Read La puerta oscura. Requiem Online
Authors: David Lozano Garbala
El aire seguía aullando alrededor de los chicos, iracundo, como lanzando bramidos al firmamento sin estrellas, un universo tan desnudo como la tierra que pisaban.
El Viajero hizo un gesto a su amigo y se detuvo para volverse hacia atrás durante unos segundos. Quería retener en su memoria, antes de alejarse de modo definitivo, la imagen de aquella especie de torreón que se erguía en medio de la planicie muerta, desafiando al Mal en sus propios confines. Allí persistía su luz —verdosa desde esa orientación—, un oasis de claridad rodeado de mareas de sombras.
Ambos agradecieron mentalmente la valiosa ayuda que les había prestado Ronald el farero, aquel entrañable anciano, una ayuda que incluía acompañar a Lena Lambert en sus últimas horas. Ella no moriría en tierra oscura, ni sola. Un final digno para alguien que se había sacrificado por su propia libertad.
—¡Vamos! —indicó el Viajero procurando que su voz se sobrepusiese al gemido del viento, mientras reanudaba sus pasos—. ¡Hay que salir de aquí cuanto antes!
Los dos prosiguieron la marcha, siempre muy pendientes de los alrededores. No estaban dispuestos a sumergirse en otra pesadilla de un condenado, ni a cruzarse en el camino de alguna manada de carroñeros.
Lo cierto era que la ausencia de Lena Lambert hacía posible que ellos mantuvieran un ritmo fuerte en su avance. La proximidad de aquel extremo de la llanura también les servía de estímulo a la hora de sacar fuerzas de flaqueza. Aunque en ese momento no podían distinguirlo, sabían que el comienzo de los desfiladeros quedaba muy cerca; el mero conocimiento de aquel hecho constituía un poderoso motor que los impulsaba frente al agotamiento y el miedo.
Dos veces se vieron obligados a corregir su trayectoria, pues la luz del faro, a su espalda, perdía el tono verdoso de su resplandor, advirtiéndolos así de que se estaban desviando. Ellos se mostraban demasiado atentos como para que aquellos despistes supusieran pérdidas de tiempo significativas; no recorrían ni un solo metro sin mantener activos sus cinco sentidos. Un poco más adelante, captaron una zona sospechosamente brumosa, pero no se lo pensaron: prefirieron dar un rodeo importante antes que arriesgarse con nuevas amenazas.
Conforme la distancia a la construcción se hacía más grande, el faro se fue difuminando en la noche hasta que su silueta terminó engullida por la penumbra, salvo la cúspide iluminada, que permanecía guiándolos con fidelidad insomne. Por fin, un par de horas después, alcanzaron el tramo de páramo que empezaba a agrietarse, anunciando la transición a otro paisaje de relieve mucho más accidentado.
Ni siquiera entonces se permitieron un descanso, a pesar de que Pascal, con su cuerpo vivo, hacía rato que lo necesitaba. Prefirieron adelantarse un poco más hasta sentirse en terreno conocido. Al menos habían quedado fuera del alcance de los tormentosos embates del viento, cuyos bramidos seguían resonando tras ellos.
Abandonada la llanura de las pesadillas, la oscuridad que ahora caía sobre los desfiladeros redujo un grado su consistencia, y los chicos, apreciando aquella tenue claridad, pasaron a centrarse en el cerro con forma de peonza que se alzaba sobre las angostas gargantas que desgarraban el terreno.
Se detuvieron y Pascal aprovechó para comer algo y beber agua de su cantimplora. Se sentó en el suelo, desprendiéndose de la mochila. La dejó a un lado, incapaz de separarse de ella más de lo imprescindible, mientras recolocaba la daga sobre sus piernas.
—Vaya cara tienes —comentó Dominique—. Necesitas dormir.
El Viajero envidió por un instante la falta de necesidades de su amigo muerto. Sabía que solo le mantenía despierto la ansiedad que experimentaba, un efecto que consideró positivo en la situación en la que se encontraban, pues aumentaba su rendimiento.
—Cuando llegue a casa, ya habrá tiempo de descansar —dijo.
Tampoco lo habría conseguido, de haberlo intentado. Pascal se imaginó envuelto en un angustioso sopor salpicado de imágenes de Jules agonizando. No, no lograría conciliar el sueño hasta que aquella contrarreloj hubiese terminado.
Él, desde luego, no estaba dispuesto a concederse una tregua hasta entonces. Se levantó.
—Hay que continuar, ya queda menos para llegar al Umbral de la Atalaya.
Dominique obedeció.
—Lo que tú digas, jefe.
Los dos iniciaron la marcha sorteando los abismos que se abrían a cada paso, siempre orientados hacia el montículo indicado por el farero. Una hora después, el Viajero volvía a frenar el avance con brusquedad.
—¿Qué ocurre? —preguntó Dominique en un susurro.
—Mi talismán —señaló Pascal dirigiendo su mirada hacia todos lados—. Se está enfriando.
Acariciaba su amuleto, alarmado.
Dominique se puso en guardia, empuñando su espada mientras el Viajero enarbolaba la daga; aquella suerte de radar que Pascal llevaba colgado al cuello había detectado una presencia maligna cercana que todavía no localizaban.
Y eso resultaba sumamente peligroso.
El encuentro, sin embargo, no tardó en producirse, precedido de un resplandor azulado que brotó tras un risco de mediano tamaño. Los chicos retrocedieron, extrañados ante aquella repentina luminiscencia que surgía entre las sombras, y que al momento desveló su origen: un grupo de individuos cogidos de la mano, de consistencia etérea y brillo fosforescente, se deslizaba por el terreno sin rozar el suelo, flotando mientras sonreían; almas en pena buscando compañía. Su apariencia pacífica, feliz, no los engañó.
—¡Corre! —gritó Pascal a su amigo—. ¡Hacia el montículo!
Los dos se lanzaron a la carrera, sorteando las grietas que se abrían en el terreno a modo de traicioneras trampas.
Algo más atrás, el grupo de espíritus los seguía con su halo centelleante, meciéndose a pocos centímetros del suelo, sin alterar sus gestos apacibles. Tendían hacia los muchachos manos abiertas, como invitándolos a unirse a aquella familia de aspecto tan complacido.
Pascal intuyó que esa unión, de producirse, no tendría final. Su medallón mantenía su temperatura gélida, advirtiendo de la naturaleza perversa de aquellos seres ingrávidos.
Las exiguas fuerzas de los chicos empezaron a hacer mella en la velocidad con la que pretendían zafarse de los entes luminosos. Decidieron ocultarse entre unos peñascos que la erosión de siglos había resquebrajado, y allí aguardaron, agachados, confiando en que sus perseguidores pasaran de largo entre la multitud de rincones que aquel paisaje rocoso ofrecía.
Al principio lo hicieron, pero los espíritus no tardaron en girar sus rostros transparentes hacia donde ellos permanecían escondidos. El refugio acababa de convertirse en una encerrona, pues las mismas piedras que habían ocultado a Pascal y Dominique ahora impedían su fuga.
Los muchachos se pusieron en pie, armas en ristre, dispuestos a enfrentarse a aquellos adversarios tan extraños. Ni siquiera entonces los fantasmas alteraron sus rasgos serenos, sino que continuaron con su acercamiento acogedor. No emitían ningún sonido.
Algunas de sus manos traslúcidas —porque seguían unidos entre sí— llegaron hasta ellos; agitaban los dedos con avidez, tal vez el único gesto que delataba sus oscuras intenciones. Pascal logró esquivarlas blandiendo la daga, pero Dominique fue atrapado por una de ellas, que le agarró de un brazo. Al momento sintió una debilidad extrema, y se sintió incapaz de rebelarse contra aquel grupo que lo acogía en su seno con una hechizante dulzura, que lo iba rodeando con su fulgor desvaído y pegajoso.
El Viajero se dio cuenta de lo que estaba sucediendo y, de un salto, se situó junto a Dominique para dirigir una estocada que seccionó limpiamente el brazo azulado que mantenía a su amigo enganchado al grupo de ánimas. El trozo amputado se transformó de repente en un nido de gusanos del que Dominique, despertando de su ensoñación, se apartó asqueado, al tiempo que el rostro del espíritu mutilado se arrugaba en una mueca de inhumano dolor. Tampoco entonces ningún sonido llegó hasta los chicos, aunque aquellos seres —todos abrían sus bocas en un grito colectivo inaudible— se apartaron al comprobar el poder de la daga.
—Dominique, ¿te encuentras bien? —preguntó Pascal, haciendo oscilar la afilada hoja de su arma.
—Sí… sí —contestó el otro, todavía desorientado.
—Pues a salir de aquí rápido, antes de que esas criaturas vuelvan a la carga.
Los entes luminosos seguían merodeando en las proximidades, como reacios a perder a sus presas a pesar del temor que les inspiraba el arma del Viajero. Los chicos, sin perderlos de vista, se lanzaron en dirección al montículo que les servía de referencia y que quedaba ya muy cerca. Poco a poco, en medio de aquel escenario cuarteado, fueron logrando alejarse de ellos.
A cierta distancia de allí, dentro de los límites de la llanura de las pesadillas, Roland y Lena Lambert permanecían asomados a una de las pequeñas ventanas del faro orientada hacia la región de los desfiladeros. Procuraban imaginar la suerte que corrían el Viajero y su amigo.
En la mujer se apreciaban nuevos indicios de desgaste, aunque sus ojos se resistían a perder el brillo. No se borraba una amplia sonrisa de sus labios.
—Lo conseguirán —aventuró, convencida—. Los chicos lo conseguirán.
* * *
Marcel, tras consultar por enésima vez su reloj, ascendió por las escaleras hasta el primer piso y descorrió una de las cortinas que tapaban los ventanales. Las primeras luces del alba se derramaron a través del cristal suavizando la penumbra del vestíbulo.
—Ya está amaneciendo —anunció—. Es el momento de intentar otra vez un acercamiento.
Volvió a la planta baja y, junto a los demás, se aproximó hasta el monovolumen. En esta ocasión fue él quien, con suma cautela, se inclinó sobre la ranura lateral del vehículo. Así se mantuvo durante unos segundos, analizando la escena que quedaba ante su vista. Después se apartó.
Nada le había sobresaltado.
—¿Qué has visto? —quiso saber Michelle, respirando más tranquila ahora que nadie se encontraba al alcance de un posible arrebato de Jules.
—Parece que ha entrado en su letargo diurno —respondió él, aliviado—. Los recipientes con la sangre del cebo están vacíos y ahora él permanece tumbado boca arriba, con los ojos cerrados y los brazos sobre el pecho.
«Como un cadáver», dedujo Michelle. El forense ni siquiera había podido precisar si respiraba.
—¿Y el rostro? —Edouard, conocedor de los síntomas vampíricos, quería conocer más detalles.
Marcel bajó la vista.
—Muy pálido. Y me temo que sus facciones no se han humanizado.
Aquel era un mal indicio.
—¿Deberían haberlo hecho? —indagó Mathieu.
El médium asintió.
—Durante su sueño, sí, siempre y cuando el proceso vampírico no se haya completado todavía.
—O sea… —le animó Michelle a que continuara, con el corazón en un puño ante las pesimistas perspectivas que se dibujaban.
—O sea —Edouard había adoptado un semblante ceniciento— que quizá Pascal no llegue a tiempo para aplicarle el antídoto.
Todos guardaron silencio ante aquella demoledora conjetura, conformando una escena que ofrecía el derrotado aspecto de un funeral anticipado. La sombra de la Puerta Oscura se cernía sobre ellos.
—No adelantemos acontecimientos —procuró animarlos el forense, reaccionando—. Aún pueden suceder muchas cosas. De momento, ha llegado el día, lo que es una buena noticia.
—Estoy contigo —Mathieu se resistió a tirar la toalla, aunque no tenía muy claro cuál iba a ser el próximo movimiento—. ¿Y ahora?
—Deberíamos intentar inmovilizar a Jules —propuso Marcel— para ganar tiempo. Así, en cuanto llegue Pascal, podremos llevar a cabo la transfusión. Cada minuto cuenta.
«Tal vez ya no», pensaron los demás sin atreverse a manifestarlo en voz alta.
Michelle tuvo que vencer el dolor que la invadía antes de intervenir.
—Me parece bien esa idea —convino a pesar de todo, dando un paso adelante—. ¿Entramos?
Sus ojos enfocaban las puertas traseras del Chrysler, impaciente. Necesitaba estar ocupada, aunque la iniciativa planteada supusiese un indudable riesgo.
El forense observó el medallón de Daphne, que la chica continuaba llevando al cuello. Edouard también contaba con uno.
—Mathieu —dijo—, eres el único que no dispone de amuleto. Serás el encargado de controlar, desde el asiento del conductor, la apertura y cierre de las planchas que mantienen encerrado a Jules. Nosotros seremos los que entremos.
El chico asintió. Rodeando a cierta distancia el vehículo, abrió la portezuela del piloto y se situó en el lugar indicado, frente al volante. Consciente de lo que descansaba a su espalda, más allá de la superficie de metacrilato que lo separaba de la parte posterior del monovolumen, fue incapaz de apoyarse en el respaldo. Su actitud, inevitable, lo entristeció; aquel cuerpo tendido, cuya mancha borrosa él percibió a través de la placa traslúcida, seguía siendo Jules.
Al menos para ellos.
El forense se aproximó hasta donde él aguardaba más instrucciones. Señaló cuatro botones del salpicadero.
—Con los superiores se activa el mecanismo de la plancha delantera, y con los inferiores, el de la trasera. Izquierda, subir; derecha, bajar.
—De acuerdo.
Mathieu empezó a ponerse nervioso. Descubrió que no tenía ganas de asumir responsabilidades. Y menos aquella, de la que podían derivarse consecuencias tan graves en caso de error.
Pero no había opción.
—Primero abriremos las puertas de atrás —adelantó Marcel—. Entonces te avisaremos para que levantes la plancha correspondiente. ¿Entendido?
—Claro.
El forense aproximó su rostro al de él. Le miró a los ojos.
—Tu cometido es vital y muy delicado. Jules no puede escapar de ahí bajo ningún concepto. ¿Entiendes lo que quiero decir?
Mathieu se encogió de hombros, titubeando.
—Lo que te está diciendo —Michelle se había acercado por el otro lado— es que, al menor contratiempo, vuelvas a cerrar la compuerta. Aunque eso implique… dejarnos a nosotros dentro con él.
Mathieu abrió mucho los ojos.
—Pero…
—No es negociable —cortó Marcel—. Viendo el estado en que se encuentra Jules, una vacilación tuya en un momento crítico podría provocar efectos desastrosos, chico. Debes tenerlo claro si estás dispuesto a participar en esta maniobra.
Mathieu tragó saliva.