La puerta oscura. Requiem (29 page)

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Authors: David Lozano Garbala

Lena Lambert tampoco se distraía de lo que sucedía en la arena, aunque Pascal dudó de que ella alcanzara a reconocer en los destellos verdosos de su daga un arma de centinelas.

Dominique, mientras tanto, no había tenido tanta suerte en el enfrentamiento con su gladiador, y ahora se debatía con los brazos pegados al cuerpo por culpa de la red que lo había apresado, convertido en una presa fácil. No había conseguido evitarlo. El reciario al que se enfrentaba comenzó a aproximarse.

Pascal, percatándose de ello, quiso defender a su amigo, pero en ese instante fue atacado por su propio adversario, que se lanzó hacia él esgrimiendo un tridente. El Viajero frenó aquel avance sin esfuerzo, con una serie de furiosas estocadas que terminaron por arrancar el arma de manos de su enemigo. Otra calurosa ovación del público indicó a Pascal hasta qué punto los espectadores seguían cada uno de sus movimientos.

Qué cruel se le antojaba todo.

El Viajero quiso entonces volverse hacia Dominique, pero el reciario, terco en su determinación, sacó de su cintura un puñal y de nuevo se abalanzó sobre él, impidiendo que protegiera a su amigo. Aquella maniobra era suicida frente a la daga de Pascal. El luchador lo sabía, pero no se detuvo hasta obligarle a reaccionar.

El Viajero quiso frenar los impulsos de su arma cuando tuvo al alcance al gladiador, pero no fue capaz y muy pronto el filo verdoso de la daga atravesaba el pecho de su agresor, que cayó muerto sobre la arena. El público, puesto en pie, aplaudía, saltaba, aullaba en un creciente éxtasis, dirigía gestos al emperador. Y, de pronto, el chico empezó a escuchar su nombre, pronunciado por miles de voces: «Pasqal de Hispania, Pasqal de Hispania…». Alguien debía de haber comunicado aquel dato, que había corrido como la pólvora por las gradas.

El pueblo necesitaba nombres con los que aclamar a los héroes. Estaba naciendo una leyenda.

A Pascal le costó reaccionar, sin embargo. Acababa de matar a un hombre. Tal vez todo fuese una representación en la Colmena de Kronos, una maligna recreación, o quizá aquel cadáver tendido sobre la arena era el cuerpo de un condenado. El Viajero sentía sus manos manchadas de sangre. Ya conocía esa desoladora sensación, que acababa diluyéndose en punzantes remordimientos. Abrumado por todo lo que estaba ocurriendo, aplastado por aquel ensordecedor griterío que seguía aclamándole, sintió ganas de vomitar. Solo el grito desesperado de Dominique lo sacó de su estado.

—¡Pascal! ¡Ayúdame!

El Viajero se giró para descubrir que su amigo, tras retroceder ante el avance amenazador de su atacante, había terminado cayendo al suelo. Ahora, convertido en una especie de fardo que intentaba en vano desembarazarse de la red, estaba a punto de ser alcanzado por el gladiador, que ya apuntaba el tridente sobre su víctima.

Pascal echó a correr hacia él con la daga en ristre. Su reacción levantó apasionados gritos en las gradas, lo que sirvió para advertir al reciario cuando ya se disponía a terminar con la vida de Dominique. El luchador detuvo su movimiento ejecutor y se volvió, dispuesto a hacer frente al nuevo adversario.

El Viajero no se anduvo con rodeos y, en cuanto alcanzó la posición de su enemigo, comenzó a dirigirle estocadas de una feroz agresividad, con el objetivo de ir separándole de Dominique. Lo logró, y a los pocos minutos ambos combatían separados del gladiador más vulnerable, aún tirado en el suelo.

La lucha no fue en esta ocasión tan fácil como la anterior: aquel segundo reciario exhibía un excelente dominio en el manejo de sus armas y, por dos veces, las agudas puntas de su tridente rozaron el cuerpo de Pascal, arañando su piel. Sin embargo, contrarrestar el intenso ritmo de los movimientos de la daga suponía un desgaste tal de energía que, pronto, los embates del gladiador perdieron fuerza para acabar convirtiéndose en simples maniobras defensivas. Poco después, el tridente caía al suelo.

Imposible contener aquella lluvia arrasadora de golpes.

Pascal dirigió el filo de su daga al cuello del reciario, ahora desarmado, y ahí se detuvo. Como su contrincante no llevaba casco, apreciaba su gesto digno, ausente de miedo a pesar de la situación. En ningún momento bajó la mirada aquel combatiente.

La gente se agolpaba en las gradas, chillaba, exigía la muerte del perdedor.

«¿No tienen ya bastante?», pensó el Viajero observando el cadáver del otro gladiador. «¿Cuánta sangre hace falta para calmarlos, para satisfacer su ansia de diversión?».

Pascal tenía previsto solicitar piedad para ese hombre, y giró la cabeza hacia el palco en el que permanecía el emperador. Sin embargo, no llegó a manifestar su voluntad, pues el reciario aprovechó aquel instante para revolverse, separándose de la daga mientras sacaba su puñal.

El Viajero reaccionó por puro reflejo al escuchar el grito con el que Dominique le advertía, esquivando por poco la cuchillada que le dirigía el gladiador. No pensó; simplemente, la daga devolvió el golpe, alcanzando al reciario en el vientre. El luchador, emitiendo un gemido, cayó de rodillas en la arena con las manos ensangrentadas cubriendo su herida abierta.

El anfiteatro al completo era un hervidero de siluetas que se agitaban, de gritos y salvas en honor de «Pasqal el Hispano». De nuevo se pedía la muerte del derrotado, que aguardaba de rodillas su final.

Pascal se aproximó hasta Dominique y lo liberó de la red. Le ayudó a levantarse, despertando en el público una creciente admiración.

—Es el momento, Dominique. ¿Estás bien?

—Sí.

—El tiempo sigue corriendo; tenemos que encontrar a Lena Lambert.

Ambos se dirigieron hacia la tribuna, lo que provocó un repentino silencio de incredulidad en el anfiteatro. Y es que aún no había terminado el combate; el emperador todavía no había decidido el destino del perdedor. ¿Dónde iban los gladiadores? ¿Qué se proponían hacer? Ellos continuaron avanzando.

Varios soldados, robustos y bien pertrechados, custodiaban el acceso al palco imperial. Apoyaban sus lanzas en el suelo y los miraban con calculada atención, como aguardando órdenes.

—Pascal —murmuró Dominique, sin dejar de caminar.

—¿Qué pasa?

—¿Dónde está Lena Lambert?

El Viajero, más pendiente de controlar todo lo que sucedía a su alrededor, pareció sorprendido.

—¿No está junto al emperador? —recuperó la atención en la tribuna, para descubrir que su amigo tenía razón: ¡ella había desaparecido!—. ¡No la veo, joder! ¡Pero si hace un momento estaba allí!

Los dos se detuvieron y fueron girando sobre sí mismos, buscando a la mujer entre la muchedumbre que abarrotaba la zona inferior del graderío. No podía estar muy lejos.

Todo el anfiteatro era un mar de murmullos. La perplejidad llegaba a todos los rincones como una marea. ¿Qué estaba sucediendo?

Los militares que vigilaban cada zona se miraban entre sí, como dudando si intervenir.

—Hay que encontrarla cuanto antes; muy pronto perderemos nuestra libertad de movimientos —vaticinó Pascal.

—¡Allí! —gritó Dominique señalando un tramo de la zona de los senadores en la que se abría un acceso que conducía a un corredor cubierto—. ¡Es ella!

En efecto, Pascal llegó a tiempo de verla introduciéndose por aquel pasaje con bastante prisa. ¿Qué le ocurría?

—¡Vamos! —gritó el Viajero, echando a correr en aquella dirección—. ¡No podemos perderla!

Dominique obedeció. A esas alturas, el graderío era un caos, y eso los benefició, pues buena parte de los soldados estaban demasiado ocupados procurando mantener el orden.

En la tribuna imperaba el asombro. Todas las autoridades miraban al emperador, y él observaba la escena con más curiosidad —todavía— que enfado. Su admiración por aquel misterioso gladiador le impedía tomar una determinación sancionadora ante el incumplimiento del ritual.

Los soldados que protegían el sector inferior, el que comprendía los asientos de los altos cargos, se mostraban igual de atentos a los movimientos de los gladiadores, y solo se interpusieron cuando los chicos dejaron clara su intención de atravesar el portón que acababa de cruzar Lena Lambert. No obstante, en cuanto Pascal alzó su daga verde, que a lo largo de aquella tarde se había convertido en un arma legendaria a la que se atribuían propiedades mágicas, todos los militares se apartaron, temerosos.

Nadie quería enfrentarse al gladiador que había vencido a un tigre y a dos reciarios.

No obstante, Pascal sabía que si se reunían suficientes soldados, se atreverían a atacarle. Por eso no debían perder ni un segundo. Y no lo hicieron, precipitándose por el pasillo que conducía directamente al acceso que acababa de cruzar Lena Lambert.

* * *

Edouard se rindió por fin.

—Nada —confirmó, decepcionado—. He perdido el contacto con Pascal. Hace ya rato que no percibo nada.

—¿Seguro? —Mathieu aún no había bajado la guardia, receloso ante la posibilidad de que surgiera de improviso alguna nueva duda histórica a través del joven médium—. ¿Pero lo has perdido o se ha ido?

Edouard se encogió de hombros.

—Ni idea. El final ha sido un poco brusco, como si algo le hubiera interrumpido. Pero no me ha quedado una sensación de peligro, la verdad. Imagino que… le tocaba luchar —le parecía imposible barajar aquella alternativa tan surrealista—. No ha tenido tiempo de despedirse.

—Pascal como gladiador, qué fuerte —Mathieu no acababa de asumirlo—. Jamás lo hubiera pensado.

Ambos procuraron recrear la escena en un anfiteatro romano, asombrados todavía ante esa imagen grotesca, absurda. Edouard procuró sonreír.

—Claro, tú con tus músculos darías mucho más el perfil, ¿no? Pero recuerda que cuenta con la daga del Viajero —argumentó el médium—. A criaturas más feroces se ha enfrentado.

—Supongo que sí.

Mathieu vislumbró entonces un temor diferente al que le había asediado hasta el momento. Ahora no le preocupaba tanto no saber responder a los interrogantes de Pascal —había sido capaz, de hecho—; lo que le inquietaba era si la información que le acababa de ofrecer sería de suficiente utilidad. Se sentía responsable de lo que le sucediera en la Colmena de Kronos, aunque en el fondo no fuera algo que dependiese de él.

—No te preocupes, has estado muy bien —le felicitó Edouard, dándole un fugaz beso en los labios—. Formamos un gran equipo. Ahora toca esperar.

Hacía bastante que había pasado incluso la hora de comer, además. El médium sacó unos bocadillos envueltos en papel de aluminio y unas latas de una bolsa que había traído consigo. Le tendió lo suyo a Mathieu.

—Gracias.

—No hay de qué. Tenemos que recuperar fuerzas. Hace rato que tendríamos que haber comido.

—Así que he estado bien… —repitió Mathieu, en tono enigmático, al tiempo que quitaba el papel a su bocadillo.

—Sí, eso he dicho —Edouard, perspicaz, le instó a continuar—: ¿Te ocurre algo?

—Es que me dices eso, pero yo te sigo viendo preocupado —Mathieu se mostraba receloso—. No todo va tan bien, ¿verdad?

Edouard suspiró; en efecto, sus ojos no traslucían la serenidad que hubiera sido deseable.

—Se trata de Daphne —reconoció—. Sigo sin sentirla, es tan extraño… Cuanto más tiempo pasa, más sospechosa me parece mi nula percepción sensorial hacia ella. No sé dónde se encuentra o qué le ha podido pasar. Pero me preocupa.

Volvió a llamarla al móvil, sin resultado.

Mathieu, pensativo, se aproximó a un ventanal.

—No queda mucho tiempo de luz —observó—. Los demás tienen que estar al llegar. Pronto saldremos de dudas.

—Ojalá me esté equivocando.

—Ojalá, Edouard.

Pero ninguno de los dos contaba con ello.

Capítulo 18

Justin se apartó los cabellos rubios de la frente y dirigió sus penetrantes ojos hacia aquella vetusta construcción de muros de piedra ennegrecida que se alzaba en pleno barrio de Le Marais, hacia sus polvorientos ventanales que nada permitían intuir con su mohosa opacidad.

—Sí, estaban rodeando ese edificio —señaló Suzanne, siguiendo con la vista la dirección hacia la que miraba el chico—. Pero los hemos perdido.

—¿Cómo han podido desaparecer? —masculló Justin, contrariado—. Tampoco nos hemos mantenido a tanta distancia.

Después de haber sido capaces de seguirlos desde tan lejos sin delatarse, fallaban en el último momento. Era imperdonable.

—Ha sido… como de repente —comentó Suzanne, perpleja—. ¿Se habrán dado cuenta de que los seguíamos y habrán huido?

—Lo dudo —opinó Justin—. Estaban demasiado distraídos con lo que sea que les ocupa. Simplemente, han llegado a donde se dirigían. Por eso se han volatilizado tan rápido. Han entrado en algún sitio, han desaparecido de la calle. Nada más.

—Por eso observas ese palacio —adivinó ella.

—Han tenido que meterse allí, o en algún portal cercano.

—Entonces, ¿qué hacemos?

—Intentar entrar en el edificio es demasiado arriesgado. Asómate con discreción a los locales comerciales más próximos —sugirió—, por si acaso. Yo me quedaré cerca del
parking
donde han dejado el vehículo. Tarde o temprano tendrán que volver a él.

—A ver si Bernard llega pronto con mi coche.

—Más vale. En caso contrario, no nos quedará más remedio que continuar la persecución con nuestra furgoneta, y nos descubrirán seguro. Bastante suerte hemos tenido ya.

* * *

Las asombrosas novedades sobre Pascal —lo que incluía no solo la alusión a los gladiadores, sino a Dominique como acompañante, un dato que había insuflado en Michelle nuevas energías— ya habían sido comunicadas. Marcel y la gótica, de pie en el amplio vestíbulo del palacio, terminaron entonces de poner al corriente de su propia labor a los otros dos chicos, que se miraron entre sí como confirmando lo que ya suponían.

—Daphne sigue sin aparecer —Edouard, la imagen misma de la consternación, consultaba su reloj con gesto sombrío—. Ya no hay duda. Le ha ocurrido algo.

La vidente era su mentora, su maestra. Por eso sentía especialmente la torturante ausencia de noticias sobre ella.

—¿Crees que podrás percibir algo si te llevamos a la zona donde Daphne estaba buscando? —planteó Marcel mientras, tras facilitar los datos oportunos por teléfono, aguardaba noticias de la policía sobre las identidades de los cazavampiros.

—Es posible —contestó él, esperanzado ante la posibilidad de ayudar en su búsqueda—. Su rastro estará muy próximo en el tiempo.

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