Read La puerta oscura. Requiem Online
Authors: David Lozano Garbala
Pascal había apartado su mochila para desenvainar la daga. Sí, intuía que llegaba un momento en el que no habría estado mal una fuga onírica, de haber sido posible. Dominique, asustado ante su gesto alerta, agarró con fuerza el hacha.
Así se mantuvieron durante varios minutos, absolutamente quietos y encogidos junto al comienzo de uno de aquellos desfiladeros que abrían en canal el macizo rocoso. Y entonces, con total nitidez, llegó hasta ellos un sonido desordenado.
Pascal entrecerró los ojos, dirigiendo su mirada hacia los ruidos.
Se trataba de pisadas. Amontonadas, caóticas.
El murmullo inconfundible de un avance en manada.
Carroñeros.
Pascal los detectó en la distancia, sus siluetas moviéndose de acá para allá. Eran unos diez o doce. No estaban demasiado lejos y pudo vislumbrar en algunos de aquellos perfiles un avanzado proceso degenerativo.
Su hedor a podredumbre empezó a alcanzarlos. Y eso tranquilizó a Pascal, pues indicaba que ellos dos estaban en dirección contraria al viento, lo cual les otorgaba algo más de plazo antes de ser detectados por el olfateo voraz de aquellas fieras.
Criaturas que tenían bastante hambre, dedujo. Se intuía por la forma nerviosa en que se trasladaban de un lugar a otro, incluso por las breves peleas que estallaban entre ellos.
Aún no habían visto a los intrusos, pero no tardarían en hacerlo. Pascal inspeccionaba los alrededores, y se daba cuenta de que aquel territorio ofrecía muy pocas posibilidades de ocultarse. Apenas había vegetación, y las cortantes paredes de los barrancos caían en pendientes demasiado verticales como para que ellos se plantearan descenderlas.
—¿Qué son, Pascal? —Dominique, tumbado casi por completo en el suelo, no apartaba la mirada de ese misterioso grupo de apariencia feroz.
—Carroñeros. ¿No te han hablado de ellos en Pere Lachaise?
Dominique tragó saliva.
—Sí. Y no me han dicho nada bueno. ¿Esperamos a que se larguen?
—Sí, son demasiados para un enfrentamiento directo.
No había más opciones, aunque eso no quería decir que semejante estrategia supusiese una buena alternativa. Se trataba de la única, así de simple. Y Pascal dudaba mucho que fuera a salir bien; que los descubrieran era cuestión de tiempo, de muy poco tiempo.
Segundos después, un potente y desgarrador aullido vino a confirmar su peor presagio. En el mismo instante en que aquel pavoroso gemido se fundía con la noche, todos los monstruosos semblantes de los carroñeros se giraron simultáneamente hacia ellos.
Habían sido localizados.
La vidente, con el medallón de tacto helado colgando del cuello, abrió la portezuela del vehículo y salió con la bolsa del instrumental. Marcel y Michelle la siguieron de inmediato. Para entonces, el desconocido paseante, que por fortuna no había llegado a percatarse del peligro que había corrido, reanudaba su caminar alejándose hacia el otro extremo de la calle.
—¡Por allí! —gritó la bruja señalando hacia un acceso lateral—. ¡Rápido!
Llegaron a tiempo de distinguir de soslayo una figura oscura que se movía veloz, deslizándose como una araña por las paredes de los edificios. La imagen fue escalofriante.
¿En aquello se había convertido Jules?
El forense y Michelle se lanzaron en esa dirección, seguidos por la vidente, cuya avanzada edad no le permitía la misma agilidad. En cuanto llegaron a la entrada de esa vía, se detuvieron; la urgencia podía hacerles cometer un error.
—¿Preparada? —Marcel alzaba su katana de plata, tenso.
En efecto, la transformación que habían atisbado en Jules dejaba poco margen para las esperanzas.
Michelle asentía, envuelta en el vértigo de su propio asombro ante lo que estaba sucediendo. No daba crédito: ¡estaban dando caza a su amigo! O a lo que quedaba de él.
—Adelantémonos —Marcel comenzó a entrar en el callejón, una brecha entre edificios mal conservados con estructuras muy irregulares que ofrecía muchas posibilidades para ocultarse. Por eso Laville no daba un solo paso sin inspeccionar antes todos los alrededores, lo que incluía los tejados y cada rincón de las fachadas.
Además de la ristra de ajos que llevaba alrededor del cuello, Michelle agarraba con fuerza su frasco de agua bendita. Confió en no verse obligada a emplear con su amigo gótico aquel recurso que resultaba corrosivo para un vampiro.
Algo provocó un ruido en un recodo próximo, y Marcel se lanzó hacia allí sin pensarlo. Era demasiado importante que lograran acorralar al chico; perderlo aquella noche podía suponer su inmersión definitiva en el vampirismo. Se dejó llevar por la impaciencia.
Daphne, mientras tanto, bloqueaba el acceso a la zona. De ese modo imprevisto, el grupo incumplía su consigna de no separarse. Michelle se acababa de quedar sola en mitad de la calle, dudando sobre sus próximos pasos. ¿Debía seguir al forense? ¿Debía, por el contrario, vigilar ese sector hasta que Marcel regresase?
A los pocos segundos, aquel dilema dejó de importar; notó un golpe seco que la impulsó contra la acera, una repentina agresión que confirmaba la maniobra de distracción que había apartado al Guardián de su lado. Había sido una trampa, y ahora ella, la más vulnerable, estaba siendo atacada.
A su espalda oyó un grito que reconoció: la vidente. Pero no había tiempo de nada, los vampiros actúan rápido.
Michelle aterrizó sobre los adoquines y reprimió un grito de dolor. Tendida como estaba se giró, enérgica, dispuesta a ofrecer resistencia. Se encontró a pocos centímetros el rostro lívido y sudoroso de Jules, que abría una boca armada de colmillos cuyo interior despedía un aliento fétido. Ella buscó en sus ojos, medio ocultos bajo el cabello enmarañado, algún indicio de su amigo, algún resquicio de humanidad. Solo detectó repugnancia, la que provocaba en el chico la proximidad de los ajos, que arrancó del cuello de Michelle de un zarpazo.
—¡El agua! —chilló Daphne mientras procuraba acercarse—. ¡El agua, Michelle!
La chica sentía contra la palma de su mano cerrada el frasco de cristal que contenía su arma, se aferraba a él como si su mera existencia ya sirviera de protección, reacia a utilizarlo contra Jules a pesar de aquella crítica situación. No se decidía a emplearlo. En las facciones convulsas de su atacante continuaba viendo a Jules; no podía evitarlo. Tras su máscara de ferocidad, vislumbraba un miedo mucho más intenso que el que ella misma soportaba, veía dolor, intuía sufrimiento y una torturante soledad.
Jules seguía siendo Jules, en definitiva.
Aquel rostro se fue inclinando sobre Michelle.
—¡El agua! —seguía aullando Daphne, aterrada ante lo que estaba a punto de ocurrir.
También el forense había surgido desde la bocacalle a la que el sonido le había conducido. Palideció al percatarse de la escena que estaba teniendo lugar, consciente de que no se hallaba lo suficientemente cerca como para intervenir a tiempo.
Todo dependía de la chica.
Michelle, escapando de su propio estupor, se preparó para estrellar el frasco en la cara de Jules, luchó para encontrar dentro de sí misma la determinación necesaria para hacerlo.
Pero no quería dañarle… Se resistía. Sus ojos obstinados le mostraban una víctima, no un verdugo.
Apenas unos centímetros separaban la boca de él de la yugular de ella. El tiempo de Michelle expiraba.
—¡Jules! —exclamó, apurando la última alternativa—. ¡Jules! ¿Me oyes? ¡Soy yo, Michelle! ¡Jules, resiste! ¡Estamos contigo!
Aquella llamada, o quizá su voz, sí pareció provocar algún efecto en el recóndito interior del chico, y al menos detuvo durante un instante el descenso letal de sus dientes. Jules se había quedado quieto unos segundos, sus pupilas veladas por un halo de sutil confusión sin separarse de las de ella, mucho más abiertas.
A Michelle, aquella mirada mutua se le antojó la más larga de su vida. Se dio cuenta, emocionada, de que la estaba reconociendo. ¿Sería suficiente?
—¡Jules! —insistió—. ¡Soy yo! ¿No te acuerdas de mí? ¡Despierta, puedes salvarte! ¡No estás solo!
«¡Aguanta!», se decía Daphne mientras apresuraba su paso.
De improviso, Jules se apartó de Michelle, la enfocó con sus ojos amarillos por última vez —¿una despedida?— y, finalmente, de un poderoso salto, llegó hasta unos balcones. Poco después, desaparecía perdiéndose entre los tejados, rumbo a su propia y solitaria oscuridad.
Michelle recuperaba desde el suelo, poco a poco, la respiración. La vidente ya se encontraba junto a ella y la ayudó a incorporarse. Marcel estudiaba desde su posición, calculador, la zona por la que acababa de escapar el joven vampiro.
El primer asalto de aquel pulso había terminado.
«Al menos hemos evitado que mate», se dijo el Guardián, taciturno, empezando a caminar hacia ellas. «Muy pronto llegarán las horas de luz. Habrá que seguir buscando antes de que las tinieblas vuelvan a extenderse sobre París».
* * *
Los carroñeros se lanzaron con toda su rabia hambrienta hacia ellos, en un avance torpe que habría resultado cómico en otras circunstancias. Los había que se movían rápido, gracias a unos cuerpos en los que apenas había empezado a hacer mella la putrefacción —condenados recientes—, y otros, en cambio, casi se arrastraban por el terreno con unos miembros irreconocibles.
En todos ellos, sin embargo, palpitaba el ingrediente común de un apetito desmesurado que enturbiaba sus miradas acuosas y precipitaba hilillos de baba por las comisuras de sus fauces abiertas.
—No te fíes de su apariencia humana —advirtió el Viajero a Dominique, sin desviar los ojos del despliegue cazador que se aproximaba—. Parecen personas, pero no lo son. Ya no.
Dominique contenía la respiración.
—¿Y qué son, entonces? —alcanzó a preguntar, con voz estremecida.
Su amigo no titubeó en su calificación.
—Bestias.
Pascal se había puesto en pie, con los labios fruncidos, una mirada desafiante y la daga en ristre que refulgía con su verdor profundo, presagiando la proximidad maligna. El Viajero ancló sus pies al suelo. Ya no servía de nada mantener una postura tímida. No retrocedería… porque no había adónde huir.
Solo cabía marchar hacia delante. Se lo debían a Jules.
«Y a Michelle», añadió para sus adentros, dejándose inundar por la calidez que provocaba en su interior la imagen de la chica. Él había cometido demasiados errores, y ahora —no hacía más que repetírselo para ganar en convicción— se le brindaba la oportunidad de repararlos. «Michelle». Pascal atesoraba los recuerdos de ella, pues impulsaban los latidos de su corazón en medio de aquel escenario frío e inerte. Su rostro hermoso de cabellos rubios constituía la única luz que él era capaz de recrear bajo esa noche perpetua.
La luz que guiaba sus pasos.
Dominique no sospechaba la índole de los pensamientos de su amigo. Sin embargo, a pesar del miedo que le embargaba, fue capaz de apreciar la dignidad y valentía que traslucía la impactante figura de Pascal, transformado en el Viajero con toda la solemnidad de aquel legendario rango. La impresión era de tal calibre que, incluso inmerso en el terror que sentía, el chico experimentó cierto consuelo al permanecer junto a él.
«Estoy con los buenos», murmuró para sí mismo, alzando su hacha. «Espero que esta historia sea de las de final feliz».
Se alegró, una vez más, de haberse librado de la silla de ruedas.
Pascal, erguido e inmóvil, agradecía el diferente ritmo que mantenían aquellas criaturas en su carrera hacia ellos; eso iba a permitir que no llegaran todas a la vez, lo que facilitaba la lucha. Aun así, el desafío era abrumador. Concentrándose, permitió que por sus venas resbalara el torrente energético que brotaba de su arma y se preparó para dejarse llevar por la esgrima perfecta de la daga. De nuevo, el filo cortante ejecutaría su justicia letal sobre la carne muerta.
Dominique, empeñado en hallar otra salida a esa situación, observaba mientras tanto los alrededores. Descubrió algo que llamó su atención.
—¿Y si nos dirigimos hacia allí? —propuso señalando una zona cubierta de una bruma oscura—. A lo mejor logramos que nos pierdan de vista entre la niebla.
¿Niebla? Pascal se volvió, intrigado. Hacía pocos minutos que él había revisado el terreno y solo había distinguido vacío dentro del ambiente tenebroso que reinaba.
Dominique tenía razón; ahora, un sector próximo de la zona de desfiladeros se hallaba cubierto de una espesa bruma negra, que se mantenía flotando a ras de suelo. ¿De dónde había salido?
Pascal se quedó unos segundos mirando fijamente aquel cúmulo vaporoso, a pesar del creciente rumor de los jadeos de los carroñeros. Tenía que confirmar algo antes de tomar una determinación.
—¿Se puede saber qué haces? —Dominique, que no entendía la actitud inmóvil de su amigo, contenía su impaciencia a duras penas—. ¡Queda muy poco tiempo! ¡Decídete!
—Compruebo si esa niebla se mueve —contestó Pascal, parco en palabras—. Necesito saberlo.
Dominique lo miró como si estuviera loco.
—¡Y eso qué importa ahora, joder! Esas bestias están llegando…
—¡Dime si se mueve!
Dominique, sin salir de su estupor, obedeció. Contempló unos instantes la bruma oscura antes de contestar.
—Se mueve, sí. Seguro. Antes no llegaba hasta aquellos peñascos.
—Lo imaginaba —el rostro de Pascal había empezado a sudar, algo que no había conseguido provocar la manada de carroñeros con su aparatosa irrupción.
Dominique, captando aquel síntoma, sufrió un escalofrío que agitó su espalda. Algo no iba bien… Algo iba todavía peor.
¿Qué podía empeorar?
—¿Qué coño pasa, Pascal? —saltó, al borde de un ataque de nervios.
—Esa nube —el Viajero, por increíble que resultara, mantenía la entereza—. No es que se desplace. Caza.
—¿Qué?
—No es niebla. Es lo que llaman una «nube negra», un enjambre de sombras. Y —su voz se quebró, al fin— nos está dando caza.
Pascal se había puesto lívido; su propia palidez podía competir con la de Dominique.
—Estás insinuando… —Dominique no quiso continuar, sus ojos se desviaban cada pocos segundos hacia los carroñeros que ocupaban las posiciones más avanzadas. No tardarían en alcanzarlos.
Pascal se volvió hacia su amigo.
—Estamos en medio, Dominique. Nos atacan por ambos lados.
Ya era evidente. La misma bruma parecía haber cogido velocidad, había dejado de acechar con discreción; sus jirones vaporosos se extendían ahora como tentáculos devorando la distancia.