La muerte lenta de Luciana B. (9 page)

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Authors: Guillermo Martínez

No podía imaginar siquiera la posibilidad de llamarlo y decirle mi nombre: temía que colgara de inmediato, antes de que pudiera pronunciar la primera frase. Pensé en alternativas cada vez más disparatadas: presentarme directamente en la puerta de su casa, fraguar un encuentro en la calle, hacerme pasar, con otro nombre, por un periodista. Pero aun si lograba transponer aquella primera valla, aun si lograba comparecer frente al hombre en la fortaleza de su fama para intercambiar unas palabras con él, ¿cómo hablarle a continuación de Luciana, cómo introducir el verdadero tema, sin que la conversación acabara antes de empezar? Me fui a dormir con una irritación dirigida sobre todo contra mí mismo, por haberme metido, una vez más, en un problema que no era mío y del que ya pedía a gritos salir. ¿Por qué había dicho que sí cuando todo adentro de mí decía que no?, volví a preguntarme. Siempre somos demasiado buenos con las mujeres, hubiera dicho Queneau. Y aún con sus fantasmas, pensé, en la oscuridad pesada de mi cuarto, sin lograr evocar nada del rostro de la verdadera Luciana diez años atrás.

Al día siguiente me desperté como si hubiera dejado atrás una noche tormentosa y tuviera otra vez, a pesar de la resaca, los sentidos recobrados y en calma, como instrumentos confiables. A la luz tibia y familiar del sol que entraba por la ventana sentí que oscilaba a la incredulidad, y a la sospecha de que había sido enredado por aquella aparición del pasado con una serie de mentiras cuidadosas. Bajé a desayunar a un bar, famélico sobre todo de cafeína, y mientras repasaba mentalmente la historia de Luciana en busca de contradicciones o deslices, me daba cuenta, por un resquicio de esta misma lucidez ecuánime, de que si prefería ahora poner en duda lo que había escuchado, era antes que nada para librarme de la misión absurda que había asumido.

No tenía que dar clase ese lunes, por supuesto, pero sí debía ir hasta el Bajo, a recoger los pasajes para mi vuelo del miércoles a la ciudad de Salinas, donde me habían invitado a dictar un curso de posgrado en la Universidad del Oeste. En el Bajo, también, estaba la redacción de uno de los diarios para los que había hecho reseñas durante algún tiempo. Decidí que antes de dar cualquier paso valdría la pena ir a consultar los archivos para asegurarme de que al menos los hechos más obvios eran verdaderos. Cuando llegué a los edificios antiguos cerca del río, me sentí yo mismo un espectro que volvía después de demasiado tiempo a un sitio que ya no existía. La fachada estaba tapizada como una catedral en refacción, detrás de retículos de hierro, irreconocible por una reforma que todavía no estaba terminada. Intenté encontrar la entrada por unos pasadizos provisorios de tablones y carteles con flechas. Alguien que había salido a fumar afuera me saludó desde lejos sin demasiada sorpresa ni entusiasmo; devolví automáticamente el saludo sin estar demasiado seguro de quién podría ser. También las recepcionistas de la entrada habían cambiado, pero el sótano con los archivos permanecía intacto, como si hubiera sido demasiado difícil mover el pasado. Bajé las escaleras y volví a aspirar el olor a humedad de las paredes descascaradas y sentí bajo los pies el crujido delator de la pinotea vencida. Estaba solo allí abajo y supuse que la bibliotecaria habría salido a buscar su almuerzo. Revisé por mí mismo en los estantes ordenados por fechas. Las dos primeras muertes habían ocurrido antes de que los diarios fueran digitalizados pero encontré rápidamente los biblioratos con los ejemplares de cada año. La primera de las noticias estuve a punto de pasarla por alto: ocupaba apenas un recuadro casi perdido al pie de una página. El título era «Guardavidas ahogado». Ni siquiera aparecía allí el nombre de Luciana, sólo se decía que las tareas de rescate habían sido infructuosas y que la temperatura del agua y la extenuación le habían provocado al joven guardavidas calambres masivos, a pesar de su entrenamiento. Aquello era todo: no había al día siguiente ninguna clase de ampliación e imaginé que nadie en la costa había querido dar demasiada publicidad a esa muerte a principios de la temporada.

La noticia sobre el envenenamiento de los padres, casi al final del bibliorato siguiente, ocupaba en cambio más de media página. Había una foto ya algo borrosa de un árbol, con dos o tres hongos al pie, y un diagrama comparativo del Amanita Phalloides con un champignon común. Una flecha señalaba la volva desprendida, tal como me había explicado Luciana. En el cuerpo de la nota se mencionaba que el matrimonio tenía tres hijos, pero ninguno estaba en la casa con ellos. No se daban los nombres, y el apellido de Luciana era lo bastante común como para que hubiera pasado la noticia por alto en el caso de que realmente la hubiera leído en su momento. La noticia se continuaba al día siguiente en un espacio algo más reducido, donde se explicaba que el peritaje del bosque había confirmado la presencia de la especie venenosa. Se hablaba de la migración de las esporas llevadas por los vientos y se alertaba sobre los peligros de la recolección casera.

Llevé los ejemplares a la fotocopiadora y mientras insertaba las monedas y aprisionaba las páginas a la espera de que el haz de luz las recorriera tuve la sensación de que una idea todavía demasiado vaga buscaba cómo expresarse, como si fuera un animal esquivo que estuviera merodeando, a punto de tocarme, a punto de huir, en el silencio del sótano. Volví en un impulso a las filas de biblioratos y busqué los ejemplares con la noticia de la tercera muerte. La progresión era aquí al revés: la noticia había empezado como un recuadro perdido en la página de policiales y luego, a medida que se descubrían las implicaciones políticas, había tomado cada vez mayor dimensión, hasta llegar a la tapa. Leí la crónica del primer día, todavía sin fotos. El asesino, aparentemente, había esperado al médico muy tarde de noche, cerca de la entrada de su edificio, y lo había encañonado con su revólver. El hermano de Luciana no se había resistido, quizá porque pensó que se trataba sólo de un robo. Habían subido juntos en el ascensor hasta su departamento. Los vecinos escucharon entonces un terrible tumulto y los gritos del médico en medio de una pelea. Alguien había llamado a la policía. La puerta del departamento había quedado abierta y el revólver estaba a la vista sobre una repisa, como si el asesino lo hubiera dejado allí apenas traspuso la puerta. El cuerpo del médico estaba en el centro del living, con la cuenca de los ojos vaciada y una herida enorme en el cuello, que posiblemente fuera una dentellada. Habían encontrado al asesino acorralado en la terraza del edificio, con la boca manchada de sangre; cuando lograron abrirle el puño tenía aprisionadas y hechas pulpa las dos pupilas con sus córneas. En la declaración dijo que pensaba arrojárselas a la cara a su mujer antes de matarla. Busqué el ejemplar del día siguiente. La noticia ocupaba ahora más de media página. Se había descubierto que el hombre que acababan de atrapar figuraba como recluso de una cárcel de máxima seguridad, con condena perpetua, y nadie podía dar una explicación de cómo se había fugado. Había una foto de la cara tomada de frente, con los ojos borrados de toda expresión, posiblemente la que figuraba en su ficha policial. Una frente ancha, el cráneo limpio y pelado, con dos franjas angostas de pelo sobre las orejas, una nariz filosa, unos rasgos de cortes netos y vulgares, que nada decían de crímenes y carnicerías. La autopsia había revelado algunos detalles más. El agresor, en efecto, no había usado más que sus manos y sus dientes, la víctima apenas se había resistido, no había llegado a devolver ningún golpe. El recluso era famoso por dejarse crecer las uñas en prisión, y ya antes le había arrancado un ojo a otro preso en una pelea. No se había podido determinar si el médico estaba o no conciente cuando le habían vaciado las órbitas. La causa de la muerte, de todas maneras, había sido la sección de la arteria yugular. Se revelaba también en la nota que el médico había tenido relación con la mujer del asesino, a la que había conocido durante una de las visitas de ella a la cárcel, pero nada se mencionaba de las cartas anónimas de las que me había hablado Luciana.

Pasé al próximo día. Los titulares habían llegado a la primera plana. Se había descubierto que el preso nunca se había fugado, sino que los guardacárceles lo habían dejado salir para que participara en un robo. El Ministerio del Interior había intervenido y se esperaba de un momento a otro la renuncia del jefe del Servicio Penitenciario. La investigación había cambiado de manos y ahora la llevaba adelante el comisario Ramoneda, del que me había hablado Luciana. Aun así, mientras leía esta nota —que era por mucho la más larga— sentía que la pista se iba desvaneciendo y, como en el juego de la infancia, pasaba de tibio, tibio, a frío. No, decididamente no era nada de esto lo que había creído ver. Era algo anterior que otra vez, al leer, se me había pasado por alto. Llevé a la fotocopiadora la crónica del primer día y después fui hasta uno de los escritorios y dispuse una a continuación de la otra las tres noticias fotocopiadas. Volví a leerlas. Casi nada parecía unirlas, si no fuera por el relato de Luciana. No había regularidad en las fechas: las dos primeras muertes habían ocurrido en el lapso de un año, pero la tercera recién tres años después, y ahora habían pasado más de cuatro años sin que ocurriera nada más. Parecía haber, en todo caso, un proceso de lentificación. No había tampoco un patrón obvio que las articulara y que pudiera reconocerse «desde afuera». Había incluso algo así como una incongruencia estética: si los dos primeros casos hacían recordar hasta cierto punto la clase de crímenes sutiles que imaginaba Kloster en sus novelas, la tercera, brutal y sanguinaria, estaba en las antípodas de lo que era su estilo, por lo menos su estilo literario. Aunque eso bien podía ser, por supuesto, parte del plan, y de la más obvia prudencia: que algunas de las muertes fueran muy distintas de las que aparecían en sus libros. Recordé la voz angustiada de Luciana en su primer llamado. Nadie lo sabe, nadie se entera. No, nadie lo sabía, nadie se enteraba, aunque las tres noticias habían salido en los diarios, aunque las tres muertes estaban allí, a la vista de todos, y una de ellas había alcanzado la dimensión de un escándalo. Pero ¿verdaderamente no había nada que las uniera? Yo había creído ver algo un instante antes, algo que se me escapaba y sin embargo seguía estando allí. Creí tener de pronto la respuesta, aunque no parecía servir demasiado. Era un detalle que había mencionado Luciana, mientras me relataba la muerte de su hermano. Las manos desnudas. En la crónica del primer día también se mencionaba esto: el asesino había dejado a un lado su arma y no había usado otra cosa que sus manos y sus dientes. Presentía que era aquello, y aun así, como si la figura apenas entrevista volviera a disolverse, no alcanzaba a percibir enteramente la conexión. Pero ¿tenía esto algún sentido? Aun si aceptaba que Kloster estaba detrás de aquellas muertes, aun si aceptaba que realmente había escrito esos anónimos de los que no hablaba ninguna de las notas, no parecía haber modo de que él ni nadie pudiera prever que el asesino dejaría el arma para usar solamente sus manos. ¿O habría quizá un código carcelario que yo no conocía de cobrar la infidelidad matando cuerpo a cuerpo, con las manos desnudas? Me prometí tratar de averiguarlo. De todas maneras, y antes que esto: Kloster podría haberse enterado, con sólo seguir al hermano de Luciana, de su relación con la mujer del preso, pero parecía mucho más difícil que supiera además que ese preso condenado a cadena perpetua salía a la calle a robar.

Cada vez que pensaba en Kloster los argumentos en su contra se volvían retorcidos e increíbles, pero a la vez, lo sabía bien, también las tramas que concebía Kloster en sus novelas eran a su manera retorcidas e increíbles hasta la última página. Era justamente ese elemento excesivo, desmesurado, lo que me impedía descartarlo del todo.

Doblé en cuatro las páginas y salí del subsuelo directamente a la calle, sin decidirme a subir hasta la redacción para saludar a los que habían sido mis antiguos compañeros. Temía en realidad no encontrar a ninguno. Volví caminando, con la esperanza de que se me ocurriera en medio del paseo una excusa razonable —o bien una mentira convincente— para llamar a Kloster. Cuando subía a mi departamento, todavía adentro del ascensor, escuché detrás de mi puerta el teléfono que sonaba por última vez y quedaba enmudecido. Nadie me llamaba últimamente y al abrir, en el silencio amplificado del último eco, mi departamento me pareció más que nunca solitario. No me hacía, a la vez, ilusiones sobre el llamado: sabía bien quién era y qué me preguntaría. Pensé que de todas maneras ella tenía razón sobre la alfombrita gris: debía encontrar en algún momento las fuerzas para cambiarla. Fui a la cocina a prepararme un café y antes de que terminara de enjuagar la taza el teléfono volvió a sonar. Me pregunté desde qué hora de la mañana me estaría llamando con esa intermitencia de cinco minutos. Era, en efecto, Luciana.

—¿Pudiste hablar con él? Su voz sonaba ansiosa y a la vez había en el tono algo ligeramente imperioso, como si el favor que me había arrancado entre lágrimas la noche anterior se hubiese convertido por la mañana en una obligación de la que ya tenía que rendir cuentas.

—No, todavía no; en realidad ni siquiera tengo el número de teléfono, pensaba llamar ahora a mi editor...

—Yo sí lo tengo —me interrumpió—, ya te lo paso.

—¿Es el número de la casa adonde ibas?

—No, tuvo que mudarse de esa casa después del divorcio.

Me pregunté cómo habría hecho para conseguir el nuevo número. Y también, reparé en ese momento, Luciana tenía que saber su nueva dirección: ¿de qué otro modo podría haberle enviado la carta? Si fuera cierto que Kloster vigilaba en secreto cada paso de ella, la vigilancia había sido, por lo visto, simétrica. Reapareció la voz de ella, a duras penas contenida, como si me hubiera dejado sin excusas.

—Entonces, ¿vas a llamarlo ahora?

—La verdad, no se me ocurre todavía la manera. Ni siquiera lo conozco. Y llamarlo de pronto, para hablarle de algo así... Además —dije— yo escribí una vez un artículo no muy agradable sobre él, si por casualidad lo leyó, no creo que me deje decir ni la primera palabra.

A medida que amontonaba excusa tras excusa me sentía cada vez más miserable. Pero ella no me dejó continuar.

—Hay una forma —dijo, con un tono repentinamente sombrío—, algo que podrías decirle si todo lo demás falla. Después de todo, él debe estar convencido de que yo enloquecí por completo en este tiempo. Podés decirle que tuviste una conversación conmigo que te dejó alarmado. Que querrías contársela, porque te quedó la sensación de que yo estaba en un estado de absoluta desesperación, que me sentía acorralada, y que te dejé entrever que podría llegar al extremo de intentar algo contra él. Al fin y al cabo pensé mil veces algo así: anticiparme a él. Y sería en defensa propia. Ya lo hubiera hecho si sólo tuviera el valor, o se me ocurriera, como a él, una manera de quedar a salvo. Cuando escuche que su vida podría estar en peligro, seguramente querrá saber más.

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