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Authors: David Lozano Garbala

La puerta oscura. Requiem (13 page)

Marcel no hizo ninguna otra pregunta. Arrancó sin perder tiempo y lanzó el coche por la primera bocacalle que respondía a la orientación de la vidente. Ni siquiera el chirrido que provocaron los neumáticos ante el brusco giro del vehículo interrumpió el estado casi de trance en el que se había sumergido la bruja, erguida en su asiento. Si perdían aquel rastro, había muchas probabilidades de que no volvieran a encontrarlo en el vasto panorama de París, pues Jules podía cambiar de ubicación y alejarse demasiado. En ese caso, las consecuencias serían nefastas.

Daphne permanecía con los ojos cerrados, pues de aquel modo lograba discernir mejor la huella concreta que le interesaba de entre todas las sensaciones que su mente apresaba. Sin las distracciones visuales, podía canalizar su don hacia un sexto sentido. Y eso era justo lo que estaba haciendo.

—Ahora, a la izquierda —susurró—. Rápido. Cada vez lo percibo más cerca.

Se encontraban ya en la periferia de la ciudad, aproximándose al límite con las afueras.

Michelle se agarraba a una manilla incrustada en el techo del coche para suavizar el bamboleo que provocaba cada curva. Los latidos de su corazón se habían acelerado ante la posibilidad de encontrarse con Jules… o con aquello en lo que su amigo se hubiera podido transformar con la llegada de la oscuridad.

¿Qué ocurriría si, en efecto, se producía aquel encuentro?

—Ahora, todo recto —volvía a señalar Daphne—. Rápido, rápido, rápido.

Marcel obedecía sin añadir comentarios, aunque la aguja que marcaba la velocidad en el salpicadero del coche sobrepasaba ya los noventa kilómetros por hora.

Si se cruzaban con un coche patrulla de la policía, iban a tener problemas.

* * *

La única señal del avance sutil de Jules era la tenue agitación de las ramas a su paso, y algún guijarro del camino que salía rodando hasta frenar sobre la hierba. El perfil levemente encorvado del muchacho se deslizaba a buena velocidad, convertido en una sombra más del paisaje que se derramaba por los senderos en tinieblas con la urgencia demencial del fugitivo.

Su aliento ávido se perdía bajo el gemido de las ráfagas de viento. Era una noche perfecta. Con la boca entreabierta, Jules saboreaba el frescor invernal que acariciaba sus colmillos.

Acechaba, se confundía entre la vegetación, se mimetizaba con los troncos oscuros de los árboles. Hacía rato que estudiaba el escenario desconocido que se extendía a su alrededor, prudente y ansioso al mismo tiempo.

Había dejado de escuchar los lamentos de su identidad humana, acorralada, devastada por los instintos sanguinarios que se imponían precipitándose sobre él como un torrente incontenible.

La sed lo volvía audaz; en su interior, el ansia por beber se había transformado en un impulso arrollador.

Sus ojos rasgados no se apartaban del frente, clavados en el resplandor próximo de las primeras casas. Aquellos edificios estaban ahí mismo, en medio de la quietud. Con su apariencia dormida. Su sentido del oído detectaba ya los murmullos de algunas voces, rastreando en el exterior el mucho más prometedor sonido de un movimiento regular.

Ruido de pisadas. Alguien caminaba.

Sonido que garantizaba la presencia de alguna presa a su alcance, de alguna víctima que estaba cometiendo la imprudencia de encontrarse en la calle a aquellas horas, más allá del refugio protector de su domicilio, un recinto al que Jules no podía acceder.

Pero el gélido exterior, donde se abría la inmensidad salvaje de la noche, ofrecía posibilidades muy distintas. Era su entorno, su hábitat, su mundo.

Jules, agazapado, dio un nuevo paso. Y luego, otro. Poco a poco, se fue separando de los últimos retazos de plantas y arbustos entre los que se camuflaba sumergido en las sombras.

Se fue haciendo visible, renunció al resguardo vegetal. Una silueta humana que surgía del campo con movimientos cautelosos. Las ropas sucias, la postura tensa… Sobre su rostro cadavérico, de palidez extrema, los ojos emitían un brillo turbio, perturbador.

Su presencia resultaba inquietante incluso desde la distancia.

Jules se acercó un poco más.

«Qué sed», se dijo. «Qué terrible sed».

* * *

Llevaban un buen rato caminando, tiempo que Pascal —sin olvidar en ningún momento las debidas precauciones— había aprovechado para continuar poniendo al día a Dominique sobre todos los acontecimientos que se había perdido desde el atropello. El chico, sin dejar de avanzar, no daba crédito a lo que estaba oyendo, descubría ahora el modo intenso —e inimaginable— en que se había precipitado la realidad en el mundo de los vivos.

Atravesar el Umbral de la Atalaya, gracias a la naturaleza de Viajero de Pascal y al refulgir verdoso de su daga alzada, cuya energía despertaba en los centinelas una ancestral complicidad, había resultado relativamente sencillo. Y eso que hasta que se hubieron alejado lo suficiente no lograron desembarazarse del temor íntimo que invadía a todo aquel que quedaba bajo el área de influencia de ese siniestro puesto fronterizo.

Dominique todavía sentía escalofríos, recordando cómo ese óvalo anclado en la muralla, con sus ojos oscuros, parecía seguirlos con su mirada vacía conforme se alejaban rumbo al epicentro de la noche. Hasta que no perdió de vista esa silenciosa construcción, no respiró tranquilo.

De todos modos, aquella prueba inicial constituía solo el primer paso de una travesía mucho más arriesgada en la que ya se hallaban inmersos.

—Este paisaje es… —susurró Dominique cuando sus ojos se hubieron acostumbrado al nuevo grado de oscuridad—. Impresionante. Aterrador, pero impresionante. Majestuoso. Nunca lo habría imaginado. Hay… cierta belleza en tanta desolación.

Dominique empezó a entender la afición de los góticos como Michelle y Jules hacia aquel tipo de escenarios. Sobrecogía.

—Es hermoso, sí —convino Pascal—. Lástima que el miedo sea un elemento tan esencial de esta naturaleza muerta.

Los dos se habían detenido para descansar un poco. El Viajero apoyó su mochila en el suelo y se pasó la mano por la frente sudorosa mientras contemplaba el mismo panorama que su amigo. A pesar del frío imperante —el vaho brotaba de sus bocas al hablar—, tenía calor. Habían mantenido un ritmo fuerte, conscientes de que la situación de Jules no permitía demoras.

Iban recorriendo la estrecha senda que coronaba el gigantesco macizo de un acantilado recortado contra un océano de esponjosa oscuridad, al que habían llegado tras horas de ardua ascensión. Dominique se asomó entonces al filo de roca, intentando calcular la altura de aquel arrecife sólido que servía de dique a la espesa negrura que se balanceaba más allá.

Sus ojos no alcanzaron a distinguir el fondo de ese abismo.

—Es increíble… —murmuró, admirado—. Todo aquí tiene unas dimensiones… abrumadoras.

Pascal asintió tras beber de su cantimplora.

—Es la dimensión del Mal —señaló—. Y eso que no vemos lo que se oculta tras esa cortina de sombras.

Dominique se giró hacia él.

—Casi mejor, ¿no?

El Viajero sonrió.

—Ya lo vas entendiendo.

Dominique detectaba en su amigo un cierto gesto ausente, a pesar de la actitud vigilante con la que ambos se movían por aquellas tierras hostiles.

—¿En qué estás pensando?

Pascal se humedeció los labios, meditabundo.

—En Beatrice —se obligó a reconocer, tras un breve silencio delator—. Fue con ella con quien recorrí este camino la primera vez. En busca de Michelle.

—Ajá. ¿Y?

—¿Qué quieres decir?

—Sí, ya sé que estaba muy buena como espíritu errante, y que acabó fatal. Pero se te ve… demasiado impactado con su final, no sé…

Pascal, que se había sentado en el suelo, se puso en pie. No apartaba la mirada del horizonte brumoso que se abría frente a ellos.

—Debemos ponernos en marcha otra vez —advirtió, sin responder a su amigo—. Vamos.

Dominique arrugó el entrecejo, suspicaz.

—¿Tampoco me vas a decir qué pintaba Beatrice en nuestro mundo? —interrogó certero a Pascal—. ¿Cómo y por qué volvió? Se supone que estaba muerta, ¿no? Es la única parte de la historia que no acabo de entender.

Pascal, que ya cargaba su mochila, la dejó caer al suelo. Se enfrentó a la mirada aguda de su amigo. Era absurdo pretender guardar secretos con alguien con quien iba a compartir aquel largo y peligroso viaje. Alguien que, además —aunque doliese—, había fallecido.

—Pasó algo entre nosotros, ¿vale? —confesó el Viajero, entre la rabia y la vergüenza—. ¡Esa es la razón! ¿Satisfecho?

En el mismo instante en que pronunciaba esas palabras, Pascal fue consciente de que no podían permitirse el lujo de alzar la voz. Por muy delicada que fuese la índole de su conversación, la zona en la que se encontraban continuaba siendo extremadamente peligrosa, y las criaturas malignas, siempre de caza, podían descubrirlos gracias a descuidos como aquel.

Dominique se había quedado de piedra, no sabía cómo reaccionar ante esa novedad. Quizá su escepticismo nacía de la fuerza de sus sentimientos hacia Michelle, que le impedían concebir que alguien se atreviera a engañarla. Empezó con lo más inofensivo.

—¿No me lo pensabas contar?

Pascal se apartó el flequillo de la cara. Ahora enfocaba con sus ojos al suelo.

—Sé que sientes algo por Michelle —dijo, consciente de que empleaba un presente tal vez ya fuera de lugar—. No quería remover todo esto, hacerte daño.

—No querías hacerme daño… —Dominique, muy afectado, repetía aquella tibia excusa—. ¿De qué tienes miedo, Pascal?

El aludido soltó un prolongado suspiro.

—De que no me perdones —reconoció por fin—. Que no puedas perdonarme que, habiendo logrado el amor de Michelle, la haya dejado marchar, lo haya estropeado todo.

Pascal había conseguido el amor de la chica que tanto había deseado Dominique y, sin embargo, no había sabido conservarlo. Eso tenía que hundir al amigo en una dolorosa melancolía. El Viajero, obligado una vez más, completaba ahora su narración inicial con una información que había omitido de forma intencionada: Michelle y él no estaban juntos. Y la causa tenía que ver con secretos incómodos. Demasiado pasado se interponía entre ellos.

Pascal no quería perder también a su mejor amigo.

Dominique se había quedado en silencio, anonadado ante las últimas novedades, con la mirada perdida en algún punto del infinito que tampoco importaba. Comprobaba que su corazón, a pesar de no latir, todavía era capaz de provocar dolor. Y de qué manera.

Se dirigió a Pascal, evitando manifestar su propio juicio.

—¿Y mereció la pena?

Aquel interrogante, que sí había sido para el Viajero un quebradero de cabeza tiempo atrás, ya no ofrecía dudas.

—En realidad, no —contestó—. Con Michelle hubiera tenido mucho más. Pero es fácil acertar cuando ya ha pasado todo —se defendió—. Lo difícil es ver con perspectiva cuando estás metido hasta el cuello.

—No estaba allí, no puedo opinar.

A pesar de aquellas prudentes palabras, el gesto de Dominique sí delataba conclusiones muy concretas. Pascal se percató de ello.

—Ya que estoy siendo sincero, creo que tú también deberías serlo. Nos queda mucho camino por delante y no es bueno que andemos con recelos.

Dominique juntó sus manos en ademán reflexivo.

—Está bien —aceptó segundos después—. Como quieras. Mira: sabes que te aprecio mucho, hemos vivido muchas cosas juntos. Y aquí me tienes, una vez más. No me arrepiento. Pero… —midió sus palabras; tampoco quería hacer daño a su amigo—. Por primera vez me planteo si mereces la suerte que tienes.

Aquella acusación llegaba cargada con la imagen de Michelle. Pascal lo esperaba y soportó el golpe. Básicamente, porque sentía que merecía esa recriminación. Si alguien estaba legitimado para exteriorizarla, ese era Dominique. El Viajero tuvo la tentación de preguntarle cuánto tiempo llevaba enamorado de Michelle, pero no se atrevió. Bastante daño había provocado ya.

—Todos cometemos errores —terminó Pascal—. Y ninguna vida ha cambiado tanto como la mía desde que se abrió la Puerta Oscura. Soy el Viajero… pero sigo siendo humano. ¿Tan grave es eso? Me equivoco, Dominique. Nadie lo siente más que yo, porque sigo queriéndola. Muchísimo. La necesito junto a mí más que nunca. ¿Acaso crees que rescaté a Michelle de manos de los espectros para perderla después? De hecho, si me he embarcado en esta misión, no solo ha sido por Jules… Debo reconocerlo. Salvarle es una forma de volver a ganarme el respeto de Michelle, de resarcirla por el daño que le hice. Y cuando vuelva… Cuando vuelva lo seguiré intentando, Dominique. Intentaré hacerla feliz, compensarla por lo que pasó… incluso aunque ella ya no quiera nada de mí.

El Viajero cayó en la cuenta de que, una vez más, se enfrentaba a un desafío sin garantías en los resultados… y en sus consecuencias. Le pareció justo.

Dominique asentía, apaciguado por las palabras de su amigo.

—Esa actitud te honra, Pascal.

—Gracias. Tu apoyo me resulta tan importante en estos momentos…

—Tu vida ha cambiado radicalmente con la apertura de la Puerta, sí —aceptó su amigo—. Yo he perdido la mía.

Los dos se quedaron en silencio, sin saber qué añadir. Poco después, se abrazaban.

El viaje iba a reanudarse.

Capítulo 8

—¡Frena! —aulló Daphne—. Siento algo sobrenatural muy, muy cerca de aquí. Se mueve… Está muy cerca…

La vidente atenazaba la bolsa en la que guardaba las herramientas que podían resultar útiles en una búsqueda como aquella. Había abierto por fin los ojos e, inclinada hacia delante, sus pupilas escudriñaban los alrededores con una atención extrema.

Marcel apagó el motor. Todos contenían la respiración como si el más leve suspiro fuera a traspasar los cristales y alertar al hipotético fugitivo. Los tres se quedaron en silencio, tensos, observando a través de las ventanillas el panorama que se extendía ante sus ojos: una calle desierta flanqueada por edificios humildes, casas de poca altura con fachadas de ladrillo y portales minúsculos que componían manzanas idénticas. La vía terminaba cuatrocientos metros más allá, abriéndose a la oscuridad del campo. A lo largo de toda su longitud, escasas farolas desprendían un halo desvaído sobre las deterioradas aceras.

Aquello sí era el final de los suburbios de la ciudad, un escenario que encajaba bien con las conjeturas del grupo.

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