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Authors: David Lozano Garbala

La puerta oscura. Requiem (56 page)

Mathieu, sorprendido ante la rotundidad con la que se había expresado el médium, siguió meditando.

—Puedo entender que desde allí lo protejan de los cazavampiros —continuó—, pero lo que no consigo comprender es cómo aspiran a traerlo hasta aquí. Durante las horas de oscuridad, imagino que Jules se comportará a estas alturas como…

—Como una fiera —termino Edouard, no sometido a los mismos escrúpulos que frenaban a Mathieu a la hora de calificar la conducta de su amigo—. Es predecible.

—¿Entonces?

—Buena pregunta, para la que no me cabe duda de que el Guardián tendrá respuestas. Ha demostrado en otras ocasiones su capacidad de planificación. Algo habrá previsto. Seguro.

—Eso espero.

—En cualquier caso, será peligroso, Mathieu. Según el nivel de contaminación que arrastre Jules, no será consciente de lo que hace, sobre todo si se siente acosado.

—Lo que implica…

—Que puede reaccionar atacando a Michelle o a Marcel.

—Joder —Mathieu resopló, agobiado—. Tú sí que sabes animar.

—Tenemos que ser realistas, conscientes de los riesgos a los que nos enfrentamos.

—Pero si tan crudas están las cosas, ¿cómo pretendéis maniobrar con Jules si finalmente logran traerlo hasta aquí? Será imposible acercarse siquiera…

—Mientras dure la noche, no creo que sea factible ningún intento —coincidió Edouard—. Supongo que habrá que aprovechar su letargo diurno. Será entonces —aventuró— cuando se le pueda administrar la sangre de Lena Lambert.

—Aun así, será peligroso.

—Claro. Un vampiro nunca está completamente dormido. Nunca.

* * *

—Yo no estaba dentro del arcón —contaba en susurros Lena Lambert, sentada junto a ellos en los asientos traseros del coche—, solo asomada sobre él eligiendo ropa. Fue entonces cuando noté la succión. No pude reaccionar. Mi siguiente recuerdo es oscuridad y yo misma en el Más Allá, lejos de mi casa, perdida en un mundo desconocido.

—Eso sucedió la medianoche del treinta y uno de octubre de mil novecientos ocho —quiso confirmar Pascal.

—Eso es. Anduve sin rumbo fijo por los senderos luminosos, hasta que me crucé con un espíritu errante —los chicos comprobaban que esa mujer dominaba la terminología de aquel mundo, no en vano llevaba tanto tiempo sin ver el auténtico sol en esa región de tinieblas perpetuas—. Ese espíritu me lo explicó todo: dónde me encontraba y mi condición de Viajera. Se llamaba Jean Lafontaine, un joven que había muerto al naufragar el barco en el que iba como polizón. Luego nos separamos, pues él se dirigía a un cementerio muy lejano y yo no quería distanciarme del lugar en el que había aparecido. Creo que en el fondo todavía conservaba la esperanza de recuperar mi vida anterior. Qué ingenua.

—¿Y entonces? —quiso saber Dominique.

—Más tarde, mientras intentaba localizar el lugar desde el que había surgido en aquella dimensión, escuché una voz que me hechizó por completo. Por su culpa me aparté de los senderos luminosos. Esa fue mi perdición.

—El canto de las sirenas —adivinó Pascal—. Lo conozco.

Lena asintió.

—Pues serás de los pocos que lo han oído y pueden contarlo, Pascal —ella se tomó un respiro; era evidente que recuperar todos esos recuerdos de su memoria le suponía un gran impacto emocional—. El caso es que por su culpa me sumergí en la oscuridad y me fui adentrando en aquella zona desértica, en dirección al origen de esa voz que no cesaba de llamarme. Apareció una manada de carroñeros. ¿Cómo olvidar su olor, su aspecto inmundo, sus gruñidos? Huí internándome aún más hacia la región de los condenados. Por suerte, algún espíritu debía de haber respondido también a la llamada de las sirenas, porque los carroñeros se desviaron en el último momento, y me salvé por los pelos. Yo para entonces estaba tan aterrada que solo corría, sin pensar. Estuve a punto de caer en un estado de
shock
del que no hubiera despertado con vida. Así atravesé el Umbral de la Atalaya y, sin saberlo, me introduje en un territorio mucho más peligroso que el que abandonaba —suspiró—. Ay, si hubiera sabido todo lo que sé ahora…

—No podías, Lena —procuró animar Pascal—. Estabas sola. Bastante hiciste con sobrevivir.

Ni él ni Dominique concebían cómo lo había conseguido sin ayuda, pero lo cierto es que ahora estaba allí, junto a ellos.

—Pasé varias jornadas escondiéndome de todo, sin hacer ruido, lejos de cualquier senda. Me arrastraba, bebía de las charcas. Terminé enfermando.

—Y así llegaste a la Colmena de Kronos —terminó por ella el Viajero.

—Eso es. Muy débil, enferma, deprimida… pero viva. Solo un milagro puede explicar que no me convirtiera en pasto de las criaturas malignas.

Un milagro. Pascal pensó en las invisibles intervenciones del Bien. ¿Cómo interpretar los acontecimientos buenos que iban marcando sus vidas? ¿Se trataba de mero azar o de algo más?

—Al menos, el torrente del tiempo me ayudó a recuperarme. En realidad —su semblante adoptaba una mueca resignada— es como un verdugo que te prepara con objeto de que estés en perfectas condiciones para sufrir tu condena —guardó silencio, recordando—. En ese momento, mientras atravesaba el puente que salvaba el precipicio y entraba en la Colmena, no imaginaba lo que me esperaba —se echó a reír, una risa llena de amargura—. Aún confiaba en volver a casa. Esa inocencia la he perdido. Para siempre.

Era todo tan definitivo en aquella realidad.

—Desde el principio me di cuenta de que la mejor forma de sobrevivir en la Colmena era pasar desapercibida —terminó—. Y eso es lo que he intentado hacer hasta ahora.

—Imagino que durante todo este tiempo habrás visitado muchas épocas… —Dominique sentía curiosidad por las vivencias que debía de atesorar la mujer.

—Ya lo creo, pero no te recomiendo el
tour
—señaló con ironía—. He vivido tantos horrores… Una masacre de indios durante la colonización de América, por ejemplo. Qué espanto. Y, más recientes, atrocidades contra los nativos cometidas por el rey belga Leopoldo II en el Congo a principios del siglo veinte o la catástrofe de Chernobyl, además de otros genocidios, guerras… Todo se reduce siempre a lo mismo: odio, ambición, sangre y rencor. El ser humano no aprende de sus errores.

Miró ahora a los chicos, intrigada.

»¿Y vosotros qué contáis? Sois una pareja bien extraña. Porque tú, Dominique…

No continuó. Pero el chico entendió a qué se refería.

—Sí, estoy muerto —reconoció—. Pero desde hace poco, ¿eh?

Los tres se echaron a reír, lo que tenía mucho mérito. A continuación, explicaron a Lena —no sin antes comprobar que el chófer seguía pendiente de la conducción— cómo habían acabado buscándola juntos.

Minutos después, llegaban a la dirección indicada por la mujer, y el coche se detenía con suavidad.

* * *

Jules permanecía tendido boca arriba en el suelo de la parte trasera del vehículo. Las violentas convulsiones que agitaban su cuerpo, haciéndolo vibrar como una marioneta desencajada, le impedían notar los movimientos que el habitáculo sufría como consecuencia de las maniobras de la conducción.

Su exhausta conciencia se disolvía, se desintegraba bajo una marea oscura que iba sepultando sus últimos pensamientos.

Jules se sumía en una gravedad crítica; la infección parecía ir imponiéndose a mordiscos en sus entrañas. Se retorcía de dolor, aunque de entre sus labios agrietados solo brotaban gemidos roncos y una respiración sibilante.

Sobre su piel, empapada, resbalaba el sudor.

El chico sintió cómo se hundía en las profundidades de su propio cuerpo. Se fue alejando de la visión borrosa de sus ojos, que acabaron convertidos en dos diminutas oquedades desde las que se filtraba, hacia sus vísceras, la penumbra del interior del monovolumen. El seguía cayendo, alejándose de la superficie de su rostro, precipitándose hacia una negrura mucho mayor y definitiva.

* * *

Habían escuchado una detonación próxima hacía unos minutos, pero no se detuvieron. Marcel conducía con los faros apagados mientras Michelle, pistola en mano, vigilaba al estilo de un centinela los tramos del cementerio que iban quedando a la vista. A pesar del celo con el que mantenía los ojos abiertos, se trataba de una ardua labor: las sombras se multiplicaban a su alrededor, se deslizaban como siluetas que jugaban a ocultarse al paso del vehículo entre los perfiles mudos de los panteones, el contorno de las lápidas y las figuras inmóviles de ángeles ciegos.

La luna seguía derramando sobre aquel escenario furtivo su luz metálica, guiándolos.

Los dos se mantenían muy erguidos en los asientos, separados del respaldo, en una reacción inconsciente ante el hecho de que tan solo una placa de metacrilato reforzado los separaba de la peligrosa mercancía que transportaban: Jules… o lo que quedaba de él.

Ambos preferían no pensar en ello hasta que estuviesen en lugar seguro.

Nada sabían del estado del joven gótico ni de su aspecto. Lo prioritario en aquel momento, sin embargo, era escapar de ese recinto y llegar cuanto antes a las instalaciones protegidas del palacio.

El monovolumen circulaba por un camino asfaltado que conducía directamente a una de las salidas del cementerio. Atendían anhelantes al lento aproximarse del muro que los separaba de lo que se les antojó como la «civilización», la ciudad de los vivos, temiendo que en cualquier momento Justin surgiera de las tinieblas dispuesto a impedir una vez más que lograran llevarse a Jules.

Nada sucedió, por fortuna, y atravesaron sin incidentes los umbrales que marcaban el límite del recinto funerario. Marcel hizo derrapar al vehículo al tomar una curva a demasiada velocidad.

Atrás dejaban el cuerpo sin vida de Suzanne, impregnado del mismo silencio que emanaba de las tumbas. Tal vez no fuera el único cadáver a la intemperie que quedaba allí, se plantearon ellos sin lograr dar respuesta a la detonación escuchada minutos antes.

Tanto el Guardián como Michelle recibieron, eufóricos, la luz más sólida del primer vecindario, se dejaron embargar por el rumor creciente del tráfico cercano como si fueran señales de su renacer tras el peligro vivido. Sin embargo, apenas pudieron disfrutar de aquellos indicios iniciales de seguridad. El forense, muy pendiente, captó de inmediato la aparición de una nueva amenaza que se cernía sobre ellos desde un lateral: un coche se dirigía a toda velocidad contra el monovolumen, dispuesto a interceptarlo. Al volante, dedos ensangrentados y un rostro vendado de ojos enloquecidos.

Un rostro que no se detendría ante nada.

Michelle solo alcanzó a abrir la boca en un gesto previo al grito cuando se giró para descubrir el coche que se les venía encima. Marcel aún tuvo tiempo de dar un volantazo en ese momento, que logró reducir la violencia del impacto.

Justin, calculador, estrellaba su vehículo contra la parte delantera del monovolumen para evitar que el golpe abriera alguna vía de escape al vampiro. Las vidas de los demás no le importaban.

* * *

Lena los había conducido, tras dejar atrás el coche de Patrick Welsh, hasta una plaza en cuyo centro se alzaba una diminuta fuente de piedra, medio oculta por unos tentáculos secos de hiedra muerta.

—Y aquí la tenéis —dijo una vez hubieron entrado en aquel espacio, abriendo los brazos.

Los chicos observaron ese escenario sin distinguir el acceso a la Colmena de Kronos por ningún lado. Ella se percató de lo que ocurría ante su silencio atento, y se apresuró a indicarles lo que tenían que mirar.

—La puerta es la propia plaza —señaló los edificios que la circundaban—. Las mismas fachadas de las construcciones van configurando un hexágono alrededor de la fuente, ¿lo veis?

Ahora sí distinguieron la figura geométrica que buscaban, aunque de unas proporciones mucho mayores a las imaginadas. En el pavimento, un bordillo que recorría todo el perímetro de aquella área dibujaba con mayor claridad el trazado que habían estado buscando sin acertar a fijarse donde debían.

—Supongo que ahora tendríamos que situarnos en la zona central… —murmuró Pascal, consciente de que llegaba el momento de formular la pregunta que le había estado rondando por la cabeza desde que abandonaran el restaurante Lodge's.

Lena Lambert captó aquel tono dubitativo. Lo asombroso fue lo eficazmente que supo interpretarlo.

—Os ha sorprendido que me despidiera de Patrick para siempre, ¿verdad?

Los dos chicos asintieron.

—¿Qué necesidad tenías de hacerlo? —preguntó Dominique, intrigado—. Solo necesitamos de ti unas gotas de sangre que ya nos has ofrecido, y además no puedes acompañarnos de vuelta a la Tierra de la Espera.

—Porque no puedes abandonar la Colmena de Kronos, ¿verdad? —Pascal quería confirmar aquella hipótesis que habían dado por supuesta desde el principio, asumiendo que nadie en su sano juicio se quedaría vagando de pesadilla en pesadilla en esa dimensión por propia voluntad.

Y es que durante ese viaje Pascal se había planteado un incómodo interrogante: si terminaban localizando a Lena Lambert, ¿se limitarían a conseguir de ella su sangre, abandonándola de nuevo a su destierro? ¿Serían capaces de dejarla allí y regresar a su mundo? En su fuero interno, el chico había tomado desde el principio la determinación de ayudarla, en el improbable caso de que hubiese alguna alternativa. Eso era precisamente lo que aspiraba a averiguar planteando sin tapujos la cuestión a Lena.

—Si quiero seguir viviendo, no puedo salir de Kronos —ratificó ella—. En el mismo instante en que pise fuera de la Colmena, entraré en un proceso acelerado de envejecimiento, mi cuerpo empezará a experimentar el deterioro propio de una persona que ahora tendría que haber cumplido bastante más de cien años de edad. Es decir —tradujo—, si salgo de este entorno, moriré en un corto espacio de tiempo tras sufrir una imparable degeneración —suspiró, su rostro envuelto en la resignación propia de los condenados a cadena perpetua—. Si al menos aguantase hasta llegar al mundo de los vivos, hasta recuperar el recuerdo de mi propia realidad… Pero no creo que disponga del tiempo suficiente. Esa es la retorcida forma con la que la Colmena puede condenar a un vivo a sus eternas recreaciones.

Aquella explicación mataba de raíz las exiguas esperanzas que Pascal había puesto en un hipotético rescate de la Viajera. Tal como sospechaba, una vez más quedaba demostrado lo inútil de pretender enfrentarse a las normas de esa dimensión.

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