La puerta oscura. Requiem (31 page)

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Authors: David Lozano Garbala

El gigante se volvió hacia él.

—Tú dirás.

—No es cuestión de dejar sola a la chica, ¿no te parece?

Bernard puso un gesto algo confuso.

—¿Qué quieres que haga, Justin?

—Que le saques toda la información que puedas.

—Pero cómo…

—Tú sabrás. Deberías tener con ella una… conversación, ya me entiendes. Antes de que desaparezca de la calle. No te cortes con ella —recordó con rencor el momento en que Michelle le había insultado, amparándose en la presencia del policía—. Pero sé discreto; no me interesa perderte.

«Al menos todavía», añadió para sus adentros. A fin de cuentas, el forense conocía ahora las identidades de todos, así que si Bernard se pasaba de persuasivo con la chica, no tardarían en encontrarlo y arrestarlo. Sin embargo, a Justin no le preocupó en exceso aquella posibilidad; Bernard no era esencial.

—Pero hay mucha gente…

—Joder, piensa un poco. Detrás del palacio hay varios callejones y sabes moverte bien —Bernard tenía un pasado reciente como guardaespaldas—. Date prisa; si la pierdes te arrepentirás. No voy a perdonar ningún error en este asunto; es demasiado importante.

La voz de Justin había adquirido un tono amenazador que intimidó a Bernard.

—No… no te preocupes, Justin. Te traeré la información.

—Eso espero. Cuando la hayas conseguido, vete al piso. Te llamaremos al móvil cuando regresemos.

La enorme figura de Bernard se perdió enseguida tras los pasos de Michelle. Los amigos de ella, ajenos a la trampa a la que se dirigía, no abandonaron la acera hasta que la chica llegó al recodo que la situó fuera de su vista.

Justin se encaminó entonces al coche de Suzanne. Sentía el bulto de su pistola bajo la ropa.

* * *

Pascal y Dominique flotaban en el flujo temporal, sin velocidad ni rumbo fijo. Una situación neutra que aprovecharon para librarse de los últimos atavíos romanos que todavía vestían y para ponerse sus propias ropas, guardadas en la mochila de Pascal.

Ambos, experimentando el peculiar contacto regenerador con aquella dimensión, se miraban entre sí procurando adaptarse.

—¿Y ahora?

La voz de Dominique llegaba amortiguada, deslizándose por la atmósfera esponjosa que los envolvía, un velo de colores desvaídos.

Pascal sabía lo que se avecinaba. Su piedra transparente servía para localizar en cada época accesos a la Colmena y la ruta de retorno, pero no, desde luego, para seguir los pasos erráticos de Lena Lambert a través de la historia.

Tal como le dijera Daphne antes de que se embarcase en aquella nueva aventura, en teoría él podía condicionar su avance por el cauce temporal. En otras palabras, en ese preciso instante, inmersos en la dimensión del tiempo, Pascal tenía que ser capaz de intuir el camino seguido por Lena Lambert y, lo que resultaba más problemático, de modificar su propio desplazamiento por aquella corriente en apariencia lánguida y silenciosa, para obedecer a sus presentimientos.

El Viajero agarró a Dominique.

—¿Por qué haces eso? —preguntó su amigo.

—Voy a probar algo y no quiero que nos separemos.

A continuación, Pascal agitó las piernas y el brazo libre, cambió de postura y, en efecto, comprobó que la dirección que tomaban, en medio de la nada aséptica que se derramaba a su alrededor como un manto gelatinoso, se modificaba.

Sí, realmente era posible dirigir la trayectoria dentro de aquella dimensión. Alucinante. ¿Lograría detectar el rastro de Lena Lambert?

El Viajero se propuso intentarlo, tenía que conseguirlo. En caso contrario, jamás volverían a coincidir con la bisabuela de Jules; las probabilidades de que eso sucediera de nuevo eran ínfimas frente al nebuloso y vasto horizonte de la Colmena de Kronos.

Pascal cerró los ojos —¿de qué servían en aquel entorno invariable?, ¿acaso existía algo que atisbar?— y agarró la empuñadura de su daga, ya que su energía intensificaba las capacidades que se desarrollaban en él como Viajero.

Y así, sin alterar su gesto absorto ni su mutismo concentrado, fue escogiendo diferentes posiciones de su cuerpo, notando los giros que tales maniobras provocaban en su desplazamiento por el torrente temporal, hasta hallar el sentido que provocaba en él una mayor convicción.

Fueron avanzando, adentrándose en las profundidades de esa dimensión que conectaba miles de infiernos, de pesadillas hechas realidad.

Dominique, sin decidirse a interrumpir el proceso orientador de su amigo, se planteaba en su interior cuál sería el próximo destino al que Lena Lambert, inconscientemente, los estaba conduciendo. También se atrevió a pensar en Michelle, aunque en realidad ya lo había hecho mientras acompañaba a Pascal durante el camino hacia Kronos, impactado por los últimos acontecimientos que su amigo había protagonizado con ella.

Dominique se había comprometido a no juzgar, y no lo haría, a pesar de que sus propios sentimientos hacia la chica le hacían muy difícil adoptar una postura neutra, objetiva.

A fin de cuentas, Michelle había sido su amor platónico durante años. Y, de algún misterioso modo, lo seguía siendo.

Él, sin embargo, era muy consciente no solo de su situación, sino de que Pascal estaba en condiciones de hacerla feliz. El Viajero y ella formaban una buena pareja, y además las circunstancias parecían haberse aliado consintiendo en la relación. Ambos tenían que arreglar sus desavenencias, eran unos afortunados y, por eso mismo, estaban obligados a aprovechar su suerte.

Dominique, sin soltar su espada romana, deseó que Pascal y Michelle fueran capaces de materializar ese amor auténtico con el que él solo había alcanzado a soñar.

* * *

Michelle apenas había entrado en el último callejón que conducía a la entrada del palacio cuando intuyó una presencia tras ella. Ágil, intentó volverse pero no tuvo tiempo; sintió un golpe seco por detrás que la impulsó contra el suelo. Tendida en la acera, se giró para descubrir una figura enorme que se inclinaba sobre ella.

Asombrada, reconoció aquel perfil; ese gigante pertenecía al grupo de los cazavampiros que habían interceptado en la granja. ¿Cómo la había encontrado? ¿Cómo habían llegado hasta allí? Michelle maldijo sus cálculos; el peligro adoptaba múltiples formas, no se ceñía a la búsqueda de Jules.

Bernard, sin pronunciar palabra todavía, la agarró de la ropa y la fue arrastrando hasta un recodo de esa vía, un lugar más protegido de miradas ajenas. Michelle intentó gritar, pero recibió una bofetada en plena cara que casi le partió un labio.

Se negó a exteriorizar el dolor que sentía; no daría ese placer a su atacante.

—Hola —dijo él cuando se situaron en el rincón más apartado, con una sonrisa bobalicona en el rostro—. ¿Me recuerdas?

Michelle le devolvió una mirada desafiante.

—Claro, eres el amigo del gilipollas. Así que otro gilipollas.

Ella, con toda la intención, recordaba a su agresor el insulto que había dirigido a ese tal Justin, el que parecía el cabecilla de aquella panda de chalados. Su propósito de molestar al grandullón surtió efecto, pues a Bernard se le cortó la sonrisa de golpe.

—Te crees muy lista, ¿no?

Cogiéndola de las solapas de su cazadora de cuero negro, el gigante levantó a Michelle y la empujó hasta que la espalda de la chica chocó contra la pared del edificio que los ocultaba.

—Ahora veremos si lo eres tanto —amenazó Bernard cerrando una de sus manazas sobre el cuello de ella—. Dime qué buscáis.

Michelle comprendió entonces la razón de aquel acoso. El grupo de cazavampiros no sabía exactamente a qué se dedicaban ellos, pero intuían que podía interesarles. Y no renunciarían a averiguarlo.

—No sé… no sé a qué te refieres…

Bernard estrechó un poco los dedos que atenazaban la garganta de su víctima, empezando a producir en Michelle los primeros síntomas de asfixia.

—Será mejor que me lo digas, guapa. No tengo mucho tiempo.

Ella, en medio de su rabia, comenzó a experimentar un nítido temor. Aquel tipo no daba la impresión de bromear. ¿Sería un farol o estaba dispuesto a llegar hasta el final? Recordó el fanatismo de Justin; si él había dado la orden, sin duda no habría límites. Además, ese gigante parecía un tipo fácil de manipular, y escasamente calculador; solo pensaría en las consecuencias una vez hubiese llegado demasiado lejos.

Por eso, Michelle decidió que debía colaborar. Hacerse la heroína no serviría de mucho, y no estaban para sacrificios gratuitos.

—Buscamos… buscamos a una señora que ha desaparecido. Eso es todo, de verdad.

Michelle había optado por las medias verdades; en efecto, no había mentido: lo que los había conducido hasta la granja donde se habían encontrado con los cazavampiros era la búsqueda de la vieja Daphne. Lo que sí se había callado —que era lo que a su juicio interesaba de verdad a su agresor— era que la desaparición de la pitonisa estaba vinculada con la presencia de un chico en pleno proceso de vampirización.

Bernard aumentó la presión sobre el cuello de Michelle, cuyo rostro empezó a congestionarse.

—Seguro que estáis metidos en algo más interesante —insistió el gigante, aproximando su cara a la de ella—. Anda, dímelo…

Michelle sentía sobre su rostro el aliento caliente y sucio de Bernard, pero la fuerza de la mano que apretaba su garganta le impedía apartar la cabeza.

—De verdad —repitió débilmente—, eso es lo que estábamos haciendo cerca de la granja…

El gigante continuó aplastando el cuello de Michelle, mareada por la falta de oxígeno en sus pulmones. Ella se resistía a un inminente desvanecimiento, pues eso la convertiría en una presa mucho más vulnerable. Aquel tipo era capaz de secuestrarla si no lograba lo que pretendía.

Entonces se percató de que, junto al cuerpo próximo de su asaltante, ella tenía las piernas libres. Vio en esa circunstancia su única posibilidad, su única arma. Y mientras simulaba el siguiente intento de hablar, se preparó y lanzó con todas sus fuerzas un tremendo rodillazo que alcanzó de lleno a Bernard en su zona más delicada.

El gigante emitió un aullido desgarrador al sentir el golpe. Soltó a Michelle y cayó de rodillas al suelo, mientras se llevaba las manos a la parte golpeada. Entre gemidos, intentó agarrar a la chica cuando se dio cuenta de que la había dejado libre, pero ella, que no estaba dispuesta a desperdiciar la oportunidad, le golpeó en la cara con el puño, algo que hacía por primera vez en su vida. El dolor en los nudillos la ayudó a despertar del todo.

Aunque aún se encontraba muy mareada, Michelle echó a correr hacia una de las salidas del callejón. Estaba muy cerca del acceso al palacio, pero no quería descubrírselo a su agresor. Regresaría más tarde.

Ya en la avenida, terminó entrando en una cafetería y se sentó en un lugar poco visible. Imaginó el terrible aspecto que ofrecía al notar cómo la miraba un camarero, pero le dio igual. Pidió un café con voz temblorosa al tiempo que descartaba avisar a la policía: lo último que necesitaban era llamar la atención sobre lo que estaban haciendo.

Pero sí quiso advertir a los demás de lo que le acababa de suceder, pues si el gigante había llegado hasta ella, ¿quién podía imaginar dónde se encontraba el resto del grupo de fanáticos? Sin embargo, Michelle no logró encontrar su móvil.

Estupendo. Lo había perdido al sufrir el ataque del gigante, y con él, todos los números de teléfono que le interesaban: Marcel Laville, Mathieu, Edouard…

En cuanto transcurriera un tiempo prudencial, regresaría al callejón; tal vez pudiese recuperar el teléfono si su agresor o algún peatón no se lo habían llevado.

Capítulo 19

Justin no apartaba los ojos del coche del forense mientras Suzanne conducía.

—No te pases —advirtió a la chica antes de que se aproximara demasiado a su objetivo—. Deja siempre algún vehículo entre ellos y nosotros.

Ella refunfuñó.

—Pero si no conocen este coche y ni siquiera sospechan que los estamos siguiendo…

—Pero están metidos en algo raro, seguro —aventuró Justin—. Y en esos casos recelas de todo. Calma. Siempre hay tiempo de acelerar, si llegásemos a necesitarlo. No espantemos a la presa.

Suzanne obedeció, manteniendo una distancia razonable. Justin se dio la vuelta para comprobar todo el material que habían colocado en el asiento trasero: estacas, puñales de plata, ajos…

Apenas dedicó tiempo a esa inspección, pues no quería arriesgarse a perder de vista el vehículo del policía, pero la chica captó aquella mirada calculadora por el rabillo del ojo.

—¿Tú crees que vamos a necesitar todo eso esta noche?

Justin se encogió de hombros.

—Quién sabe. Ya ha oscurecido, y sabemos positivamente que un vampiro se mueve en las inmediaciones de París.

—Si ellos también están al tanto —Suzanne hizo un gesto con la cabeza señalando hacia delante—, como suponemos, no saldrían ahora, ¿no? Lo lógico es buscar a un vampiro cuando es menos peligroso, durante el día. Y no acompañado de críos.

—¿Así que piensas que nos estamos equivocando con ellos?

—Solo digo que ahora no estoy muy convencida. No entiendo a qué viene una salida a estas horas y con esos chicos; eso es todo.

Justin asentía.

—Nadie en su sano juicio busca a un vampiro por la noche —comenzó—, salvo que esté desesperado… o que no tenga ni idea de cómo encontrarlo durante el día, en cuyo caso necesitas verlo en acción, fuera de su refugio. Este último ha sido siempre nuestro caso.

Suzanne se giró un instante hacia él.

—¿Tú crees que están desesperados?

—No estoy seguro, pero en la granja los noté impacientes. Sin duda. Y a pesar de esa impaciencia, lo sorprendente es que se detuvieran para comprobar qué estábamos haciendo. Y luego tenemos esa atención tan minuciosa que prestaron a los cadáveres de los perros, a las mordeduras. Todo es muy sospechoso, Suzanne. De alguna manera, su comportamiento los vincula a nosotros. Han torcido a la derecha —a pesar de la conversación que mantenían, no olvidaban ni por un segundo su labor de seguimiento—. Gira en la próxima.

Ella puso el intermitente antes de volver a hablar.

—Desde luego, pusieron caras muy raras cuando vieron lo que llevábamos en la furgoneta.

—Cualquiera la habría puesto ante un arsenal semejante para cazar vampiros —descartó Justin—. Eso no implica nada. Pero lo verdaderamente interesante —añadió— es que cruzaron sus miradas, ¿te diste cuenta? Con esa complicidad que parece ocultar algo… Joder, cómo me gustaría averiguar lo que se traen entre manos.

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