La muerte lenta de Luciana B. (19 page)

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Authors: Guillermo Martínez

—Y sin embargo, en algún momento volvió a abrir el cajón.

Kloster asintió con un movimiento lento de cabeza.

—Pasaron los años, tres, cuatro, ya no recuerdo. No volví a pensar en nada de esto y publiqué entre tanto otros libros. Hasta que un día leí en un diario un pequeño artículo sobre los sueños premonitorios. Usted sabe, a la noche alguien sueña que un ser querido muere y al día siguiente la premonición se cumple, como si el sueño fuera realmente una anticipación, la flecha que parte hacia el blanco. El artículo estaba escrito por un profesor de estadística, en un tono burlón. Hacía una cuenta muy simple de cálculo de probabilidades y mostraba que la probabilidad de que un sueño premonitorio se cumpla es muy baja, pero no tan baja como para que en una ciudad grande, como Tokio o Buenos Aires, rutinariamente ocurra esta coincidencia entre los dos sucesos: el sueño de algún X y la muerte de su ser querido Y. Por supuesto que para quien tuvo el sueño la consecuencia resulta impresionante y no puede ver sino un fenómeno psíquico, un poder sobrenatural, pero para alguien que pudiera mirar la enorme ciudad desde arriba en la noche y llevara el cómputo de los sueños, no habría más sorpresa que la de quien canta las bolillas en la lotería cuando alguien grita su número. El artículo era muy convincente y me hizo pensar de otra manera sobre esa escena que había escrito y la muerte de los padres de Luciana. Casi me avergonzaba por haber cedido a la superstición, en el fondo tan arrogante, de creer que mi escritura pudiera haber tenido aquel efecto sobre la realidad. A la distancia, me parecía ahora clarísimo que no había sido sino una coincidencia entre dos sucesos independientes, como los llamaba ese profesor. Aquella noche un ejército de escritores habría estado, como yo, imaginando una u otra muerte. Me había tocado a mí que ocurrieran a continuación en la realidad. Un número de lotería en el mar de las estadísticas, que me había sido asignado al azar. Volví a abrir el cajón. Volví a leer la novela hasta ese punto. Y fue otra cosa la que ahora me sorprendió. Aquellas páginas, aquella novela... era lo mejor que había escrito nunca. Algo más extraño aún: ya no podía distinguir que hubiera, o que nunca hubiera habido, dos escrituras. Ya no hubiera podido señalar cuáles de las frases me habían sido dictadas. En realidad, todo el texto me parecía a la vez familiar y escrito por otro, pero esto ya me había ocurrido otras veces, al reabrir viejos libros míos y encontrar fragmentos irreconocibles. Lo que quiero decirle es que decidí creer, quise creer, que cada una de esas páginas las había escrito yo. Que cada idea era sólo mía. Quise apoderarme de la novela. Pero en verdad debería decir que ella se apoderó otra vez de mí. No me pude resistir a continuarla. Me daba cuenta de que sería, sin duda, mi obra mayor. Quizá la única verdaderamente grande. Ya ve, cedí a esa otra superstición arrogante, la de querer hacer algo «grande». Como sea, volví a ella otra vez, cada noche. Y llegó el momento de imaginar la muerte del hermano.

—¿Aun cuando ya sabía lo que podía desencadenar?

—En la novela, la venganza debía continuar —dijo Kloster, como si ya fuera demasiado tarde para arrepentirse—. Pero tuve, sí, una vacilación. Tuve meses enteros de dudas, de escrúpulos morales. Sentí, como en el relato de De Quincey, la separación delgada, en el borde del abismo, entre ser un diletante del asesinato y lo que significa convertirse realmente en asesino. Hasta que me pareció encontrar la manera. Fue una iluminación equivocada. Creí que bastaba con imaginar una muerte muy improbable, de coincidencias extremas, para que no pudiera replicarse en la realidad. Luciana me había contado alguna vez que su hermano, mientras estudiaba Medicina, había hecho una pasantía en el servicio penitenciario. Esto era todo lo que sabía de él. Por otra parte, yo había tenido, como usted sabe, correspondencia con algunos presos de distintas cárceles. Uní estos dos extremos e imaginé que uno de los reclusos en una cárcel de alta seguridad fingía una convulsión para ser llevado a la enfermería. Esa noche estaría de guardia el hermano de Luciana, ya convertido en médico residente, y el preso lo mataría con una faca en un intento de fuga. Todavía, al escribir la escena, añadí otros detalles con lo poco que sabía del interior de las cárceles, para que el encadenamiento de hechos pareciera más verosímil pero fuera, sutilmente, más improbable. Y sin embargo, volvió a ocurrir. Otra vez de una manera un poco diferente. Otra vez como si fuera una versión corregida por alguien más audaz, y más cruel. Y como si fuera parte de la burla, con una secuencia de hechos todavía más insólitos. El preso no había intentado fugarse: le abrían la puerta gentilmente sus propios carceleros, para que saliera a robar. El hermano de Luciana ya no trabajaba en la cárcel, pero en su paso por la enfermería había conocido, entre todas las mujeres de todos los presos, justo a la de éste, el más sanguinario. Me enteré como usted, como todos, primero por los diarios. Esa mañana leí, y volví a leer sin poder creerlo, el nombre del hermano de Luciana. Coincidía la edad, coincidía la profesión, podía ver en la foto el parecido. Había ocurrido sí, otra vez.

—Y había también, otra vez, un elemento salvaje, primitivo —dije, reconociendo por fin la conexión que se me había escapado—: lo había matado con las manos desnudas, sin usar el arma.

—Exactamente: era su sello, lo advertí de inmediato. Empezaba a entender sus métodos, sus predilecciones: el oleaje embravecido del mar, el veneno natural de los hongos, la crueldad de un hombre lanzado sobre otro como en el principio de los tiempos, a zarpas y dientes, como una bestia humana. Unos días después vino a verme ese comisario, Ramoneda, y me mostró las cartas anónimas. Unas cartas burdas, pero aun así precisas, efectivas. Estuve a punto de contarle todo, tal como se lo cuento ahora a usted. Pero él tenía su propia teoría. Vio un libro de Poe en mi biblioteca y empezó a hablarme de El corazón delator. Del deseo de confesar que había visto una y otra vez en los asesinos. Me di cuenta, por la manera en que me hablaba de Luciana, que sospechaba de ella. Me preguntó si yo tenía alguna muestra de su letra manuscrita. Le di la carta que había recibido unos años antes, donde me pedía perdón. La leyó con cuidado y mientras cotejaba la caligrafía me confió que Luciana había estado internada en una clínica, con un síndrome que llaman de culpabilidad morbosa. Son pacientes que guardan en secreto una culpa por algún daño que han hecho y no fue castigado. Buscan indirectamente, de distintos modos, castigarse a sí mismos. Me dijo que Luciana estaba obsesionada con la idea de que había tenido algo que ver con la muerte de mi hija. Escuchar eso, tantos años después, me dio una clase de alegría tardía y amarga. Yo había deseado que no pudiera dejar de pensar en Pauli, cada día de su vida, y ese deseo también me había sido concedido. Ramoneda no dijo nada más, y me pareció muy claro que fueran cuales fuesen sus sospechas, se las guardaría para sí, sin hacer nada. Después de todo, ya tenía a sus culpables y la presión de todo un gobierno para que cerrara el caso y acallara el escándalo de la fuga. Pero después que se fue, yo me encontré pensando si aquélla no sería otra explicación posible. Una explicación, al fin y al cabo, racional. Volví a mirar cada una de las muertes bajo esta nueva luz. También Luciana habría podido mezclar alguna sustancia en el café de su novio: estudiaba biología, sabría muy bien qué elegir y estaba sentada cada día a su lado. También Luciana, al año siguiente, podría haber sembrado en el bosquecito los hongos venenosos, en la misma clase de viaje relámpago a Villa Gesell con que quiere acusarme a mí. ¿No era ella acaso la que sabía todo sobre hongos? Y también Luciana, finalmente, podría haber escrito las cartas anónimas. Era muy probable que supiera de la relación de su hermano con esa mujer. Y sin embargo, tuve que descartar esta posibilidad antes de llegar muy lejos: lo que Luciana nunca hubiera podido lograr era ese sincronismo enloquecedor entre las fechas de las muertes y el avance de mi novela. Pero aun así, haber pensado en otra hipótesis, y en una que había venido, imprevistamente, desde afuera, me hizo recobrar la esperanza de que hubiera espacio para una explicación racional, aunque a mí no se me ocurriera. Ya ve, había todavía algo en mí que no quería rendirse. No podía admitir, intelectualmente, que aquello, que ya había ocurrido dos veces, pudiera seguir ocurriendo. Quise entonces desafiarlo. Procedí como lo haría el escéptico que pasa a propósito debajo de una escalera. Decidí escribir una muerte más, para ponerlo a prueba. La prueba científica de la repetición. Ésta fue en todo caso la justificación que me di a mí mismo en ese momento, pero sé que había algo más. No me importa decírselo ahora: no quería dejar de escribir esa novela. Aun cuando sabía que podía exponer a un peligro de muerte a otra persona. Aun así, no podía resignarme a la idea de abandonarla. De manera que empecé a imaginar la próxima muerte. Como le dije, visité distintos asilos y pensé en una serie de variantes ingeniosas. Pero en realidad yo quería dar con una muerte que fuera lo opuesto a su estilo. Que fuera antagónica a todo lo que era él. La idea, curiosamente, me la dio usted, en esa charla que tuvimos. Fue cuando hablamos de la abuela de Luciana y usted me dijo que por supuesto no contaría en contra de mí si ella muriera de muerte natural. Apenas lo escuché supe que aquello tenía que ser. Simple y perfecto. Una muerte natural. Que a la vez, me daba también alguna tranquilidad de conciencia. No estaba ya imaginando y escribiendo un crimen, sino una muerte piadosa para una persona que desde hacía años estaba postrada. Hoy por la tarde al fin me había decidido a escribir el primer borrador. Una muerte. Una persona. Eso es todo lo que quise hacer. ¿Al menos eso me cree?

Kloster me miró a los ojos, como si esperara una respuesta inmediata de mí.

—No importa lo que yo crea —dije—. Lo que importa es lo que Luciana cree. Me llamó esta noche, después del incendio: por eso estoy aquí. Está desesperada, y creo que al borde de la locura. Le prometí que iría a verla. Pero quisiera ir con usted.

—¿Conmigo? —y Kloster hizo una mueca, como si sólo considerar la idea le resultara un esfuerzo desagradable—. No veo en qué ayudaría. Más bien podría empeorar las cosas.

—Quiero que escuche de usted mismo algo de lo que me dijo recién a mí. Aunque sea esta mínima parte: que desde la muerte de sus padres, ya no le guarda rencor. Yo creo que eso solo, dicho por usted, para ella cambiaría todo.

—¿Y después nos daríamos un gran abrazo cristiano de reconciliación? Muchacho, usted sí que es ingenuo. ¿No se da cuenta todavía de que ya no depende de mí? Hace diez años, en mi desesperación, mi ateísmo se quebró y yo también recé. Recé cada noche a un dios oscuro, desconocido. Esa plegaria fue escuchada y se está cumpliendo lentamente, tal como yo lo había pedido. Salió de mí, pero ya no puedo hacer que vuelva a mí. Porque el castigo, todo el castigo, ya fue escrito. Escrito está.

—¿Cómo puede saber cuánto está escrito? ¿Cómo puede saber si un gesto de perdón ahora no podría cambiarlo todo? Y si lo que me contó sobre su novela se estuviera cumpliendo tal como dice, hay algo elemental que usted sí podría hacer: dejar de escribirla, abandonarla ya mismo.

—Podría incluso quemarla, pero no significa que fuera a detener nada. Está fuera de mí. Y creo que ahora se anticipa a mí: esta última vez no esperó a que la escena estuviera totalmente escrita y terminada.

—¿Quiere decir entonces que se niega a venir conmigo?

—Al contrario: ya le dije que quisiera detener esto, si sólo supiera cómo. Estoy dispuesto a ensayar el acto de perdón que a usted le parezca. Pero soy escéptico en cuanto al resultado. Ni siquiera sabemos si ella querrá verme otra vez frente a frente.

—¿Por qué no se lo preguntamos? ¿Hay aquí un teléfono desde donde pueda llamarla?

Kloster me señaló la barra y le hizo por encima de mí un gesto al mozo para que me dejara hablar. El mozo extendió el brazo de mala gana e hizo emerger un teléfono antiguo de baquelita, con un cable grueso en espiral. Me corrí a una de las banquetas del extremo y disqué los dígitos del número de Luciana, esperando con paciencia a que el disco volviera cada vez a su lugar. Escuché del otro lado una voz adormilada. —¿Luciana?

—No: Valentina. Luciana se fue a acostar. Pero me dijo que la despertara si llamabas.

Hubo un ruido en la línea, como si hubieran levantado otro teléfono en una habitación cercana, y escuché la voz de Luciana, muy débil y transformada, como si hubiera perdido un elemento de voluntad.

—Dijiste que ibas a venir —había un reproche desmayado en su voz, como si ya no le sorprendiera que todo la abandonara—. Te estaba esperando. Porque yo... — y repitió con voz extraviada y en un susurro, como si no hubiera logrado moverse de ese único pensamiento— no puedo ocuparme del ataúd.

—Estoy con Kloster —dije—. Quiero ir con él, para que escuches lo que tiene para decirte.

—¿Venir con Kloster? ¿Ahora? ¿Aquí? —Parecía que la idea no lograba atravesar la primera defensa de la incredulidad. O en realidad, me pareció percibir, había algo inerme y desorientado en su voz, como si ya no pudiera razonar de una manera coherente y se aferrara a esas preguntas, de las que también finalmente resbalaba sin lograr asirse. De pronto rió, con una risa amarga, y su voz pareció recobrar por un momento la ilación—. Sí, sí, ¿por qué no? A conversar los tres, como viejos amigos. ¿No es gracioso? La primera vez que fui a verte todavía creía que había una pequeñísima esperanza. Que podría convencerte. Tenía un plan, algo que había pensado en todos estos años. Sólo necesitaba una ayuda de tu parte. Había aprendido de él. Lo había pensado todo, hasta el último detalle. Creí que podía anticiparme, antes de que fuera demasiado tarde. No quería morir—dijo, en un tono desgarrado, y escuché que rompía a llorar en silencio. Transcurrió un instante antes de que su voz retornara en un reproche, con el tono velado de una acusación—. Lo único que no pensé, lo único que nunca hubiera imaginado, es que vos pudieras creerle a él.

—No le creo —dije—. Ya no sé qué creer. Pero sí me parece que deberías escucharlo. Sería sólo un momento.

Hubo un largo silencio del otro lado, como si Luciana se esforzara por pensar en las implicaciones y los peligros de la visita, o lo considerara todo por una vez bajo otra perspectiva.

—¿Por qué no? —repitió por fin, pero ahora con un tono extrañamente desapegado, indiferente, como si ya nada pudiera tocarla. O quizá (pero esto sólo pude pensarlo después) había concebido otro plan, en el que ya no me necesitaba, y esta súbita aceptación, esta docilidad imprevista, era su forma de ponerlo en marcha—. Vernos frente a frente otra vez. Como gente civilizada. Me gustaría enterarme, supongo, de qué manera te convenció.

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