Read La muerte lenta de Luciana B. Online
Authors: Guillermo Martínez
—¿Qué me parece? Un relato clínico asombroso. Como los que transcribe Oliver Sacks de sus pacientes. La extracción de la piedra de la locura. Supongo que tengo que agradecerle que yo no figure con mi verdadero nombre. Aunque el que eligió —y lo repitió despectivamente—, ¿a quién se le ocurriría?
—Sólo busqué un nombre que evocara por el sonido algo cerrado, como un convento —intenté explicarle. Nunca se me hubiera ocurrido que entre todas las acusaciones que acababa de leer pudiera molestarle aquello.
—Algo cerrado, ya veo. Y usted ¿quién sería? ¿El abierto Ouvert?
Aquello me sorprendió doblemente. No hubiera imaginado que Kloster leyera a Henry James, pero mucho menos que me arrojara de la nada, como una provocación, el nombre de uno de sus personajes. Eso no podía significar sino una cosa: que Kloster había leído también mi serie de artículos sobre James. Y si había leído esos artículos, tuve que concluir, también habría visto aquel otro en contra suyo, que había aparecido en la misma revista, y estaba ahora jugando conmigo al gato y el ratón. Le dije sólo la primera parte: que no hubiera sospechado que podría interesarle Henry James. Esto pareció ofenderlo muchísimo.
—¿Por qué? ¿Porque en mis novelas nunca hay menos de diez muertes y en las de James a lo sumo alguien no se casa con alguien? Usted, como escritor, no debiera dejarse confundir por detalles como crímenes y matrimonios. ¿Qué es lo que cuenta sobre todo en una novela policial? No los hechos por supuesto, no la sucesión de cadáveres, sino las conjeturas, las posibles explicaciones, lo que debe leerse por detrás. ¿Y no es exactamente esto, lo que cada personaje conjetura, la materia principal de James? El posible alcance de cada acción, el abismo de consecuencias y bifurcaciones... El hombre no es más que la serie de sus actos, escribió alguna vez Hegel. Y sin embargo, James levantó toda su obra en los intersticios entre acto y acto, en intercalaciones entre líneas de diálogo, en las segundas y terceras intenciones, en el infierno de vacilaciones y cálculos y estrategias que es la antesala de cada acto.
—Y también podría decirse —agregué yo en tono de conciliación— que en las novelas de James el casamiento es una forma de asesinato.
—Claro que sí: secuestro seguido de muerte —asintió, como si nunca lo hubiera pensado de ese modo, y lo sorprendiera, sobre todo, que yo hubiera dicho una frase entera con la que podía estar de acuerdo—. Es curioso que estemos hablando de James —dijo, y su tono, por primera vez, fue menos agresivo— porque en el principio de todo hubo un libro de él: sus Cuadernos de notas. —Y señaló hacia uno de los estantes en lo alto—. Si usted los miró alguna vez, recordará el prólogo, de León Edel. Yo nunca había leído una biografía de James, en general descreo bastante de las biografías de escritores, pero en esa introducción se comenta algo interesante: el momento en que James deja de escribir a mano y pasa a dictar sus novelas a taquígrafas y estenógrafas. Yo atravesaba en ese momento un problema similar. No una tendinitis de escritor precisamente, eso sería imposible en mi caso. Pero siempre tuve pensamiento ambulatorio y no lograba estar sentado el tiempo que necesitaba frente al escritorio. Caminaba por el cuarto, me sentaba a escribir un par de líneas y para poder continuar debía levantarme otra vez casi de inmediato. Eso me entorpecía terriblemente para avanzar. Al leer ese prólogo tuve de pronto la solución delante de los ojos. Así fue que contraté a Luciana.
—¿Cómo se puso en contacto con ella? —lo interrumpí. Aquello siempre me había intrigado.
—¿Cómo di con ella? Un aviso en el diario. No fue difícil. Era la única entre todas las postulantes que no tenía faltas de ortografía. Claro que vi también de inmediato que era lindísima. Pero no creí que esto pudiera ser un problema. No era la clase de chica por la que yo fuera a sentir atracción sexual. Para decirlo crudamente: no tenía tetas. Eso es algo que seguramente usted sabe mejor que yo —disparó—. Y me parecía perfecto que fuera así: como le dije, quería trabajar más y no menos.
—Entonces, ¿nada de lo que ella cuenta de la relación con usted ocurrió? —pregunté. Pareció irritarlo otra vez mi tono de incredulidad.
—Ocurrió. Pero de una manera bastante distinta de lo que ella dice. Por eso quería contarle yo también un par de cosas. Al principio todo marchaba bien. Increíblemente bien. Luciana había pasado sin reparos la primera inspección de mi ex esposa, que tenía el ojo adiestrado en anticipar futuros problemas y peligros en cualquier mujer que se me pudiera acercar. Creo que la subestimó porque la vio demasiado joven. O porque tenía ese cuerpo delgado de adolescente y el aspecto entusiasta de una colegiala aplicada. En la primera entrevista, también a mí me pareció que no había en ella ninguna clase de vibración sexual. Además, me dejó saber enseguida que tenía su novio y todo parecía claro y distinto como en el discurso cartesiano. Mi hija, sobre todo, la adoró desde el primer momento. Le dedicó toda una serie de dibujos, uno por día. Y corría a abrazarla cuando llegaba a la mañana. Al menos eso es verdad en lo que dice: Pauli tenía la fantasía de que eran hermanas. Luciana era muy agradable con ella. A veces le regalaba alguna de sus hebillas, o stickers de su carpeta. Tenía paciencia para escuchar sus pequeñas historias y se dejaba llevar de la mano hasta el cuarto de juegos un rato después de su hora. Pero el principal beneficiado había sido yo: desde que trabajaba con ella estaba avanzando como nunca en mi trabajo. Creí que había dado con el sistema perfecto. Era inteligente, despierta, nunca tenía que repetirle una frase, me seguía sin equivocarse cualquiera fuera la velocidad a la que le dictara. Es cierto que nunca le dictaba grandes fragmentos de corrido, no tengo precisamente el don de la elocuencia, pero ahora podía caminar de un lado a otro del estudio y hablar casi para mí mismo, y despreocuparme. A la vez, podía también confiar en ella para que me alertara sobre alguna coma que faltaba o una repetición de palabras en la misma página. Yo estaba encantado, había cobrado por ella un verdadero afecto. Le dictaba en esa época el principio de una novela sobre una secta de asesinos cainitas y por primera vez en mi vida de escritor lograba completar una página por día. Y por supuesto, como un bonus inesperado, era agradable de mirar. Yo, que había caminado por años a solas de lado a lado en mi estudio, con los ojos clavados en las líneas de la pinotea, ahora podía levantar cada tanto la cabeza y con sólo verla ahí, sentada con la espalda derecha en mi silla, lista para seguir, me sentía reconfortado. Sí, era muy agradable de mirar, pero yo estaba demasiado feliz con nuestro arreglo y no estaba dispuesto a arruinarlo. Me preocupaba solamente trabajar y evitaba incluso acercarme demasiado a ella, o tocarla, aunque fuera por descuido, y cualquier contacto físico que no fuera el beso en la mejilla cuando llegaba y cuando se iba.
—Pero cómo pudo ocurrir entonces que...
—Yo también me pregunté muchas veces después por la progresión. Porque no fue, se imaginará, una sola cosa. Digamos que al principio sólo percibí que quería agradarme y no le di a esto ningún signo. Me parecía natural: era su primer empleo y quería asegurarse de que yo estuviera contento con ella. Estuve a punto de decirle a veces que no se esforzara tanto, que ya lo había conseguido. Creo que yo se lo dejaba saber, de maneras diferentes, pero quizá me veía demasiado serio, o distante. O me temía un poco. Como fuera, se preocupaba por resolver cada detalle, y como si tuviera una facultad telepática, lograba muchas veces anticiparse a lo que yo iba a pedirle. Esto sí me resultó llamativo, cómo había logrado conocerme en tan poco tiempo. Se lo dije una vez y me respondió que quizá fuera que yo me parecía algo a su padre. Un día me quejé en voz alta de que la Biblia que consultaba para mi novela no tenía notas y a la mañana siguiente ella se apareció con ese libraco de Scofield que usted también vio. Me enteré entonces de que su padre tenía, aparte de su trabajo, una vida paralela como pastor de un movimiento llamado dispensacionalista, yo ni siquiera sabía que existía un grupo así. Son fundamentalistas, tienen sobre todo una manera literal de interpretar la Biblia. El padre tenía alguna jerarquía aquí en nuestro país, Luciana me contó que oficiaba los bautismos. Supongo que tuvo una educación religiosa muy estricta, aunque nunca hablaba de eso. Veo por su cara que usted no sabía nada de esto.
—No. Y no hubiera imaginado que venía de una familia particularmente religiosa.
—Seguramente trataba de sacárselo de encima. Quizá la decisión de empezar a trabajar tuvo que ver con esto. Fue la única vez que me habló de su padre. Me lo contó con ironía, como quien explica algo en lo que ya no cree del todo, una actividad bienintencionada pero que ahora la avergonzaba un poco. Me aclaró que su madre no compartía demasiado estas ideas. Y ella se esforzaba, por supuesto, para que nada se notara. Pero algo había quedado. Ese aspecto un poco grave y virtuoso. El afán de hacer todo perfecto. Tenía, sí, un sello eclesial. Los padres dejan sus tics. Aunque en la época en que empezó a trabajar conmigo creo que ya había descubierto que podía arrodillarse no sólo para rezar.
Había dicho esto último sin buscar mi mirada ni mi complicidad, como si sólo consignara un hecho que había deducido por su cuenta. Aquello sí coincidía, pensé, con la primera imagen que había tenido yo de Luciana: una adolescente decidida, que dominaba las primeras escalas de la atracción sexual y ensayaba a extenderlas en otras direcciones.
—Al principio, como le digo, sólo había esto: pequeñas atenciones. Detalles. Una solicitud inmediata, atenta. Pero en algún momento me di cuenta de que más allá de lo que pudiera agradecerle, Luciana quería también que me fijara en ella. Empezó a dejar un instante más su mano en mi hombro cuando se despedía, cambió su manera de vestir, buscaba mis ojos ahora cada vez más seguido. Esto me divertía a mí un poco pero no le di demasiada importancia, creía que era sólo el orgullo de su edad, esa arrogancia de las mujeres lindas que dicen mírenme a cada hombre. Yo estaba dictándole en aquel momento un capítulo tremendamente sexual y en el fondo, ahora que conocía su formación religiosa, me preocupaba más que no huyera despavorida. Las dos mujeres que seducían al protagonista en esa novela tenían pechos grandes y yo me había detenido bastante en describirlos. Supongo que eso también pudo herirla en su orgullo y quiso demostrarse a sí misma que podía igualmente llamarme la atención. Cuando pasamos al capítulo siguiente se hablaba de la marca que había dejado una picadura de víbora en el brazo de una de estas mujeres. Un cráter que no dejaba de supurar y había dado lugar a una cicatriz hundida, con la forma de una moneda. Era el principio de la primavera y Luciana llevaba puesta una camiseta liviana de manga larga. Me dijo que a ella también le había quedado una marca así, de una vacuna, y bajó la camiseta desde el cuello por sobre el hombro para mostrarme. Yo estaba de pie junto a ella y vi el hombro desnudo, el bretel del corpiño desplazado, la hondonada mínima entre los pechos, y luego el brazo que me ofrecía con una mirada inocente. Me quedé petrificado por un momento delante de la cicatriz: era redonda y profunda como una quemadura de cigarrillo. Me daba cuenta, sobre todo, de que ella quería que la tocara. Apoyé el pulgar y le hice una caricia circular. Creo que se dio cuenta de mi turbación. Cuando levanté la mirada y encontré sus ojos vi pasar un relámpago brevísimo de triunfo, antes de que se acomodara el bretel con un gesto despreocupado y se volviera a subir la camiseta sobre el hombro. Nada más pasó por un tiempo, como si se hubiera conformado con esa victoria. Había querido que me fijara en ella y lo había logrado. Me daba cuenta, a mi pesar, de que ahora estaba pendiente de cualquier otra señal o mirada suya, y del repertorio siempre igual, siempre repetido, de las rutinas de cada mañana. Entonces, otro día, ella empezó una pequeña actuación con el cuello. Movía la cabeza de un lado a otro para hacer crujir las vértebras y echaba cada tanto la nuca hacia atrás como si tuviera un pinzamiento doloroso.
—Sí, sí —lo interrumpí, sin poder creerlo—. El truco del cuello. A mí también me lo hacía.
Pero Kloster apenas pareció escucharme y no se detuvo, como si estuviera ya demasiado sumido en su relato.
—Le pregunté, por supuesto, qué le pasaba y me dio una explicación que le creí a medias, sobre la postura y la tensión de los brazos al escribir y la rigidez de los discos entre las vértebras. Aparentemente no la calmaban ni el ibuprofeno ni ningún otro desinflamante: me dijo que le habían recomendado yoga y masajes. Le pregunté dónde era exactamente que le dolía. Se inclinó sobre el teclado, puso una mano sobre el cuello y volcó hacia adelante todo su pelo. Fue un gesto espontáneo, confiado. Vi su cuello largo y desnudo, tendido para mí, con los eslabones precisos de las vértebras. Puso un dedo en un lugar intermedio, apoyé mis manos sobre sus hombros y deslicé los pulgares a lo largo del cuello. Ella estaba rígida, quieta, palpitante: creo que tan perturbada como yo. Pero no dijo ni una palabra y sentí que de a poco se iba abandonando al movimiento de mis dedos. Una ola de calor me subía por las manos desde sus hombros. Sentía que su cuello y todo en ella cedía y se disolvía bajo la presión de mis dedos. Creo que ella también sintió de pronto el peligro y la incomodidad de haberse abandonado por un instante. Se recompuso en su silla, se echó hacia atrás el pelo con las dos manos, me agradeció como si de verdad la hubiera aliviado y me dijo que ya se sentía mucho mejor. Tenía la cara arrebatada y los dos fingimos que aquello había sido algo intrascendente, que no merecía ningún comentario. Le pedí que preparara un café, se levantó sin mirarme y cuando volvió con la taza le seguí dictando como si no hubiera ocurrido nada. Yo diría que ése fue el segundo movimiento de la progresión. Creí que allí se acabaría todo, y que ella no querría ir más lejos. Pero a la vez esperaba cada día el próximo paso. Me daba cuenta de que había empezado a perder concentración en mi novela y de que estaba cada vez más pendiente ahora de las mínimas señales que emitía su cuerpo. Tenía previsto en esa época un viaje a una residencia de escritores en Italia, estaría fuera un mes entero, y ya estaba arrepentido de haber aceptado. Desde que había empezado a dictarle a Luciana, no podía ni siquiera imaginarme escribiendo otra vez solo, sentado frente a la pantalla. Claro está, tampoco podía llevármela. Creo que temía, sobre todo, que se interrumpiera ese acercamiento silencioso que habíamos tenido. El día anterior a mi viaje ella, que no había vuelto a quejarse, hizo crujir otra vez el cuello, como si el dolor nunca se hubiera retirado y ahora volviera intacto. Pasé una mano por debajo de su pelo y la apoyé en su cuello. Le pregunté si todavía le dolía y me hizo un gesto afirmativo, sin levantar los ojos. Empecé a masajearle el cuello con una sola mano y ella inclinó un poco la cabeza hacia adelante para dejar que mi mano avanzara hacia arriba. Pasé mi otra mano a un costado del cuello para sostenerle la cabeza. Tenía puesta una blusa suelta, desprendida hasta el segundo botón, y cuando mis manos rodearon el cuello, en el desplazamiento de la tela, se soltó un botón más. Ella no hizo ningún ademán para prenderlo. Estábamos los dos inmóviles, como hipnotizados, y sólo se movían mis manos sobre su cuello. Las corrí en un momento hacia los hombros y me di cuenta de que no llevaba corpiño. Me asomé un poco y pude ver sus picos pequeños de niña, apenas embolsados en la tela de la blusa. Por alguna razón esa súbita desnudez, tan imprevista, me detuvo. Fui yo el que retiró las manos esta vez, como si estuviera a un paso del abismo. Retrocedí y ella se recogió el pelo, lo retorció con un gesto nervioso y me preguntó, todavía sin mirarme, si debía preparar café. Supongo que ése fue el momento decisivo de la progresión. Y lo dejé pasar. Cuando regresó de la cocina tenía otra vez el botón prendido y de nuevo nada parecía haber ocurrido entre nosotros. Acordamos en que la volvería a llamar a mi regreso y le pagué todo aquel mes que yo estaría afuera, con la esperanza de que no tomara otro trabajo. Nos despedimos como si fuera casi otro día cualquiera. En Italia le compré un regalo, que nunca ni siquiera se lo di. Varias veces me contuve de enviarle una tarjeta. Pasó aquel mes y cuando volví, la llamé de inmediato. Creí que todo volvería a ser como antes, que reestableceríamos donde habíamos dejado esa corriente subterránea, casi imperceptible, que llevaba en una única dirección. Pero algo había cambiado. Algo había cambiado y todo había cambiado. Cuando le pregunté qué había hecho durante ese tiempo me habló de usted. Por la entonación de su voz, por algo en el brillo de sus ojos, creí entender todo.