Read La muerte lenta de Luciana B. Online
Authors: Guillermo Martínez
Llegué a mi casa muy tarde y aún tenía que preparar mi bolso para el viaje. Mi avión para Salinas tenía horario de partida después del mediodía y decidí dejar aquello para la mañana. Dormí con un sueño abrumado de imágenes confusas, que se superponían y perseguían con la recurrencia de las pesadillas. Dentro del sueño, en el filo huidizo de la mañana, creí estar a punto de entender algo: sólo bastaba con que pudiera leer una sucesión de guiones y cruces. Abrí los ojos demasiado pronto, con esa sensación de inminencia y a la vez de pérdida con que se escurren las imágenes al despertar. Eran las nueve de la mañana y mientras armaba mi bolso recordé el incendio. Bajé a desayunar a un bar para leer el diario y busqué la noticia sin muchas esperanzas, porque pensé que era un asunto al fin y al cabo menor, que quizá ni había merecido un suelto. Y sin embargo, allí estaba, en una de las páginas interiores, debajo del título «Al cierre de esta edición». Era un artículo muy corto, con el encabezado «Incendios». Se refería en primer lugar a otro incendio, también en una mueblería, que había provocado daños casi totales. Un poco más abajo se agregaba que en la misma noche se habían producido «dos siniestros más, muy semejantes», en mueblerías de distintos barrios. Uno de ellos era el que había visto yo, pero apenas se consignaba la dirección, sin ningún otro detalle. En la nota se mencionaba que se estaban haciendo las primeras pericias para determinar si habían sido accidentales o provocados. Y aquello era todo: no se arriesgaba ninguna conjetura, sólo la vaga promesa de que la policía investigaba distintas hipótesis.
Doblé el diario sobre la mesa y pedí otro café. Tres incendios en tres mueblerías una misma noche. Más allá de caras y cecas, aquello sí que no podía ser casual. Un recuerdo se agitó en el fondo de mi memoria, tratando de emerger a la superficie. Un rostro que volvía, vehemente y burlón, disparando frases y teorías que sólo se sostenían por un segundo, como burbujas en el aire, desde una mesa de café en la calle Corrientes, detrás del humo displicente de su cigarrillo. Lo veía otra vez, con su coleta y su barba, rodeado de caras jóvenes y encandiladas entre las que había estado la mía. De estudiantes y aspirantes a escritores que luchaban por sentarse cerca de él y lo escuchaban arrojar citas y hundir y levantar libros con una sola frase: una extraña máquina parlante de malevolencia y sarcasmo, que tenía sin embargo a la vez, cada tanto, iluminaciones repentinas, destellos perdurables. Había sido en él, y no en un piromaníaco en su acepción más obvia, en quien primero había pensado. Me parecía escucharlo otra vez: ¿había sido en el bar de siempre o en la fiesta donde celebramos el único número de la revista? Alguien había hablado del arte efímero y las intervenciones callejeras: el reguero de pintura y el círculo de tiza de Greco alrededor de los transeúntes. Alguien más recordó la escultura subversiva: el ladrillo que sale volando a la cabeza del crítico. El había propuesto entonces el incendio de mueblerías. ¿No eran acaso por dentro la perfecta casita burguesa? El tálamo nupcial, la cuna del bebé, la mesa redonda de la comida familiar, las bibliotecas para cargar y ostentar la vieja cultura. La sosegadora mesa ratona del living. Todo estaba ahí, decía, y sus ojos brillaban, malignos, desafiantes. Si queríamos ser verdaderamente incendiarios, allí estaban las mueblerías de Buenos Aires, a la espera del primer fósforo. Sería irresistible. Contagioso. Una ciudad en llamas, en una sola noche. El fuego: el supremo y último manifiesto artístico, la forma que consume todas las formas.
Pero ¿podía ser él, tantos años después? Sabía que no: había vuelto a encontrarlo una vez por la calle y me había sorprendido al verlo de traje y corbata. Me contó, con un aire de satisfacción apenas disimulado, que trabajaba en una secretaría de Cultura. Yo había exagerado mi incredulidad: ¿Ahora trabajaba? ¿Y para el Gobierno? Se sonrió, no muy cómodo, pero trató, también él, de volver al modo del pasado. Justamente, no era trabajo, se defendió. Era casi una pensión, que le daban los sufridos contribuyentes y el maravilloso pueblo peronista. Estaba cumpliendo al fin y al cabo con el dictado de Duchamp. El artista debía valerse de todo, con tal de no condenarse al sudor de la frente: herencias, becas, mecenazgos. Hizo una mueca cínica: y por qué no, secretarías de Cultura.
No, no podía ser él. Pero a la vez, volvía a mí otra frase que le había escuchado decir en ese remoto pasado: no debería escribirse sobre lo que fue, sino sobre lo que pudo haber sido. Por primera vez en mucho tiempo sentí que tenía delante de mí un tema, que el incendio de la noche anterior había tenido algo de providencial, y que ahora también el pequeño recuadro del diario, el modesto misterio de las mueblerías, me hablaban secretamente. Salí a la calle y en esa leve euforia de felicidad recobrada compré en una librería un cuaderno grueso de tapas duras para llevarme en el viaje. Tendría después de todo en Salinas las mañanas libres para escribir: quizá podría poner en marcha una novela. Subí a mi departamento para recoger el bolso y apenas abrí la puerta vi en el teléfono el parpadeo rojo y amenazante del contestador automático, como si fuera un arma accionada a distancia que podía todavía darme alcance. Oprimí la tecla y apareció la voz de Luciana. Las frases estaban entrecortadas, en un tono de desamparo y desesperación, como si le costara hilvanarlas. Había hablado con su hermana la noche anterior, le había contado todo, pero había sentido que Valentina no le creía. Que no quería creerle. Me pedía, me rogaba, que si todavía no había viajado la llamara a su casa. Miré la hora y alcé mi bolso. Decidí que el llamado había llegado demasiado tarde, cuando yo ya estaba en camino al aeropuerto.
Apenas el avión se alzó sobre el río y la ciudad quedó a escala de una maqueta, sentí, con la súbita liviandad de estar suspendido en el aire, otro aligeramiento dentro de mí, como si toda la historia de Luciana, la conversación con Kloster y aun el incendio pudiera verlos ahora también en una escala menor e inofensiva, alejándose, mitigados, en la ciudad que dejaba atrás. Recordé las novelas victorianas en que los padres forzaban a un viaje al extranjero a la heroína o al héroe inconvenientemente enamorados, un viaje que nunca daba resultado y sólo servía para probar las fuerzas del amor sobre la distancia y el tiempo. Pero en mi caso tenía que reconocer que algo se atenuaba, como si de verdad hubiera logrado escapar, y cuando vi, una hora después, en medio del desierto blanco, la pequeña ciudad en la que nunca había estado, surgida de la nada, puesta como un dominó entre horizonte y horizonte, sobre los espejos rotos y deslumbrantes de las salinas, sentí que realmente estaba a mil kilómetros de distancia.
Me entregué a los protocolos amables de la bienvenida. Me habían ido a buscar al aeropuerto la decana y una de las profesoras del Departamento de Letras y tomaron, para que viera algo del paisaje, un camino indirecto que dejaba divisar hacia un costado el borde de la Gran Salina. Al entrar en la ciudad, que parecía una escenografía abandonada, con todos los negocios cerrados y las calles desiertas, me advirtieron que la siesta duraba hasta la cinco de la tarde. Me dejaron en el hotel y me pasaron a buscar un par de horas después, para que diera mi primera clase.
Se suponía que iba a ser un seminario de postgrado, en el que yo dictaría mi curso sempiterno sobre Vanguardias Literarias, pero seguramente no habían podido reunir el número crítico de interesados, y había también varios estudiantes muy jóvenes, que asistían como oyentes. Vi entre ellos, en la segunda fila, a una alumna de ojos muy grandes y atentos, en la que no pude evitar detener más de lo debido la mirada. Hacía mucho que no daba clases para todo un curso, pero apenas alcé la tiza sufrí la bienhechora transformación, las palabras acudieron seguras y volvió a mí, como un perro que todavía reconoce a su dueño, la elocuencia que creía perdida para siempre. En la cadena de afirmaciones, de refutaciones, de ejemplos, sentí, casi como una hiperventilación, la euforia pedagógica. Recordé a los teólogos que sostienen que la sola actividad de rezar puede provocar por sí misma la fe, como una reacción mecánica o un precipitado. También en mi caso me había bastado la repetición de los pequeños rituales, la tiza sobre el pizarrón, las frases iniciales, y probablemente —no podía descartarlo— la mirada interesada de esa alumna, para que obrara otra vez el sortilegio y la clase que tantas veces había repetido recobrara vida y los chistes de siempre encontraran su lugar. Y sin embargo, en la mitad de la exposición, esta alegre seguridad en mí mismo vaciló y estuve por un instante suspendido del abismo. Estaba tratando de explicarles la codificación de John Cage para su partitura Music of Changes, en correspondencia con los hexagramas del I Ching. Había dibujado las tablas cuadriculadas para los sonidos, las intensidades, las duraciones, y quise recordarles en un momento cómo se obtenían los hexagramas, con seis lanzamientos de monedas que fijaban cada línea al azar. Pero apenas pronuncié la palabra «azar», como si hubiera roto un sello, empezó a deslizarse insidiosamente en mí la serie de caras y cecas, la servilleta acribillada de signos donde el azar mostraba al fin y al cabo también su forma. ¿Cómo es la pérdida de una convicción para quien siempre dudó de todo? Es el vértigo y la resistencia de hacer pie y afirmar, aun la frase más nimia. Algo extraño y atemorizador me ocurrió a partir de ese momento y por el resto de la clase. Cada vez que decía algo, otra voz burlona dentro de mí estaba a punto de irrumpir para agregar «O no» al final de la frase. Cada vez que enunciaba o asentaba una explicación, la vocecita quería prorrumpir «O bien todo lo contrario». Si estaba por concluir un razonamiento (y cada vez me esforzaba más para que mis conclusiones parecieran inferirse de un razonamiento intachable), la voz se anticipaba para agregar, sibilina, «Pero lo opuesto sería también igualmente válido». Algo se había estropeado, algo seguramente se dejaba ver, en esta discusión interior. Había perdido un elemento de confianza y ahora cada vez mis pausas eran más largas y mi voz vacilaba de una manera horrible. Sentí que mis manos empezaban a transpirar y me alegré, al mirar la hora, de poder dar por terminada la clase. Había estado cerca del desastre, pero quizá los demás lo atribuyeran sólo al cansancio. Me preguntaba, sobre todo, qué habría pensado mi alumna. Ya entonces, ya desde el primer momento, la llamaba para mis adentros absurdamente así, como si estuviera destinada como un obsequio, como parte de la bienvenida, para mí. Temí en un principio que no fuera a la cena a la que estaban invitados los profesores, pero afortunadamente le habían encargado las tareas administrativas relacionadas con el viaje y mientras le firmaba algunos papeles pude hablar unas palabras con ella y convencerla de que nos acompañara. En la distribución alrededor de la mesa no pude hacer nada, sin embargo, por tenerla cerca y tuve que resignarme a dejar pasar la cena mirándola desde lejos cada tanto.
Me desperté temprano a la mañana siguiente y animado por el desayuno del hotel, la luz del sol que entraba por la ventana de mi cuarto, y el aspecto flamante del cuaderno que había llevado, me propuse empezar mi novela sobre los artistas incendiarios. Antes de que pasaran dos horas ese impulso feliz se había disuelto y decidí salir a dar un paseo por la ciudad. Recorrí las dos o tres galerías comerciales, entré y salí de una librería desanimante, deambulé por las calles del centro y antes de la hora del almuerzo me pareció que ya lo conocía todo, como si la ciudad se hubiera agotado íntegramente en esa primera caminata. Di otro paseo a la hora de la siesta y paradójicamente a esa hora muerta, con las calles vacías, la ciudad me pareció más intrigante. Imaginaba miles de personas en posición horizontal, tendidos al mismo tiempo en sus camas, pero imaginaba, también, que debía haber excepciones. Dónde podía estar, me preguntaba, la gente que se resistía al mandato de la siesta. Crucé en diagonal la plaza principal. Doblé en una calle lateral y vi un cartel de neón encendido a la luz del día y la escalinata de lo que debió ser alguna vez un cine. Subí en un impulso y atravesé las puertas batientes para asomarme al interior. Era un salón de máquinas tragamonedas, inmenso, alfombrado. Allí. Allí estaban. Había gente de todas las edades, pero sobre todo mujeres maduras, encaramadas a sillas altas, hipnotizadas, silenciosas, deslizando con un movimiento mecánico monedas en las ranuras. Había mucha más gente de la que hubiera esperado encontrar y no me hubiera extrañado ver allí también a la decana, o a alguno de mis alumnos. Salí otra vez a la quietud de la calle y caminé un poco más. Vi otros dos o tres casinos iguales, y cada uno estaba lleno de fieles, como si el pueblo entero se entregara durante la siesta a una lotería de Babilonia ensimismada frente a esas máquinas. Esa noche cené solo después de mi clase y me propuse un último recorrido nocturno. Sólo dos o tres bares estaban abiertos después de las once. En la ventana de uno cercano al hotel esperaban dos prostitutas demasiado viejas y brillosas, que me sonrieron cuando pasé con una inclinación de cabeza. Tuve esa segunda noche, antes de apagar la luz, en el cuarto ya familiar, la sensación de estar atrapado en un juego de computación, del que ya había visto para los días sucesivos todos los escenarios: aquella mesita en mi cuarto con el cuaderno abierto todavía en blanco, las pocas galerías comerciales, la librería descorazonadora, las salas de juego extrañamente llenas a la siesta, el único cine, el aula de la facultad, los dos bares tardíos de la noche. Las misiones del héroe que tenía por delante eran quizá escribir el primer capítulo de la novela, volverme rico en una de las máquinas tragamonedas, acostarme con mi alumna. Los peligros que me amenazaban: descubrir una imprevista adicción al juego, contraer una enfermedad vergonzosa si cedía a la invitación de las prostitutas, o quizá un leve escándalo académico si no era lo bastante discreto con mi alumna.
En los días siguientes se desvaneció de a poco el impulso con que me había engañado al comprar el cuaderno. Incluso el recuerdo del incendio ya no me parecía tan vivido y perturbador como antes, sino casi ridículo a la distancia, con sus consecuencias inofensivas de unos pocos muebles quemados. Seguí desde la computadora en el lobby del hotel las noticias en los diarios de Buenos Aires, pero el incendiario también parecía haberse llamado a reposo. Sí hice, en cambio, mi parte con mi alumna, hasta donde pude. Al cabo de la primera semana había dado también a esto por perdido. Me daba cuenta de que estaba por llegar a la edad que tenía Kloster diez años atrás y que había entre ella y yo casi la misma cantidad de años que lo había separado a él de Luciana. Me pregunté amargamente si también mi alumna le habría dicho a sus amigas, o para sí misma, en el mismo tono escandalizado de Luciana, que yo podría ser su padre. Tuve sin embargo la idea imprevistamente feliz de poner un horario de consulta en una pequeña oficina que me habían asignado. Fue la única que vino a verme, valientemente sola. Y podría decir, en el sentido más estricto de la frase, que mi suerte cambió de la mañana a la noche. Después me dijo que la había decidido el paso del tiempo, darse cuenta de que sólo quedaba una semana. Como en otros viajes, volví a pensar que nada ayuda tanto al forastero como tener su pasaje fechado de regreso. De mi segunda semana en Salinas no recuerdo más que su cuerpo desnudo, su cara, sus ojos absorbentes. Y si había puesto ya todo el ancho del país de distancia con la historia de Luciana, me sentí en esos días todavía más lejos, en ese universo definitivamente remoto, a la distancia insalvable, egoísta y ciega que separa a los felices de los desgraciados. Sólo una vez, en realidad, volví a pensar en ella. Fue una tarde en que J (a quien todavía llamo para mí mi alumna) alzó su pelo frente al espejo al salir de la ducha y al inclinar la cabeza hacia el costado para peinarlo, su cuello apareció frente a mí largo y desnudo, y me hizo recordar en una súbita reminiscencia el cuello de Luciana, como si en un misterioso acto de misericordia el tiempo me hubiera restituido, brillante, intacto, un fragmento del pasado. Ya había tenido antes, al caminar por Buenos Aires, o incluso de viaje, en los lugares más diferentes, esta clase de encuentros imposibles, caras que creía reconocer del pasado, como si emergieran de pronto para ponerme a prueba, con la edad de antes que ya no podían tener. Me había acostumbrado a pensar que era una consecuencia más del paso de los años: que todo el género humano se volviera curiosamente familiar. Pero esta vez la impresión fue mucho más vivida, como si el cuello de Luciana, el cuello que yo había estudiado día a día con amorosa atención, volviera a existir en cada una de sus venas y articulaciones y nervaduras, otra vez terso y vibrante, uniendo pedazos de otro cuerpo. Pasé una mano estremecida, casi temerosa, hasta tocar su nuca. J volvió hacia mí la cara para que la besara y la ilusión desapareció.