Read La muerte lenta de Luciana B. Online
Authors: Guillermo Martínez
La oía con el escalofrío y la distancia que provoca una obsesión ajena, pero tenía que reconocer que era una idea mejor que todas las que se me habían ocurrido hasta entonces.
—Bien —dije—, lo voy a tener en cuenta como último recurso.
—¿Vas a llamarlo entonces ahora? Por favor —dijo, y su voz se quebró de pronto—. No sé cuánto tiempo tenemos: estoy segura de que está a punto de intentar algo.
—Claro que sí, ya te lo prometí —dije—. Voy a llamarlo ahora, voy a hablar con él y todo se va a aclarar.
Colgué y me quedé mirando con irritación el número de teléfono que acababa de anotar, como si fuera una inscripción dejada por un extraño que tuviera un latido, un tic tac propio. No había encontrado ningún papelito a mano, y lo había escrito en el bloc rayado donde tomaba apuntes, debajo de una lista de títulos provisorios de libros en espera. Supe de pronto lo que debía hacer, y la simplicidad de la solución casi me hizo sonreír. Por supuesto. Por supuesto. Nada más natural. Lo único que Kloster podría creerme. Le diría que estaba por escribir una novela.
—¿Kloster?
—¿Sí?
La voz sonó grave y áspera, con un tono un poco impaciente, como si hubiera levantado el teléfono en medio de algo.
—Me pasó su número Campari —dije, dispuesto a mentir todas las veces que fueran necesarias. Pronuncié mi nombre y quedé en vilo. Creí que estaba arriesgando en el principio una ficha demasiado alta, pero no pareció despertar del otro lado el menor reconocimiento—. Yo también publiqué mis dos primeras novelas con Campari —agregué, no muy seguro de que aquello sirviera de contraseña.
—Ah sí, claro que sí: el autor de La decepción.
—La deserción —corregí, algo humillado, y aclaré, en un reflejo defensivo—. Ésa fue la primera.
—La deserción, claro, ahora me acuerdo mejor. Un título curioso, bastante extremo para una primera novela. Recuerdo que traté de imaginar cómo llamaría a la segunda. ¿Con el rabo entre las patas? Parecía que en esa época usted sólo hubiera leído a Lyotard: estaba ansioso por abandonar antes de empezar. Aunque también había algo hacia el final de Las ilusiones perdidas, ¿no es cierto? Me alegro de que después haya escrito otra. Ésa es la paradoja de los que anuncian deserciones, límites, caminos sin salida: que después quieren, de todos modos, escribir la próxima. Yo hubiera apostado que usted se dedicaría a la crítica. Creo que en algún momento vi su nombre debajo de alguna reseña. Una reseña con todas las palabritas. Y pensé que no me había equivocado.
¿Habría leído entonces, quizá también, la nota que había escrito sobre sus libros? Nada en su tono permitía saberlo definitivamente. Pero al menos todavía no había colgado el teléfono.
—Hice críticas durante un par de años —dije—. Pero nunca dejé de escribir: mi segunda novela, Los aleatorios, apareció el mismo año que su Día del muerto, aunque no con tanta suerte. Y en estos años escribí otras dos más —dije, herido a mi pesar de que mis libros le resultaran tan desconocidos.
—No me enteré, supongo que debería estar más atento a las novedades. Pero me alegro por usted: de profeta del abandono ya está por convertirse en un autor prolífico. Aunque seguramente no me llama para hablar de sus libros ni de los míos.
—En verdad sí —dije—. Lo llamo porque estoy por escribir ahora una novela sobre una historia real...
—¿Real? —me interrumpió, con un tono de burla—. Cuántos cambios. Creí que usted abominaba de los realismos y que sólo le interesaba no sé qué experimento arriesgadísimo del lenguaje.
—Tiene razón —acepté, dispuesto a dejar pasar los golpes—. Esto es muy diferente de todo lo que escribí hasta ahora. Es algo que me contaron y quisiera transcribir exactamente, casi como una crónica, o un reportaje. De todas maneras, suena tan increíble que nadie lo confundiría con un caso verdadero. Salvo, quizá, las personas involucradas. Es por eso que lo llamo —dije, y quedé a la espera de su reacción.
—¿Soy una de las personas involucradas? —parecía divertido y todavía ligeramente incrédulo.
—Yo diría que es el personaje principal.
Hubo un silencio del otro lado, como si Kloster ya tuviera el presentimiento correcto y se preparase a jugar una partida diferente.
—Ya veo —dijo—. ¿Y de qué trata esa historia que le contaron?
—De una sucesión de muertes inexplicables, alrededor de la misma persona.
—¿Una historia de crímenes? ¿Así que piensa internarse en mis territorios? Lo que no entiendo —dijo después de un segundo— es cómo podría ser yo el protagonista de una historia así. ¿Soy acaso la próxima víctima? —preguntó en un tono de fingida alarma—. Sé que algunos escritores de su generación quisieran verme muerto lo antes posible, pero siempre pensé que era metafórico, espero que no estén dispuestos a pasar a la acción.
—No; no sería la víctima, sino más bien la persona detrás de estas muertes. Eso es lo que parece creer, al menos, la persona que me lo contó. —Y pronuncié el nombre completo de Luciana. Kloster soltó al escucharlo una risa seca y desagradable.
—Me preguntaba cuánto más demoraría en decirlo. Así que la dama de Shalott volvió a la carga. Supongo que debería estar agradecido: la última vez me envió un policía, se está refinando un poco con sus embajadores. Lo que no puedo creer es que alguien todavía esté dispuesto a escucharla. Pero claro, usted tenía alguna relación con ella, ¿no es cierto?
—Hacía diez años que no la veía. En realidad, no sé todavía cuánto le creí. Pero sí lo suficiente como para decidirme a escribir la historia. Aunque no quisiera publicarla, por supuesto, sin conocer la versión suya.
—La versión mía... es curioso que lo diga. Yo también estoy escribiendo desde hace años una historia, digamos, con los mismos personajes. Claro que seguramente será muy distinta de la de usted.
Aquello que acababa de oír me pareció una noticia providencial que acudía en mi ayuda. Después de todo, nada inquieta tanto a un escritor como enterarse de que alguien más ronda su tema. Sólo tenía ahora que jugar con cuidado mi carta.
—Si le parece —dije—, podríamos reunirnos cualquier día que tuviera un minuto de tiempo. Yo le mostraría estos papeles que escribí a partir de lo que me contó ella. Pero si usted me explica por qué no debería creerle, desistiría de toda la idea. No querría, por supuesto, publicar algo que pudiera dañarlo de manera gratuita.
Había dicho, como siempre, una palabra de más.
—Del modo en que lo plantea —dijo Kloster cortante— parece casi una extorsión. Ya me tocó una vez enfrentar las extorsiones de esa chica. ¿O de eso no le contó nada? Yo no tengo que convencerlo a usted de nada, yo no tengo que darle a nadie explicaciones. Si usted le da crédito a una loca, comprenderá que el problema no es mío. Será suyo.
Su voz subía cada vez más y creí que estaba a punto de colgar.
—No, no, claro que no —traté de apaciguarlo—. Por favor, no soy un enviado de ella, no tengo ninguna relación con ella, me vino a ver después de diez años y como le dije antes, también a mí me pareció que estaba un poco trastornada.
—Un poco trastornada... Usted sí que es benévolo. En fin, si tiene eso en claro, no tengo problema en que nos reunamos y yo también le contaré un par de cosas. Además, hay algo por mi parte que me gustaría preguntarle, un detalle que quisiera incluir en la novela. Pero ya hablaremos. ¿Tiene usted mi dirección?
Dije que sí.
—Bien, lo espero entonces mañana a las seis de la tarde.
—¿Qué me parece? —dijo Kloster. Había hecho un gesto de aversión después de leer la última de mis hojas y apartó la pila que se había formado a un costado, como si no quisiera volver a verla. Se echó hacia atrás en su sillón y llevó las palmas hacia arriba hasta unirlas por sobre la cabeza. A pesar del frío que hacía afuera, tenía puesta solamente una camiseta de manga corta, y los brazos, largos y desnudos, formaron dos triángulos simétricos en suspenso.
Yo había pasado la noche sin dormir y no me sentía ahora con todas las luces para el enfrentamiento que se avecinaba. Había trabajado contra reloj para llevar adelante la pequeña farsa. Me había propuesto transcribir el relato de Luciana con la máxima exactitud, desde el momento en que había entrado en mi departamento. Había tratado de reponer una por una las preguntas que le había hecho, sus pausas, sus vacilaciones, aun sus frases interrumpidas. Pero había omitido todos mis pensamientos sobre ella y también —sobre todo— la impresión que me había provocado su aspecto y mis propias dudas sobre su estado mental. Sólo había quedado en el papel la sucesión desnuda de líneas de diálogo, el vaivén de las voces, tal como hubiera podido registrarlo un grabador. Había trabajado con la fijeza hipnótica que da la noche después de las horas, frotando una y otra vez el mismo recuerdo: la cara de Luciana en la penumbra creciente del cuarto y el grito aterrado con que me había suplicado que no quería morir. Había corregido y agregado detalles que reaparecían y desaparecían con la intermitencia cada vez más lenta de la memoria y en la madrugada, por fin, imprimí una veintena de páginas. Ése era el señuelo con que me había presentado, puntualmente, a las seis de la tarde, en la casa de Kloster.
Al tocar el timbre me había detenido en un instante de admiración ante la puerta de hierro imponente. Cuando el sonido de la chicharra me franqueó la entrada vi la gran escalera de mármol, los bronces, los espejos antiguos, con esa punzada de admiración cercana a la envidia que da la fortuna ajena, y no pude dejar de preguntarme cuántos miles y miles de ejemplares debían venderse para pagar en aquella zona una casa así. Kloster, que me esperaba en lo alto, me extendió la mano y me miró por un momento, como si quisiera asegurarse de que nunca nos habíamos visto antes. Era más alto de lo que hacían imaginar las fotos y aunque debía pasar ya los cincuenta, había algo poderoso en su figura erguida y juvenil, casi una jactancia de su estado atlético, que hacía recordar antes al nadador de mar abierto que al escritor. Pero aun así, y a pesar de la nota todavía vibrante que impartía su cuerpo, la cara estaba consumida, vaciada cruelmente, como si la carne se hubiera retirado para dejar aparecer el filo agresivo y desnudo de los huesos, y los ojos, en el mismo retroceso, se hubieran confinado a un nicho frío y celeste, desde donde me escrutaban con una fijeza desagradable. El contacto de su mano había sido rápido y seco y en el mismo movimiento me había señalado el camino a la biblioteca. No había condescendido al esbozo de una sonrisa, ni al intercambio de rigor de trivialidades, como si quisiera dejarme en claro desde el principio que no era del todo bienvenido. Pero a la vez, esta renuncia inicial a la cordialidad convencional allanaba paradójicamente el camino: ninguno de los dos debía hacerse ilusiones. Con todo, mientras me indicaba los sillones se ofreció a preparar café y yo, que había tomado taza tras taza desde la mañana para mantenerme despierto, igualmente acepté, y apenas desapareció en uno de los pasillos me levanté de mi sillón para mirar alrededor. La biblioteca era imponente, con estantes que llegaban cerca del techo. Aun así, no provocaban una sensación de agobió porque dos ventanales con vitraux daban respiro y alivio a las paredes. Había una lámpara de pie junto a otro sillón más apartado, donde Kloster seguramente se echaba a leer. Deambulé por las bibliotecas, dejando pasar el índice por el lomo de algunos libros. En el hueco de un estante, entre dos enciclopedias, ni escondida ni ostentada, reposaba con su cinta tricolor la Cruz de Honor de la Legión Francesa. Fui hasta otra biblioteca de cedro en medio de los ventanales, más angosta y con puertas vidriadas. Kloster había reunido allí las ediciones de sus propios libros, multiplicados en traducciones a docenas de lenguas, en toda clase de formatos, desde ediciones económicas de bolsillo a grandes tomos lujosos de tapa dura. Sentí otra vez, más agudo, el aguijón que me avergonzaba, el mismo sentimiento que, lo sabía, más allá de Luciana, me había espoleado contra Kloster en aquel artículo indigno y que podía resumirse en la queja silenciosa: ¿por qué él sí y yo no? Sólo puedo decir en mi defensa que era difícil, frente a esa biblioteca, no sentirse un Enoch Soames desposeído y borroso. En dirección opuesta a la que había tomado Kloster había otro pasillo más angosto y bajo que parecía conducir a las dependencias de servicio, o tal vez al estudio donde trabajaba. La luz ya demasiado débil de la tarde dejaba este pasadizo en penumbras, pero alcancé a ver que las paredes estaban tapizadas de ambos lados con pequeños cuadros con fotos. Me acerqué, atraído irresistiblemente, a la primera: era una nenita muy linda, de tres o cuatro años, con el pelo alborotado y un vestido a lunares que, parada sobre una silla, trataba de alcanzar la altura de Kloster. La cara del escritor estaba totalmente transformada, o quizá debiera decir, transportada, por una sonrisa de expectación, a la espera de que la mano en equilibrio llegara a tocar su cabeza. La foto tenía un corte a un costado, que avanzaba en ángulo hacia arriba, como si hubieran hecho desaparecer con una prolija tijera otra figura de la escena. Escuché los pasos que volvían de la cocina y regresé a mi lugar en el sillón. Kloster dejó dos jarros de tamaño militar sobre la mesita de vidrio y gruñó algo sobre la falta de azúcar en la casa. Se sentó frente a mí y se apropió inmediatamente de la carpeta transparente donde había llevado las hojas.
—Así que ésta es la historia —dijo.
Por casi cuarenta minutos eso fue todo. Kloster había sacado las hojas sueltas de la carpeta y las había dispuesto como una pequeña pila sobre la mesa. Las alzaba de a una para leerlas y empezó a formar una segunda pila al dejarlas otra vez boca abajo. Yo estaba preparado para que protestara, para que se indignara, para que a partir de cierto punto las arrojara a un costado o las rompiera, pero Kloster avanzaba sin emitir un sonido y sólo parecía cada vez más ensombrecido, como si al leer se fuera internando otra vez en un pasado que lo había agobiado y que comparecía ahora otra vez con sus fantasmas de largas manos. Apenas en un par de ocasiones movió con incredulidad la cabeza y cuando por fin terminó, quedó con los ojos mirando el vacío durante un momento de silencio larguísimo, como si yo hubiera desaparecido por completo para él. Tampoco me miró cuando le pregunté qué le había parecido y sólo repitió la pregunta, como si le llegara no de un interlocutor humano sino desde adentro de sí mismo.