Read La muerte lenta de Luciana B. Online
Authors: Guillermo Martínez
—¿Qué pasó después?
—Después... volví a mi casa, saqué la Biblia del bolso y la puse en un estante sobre mi escritorio, junto con mis libros de la facultad. Era una Biblia que mi padre ya no usaba, yo se la había prestado a Kloster varios meses atrás, ni siquiera me acordaba de esto. En realidad, cuando volví a pensar sobre la audiencia, se me ocurrió que había sido una excusa para acercarse hasta mí y mirarme de aquel modo. Esa mirada era algo que no podía borrarme y tuve pesadillas durante los días siguientes. Soñaba que la hijita de Kloster quería darme la mano para que jugara con ella. Y que me decía, como cuando estaba viva, que no quería quedarse sola en el cuarto de al lado. Abrí una cuenta en el banco y deposité el cheque, pero pasaron los días y no me decidía a tocar ese dinero. Pensé durante un tiempo en donarlo a una institución benéfica, pero tenía un temor supersticioso de tocarlo, aun para algo así, como si pudiera mantener las cosas quietas, detenidas, de ese modo. Creía que apenas retirara la mínima parte se desencadenarían las represalias. Empecé a obsesionarme con la idea de que Kloster estaba tramando algo terrible contra mí. Por eso había condescendido a darnos el dinero sin ninguna discusión. Llegué a hablar con mi novio sobre algo de esto, aunque nunca le conté que Kloster había querido besarme. Sólo le dije que habíamos tenido un juicio laboral, que él había perdido mucho dinero y que temía que se tomara una venganza contra mí de algún modo. En esos días Kloster publicó una novela. No era la que me estaba dictando, sino otra que había terminado antes de que yo empezara a trabajar con él. La que había corregido en su viaje a Italia.
—El día del muerto. Me acuerdo perfectamente. Salió a la par de la que te dictaba yo. Fue el primer gran éxito de Kloster.
—Yo recuerdo que se convirtió muy pronto en uno de los libros más vendidos, encabezaba las listas en los diarios, estaba en todas las vidrieras, lo veía incluso en las góndolas del supermercado. Cada vez que pasaba por una librería me hacía acordar con un estremecimiento de su nombre. Para tranquilizarme, mi novio me dijo que Kloster debía haber recuperado mucho más de esa suma y ya se habría olvidado de mí. Pero yo empecé a notar otra cosa.
—¿Qué?
—Lo que hablábamos antes. Hasta entonces, y vos me lo habías hecho notar a mí, Kloster era un escritor que odiaba aparecer en público. Y de pronto, empezó a convertirse en alguien famoso. Parecía como si buscara a propósito aparecer en todos lados, todo el tiempo.
—Quizá tuvo que ver con que se quedó solo.
—Sí, yo también pensé al principio algo así, que estaba buscando consuelo en esa ola de reconocimiento, y ocupar el tiempo de cualquier modo para olvidar la muerte de su hija. Pero aun así, era algo totalmente contrario a su naturaleza. Esto me hizo sospechar que formaba parte de otro plan. De todas maneras, me dejé convencer por mi novio de que Kloster estaba demasiado ocupado con su libro como para volver a pensar en mí. Ese año Ramiro había terminado su carrera de Instrucción Física y había conseguido que lo contrataran como guardavidas en una de las playas de Villa Gesell. Antes de que empezara la temporada quería hacer un viaje a México. Era algo que hacía tiempo estaba planeando y me preguntó si quería acompañarlo, para olvidarme de todo aquel asunto.
Me pareció que podía ser una buena idea y usé en el viaje una parte del dinero de la indemnización. Nos demoramos visitando pueblitos casi un mes más de lo que habíamos previsto y volvimos a principios de diciembre, para la fecha en que él debía presentarse a trabajar. Yo me quedé en Buenos Aires para rendir mis finales pero mis padres, con Valentina y Bruno, ya estaban también en Gesell y apenas terminé con todo tomé uno de los micros nocturnos. Quería darle una sorpresa a Ramiro y fui desde la terminal directamente a su parador para desayunar con él. Nos sentamos en el barcito de la playa. Era temprano; no había demasiada gente todavía y cuando miré a mi alrededor vi en una de las mesas vecinas a un hombre con short de baño, ojotas y el torso ya bronceado, como si hubiera llegado varios días antes. Casi di un grito al reconocerlo. Era Kloster. Tomaba un café y leía el diario y fingía no verme, aunque estaba apenas a unos metros de distancia.
—¿Y no podía ser una simple casualidad que estuviera ahí? En un tiempo muchos escritores veraneaban en Gesell. Quizá la casa que alquilaba estaba cerca de esa bajada.
—¿Que entre todos los balnearios de la costa hubiera elegido precisamente Gesell? ¿Y que entre todos los paradores justo el de mi novio? No. Ya era bastante extraño que hubiera elegido ir a Gesell. Y él sabía que yo pasaba todos los veranos allí. Se lo señalé a Ramiro con disimulo y también me dijo que quizá fuera una casualidad. Le pregunté si era la primera vez que lo veía. Me dijo que lo encontraba todas las mañanas sentado en la misma mesa desde hacía una semana. Que después de leer el diario iba al agua y nadaba mar adentro, muy lejos. En realidad creo que estaba sorprendido y quizá un poco celoso de que aquél fuera el escritor que me dictaba; yo le había hablado muy poco de él y supongo que lo imaginaba mucho más viejo, quizá como un ratón de biblioteca. Sentado ahí con el torso desnudo Kloster realmente parecía un atleta; había recobrado algo de peso y estaba rejuvenecido con el sol y el aire de mar. Mientras hablábamos de él fue hacia la orilla y nadó con unas brazadas largas y serenas hasta sobrepasar la rompiente. Se internaba cada vez más lejos en el mar; al principio se distinguían los brazos al alzarse, pero después de pasar la última línea de boyas se convirtió en un punto cada vez más difícil de ubicar entre las olas. En un momento lo perdí por completo de vista. Ramiro me pasó el largavista de su equipo. Pude ver que todavía nadaba con el mismo ritmo reposado, como si recién empezara a bracear. Le pregunté a mi novio qué ocurriría si tenía de pronto un calambre tan lejos de la costa y necesitaba que lo rescataran. Lo más probable, reconoció, es que llegara demasiado tarde. ¿Entonces?, le pregunté. No podía entender que lo dejara ir tan lejos. Me dijo, incómodo, que era una cuestión de código: el tipo era grandecito y evidentemente sabía lo que hacía. Volví a mirar por el largavista y dije en voz alta que parecía increíble que pudiera conservar todavía el mismo ritmo. Enseguida me arrepentí. Ramiro pareció picado y me dijo que al llegar, todas las mañanas, él también nadaba una distancia así como parte de su entrenamiento para el puesto. Nos quedamos callados hasta que vimos reaparecer a Kloster, que volvía nadando de espaldas. Se dio vuelta a último momento, antes de que lo arrastrara la rompiente, echó la cabeza hacia atrás para quitarse con el agua el pelo de la cara, y salió caminando a grandes pasos. No parecía ni siquiera un poco cansado. Pasó casi frente a nosotros todavía chorreante y sin mirarnos, recogió sus cosas de la mesa, dejó un billete y unas monedas y se fue. Le pregunté a mi novio si volvía después por la tarde y me dijo que no. Tampoco lo había visto a la noche por el centro. Tuvimos entonces una discusión. Yo le pedí que por favor no desayunara más ahí y fuera al parador vecino. Me preguntó, molesto, por qué debería hacer algo así. Yo no podía explicarle lo que verdaderamente pensaba. Ni yo misma sabía muy bien qué era lo que temía. Le dije que quería acompañarlo, desayunar todas las mañanas con él y que me incomodaba que Kloster estuviera tan cerca. Me respondió entonces que no podía alejarse de su silla, que él no tenía por qué moverse y que en todo caso el que debería buscarse otro parador era Kloster. Pero a mí me pareció que había algo más en esa irritación repentina.
Se había interrumpido de pronto y después de un segundo se inclinó hacia delante para apagar el cigarrillo en el cenicero y retorció la punta contra la superficie de vidrio una y otra vez, como si un recuerdo en particular le resultara humillante y no se decidiera a continuar. Encendió otro cigarrillo y cuando expulsó la primera bocanada, hizo un gesto con la mano que tanto podía ser sólo una manera de apartar el humo como un modo involuntario de reconocer que ya aquello no importaba. En todo caso, después de aspirar otra vez, pareció encontrar las fuerzas para seguir. —Creo que lo que en realidad le había molestado es que yo quisiera ir a desayunar con él. Había una camarera muy linda, bastante provocativa, que atendía las mesas con una pollera muy corta y arriba solamente el corpiño de la bikini. Yo me había dado cuenta, apenas la vi, de que había demasiadas risitas y miradas entre ellos. Cuando le dije algo de esto se enfureció más, y por supuesto lo negó todo. Pero yo pensaba que de verdad estaba en peligro y no estaba dispuesta a apartarme y dejarlo solo por una escena de celos. Así que fui otra vez, a la mañana siguiente. Llegué un poco más temprano, a la hora en que empezaba su guardia, y nos sentamos en la misma mesa. Kloster apareció un poco después, antes de que hubiéramos alcanzado a pedir el desayuno. Pero en vez de elegir una de las mesas de afuera, entró al bar y se sentó contra la barra. Yo lo vi en principio como una buena señal, el reconocimiento de que me había visto ahí pero no quería enfrentarme. Me pregunté por un momento si era posible, como había dicho Ramiro, que coincidir en ese parador con Kloster se debiera a una simple casualidad. No quería tampoco fijarme demasiado en él y cuando la camarera trajo nuestro desayuno me quedé concentrada en mi taza y traté de conversar con Ramiro como si Kloster no existiera. Y la camarera tampoco. Creo que Ramiro era el más feliz de que Kloster se hubiera replegado a la barra y de que las cosas pudieran quedar de ese modo. Estaba de buen humor y apenas terminó su desayuno corrió a la orilla, se metió en el mar dando saltos y se zambulló por sobre la rompiente para nadar mar adentro. Supongo que quería impresionarme. Yo me quedé mirando su cabeza detrás de las boyas, cada vez más lejana. Había dejado el largavista sobre la mesa y lo seguí por un rato. Daba unas brazadas más enérgicas que Kloster y levantaba con la patada una estela de espuma, pero no parecía deslizarse con tanta facilidad. Me pareció además que empezaba a cansarse: el cuerpo se le retorcía un poco cuando sacaba la cabeza para respirar, perdía la línea y los movimientos se volvían espasmódicos. Lo vi detenerse y descansar un momento haciendo la plancha. Parecía agitado, exhausto. Y no creo que hubiera llegado ni a la mitad del trecho que había nadado Kloster la mañana anterior. Aún al bajar el largavista yo todavía divisaba su cabeza y sus hombros en el mar. Volvió nadando más lento y cuando estaba cerca de la orilla, para demostrar no sé qué, hizo unos metros estilo mariposa, dirigido más a la camarera, empecé a sospechar, que a mí. Cuando lo vi salir, con la respiración agitada, como si no consiguiera recobrar el aliento, creí entender cuál era el plan de Kloster.
—Nadar hasta muy adentro del mar, fingir un calambre y atraerlo para que se agotara, más allá de sus fuerzas. Ahogar al guardavidas.
—Sí, algo así. Yo suponía que esperaría a un día de mar picado y que cuando Ramiro llegara exhausto lo hundiría hasta ahogarlo. Si estaba suficientemente lejos, a esa hora nadie los vería.
—Solamente vos quizá con el largavista.
—Eso era lo que me parecía sobre todo siniestro: que estuviera pensando en matarlo delante de mis ojos. Y sería después su palabra contra la mía. Todo parecía tan increíble e irreal que ni siquiera podía hablarlo con nadie. Había en ese mismo momento gente tumbada en las reposeras que leía la última novela de Kloster. Y mientras yo imaginaba todo aquello Kloster seguía adentro, acodado en la barra, y sólo parecía tomar café y leer tranquilamente el diario, sin ni siquiera fijarse en nosotros. Un poco más tarde salió a la playa, nadó la misma distancia que el día anterior y se fue, sin mirarnos ni una vez.
—¿Qué pasó después?
—Después...Hubo dos o tres mañanas iguales. Kloster se sentaba en la barra y leía el diario. Sólo pasaba junto a nosotros para ir al mar. Cuando entraba al agua yo temblaba por dentro y no podía dejar de vigilarlo hasta el momento en que salía y desaparecía de la playa. Me di cuenta de que cada vez nadaba un poco más lejos. Creo que Ramiro también lo había notado y como si fuera una clase de duelo, esas estupideces de hombres, trataba él también de nadar las mismas distancias. Tuvimos entonces la discusión del café con leche.
—¿Del café con leche?
—Sí. Volví a pedirle que nos cambiáramos de parador. Habían inaugurado otro bar, uno que estaba todavía más cerca de su silla. Eso lo dejaba sin excusas. Se irritó y quiso saber por qué debíamos cambiarnos si Kloster, por lo visto, no tenía la menor intención de molestarnos. ¿O había ocurrido algo más entre Kloster y yo?, me preguntó. Yo sabía que estaba fingiendo su propio ataque de celos, simplemente porque no quería perderse las tetas y las miradas de la camarera. Le dije que estaba harta de que su putita me trajera la taza de café con leche fría. Era verdad: parecía hacérmelo a propósito. Él ni se había dado cuenta porque le gustaba el café más bien tibio. Discutimos. Me dijo que no fuera más a desayunar con él, si todo el punto era vigilarlo. Me dijo que podía irme yo sola al otro parador y dejarlo de una vez en paz. Volví a mi casa llorando. Mi madre estaba por ir a juntar hongos con Valentina y fui con ellas. El día siguiente era su aniversario de casamiento y preparaba siempre para esa fecha un pastel de setas, que sólo les gustaba a ella y a papá. En realidad, creo que a mi papá tampoco, pero nunca se había atrevido a decírselo, porque era lo primero que había cocinado para él, y ella estaba muy orgullosa de su receta. Juntábamos los hongos siempre en el mismo lugar, en un bosquecito detrás de la casa por donde pasaba muy poca gente y que mi madre consideraba casi una extensión de nuestro jardín. Cuando Valentina se alejó le conté la pelea. Se sorprendió y se alarmó un poco de que Kloster estuviera allí. Me preguntó por qué no se lo había dicho de inmediato.
Quiso saber si había tratado de hablarme y le conté que desde que me había visto desayunaba en la barra y nunca se había enfrentado conmigo. Esto pareció tranquilizarla. Estuve a punto de contarle lo que verdaderamente temía, pero mi madre creía que yo había quedado algo obsesionada después del juicio, con la muerte de la hijita de Kloster. Incluso me había propuesto en ese momento que viera a una psicóloga. No sabía cómo decirle que quizá Kloster estuviera planeando un crimen sin que me sonara a mí misma como una locura. Terminé contándole de la camarera y la escena de celos, se rió y me dijo que volviera al día siguiente a desayunar con él como si nada hubiera ocurrido y que todo se arreglaría. Mi madre adoraba a Ramiro y apenas podía creer que nos hubiéramos peleado.