez solos. Cruzó delante de mí para alzar su bol—sito. Me miraba como si me viera por primera vez, entre horrorizada y asqueada, como si yo hubiera cometido un crimen imperdonable. Me dijo con una furia apenas contenida que jamás volvería a pisar mi casa. Algo en su tono de indignación moral me sublevó, pero logré controlarme. Sólo le recordé que ella me había dado todas las señales. Aquello la indignó todavía más: cuáles señales, cuáles señales, me repetía y empezó otra vez a alzar la voz. Se atropellaba al hablar y luchaba para que no le brotaran lágrimas. A mí me parecía todavía increíble que ella hubiera reaccionado de ese modo tan abrupto y desproporcionado, pero escuché en la confusión de acusaciones la palabra «juicio» y de pronto, lentamente, todo pareció adquirir otro sentido. Un sentido más sórdido y mezquino. Recordé que pocos días atrás ella me había visto firmar varios contratos de traducciones. Recordé que la había enviado al correo con esos contratos y que nada impedía que ella hubiera espiado las cifras durante el trayecto. Recordé que en la correspondencia por e—mail yo había discutido algunas veces los montos de mis liquidaciones. Yo había sido siempre especialmente generoso con ella, era mi manera de demostrarle que estaba contento con su trabajo. Y Luciana me veía viajar y aceptar invitaciones de distintos países. Debía suponer que era poco menos que millonario.
—Ella me dijo que durante esa discusión no pensó verdaderamente en hacer una demanda, que fue una amenaza en el aire. Y que recién después la convenció su madre. ¿Usted cree acaso que todo era parte de un plan? ¿Que ella pudo ser tan calculadora?
—Acabo de leer el cuento de hadas y ogros que le contó a usted —dijo con frialdad—. ¿No le parece curioso que se haya olvidado tantos detalles? Puede preguntarle a ella sobre cada cosa que acabo de contarle. ¿O usted cree que yo podría abalanzarme sobre una mujer sin dar ni recibir ningún indicio? Fue la primera y la única vez en mi vida que me pasó algo así: no podía entender lo que había pasado. No me refiero al rechazo, sino a la reacción tan extrema. Lo único que le daba algún sentido a toda la situación era aquella amenaza de un juicio. A mí también me costaba creerlo al principio. Después de que se fue cien veces volví a preguntarme si había hecho algo tan grave. Sólo había querido besarla. Una vez. Yo también pensé que debía ser una amenaza en el vacío. Pero la carta documento llegó. Sin duda que llegó, dos días después. La abrí a solas en mi estudio. Cuando vi la letra manuscrita y la suma absurda que reclamaba pensé todavía que era algo hecho en un impulso, después de irse aquel día, una bravata. La primera frase, con la acusación por acoso sexual, casi me hizo saltar de indignación. Pero me parecía una acusación tan demencial que ni siquiera pensé en contestarla. Simplemente la rompí en pedazos para que mi mujer no la encontrara. Le había dicho a Mercedes que Luciana no vendría más porque había tomado un trabajo de horario completo y aunque le extrañó que no se hubiera despedido de Pauli, no hizo demasiadas preguntas. Pauli, en cambio, no dejaba de hablarme de ella. Pasó un mes sin que nada más ocurriera y pensé que todo aquello había quedado atrás. Pero el cartero volvió a tocar el timbre otra mañana. Yo estaba encerrado en mi estudio y mi mujer, para no interrumpirme, bajó a firmar por mí. Cuando golpeó la puerta ya había leído, por supuesto, el remitente. Dejó la carta sobre mi escritorio y se cruzó de brazos detrás de mí, a la espera de que la abriera. Creo que vio al mismo tiempo que yo la primera frase, que estaba repetida con la misma letra, como si la carta que yo había roto hubiera vuelto intacta. Vio esas dos palabras, la acusación infame, y me la arrancó de las manos. Yo supe que era el comienzo de la verdadera pesadilla. Cuando terminó de leerla Mercedes temblaba de odio y de felicidad. Era la oportunidad que había buscado durante mucho tiempo. La oportunidad de irse y arrancarme a Pauli. De llevársela para siempre. Mientras me gritaba y me insultaba levantaba la carta y me repetía que la iba a guardar, para que Pauli pudiera saber cuando creciera quién era verdaderamente su papito. Por supuesto, no me permitió explicarle nada. No quería escuchar ninguna explicación y creo que yo tampoco hubiera tenido en ese momento las fuerzas necesarias. Ya le había mentido el día que se fue Luciana y a sus ojos esto sólo podía significar que era culpable. Yo estaba anonadado, enmudecido, como si ya se hubiera puesto en marcha una catástrofe y sólo me quedara aguardar a las consecuencias. Nuestro matrimonio, en realidad, hacía mucho tiempo que estaba terminado. Pero antes de hablarle de Mercedes, para ser justo con ella, debería mostrarle algo —dijo de pronto, y se levantó de su sillón—. Si logro encontrarlo. O mejor venga, venga conmigo —dijo, y mientras esperaba a que yo me pusiera de pie señaló una de las arcadas hacia donde se bifurcaba por dentro la casa.
Me levanté detrás de él y lo seguí por un corredor ancho, con pisos de roble, donde desembocaban varias puertas, que estaban todas cerradas. Abrió la última y entramos a su estudio. Vi antes que nada un gran ventanal que daba a un jardín hundido, inesperado, con algunos árboles y enredaderas que alcanzaban todas las paredes. Dentro del cuarto, que recibía la última luz del jardín, había un escritorio inmenso desbordado de libros y papeles, con dos filas de cajones y una silla de madera giratoria. En un desfiladero libre entre las pilas de libros, se veía una computadora portátil con la pantalla iluminada. Parte de los papeles y más y más libros parecían haber aterrizado en distintas épocas sobre una mesa en el centro de la habitación, en un limbo caótico y cada vez más atestado. Kloster me mostró la única silla y empezó a abrir, uno por uno, los cajones del escritorio. Por fin pareció dar con lo que buscaba y extrajo de lo hondo de un cajón una revista de programas de televisión, un poco arrugada por el paso del tiempo, con la foto de una actriz que yo no recordaba en la tapa.
—No guardé fotos de Mercedes pero aquí la tiene, tal como era cuando la conocí —dijo Kloster, y me extendió la revista. Comprendí que era su manera de explicarme por qué se había casado con ella, cuál había sido la única razón, una razón equivocada pero disculpable. Aunque por la distancia de los años el peinado se veía algo ridículo, la cara y los ojos vencían y capturaban la mirada. El rictus sensual de la boca lograba todavía su efecto, y el cuerpo, que se dejaba ver con una negligencia estudiada, daba en la plenitud de sus curvas la nota más alta. Imaginé que habría sido realmente difícil dejar de fijarse en ella. Kloster, que había encendido una lámpara, fue hasta el ventanal y se quedó de pie, de espaldas a mí, mirando hacia afuera el jardín cada vez más oscuro, como si quisiera mantenerse alejado de esa imagen.
—Muy poco después de casarnos, antes de que naciera Pauli, yo había advertido en Mercedes los primeros signos de su... desequilibrio. Llegué a proponerle la separación pero ella me amenazó en ese momento con suicidarse si yo la abandonaba. Verdaderamente le creí. Tuvimos una suerte de tregua y ella aprovechó, con esa astucia de la desesperación, para quedar embarazada. Tuvo un embarazo atroz, con una serie de complicaciones que yo no alcanzaba a saber si eran reales o inventadas. Cuando Pauli nació, Mercedes quedó exánime, tendida en la cama, durante un mes entero. Tenía aversión por su bebé. No quería que yo se la acercara. No quería ni tocarla. A duras penas lograba convencerla de que la retuviera en brazos el tiempo suficiente para amamantarla. Decía que Pauli la había vaciado por completo y ahora todavía seguía succionando de ella lo poco que le quedaba. Era impresionante de ver, porque realmente algo parecía haberse retirado para siempre de ella durante aquel embarazo. Sus facciones al engordar se habían disuelto, los rasgos quedaron en una extraña deriva y su cuerpo no conseguía recobrar las formas. Peor aún, cuando por fin volvió a levantarse empezó a comer con la determinación fría de un autómata, como si quisiera hacerse el mayor daño posible. Y todo lo que había sido su belleza estaba ahora sobreimpresa, como si hubiera volado para posarse intacta, en la carita de Pauli. Nunca había visto yo antes un parecido tan extremo, definido de una manera tan temprana, en un bebé. Era idéntica a su madre, a lo que había sido Mercedes en su momento más radiante, cuando yo la conocí. Finalmente Mercedes logró aceptarla, pero en el tiempo que había pasado Pauli se había acostumbrado a estar en mis brazos, y lloraba cada vez que ella intentaba alzarla. Esto, por supuesto, no ayudaba mucho. La convencí de que empezara un tratamiento psicológico y por un tiempo, en la superficie, las cosas parecían ir mejor. Hizo un esfuerzo por reconquistarla y logró que al menos Pauli ya no llorara cuando se quedaba a solas con ella. Hizo también un esfuerzo por adelgazar, que no le dio muchos resultados. A partir de un momento, esto ya no pareció importarle: había decidido que no volvería a trabajar. En realidad, sólo la absorbía por completo una cosa: disputarme a Pauli. Yo me había ocupado noche y día de ella durante el primer tiempo y estaba, naturalmente, más apegada a mí. A la vez, yo adoraba a esa bebita, con una clase de amor violento, absoluto, que nunca había sentido por nada ni por nadie. Tampoco por Mercedes, y ella lo sabía. No conseguía ocultar los celos y trataba por todos los medios de intrigar para separarme de ella. La primera palabra que dijo Pauli fue «papá» y Mercedes me acusó de habérsela enseñado en secreto, a sus espaldas, sólo para mortificarla. En su locura creía que verdaderamente estábamos librando una batalla. Las cosas empeoraron porque durante un largo tiempo Pauli no aprendió a decir «mamá». Advertí entonces los primeros síntomas de algo que me aterraba demasiado para reconocerlo de inmediato: Pauli temía quedarse a solas con ella. Empecé a notar marcas en la piel, rasguños, a veces un moretón. Sólo ocurría cuando Pauli se quedaba a solas con su madre. Y siempre había una explicación perfectamente razonable, porque Mercedes era, a su manera, muy astuta. A veces se anticipaba y me contaba que Pauli había tenido un accidente, o que se había rasguñado ella misma con las uñitas demasiado crecidas. Fingía preocuparse todavía más que yo por cada una de estas pequeñas lastimaduras. Pero me di cuenta de que le dejaba al alcance de la mano su taza de café caliente, o que no hacía el primer movimiento para detenerla cuando gateaba hacia la escalera. Parecía buscar, de una manera y otra, que Pauli se accidentara. Pero esto, por supuesto, era tan horrible de pensar que yo no encontraba una manera de enfrentarla para decírselo. Aun así, presentía que la vida de Pauli realmente estaba en peligro y que sólo podría velar por ella si la tenía siempre bajo mis ojos. Traté de que aprendiera a hablar lo antes posible: quería que pudiera contarme cualquier daño que quisiera hacerle su madre. Y en efecto, apenas Pauli pudo hablar ya no volvió a sufrir accidentes ni a lastimarse sola. Por un tiempo pensé que la pesadilla había acabado pero creo que fue un repliegue momentáneo de Mercedes para planear mejor su próximo movimiento. No puedo llamar de otra manera que odio a lo que sentía por su propia hija. Sobre todo desde que Pauli, al empezar a hablar, hizo todavía más evidente el amor extasiado, infantil, que sentía por mí. Mercedes simplemente no podía tolerarlo. Fue entonces cuando, por primera vez, ella habló de divorcio. Siempre se había resistido a la idea de que nos separásemos, pero de pronto empezó a repetir, de una manera fría y metódica, los mismos argumentos que le había dado yo años atrás. La verdadera razón, y los dos lo sabíamos, era que podía contar con que cualquier juez le daría la tenencia de Pauli. Era una manera simple y perfecta de arrancármela. Me desesperé, por supuesto. Fingí, le rogué, me humillé. Ella sintió por primera vez el poder que podía ejercer sobre mí con aquella simple amenaza. Y lo utilizó. Era un juguete nuevo que le daba una diversión inesperada. Como la mujer del pescador en Las mil y una noches, exigió, exigió, exigió. Y yo accedí, accedí. Fundamentalmente dinero. Dinero que de ningún modo podíamos gastar y que a ella parecía darle un placer supremo hacerlo desaparecer en caprichos de niña rica delante de mis ojos. Se volvió cínica y cuando hacía algún gasto especialmente grande me decía que era por el bien de la literatura, porque ahora estaría obligado a escribir otra novela. En esa época me forcé a escribir un libro en apenas un año, contra mi lentitud de siempre, sólo para cobrar el anticipo. Era una novela donde un escritor ahorcaba a su mujer. Sabía que de todas maneras, ella ni se molestaría en leerla. Hubiera debido hacer exactamente eso, estrangularla. Y ahora Pauli estaría viva. Pero yo creía que había encontrado la manera de calmarla. Que en ese pacto un poco monstruoso que teníamos Pauli estaba a salvo. Mercedes ahora se limitaba sólo a burlarse de ella y del enamoramiento que tenía por mí, pero la había dejado en paz. De todas maneras, yo nunca bajé del todo la guardia y cuando viajé a Italia para esa residencia de un mes contraté a la enfermera que había cuidado hasta último momento a mi madre, para que se quedara como babysitter. Hablé en privado con ella y fue la única persona a la que pude confesarle lo que temía. Me escuchó en silencio y me prometió que no se apartaría ni un momento de Pauli y que la vigilaría también mientras durmiera. Ya había tratado una vez con una mujer que tenía el síndrome de Munchausen, con una patología muy parecida, y me aconsejó que apenas volviera del viaje buscara atención médica. Llamé cada día y todo fue bien. Demasiado bien.