Read La puerta oscura. Requiem Online
Authors: David Lozano Garbala
—Uno siempre tiene la última palabra —señaló—. Somos libres, ni siquiera el destino puede doblegar nuestra voluntad hasta ese punto.
Necesitaba creerlo. Además, se trataba de una convicción que había ido alimentando dentro de él conforme asimilaba su propia condición de Viajero. Al menos, la Puerta Oscura le había permitido vencer su tradicional inseguridad.
—Una decisión contraria al destino se convierte con demasiada facilidad en una última voluntad —señaló ella—. La libertad, como máximo lujo, tiene un elevado precio.
—¿A qué te refieres? —quiso concretar Dominique, que atendía interesado a aquella conversación tan trascendente.
—A que, en ocasiones, la única posibilidad que te queda de escapar al camino que se abre bajo tus pies es terminar la ruta prematuramente, acabar con todo.
Los chicos guardaron silencio, intimidados ante la evidente interpretación de aquellas palabras.
—¿Insinúas que a veces la única escapatoria posible es el suicidio? —Pascal se había puesto muy serio. Hablar en esos términos le trajo a la memoria la imagen de los últimos momentos de vida de Beatrice, cuando se tiró por la ventana del palacio arrastrando a Verger. Solo ella era la responsable de aquel final; culpar al destino de su iniciativa habría sido una cobardía.
Lena había asentido, con lentitud.
—Eso es lo que insinúo, sí. ¿Acaso este último viaje no consiste, para mí, precisamente en esa decisión? Mi forma de plantarle cara a mi suerte consiste en la determinación de atreverme a cruzar los umbrales de la Colmena de Kronos.
—Suicidarte —tradujo Dominique.
Pascal, negándose a semejante concepción, compadeció a aquella mujer en cuyos ojos leyó tanta desesperanza, tanto cansancio de vivir.
Ella había sido arrancada de su realidad, y por culpa de la soledad que había soportado durante tantos años no había sido capaz de entender lo esencial de la existencia.
—Esa es la diferencia entre tú y yo —manifestó Pascal con suavidad—. Tú no crees en la intervención del Bien. Por eso asumes tu situación como definitiva. Y… —no había otra manera de decirlo— te rindes.
El Viajero no pretendía que sus palabras sonaran tan duras, sobre todo teniendo en cuenta que aquella mujer había mostrado su carácter luchador durante muchas décadas. Pero él creía en el futuro, y en que cada uno era responsable de sus propios pasos.
Al igual que Pascal asumía junto a Dominique su parte de responsabilidad en el trágico final de este, Lena tenía que reconocer que había sido ella la que, por error, se había conducido hasta la Colmena de Kronos.
—Puede que tengas razón —cedió ella, conciliadora—, y seamos nosotros quienes acabamos modelando los acontecimientos que condicionan nuestras vidas. No lo sé. Pero yo estoy muy fatigada, Pascal. Lo que ahora quiero es reunirme con los míos, descansar. Ya he caminado suficiente, ¿no te parece?
Aquella última afirmación era indiscutible.
No siguieron hablando, pues Pascal notó una considerable intensificación en el resplandor que irradiaba el mineral transparente —se aproximaban a su objetivo— que coincidió, además, con una repentina corriente que los desplazó hacia un extremo lateral del torrente de tiempo. En la misma dirección que señalaba la piedra.
Un núcleo de energía los atraía.
—¡Preparaos! —gritó, provocando que los otros se agarraran con más fuerza a él—. ¡Estamos llegando!
Así era. En cuestión de segundos, aquel primer impulso que había percibido en medio de la calma neutra que los envolvía fue ganando consistencia hasta convertirse en el poderoso flujo de succión que ya conocían, y que los arrancó de esa dimensión transitoria de un modo tan súbito que les cortó la respiración.
Lo siguiente que sus ojos vieron, al dejar de rodar por el suelo, fue un espacio hexagonal cuyas seis paredes rocosas constituían a su vez nuevos accesos de idéntica silueta poligonal: la primera celda de Kronos. En un extremo, partiendo de otra puerta de trazado geométrico, se iniciaba el corredor que conducía a la entrada.
—Lo… lo hemos conseguido —anunció Pascal, recuperándose del mareo—. Estamos a punto de salir de la Colmena.
Dominique se estiraba como si bostezara, frotándose un costado algo magullado por la última caída. Mientras tanto, Lena Lambert se dedicaba a comprobar el tacto aséptico de aquellos rugosos tabiques con los que no había vuelto a encontrarse desde hacía mucho.
Nada había cambiado, claro. Nada cambiaba en la región de los condenados. Por los siglos de los siglos.
Ella reflexionaba, sobrecogida ante la proximidad del exterior y, por tanto, del límite de su supervivencia. En cuanto atravesara aquellas paredes y pusiera un pie en el paisaje que rodeaba la Colmena, comenzaría su envejecimiento.
No habría vuelta atrás, no cabría el arrepentimiento.
¿Estaba segura de lo que se proponía hacer?
Lena se volvió hacia Pascal.
—¿Vamos, chicos? —animó—. La libertad nos aguarda.
* * *
Michelle y el Guardián se encogieron en sus asientos, procurando quedar fuera del alcance de los disparos de Justin, que estaban a punto de fragmentar el resquebrajado cristal de la ventanilla de la chica. Aquella plancha de vidrio no resistiría muchos más impactos.
Ellos continuaban muy doloridos, pero la situación no permitía desperdiciar ni un segundo.
—¿Pero es que no se va a dar nunca por vencido? —preguntó Michelle, impresionada.
Ni se había percatado de que su teléfono móvil había estado sonando.
—Locos —dijo Marcel—. Solo muertos se detienen.
Varias luces se encendieron en el vecindario más próximo. Las detonaciones estaban despertando a la gente. Tenían que alejarse de allí cuanto antes.
—Voy a dar un acelerón —advirtió el forense, llevando su mano derecha a la palanca de cambios—. Sujétate.
El monovolumen permanecía en punto muerto; Marcel no había apagado el motor. Colocó un pie sobre el pedal oportuno, preparándose para la maniobra.
—Pero tendrás que alzarte para poder manejar el volante —dijo entonces Michelle, alarmada—. Y Justin te puede alcanzar con sus disparos; seguro que aún le quedan balas. El cristal no aguantará.
—Algún riesgo hay que correr —Marcel hablaba con resignación, consciente de que las circunstancias no concedían alternativas más prudentes—. Procuraré hacerlo muy rápido. No podemos quedarnos aquí. La policía no tardará en llegar.
Por lo menos el rubio, atrapado y herido entre la deformada carrocería de su coche, tampoco estaba en condiciones de acercarse más a ellos.
—Te cubriré —afirmó ella de pronto—. Así no podrá disparar mientras conduces.
Michelle empuñaba la pistola que le entregara Marcel.
—No quiero poner tu vida en peligro —rechazó el forense—. Ya te la has jugado bastante esta noche. Déjame ahora correr con todo el riesgo.
Un nuevo disparo rebotó en el marco de la puerta de Michelle, provocando que ellos se hundieran más hacia el fondo del vehículo.
Justin se empeñaba en recordarles que seguía vivo, dispuesto a acabar con la criatura maligna que cobijaban en el monovolumen y a llevarse por delante a todo el que insistiera en interponerse.
—Ya sabes cuál es mi respuesta —contestó Michelle mientras se envolvía el brazo con la cazadora, entre gestos contenidos de dolor.
—¿Qué haces?
—¿Tú qué crees?
Michelle golpeó su cristal con movimientos muy rápidos para no dar tiempo a Justin a disparar. El vidrio, demasiado astillado por los balazos, no tardó en caer por completo.
—Avísame —pidió ella al Guardián—. Y espera a que empiece a disparar. Estamos tan cerca que incluso yo puedo acertar.
Se miraban; él, vacilante; Michelle, con una férrea determinación pintada en el rostro.
Marcel titubeaba; le daba miedo retornar al palacio arrastrando un cadáver más, un nuevo cuerpo joven arrancado de la vida.
No obstante, la acuciante situación le obligó a aceptar por fin la propuesta. No tenía más remedio.
Por otra parte, Justin, que ya había desperdiciado buena parte de su munición, se mostraría ahora más prudente al hacer fuego, lo que reduciría su agilidad a la hora de reaccionar ante un movimiento imprevisto.
—De acuerdo, Michelle —claudicó—. Gracias.
Los dos se prepararon. El forense hundió el pedal del embrague y lo mantuvo así. Colocó la primera marcha y, con el otro pie sobre el acelerador, se dispuso a levantarse para manejar el volante.
Confió en que, a pesar del choque sufrido, el vehículo se portase bien.
—¡Ahora! —gritó.
Al tiempo que él se incorporaba, Michelle sacaba el brazo herido y comenzaba a vaciar su cargador incluso antes de asomarse.
A tan corta distancia, los disparos eran casi a bocajarro y Justin, que apenas tenía movilidad, tampoco disponía de espacio para ocultarse. Nada pudo hacer. Para cuando el monovolumen se agitó con el respingo inicial y se lanzó hacia delante, el chico ya estaba muerto, alcanzado por dos proyectiles que lo dejaron ladeado sobre su propio volante.
Ni Marcel ni ella se dieron cuenta; todo ocurrió demasiado rápido. El acelerón había sido tan brusco que los había impulsado hacia atrás, contra los asientos, aunque el pie del Guardián no se levantó ni un segundo del acelerador. Pasaron a toda velocidad junto a la farola en la que se habían fijado minutos antes, contra la que —ahora sí— se empotró lateralmente el coche de Justin, separándose por fin del monovolumen.
Sin embargo, no continuaron con la previsible huida. Marcel, sin previo aviso, hundió el pie hasta el fondo en el pedal del freno, provocando un fuerte chirrido de derrape que dejó huella en el asfalto mientras los neumáticos, humeantes, parecían clavarse en el firme de la calzada, a punto de quemarse por la fricción con el pavimento. Michelle se vio impelida esta vez hacia delante, pero el cinturón de seguridad evitó que su cara se estrellara contra el cristal del parabrisas.
Un penetrante olor a goma chamuscada llegó hasta ellos desde la ventanilla rota.
Marcel, sin alterar su gesto, acababa de meter la marcha atrás y el vehículo retrocedía a buena velocidad. ¡Estaban volviendo!
—Un pequeño detalle —señaló, recuperando una sorprendente frialdad—. Hemos dejado mi arma con Justin.
Michelle cayó en la cuenta de lo que suponía eso: si la policía se hacía con la pistola, el forense se vería implicado en todo lo sucedido aquella noche, lo que incluía un asesinato y un entramado de muy difícil justificación.
Marcel detuvo el monovolumen a unos metros de la farola donde había quedado el destrozado coche del cazavampiros. Michelle se atrevió a asomarse y distinguió, inmóvil sobre el volante, una cabeza vendada cubierta de sangre.
Al menos, si bien se veían ventanas iluminadas, no detectó personas en las inmediaciones.
—Creo que está muerto —le advirtió al Guardián.
—No podemos fiarnos.
Marcel se colocó un pasamontañas que sacó de la guantera —el riesgo de testigos era directamente proporcional al tiempo transcurrido desde los primeros disparos— y le pidió la pistola a Michelle. Comprobó que aún quedaban un par de balas en el cargador, y se dispuso a salir.
—Espérame aquí.
—Si Justin iba a disparar cuando hemos acelerado, la pistola habrá caído fuera del coche en el primer lugar donde nos hemos detenido —señaló—. Allí.
El forense asintió, mientras abría su puerta. Segundos después, tras comprobar que el rubio no reaccionaba desde su estática posición, echó a correr por la calzada, en dirección al lugar indicado por la chica. En efecto, descubrió junto al bordillo de una acera próxima el bulto oscuro de su arma, que recogió sin detenerse para volver en otra rápida carrera hasta el monovolumen.
Marcel ignoraba que acababa de recuperar una pistola manchada también con la sangre de Bernard.
Una vez en el interior del vehículo, el Guardián no tardó en acelerar para alejarse, esta vez sí, de aquel sector de la ciudad.
La silueta oscura del Chrysler se perdió pronto entre las calles, al tiempo que un sonido de sirenas peligrosamente próximo iba llegando hasta la zona.
* * *
—¡Mierda! —Pascal no hacía más que mirar hacia todos los lados, frenéticamente—. ¿Dónde está?
Su anterior gesto de satisfacción al haber logrado abandonar el torrente del tiempo había desaparecido. Serio, incluso había abierto su mochila y rebuscaba en su interior una y otra vez.
Dominique se le acercó.
—¿Qué te ocurre? —preguntó, empezando a preocuparse.
Las novedades no solían constituir buenas noticias. Y aquella no fue una excepción:
—No encuentro la piedra transparente —comunicó el Viajero, perplejo—. No está.
Se miraba las manos vacías, como no dando crédito.
Lena Lambert también se había aproximado. Los tres se pusieron a inspeccionar aquel espacio hexagonal que ahora los cobijaba, por si el aparatoso aterrizaje que acababan de protagonizar había provocado que Pascal perdiera el mineral-brújula al golpear contra el suelo.
—Tal vez haya ido rodando —aventuró Dominique, llegando hasta el inicio del corredor que conducía al comienzo de la Colmena.
Tampoco descubrió nada.
—La otra alternativa… —comenzó Lena— es que se te soltara en el momento en que fuimos absorbidos para aparecer aquí.
No había otra explicación. Dominique estuvo de acuerdo.
—La verdad es que en este último viaje la succión ha sido mucho más fuerte. Ha podido pasar. Estamos pendientes de tantas cosas…
Ambos procuraban quitar importancia a la pérdida —no era cuestión de desanimar al Viajero—, cuando en realidad su extravío constituía un contratiempo muy serio. ¿Serían capaces, sin la piedra transparente, de no perderse en el camino de vuelta hacia la Tierra de la Espera?
Pascal se llevaba las manos a la cabeza. Para él resultaba desolador concebir que, por su culpa, cabía la posibilidad de que el retorno al mundo de los vivos se retrasase o, incluso, se pusiese en peligro.
Dificultar así la ayuda a Jules, postergar el anhelado encuentro con Michelle…
—¡Pero qué estáis diciendo! —se quejó, negándose a aceptarlo—. No me ha podido pasar eso, no puede ser…
Sí era factible, sin embargo, y en su fuero interno tuvo que empezar a asimilarlo al cabo de unos minutos, cuando ya quedó claro que la piedra no había alcanzado aquel nivel de la Colmena de Kronos.