La puerta oscura. Requiem (67 page)

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Authors: David Lozano Garbala

Resultaba evidente que, incluso sin despertar, Jules había percibido aquella intromisión en su descanso. El proceso de infección, definitivamente, estaba demasiado avanzado para lo que se proponían hacer. Marcel había contado con que, al sentir las ligaduras sobre su cuerpo, Jules despertase abriendo los ojos, pero no una reacción tan prematura y agresiva. Tal como estaban las cosas, no llegarían a inmovilizarlo antes de que se rebelase atacando.

—Retrocedamos —pidió el forense, precavido—. No tiene sentido arriesgarse sin disponer todavía de la sangre de Lena Lambert. Cuando llegue el Viajero, volveremos a intentarlo.

Los tres fueron retrocediendo con calma, paso a paso, sin dejar de vigilar la figura inmóvil de Jules. Una vez en el exterior del monovolumen, Marcel avisó a Mathieu, que se apresuró a activar la plancha trasera para volver a incomunicar al joven gótico.

¿Cuánto tardaría Pascal en aparecer por la Puerta Oscura?

* * *

Metro a metro, Pascal y Dominique cruzaron bajo el arco del Umbral de la Atalaya —la daga refulgiendo con una viveza cegadora—, inmersos de lleno en la aureola de poder que emanaba de aquel viejo tabique de piedra. La muralla se mostraba erosionada en su lado exterior debido al corrosivo contacto con la atmósfera maligna.

Nada sucedió a los chicos y, sin lograr desprenderse de la inevitable inquietud que se había alojado en ellos al aproximarse al puesto fronterizo, se fueron alejando hacia el interior, ya dentro de los confines de la Tierra de la Espera.

Tal como recordaba Pascal, el mero hecho de atravesar aquel perímetro ya transmitía una sensación de alivio: la oscuridad sobre sus cabezas había perdido densidad, y el aire que se respiraba no guardaba ese sabor perverso que se percibía por todos los rincones de la región de los condenados. El mismo desasosiego provocado por la proximidad de los centinelas, que imaginaban apostados en su refugio sobre el muro, fue desprendiéndose de ellos a jirones conforme se distanciaban del paso a través de los senderos brillantes. Ya casi estaban en casa, pensaban entre suspiros.

—Recuerda que aquí también pueden moverse los carroñeros —advirtió el Viajero a Dominique, atento a pesar de la creciente euforia que le estaba invadiendo—. No podemos descuidarnos.

—No lo olvido —el muchacho mantenía empuñada la espada, y no daba una zancada sin escrutar las proximidades oscuras que parecían agolparse más allá de los extremos laterales del camino por el que se desplazaban.

Pronto su avance se había convertido en un correteo furtivo; la cercanía con la Puerta Oscura actuaba como un imán, atrayéndolos cada vez con mayor magnetismo. Pascal habría querido visitar el cementerio de Montparnasse, donde se hubiese encontrado con viejos conocidos: el capitán Armand Mayer, Charles Lafayette… Sin embargo, el estado agónico de Jules, en la otra dimensión, impedía la menor pérdida de tiempo. Tenía que llegar cuanto antes al mundo de los vivos; en esta ocasión no era factible una escala en aquel recinto sagrado al que tantas vivencias le vinculaban. Y es que la misión no había terminado todavía.

Al menos pudo enviar un mensaje para aquellos amigos, pues se cruzaron con un espíritu errante que se disponía a visitar las comunidades de los diferentes cementerios de París, y que se comprometió a transmitir sus palabras.

—¿Aquí puedes orientarte? —preguntó poco después Dominique, a quien la red de senderos resplandecientes seguía antojándosele un auténtico laberinto.

Pascal asintió.

—En otros viajes me han acompañado, pero el acceso a la Puerta Oscura despide para mí una señal suficiente. La percibo. Ella me guía.

Continuaron a buena velocidad, sin apartarse de la zona central de las vías luminosas que abrían en canal la penumbra lánguida de aquel paisaje inerte, estático. Disfrutaban del ambiente protector de esos caminos frente a la ruta tan expuesta que habían recorrido más allá de la muralla, donde nada les servía de cobijo.

En la Tierra de la Espera eludían algunos de los peligros de la intemperie.

Pronto descubrió Pascal un enclave familiar en el sendero, que despertó en su memoria multitud de imágenes: el punto en el que, apartándose de la vía brillante, se abría la sima que conducía al nivel de los fantasmas hogareños y a las cuevas de los suicidas. Se acordó de Ralph, aquel chico negro que tan valiosa ayuda le había prestado en su lucha contra el ente. Pero sobre todo recuperó a Beatrice, a la que imaginó aguardando allí, en soledad, como consecuencia de su último sacrificio en el mundo de los vivos.

Punzadas de remordimiento le asaltaron, como muestra de que esa herida no había cicatrizado aún. A fin de cuentas, había sido su propia actitud ambigua con ella lo que había confundido al espíritu errante conduciéndolo a una decisión equivocada.

Ahora ya no se sentía atraído por Beatrice, pero sí culpable; ella había sido una damnificada más de su doble juego.

Pascal asumió que cada uno estaba pagando su parte de responsabilidad en lo sucedido. La impresión de que había transcurrido tiempo desde todo aquello era falsa; en realidad, esos dolorosos acontecimientos eran tan recientes…

¿Qué tal estaría Beatrice? ¿Qué sentiría? Aunque se había prometido quitársela de la cabeza, donde solo estaba dispuesto a dejar hueco para Michelle, no resultaba tan sencillo borrar aquellos episodios de un pasado tan cercano. Su memoria no era como un disco duro que pudiera volver a formatearse. Pero eso tampoco estaba mal: convivir con determinados errores le ayudaría a no cometerlos en el futuro.

Pascal deseó que aquella etapa que, supuestamente, Beatrice estaba atravesando en un escenario distinto y más duro, fuese llevadera para ella hasta que recibiese la llamada. Su gesto final, librándolos de André Verger, la había redimido de sus errores, y él se alegraba por ello. Merecía un futuro luminoso.

Poco después, dejaron atrás ese emplazamiento del camino que había provocado en él sensaciones tan intensas, y el Viajero recuperó la atención sobre el terreno. No tardó en identificar otras referencias, aunque la que le confirmó que estaban a punto de encontrarse con el montículo a través del cual se accedía al conducto subterráneo que conectaba con el arcón, fue una enorme masa líquida que se balanceaba, espesa y negruzca, cubriendo un área de proporciones inciertas.

—La laguna Estigia —señaló, satisfecho—. Estamos llegando, Dominique.

Ninguno de los dos lo exteriorizó con el esperado entusiasmo, después de todo. Y es que ambos comenzaban a asimilar que lo que en realidad se aproximaba, junto al éxito de la misión, era una despedida.

El momento de una nueva separación.

Fingieron que no pensaban en ello, centrados en el panorama. El hecho de que se hubiesen encontrado con aquellas aguas pútridas en primer lugar demostraba que habían seguido una trayectoria diferente para alcanzar el punto que les interesaba, pero aquel hecho resultaba indiferente. Lo único relevante era alcanzar el mundo de los vivos sin desperdiciar ni un segundo.

No vieron ni rastro de Caronte ni de su monstruoso perro. Pascal supuso que el barquero se hallaba navegando en medio de aquel oleaje de rostros atormentados que Pascal recordaba, mientras trasladaba a los últimos fallecidos hacia su próximo destino.

El Viajero recreó en su memoria la encapuchada silueta de Caronte erguida sobre la cubierta, su lúgubre presencia al compás de los remos cayendo sobre la superficie de la laguna. Observó en la lejanía, como si pudiera distinguir en la otra orilla, a una distancia incomprensible, los primeros indicios del mundo de los vivos.

Dominique también contemplaba con fijeza aquellas aguas, como hipnotizado.

—¿Reconoces ese paisaje? —Pascal cayó en la cuenta de que su amigo, al morir, también tuvo que ser pasajero de Caronte.

—Sí —reconoció Dominique con gesto ausente—. Recuerdo el asombro de todos los que éramos llevados en la embarcación. Ni siquiera hablábamos. Aún no estábamos seguros de lo que nos había sucedido; creo que no habíamos asumido nuestra muerte.

Pascal tuvo que admitir que ese no debía de ser un trago fácil. Sobre todo para aquellos que habían sido condenados, y que serían abandonados a manos de los espectros en una primera escala de ese último trayecto. Girando sobre sus talones, el chico acabó de localizar el montículo que ocultaba el acceso que comunicaba con la Puerta Oscura.

—Vamos, allí está —avisó a su amigo, sin mirarlo a los ojos.

Conforme caminaban, iban siendo cada vez más conscientes de que se acercaban a un punto que marcaba el siguiente límite: el de la compañía de Dominique, que como muerto tendría que quedarse en la dimensión a la que ahora pertenecía. Tal vez fue esa la razón por la que los pasos de los dos parecían ir perdiendo convicción, impulso.

Intuían la despedida.

Se detuvieron por fin frente al pequeño bloque sobre el que el Viajero tendría que apoyar sus manos para que se materializara el acceso a la gruta que llevaba a la Puerta Oscura.

—Esta es la entrada… —anunció Pascal, girándose hacia su amigo con una extraña timidez, como invadido de remordimientos al disponerse a dejar a su amigo en aquella región.

Dominique le sostuvo la mirada durante varios segundos, lo que implicaba ese enclave era evidente para los dos.

¿Qué se podía decir en una situación así? Todo sobraba, así que se limitaron a abrazarse. A fin de cuentas, lo que más echarían de menos sería aquel contacto físico, la presencia real.

—Gracias, Dominique —empezó Pascal, separándose, traicionado por una voz a punto de quebrarse—. De corazón. Me has ayudado mucho; sin tu apoyo, no sé cómo habría terminado este viaje… Te has vuelto a arriesgar por nosotros. Y en tu situación. Incluso aquí sigues siendo único, tío. Único.

El aludido hizo un gesto con las manos quitando importancia a aquellas palabras.

—Me temo que no he sido tan útil —señaló—. Tu condición de Viajero es algo más que una etiqueta. No me has necesitado, en realidad. Pero para mí ha sido un placer. Como siempre.

Dominique procuró sonreír, aunque al final se limitó a bajar la mirada.

—Ojalá pudieras venir conmigo —Pascal hubiese dado un brazo por aquella posibilidad—. Todos te echamos mucho de menos. Es… como si no te hubieras ido. Michelle siempre está hablando de ti.

—¿Sí? —Dominique reaccionaba ante ese dato, delatando sus sentimientos hacia la chica—. Dales muchos recuerdos.

—Lo haré.

Se hizo un nuevo silencio entre ellos.

—Estaré bien, Pascal. En mi cementerio hay muy buena gente. Y un montón de tías; ya me adaptaré a las maduritas.

El Viajero, que al final no había podido contenerse, se secó los ojos mientras se echaba a reír.

—No cambies nunca, Dominique.

—Un poco tarde para planteármelo, ¿no?

Sonreían.

Los dos eran conscientes de que el tiempo apremiaba: aquellos segundos que arañaban en esa dimensión eran lo único a lo que podían aspirar. Tenían que separarse ya. Sin embargo, una vaga intuición despertaba en el Viajero inexplicables suspicacias.

Algo ocurría con su amigo.

Y es que, a pesar de los comentarios jocosos de Dominique, veía su semblante envuelto en un velo melancólico demasiado triste, incluso en esas circunstancias.

—¿Y ese gesto? —le preguntó inquieto—. Recuerda que soy el Viajero y puedo visitar esta dimensión cuando quiera. Esto no es una despedida definitiva. Vendré a verte. Prometido.

Dominique se irguió, con gesto grave, y le puso las manos sobre los hombros. Aquella actitud solemne terminó de alarmar a Pascal.

—No lo harás.

Pascal frunció el ceño.

—No entiendo.

Dominique se adelantó un paso. Libre de la silla de ruedas, los ojos de ambos quedaban casi a la misma altura. Ahora era él quien se hallaba al borde de las lágrimas.

—¿Puedo pedirte algo?

Pascal no pestañeaba. Desorientado, se limitó a asentir con la cabeza.

Dominique tragó saliva.

—No vuelvas —acertó a decir con un enorme esfuerzo—. Quédate en tu mundo.

Pascal se quedó en silencio. Las palabras de su amigo le arrastraban hacia un dilema al que él ya se había estado enfrentando en su fuero interno. Temeroso ante la inevitable necesidad de tomar una decisión al respecto, que tarde o temprano se materializaría, se había limitado a ganar tiempo mientras las circunstancias lo permitiesen. Aquel respaldo coyuntural, sin embargo, se había terminado.

Al fin se decidió a hablar, aunque la voz podía fallarle en cualquier momento.

—Entonces no podremos volver a vernos, Dominique.

Aquel ruego de su amigo implicaba que Pascal renunciase a la esencia de su condición de Viajero: los desplazamientos entre dimensiones. Pero él descubrió que la única consecuencia que en realidad le importaba de ese precio era perder el contacto con la gente que había conocido allí… y con un recién llegado: su amigo de toda la vida.

Dominique había recuperado la sonrisa, aunque ahora su mueca, lejos de ofrecer alegría, reflejaba una profunda pena imposible de maquillar.

—Lo sé —afirmó—. No nos veremos más. Es un sacrificio al que estoy dispuesto, no quiero terminar viéndote como… residente de un cementerio antes de tiempo. Así que, como amigo, te lo pido. Quédate en tu mundo.

—Pero…

Dominique se tomó unos segundos antes de proseguir.

—Claro que me gustaría volver a verte —confesó—, y estar al tanto de todo el grupo y de mi familia a través de tus visitas. Pero no debo pensar en mí. Este es ahora mi hogar, Pascal. Tenemos que asumirlo. Y cada vez que cruzas la Puerta Oscura —su tono se hizo mucho más grave—, lo que entra en la vida de todos es la muerte. Yo he sido una víctima más, no de ti, sino de ese umbral maldito que sigue abierto en vuestra dimensión.

Y Jules está a punto de engrosar la lista. Tus pasos aquí —midió sus palabras, no quería herirle— salen demasiado caros.

Pascal acusó aquella afirmación, sobre todo porque coincidía con pensamientos que habían ido brotando en su cabeza a lo largo de ese último viaje. Pillado por sorpresa ante la insólita petición de su amigo, se mostró todavía vacilante.

—Yo… —Dominique aguardaba, manteniendo su aire de tristeza— no puedo prometerte eso aún; tengo que pensarlo. No puedo.

—Pues deberías.

Una voz conocida, que no pertenecía a ninguno de ellos, acababa de dejarse escuchar muy cerca de los chicos. Los dos, sobresaltados, se volvieron hacia su origen, para descubrir… a una anciana de cabellos desordenados y pintoresca vestimenta.

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