Read La puerta oscura. Requiem Online
Authors: David Lozano Garbala
—Entonces, ¿propones que sigamos buscándolo? —le preguntó Daphne, truncando el delicado cauce de los pensamientos de la chica.
Michelle asintió, decidida.
—Aunque es probable que Jules se haya vuelto peligroso —advertía Marcel en aquel instante—, considero que sí tenemos que actuar, coincido contigo. Pero sin olvidar los riesgos de salir a buscarlo en plena noche, cuando no disponemos de información sobre cómo va evolucionando su proceso vampírico.
—El Guardián tiene razón —afirmó la vidente—. Prudencia. Ninguno hemos de olvidar que esto no es un juego, aunque nuestro objetivo sea un amigo.
Daphne no había dudado al apoyar a Marcel, consciente de que en la situación en la que se encontraban no existían opciones pacíficas, inofensivas.
Aprobada por todos la sugerencia de Michelle, la pitonisa inició sus instrucciones.
—Edouard y Mathieu, os mantendréis junto a la Puerta Oscura, pendientes de cualquier manifestación del Viajero. Los demás, sin separarnos, haremos una ronda nocturna… debidamente preparados.
La vidente acababa de señalar una abultada bolsa que permanecía a sus pies. Aquella última aclaración, que a buen seguro implicaba el empleo de utensilios para enfrentarse a entes vampíricos, resultó dolorosa para Mathieu y Michelle.
—Recordad que Jules no es un enemigo —se apresuró a matizar el muchacho, inquieto—. Al menos, no todavía.
—La idea es salvarlo… —añadió Michelle.
Daphne sonrió.
—No lo olvidamos, jóvenes —dijo—. Pero eso no nos debe llevar a correr más riesgos de los necesarios. Dentro de Jules… va creciendo una bestia. Tampoco vosotros debéis confundiros con su apariencia humana.
Se hizo un incómodo silencio.
—Descartados los cementerios que ya hemos inspeccionado, ese chico puede estar en cualquier lado… —el forense cambiaba de tema—. Se impone un cambio de estrategia. ¿Alguien tiene alguna idea de por dónde empezar la batida?
—Es de imaginar que a estas alturas su contaminación maligna sea muy elevada; si logramos acercarnos lo suficiente, a lo mejor lo percibo —comunicó Daphne—. Se trata de dar vueltas con el coche por las zonas que parezcan reunir los requisitos que buscará Jules. Yo trataré de concentrarme para localizarlo. Y a esperar que el azar nos sonría.
Michelle se puso en pie.
—Yo ya estoy preparada —anunció—. ¿Vamos?
Daphne y Marcel Laville se miraron, levantándose.
—Iremos en mi coche —dijo él—. Del que estará terminantemente prohibido salir por iniciativa individual. París se ha vuelto territorio hostil, debemos tenerlo en cuenta.
Edouard, ante la inminencia de aquella salida que volvía a dejarlos a él y a Mathieu al frente de la Puerta Oscura, tuvo una ocurrencia.
—¿Podría Jules aparecer por aquí?
Ese interrogante atañía directamente al Guardián de la Puerta.
—Volvemos a enfrentarnos al problema de nuestra ignorancia en torno al estado concreto de Jules —reconoció con un suspiro—. Lo único que puedo decirte es que si su degeneración ha avanzado lo suficiente, se verá sometido a la misma limitación que sufre todo vampiro: no accederá a una casa si no es invitado.
En ese caso, mis servidores —previno el forense— jamás le dejarán entrar en el palacio. Tranquilos. Este recinto le está vedado; como mucho, se limitará a merodear por las inmediaciones.
—¿Para qué iba a hacer eso? —intervino Michelle, escéptica ante aquella hipótesis—. ¿Por nostalgia de sus amigos? No tiene sentido. Si Jules considera que puede hacernos daño, no se acercará. Al contrario.
—Estoy de acuerdo —apoyó Daphne—. Pero no está mal contemplar todas las posibilidades. Michelle, ten en cuenta que no albergamos ninguna certeza de hasta qué punto Jules mantiene el control sobre su cuerpo.
—Y sobre su conciencia —añadió Marcel.
A Michelle se le encogió el corazón de tristeza. El inexorable deterioro de su amigo gótico iba consumiendo también su esencia humana. Qué solo debía sentirse, ahí fuera.
Luchando consigo mismo.
* * *
A su alrededor se extendían llanuras de labranza, salpicadas de breves arboledas y pequeñas construcciones.
Jules, alejado ya del cobertizo que le había servido como madriguera, aspiró con fuerza la humedad oscura de la noche, enfocando sus ojos amarillos al cielo negro, a esa espesura infinita que lo atraía con su magnetismo lunar. Resultaba impresionante la mejoría que experimentaba en cuanto la luz diurna desaparecía; todos sus instintos vitales se activaban y burbujeaban de energía acumulada.
También la sed despertaba, arrasando sus entrañas.
Aulló al horizonte con los brazos extendidos en cruz, como un cazador que proclama su territorio. O tal vez se trataba de un gemido desesperado de resignación: el auténtico Jules gritaba, pero lo único que surgía de su boca armada de colmillos era aquel bramido sobrecogedor.
El chico se limpió los labios manchados de sangre. En una de sus manos, el cuerpo muerto de un conejo con la garganta abierta de cuajo.
¿Bastaría esa modesta dosis?
Sabía que no. Sin que se diera cuenta, su propio cuerpo se desplazaba, le conducía con sutileza hacia el contorno resplandeciente de París. No lograba frenar sus pasos, modificar su orientación letal.
Aquella ciudad se iba convirtiendo en una suerte de tierra prometida para un depredador hambriento como él. Miles de vulnerables víctimas, numerosos rincones donde ocultarse. Demasiado tentador.
Un apetitoso coto que iba quedando cada vez más cerca.
Jules se deslizaba por el terreno con voluptuosa facilidad, sus agudísimos sentidos siempre alerta. Escuchaba al viento atravesar en ráfagas la planicie, detectaba los movimientos ligeros de los roedores y su olor, el aleteo de pájaros nocturnos.
La sed lo abrasaba.
Jules volvió a gritar mientras clavaba sus pies en el terreno. Sus retazos humanos mantenían una vez más el pulso con su naturaleza perversa.
Avanzó, sin embargo. París se aproximaba.
Se agarró a un árbol, resistiéndose. Sus dedos curvos aplastaron las yemas contra la corteza del tronco hasta cuartearla. Terminó soltándolo.
Y volvió a avanzar.
Ya percibía el rumor intermitente del tráfico nocturno. Llegaba él, una amenaza para todos los insomnes.
Y la sed parecía brotar de cada poro de su piel. Buscó pequeñas presas, las capturó, bebió su sangre caliente. Estrujó sus corazones aún palpitantes.
Pero siempre, en cuanto recuperaba la atención, se encontraba más cerca de París.
Muy pronto distinguiría los perfiles móviles de los paseantes, intuiría en sus cuerpos el bombeo regular de sus fluidos.
¿Y entonces qué?
Alexander, que caminaba algo adelantado, se detuvo para girarse hacia ellos.
—Es allí —señaló con el brazo extendido.
Pascal y Dominique siguieron con la vista la indicación, y al momento distinguieron, en medio de las sombras, a unos quinientos metros, la silueta de una inquietante construcción que el Viajero identificó al momento: el Umbral de la Atalaya.
Los recuerdos se agolparon en su mente con violencia; la imagen de Beatrice se impuso en su memoria ante aquel monumental puesto fronterizo, pues había sido de su mano como había atravesado por vez primera ese místico enclave. Observó, hipnotizado, aquel límite legendario que frenaba la jurisdicción del Mal. Se trataba de un majestuoso arco de piedra incrustado en una muralla de gran solidez que se alzaba sobre el terreno hasta alcanzar una altura que debía de rondar los veinte metros. Erigido encima, junto al arco, resaltaba el armazón enorme de una garita de guardia, un bloque empotrado sobre el tabique que emergía a ambos lados con su pulida forma de óvalo. La hiedra lo cubría en buena medida, pero sin lograr ocultar herméticas oquedades —Pascal imaginó las figuras asomadas de los centinelas, estudiando el panorama con sus ojos penetrantes tras las máscaras— y las inscripciones grabadas en la piedra. Primitivas advertencias de origen nebuloso.
E incluso a aquella distancia se percibía ya el halo amenazador del monumento que marcaba el límite entre la Tierra de la Espera y la región de los condenados, el comienzo de las tierras oscuras. Sin necesidad de que hiciera ningún comentario, el Viajero supo que el espíritu errante que los había acompañado hasta allí no daría un paso más en esa dirección.
Nada bloqueaba el paso bajo el arco porque no era necesario. El aura justiciera de los centinelas se derramaba desde el Umbral de la Atalaya creando un área de influencia que ningún ser osaba profanar.
Pascal se volvió hacia Dominique, que comprobaba en ese momento, impactado, lo fiable que había sido la descripción que de aquel punto hiciera el Viajero al retornar al mundo de los vivos con Michelle. Pascal no lograba dejar de mirar a su amigo. Allí estaba, sí, parecía imposible. En medio de ese paisaje apagado, inerte, detenido. Allí estaba, en pie, con su ropa de siempre, sus hombros anchos y su gesto levemente irónico.
Y la contundente hacha que portaba en las manos, claro. Eso sí era novedoso en la imagen de su amigo; Dominique había encontrado aquella herramienta en Pere Lachaise —tal vez un leñador había sido enterrado con ella—, mientras buscaba algún arma con la que poder defenderse llegado el caso. «Si te voy a acompañar por tierras peligrosas», había dicho, «será mejor que vaya preparado». Dominique, dada su condición de muerto, no necesitaba provisiones, pero no por ello dejaba de ser una presa apetecible para los carroñeros y cualquier otra criatura maligna que deambulase por las tierras oscuras.
A Pascal no le había parecido mal aquella iniciativa. Aunque el material del que estaba fabricada la afilada hoja del hacha no tenía la propiedad de dañar de un modo definitivo la carne sin vida de las criaturas malignas, en cambio sí era capaz de mutilar, lo que podía resultar muy útil en determinadas circunstancias.
—¿Qué te parece? —preguntó Pascal a su amigo.
—Que da bastante miedo… y no sé muy bien por qué.
—Ya.
Dominique apretaba el mango de su hacha, sin despegar los ojos de la muralla sobre la que se alzaba el refugio de los centinelas.
—No sé… Es una construcción que ahuyenta en sí misma —añadió, impresionado—. Y eso que todavía estamos a una cierta distancia…
—Determinados lugares cobijan un peligro tan inmenso que hasta la más leve intuición la detecta —observó el espíritu errante—. Debo irme ya, Viajero.
Pascal se le acercó y le dio un abrazo, sintiendo a través de la ropa, como siempre, la frialdad de su cuerpo.
—Muchas gracias, Alexander. Me has ayudado mucho. Supongo que es momento de dejarte ir. A partir de ahora, el camino es nuestro.
Dominique le estrechó la mano, manifestándole también su gratitud.
—Que tengáis mucha suerte —se despidió el espíritu errante una última vez, mientras comenzaba a alejarse por el sendero brillante en dirección a las profundidades de la Tierra de la Espera—. Salvad a vuestro amigo.
Dominique frunció el ceño ante aquellas palabras, recordando la alucinante narración con la que Pascal le había ido poniendo al día conforme se dirigían hacia el Umbral de la Atalaya. Jules, a punto de convertirse en vampiro… Inconcebible.
—¿Vamos? —Pascal le miraba a los ojos con una determinación que admiró a Dominique.
Cuando llegaba el peligro, cuando ya no había margen para las excusas, las dudas o las justificaciones, la condición de Viajero resurgía de las entrañas de Pascal y aceraba sus pupilas, esas pupilas que ahora estudiaban el último tramo que los separaba de una tierra sin ley que acostumbraba a devorar a todo aquel que osaba internarse en su perpetua oscuridad.
El pulso con el que empuñaba la daga se había vuelto firme, sereno.
—¿Vamos? —repitió.
Dominique tragó saliva mientras se giraba hacia la zona mucho menos peligrosa que se disponían a dejar atrás.
—Vamos.
* * *
El coche del Guardián había dejado atrás los distritos céntricos y se adentraba cada vez más en la periferia. Llevaban dos horas rondando por las calles sin ningún resultado. Marcel conducía muy atento, y a su lado la vidente iba marcando la ruta.
—Si Jules se mueve por la noche, algo que tampoco sabemos con seguridad, es que su lado vampírico está ya superando al humano —elucubró mientras miraba por la ventanilla, al igual que hacía Michelle desde el asiento de atrás—. Sus movimientos serán todavía inseguros, tiene que aprender a desplazarse en la oscuridad. Evitará los lugares muy concurridos; por eso nos interesan los sectores más alejados de la ciudad.
—Tal vez el proceso maligno no haya avanzado tanto y esté ahora mismo sumido en uno de esos letargos nocturnos que le solían invadir al llegar la oscuridad —aventuró Marcel, apostando por el optimismo.
—Lo dudo —Michelle intervenía sin dejar de vigilar cada calle que quedaba ante su vista, a la búsqueda de siluetas ágiles amparadas en la penumbra—. En ese caso, Jules no habría huido.
Daphne asintió.
—La única razón que justifica la desaparición voluntaria de tu amigo —la bruja se había girado hacia Michelle— es el pánico. Estoy de acuerdo contigo: la noche ya no es segura para él… luego no controla su cuerpo durante las horas de oscuridad.
—Así que se está moviendo ya como vampiro… —dedujo el forense—. ¿Entonces hemos de entender que su voluntad humana ha sido anulada por completo?
—Buena pregunta —respondió Daphne—, para la que todavía no tenemos una respuesta. Pero me extrañaría una progresión tan radical del proceso infeccioso. Quiero creer que aún no es demasiado tarde; Jules tiene que poder luchar consigo mismo.
Michelle rogó por que así fuera. Si no, sus esfuerzos —y los de Pascal en el Más Allá— no servirían de nada.
—¡Alto! —Daphne sobresaltó a sus acompañantes con su repentino grito—. ¡Para, para!
Marcel se apresuró a obedecer, cambiando de carril y deteniendo el automóvil junto a la acera. Dejó encendidos los intermitentes.
—¿Has percibido algo? —preguntó, presa de una súbita impaciencia—. ¿Es él?
Michelle también se había incorporado sobre su asiento y se inclinaba hacia delante, entre ellos dos.
—Se trata de una impresión muy débil… —indicó Daphne, con los ojos cerrados y el rostro alzado—. No estoy segura… Procedía de allí.
La vidente señalaba hacia el oeste, en dirección a uno de los próximos extremos de la ciudad. Tenía sentido, pues aquel rumbo los llevaría muy pronto hasta las últimas urbanizaciones de esa zona. Más adelante, solo se extendían campos agrícolas.