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Authors: David Lozano Garbala

La puerta oscura. Requiem (7 page)

—No te preocupes, Daphne —contestó, agachándose para permitir que Mathieu y Edouard cerraran la tapa del arcón—. No lo olvido nunca. La oscuridad allí es demasiado inquietante.

«Y está demasiado presente», habría añadido.

—Espera —Marcel también se había aproximado, y le tendía una pieza de tela verde—. Es un pañuelo de la bisabuela de Jules; se quedó aquí tras la mudanza de la Puerta.

Pascal había estirado un brazo y ahora contemplaba entre sus dedos aquella prenda, intrigado.

—Muéstraselo cuando te encuentres con ella —aclaró el forense—. Así te creerá.

El Viajero cayó en la cuenta de la inusitada importancia de aquel detalle, que a punto había estado de escapárseles. Al fin y al cabo, lo que ellos habían terminado por aceptar como una iniciativa viable no dejaba de ser, para alguien ajeno, una completa locura. ¿Con qué cara le miraría Lena Lambert, llegado el caso de su encuentro, cuando le explicara la razón de su presencia en aquel mundo? La prueba del pañuelo era vital, en una tierra plagada de trampas malignas donde la desconfianza era la única actitud prudente.

El Guardián se había retirado unos metros y aguardaba el final de ese ritual previo a cada desplazamiento entre dimensiones.

—¿Llevas la ruta hacia la Colmena de Kronos? —quiso comprobar la bruja, reacia a dejarlo marchar como una madre posesiva, pendiente del más mínimo detalle.

Pascal asintió desde su posición. Había tenido la cautela de trazar en un papel el plano con los recuerdos sobre aquel camino que ya superase siguiendo el rastro de Michelle, algo no demasiado difícil gracias a la extraordinaria nitidez con la que las experiencias traumáticas se graban en la memoria. El mapa, unido a la orientación de la piedra transparente, sería suficiente para llevarle hasta la Colmena.

Mathieu y Edouard, ante la atenta mirada de la vidente, se dispusieron entonces a encajar la tapa de madera maciza en los bordes del baúl. Pascal aún llegó a ver el gesto preocupado de Michelle a través de la última rendija de luz antes de que, tras un sonido seco y breve, se quedara completamente a oscuras.

Se acomodó en aquel espacio rectangular que meses atrás había alojado todas las pertenencias de Lena Lambert, como la que aún permanecía en sus manos.

Pronto comenzarían los embates propios de la apertura de la Puerta Oscura. El viaje se iniciaba…

¿Lograría ver a Dominique? En todo momento había dado por supuesto que habría sido llevado a la Tierra de la Espera a través de la laguna Estigia, si es que el Bien no lo había llamado nada más morir. Porque tampoco ofrecía su vida episodios de maldad que pudieran arrastrarlo a la Tierra de la Oscuridad. Así pues, dio por sentado que su amigo acabaría de iniciar su período de espera en la tumba, lo que, en definitiva, hacía posible su encuentro.

Capítulo 4

Los movimientos bruscos se fueron reduciendo hasta que se impuso una espesa calma. Tal como acostumbraba, Pascal esperó todavía unos minutos para confirmar que aquella fase del trayecto había, en efecto, finalizado. No era cuestión de lesionarse antes de salir al exterior. Solo entonces alargó los brazos y empezó a buscar el lateral inexistente del mueble.

Fue recorriendo el perímetro de la enorme caja con el tanteo escrupuloso de un ciego. Una de sus manos no tardó en bailar en el aire, perdió el contacto con la pared del baúl. Comprobó que en ese lado se abría la vía que buscaba, el comienzo de aquella especie de cañería circular que se extendía hacia las profundidades de una distinta oscuridad repleta de resonancias. Inició a gatas su avance en esa dirección, sin titubeos.

No disponía de tiempo ni de espacio en su mente para vacilaciones.

Tal vez se deslizaba en esos momentos por debajo de la laguna Estigia, la masa turbia de agua que separaba el mundo de los muertos del de los vivos, esquivando la vigilancia de Carón te y su monstruoso perro de tres cabezas.

Llegaba al otro continente y su mente comenzaba a asumir aquel paisaje que iba a recibirle.

Poco a poco, el cauce hermético por el que se desplazaba se fue ampliando y Pascal recuperó finalmente su posición erguida. Sin embargo, la negrura se mantenía, lo que le forzaba a avanzar con los brazos extendidos hacia delante, por miedo a encontrarse con algún obstáculo imprevisto.

Nada sucedió, y un rato más tarde se veía obligado a detenerse ante la puerta que ya conocía. Estudió la imagen grabada de la luna, asumiendo la cascada de recuerdos que se precipitó sobre él, y a continuación colocó las manos en las hendiduras correspondientes.

Los suyos eran movimientos expertos, las maniobras certeras del Viajero. Su identidad como joven estudiante había quedado atrás. Comenzaba el desafío. Una vez más.

Se oyó un chasquido suave; la puerta inició su progresiva disolución. Quedó ante sus ojos el escenario paralizado del Más Allá.

De nuevo, en aquel mundo.

Pascal dio un salto y salió a la intemperie detenida. Aspiró aquella atmósfera inerte tan familiar, su oxígeno antiguo que flotaba en calma. Y el sabor inconfundible de la soledad de siglos. Sus pupilas se enfrentaron al laberinto de los senderos de luz, flotando en medio de un mar oscuro que oscilaba al ritmo de mareas malignas, fuera de los límites de los caminos. La Tierra de la Espera.

A su espalda, superado el montículo del que él acababa de surgir, se extendía la planicie húmeda de la laguna Estigia, sus aguas negruzcas de apariencia aceitosa, con ese oleaje de rostros sufrientes que aullaban sin lograr quebrar el silencio de la superficie. Tan solo misteriosas ondas y burbujeos delataban aquellas presencias condenadas que agonizaban para siempre en infiernos abisales.

Pascal no se aproximó a esa superficie líquida sobre la que caían, jornada tras jornada, los remos de Caronte con su ritmo solemne. No alcanzaba a vislumbrar desde su posición al barquero, pero intuyó su presencia cercana entre la bruma perezosa que lamía la masa de agua, su silueta muda al timón de la embarcación que transportaba a las almas en su último viaje.

Se subió los pantalones, demasiado caídos ya, mientras vigilaba los alrededores hasta que se convenció de que no había ningún peligro a la vista. Procuró acostumbrarse a ese silencio macizo, tan compacto y persistente que parecía derramarse cubriendo la realidad con el asfixiante tacto de un sudario. Casi podía escucharse retumbar su eco por la estepa de aquel mundo estéril, un silencio que se quebraba de vez en cuando por amenazadores sonidos procedentes de la lejanía. A continuación, se giró junto al montículo y comenzó a caminar siguiendo la ruta que conducía al cementerio de Montmartre. Sin volver la vista atrás, el Viajero se fue introduciendo en las profundidades de esa atmósfera cristalizada, donde reinaba una noche perpetua sin estrellas. No había tiempo que perder.

Pascal, consciente de los peligros que acechaban más allá del límite iluminado del sendero, no se apartaba de su tramo central, al amparo de aquel resplandor metálico que parecía reflejar una luna inexistente.

Entrecerró los ojos sin detener sus pasos, intentando atisbar el paisaje volcánico que se extendía por las zonas bañadas de oscuridad. Agarraba con fuerza la empuñadura de su daga, decidido a no detenerse bajo ningún concepto hasta que hubiese cruzado los umbrales del cementerio de Montmartre. Únicamente entonces, con el alivio de la compañía, se tomaría un respiro.

La Tierra de la Espera no ofrecía protección fuera de los recintos sagrados donde aguardaban las comunidades de muertos. Y ni siquiera tales lugares podían garantizar su inmunidad. Pascal recordó con un escalofrío el asedio de los carroñeros del que se salvó milagrosamente refugiado en el panteón de los Blommaert.

Como ya le explicaran durante sus primeros viajes al Más Allá, la espera de los espíritus no resultaba tan pacífica, puesto que, hasta el último instante antes de la llamada del Bien, su margen de opción por el Mal se mantenía.

El precio de la libertad consistía en eso, en el riesgo. Solo si hay diferentes caminos, uno disfruta de la prerrogativa de elegir. Y tal posibilidad tiene un coste.

Pascal no frenaba su ritmo. Tampoco distinguía en otros caminos ni siquiera la momentánea aparición de algún espíritu errante, y aullidos distantes delataban la presencia de manadas de carroñeros: los imaginó desplazándose por las llanuras yermas a la caza de víctimas con las que saciar su hambre mientras la putrefacción iba consumiendo sus cuerpos. En ocasiones llegaban a devorarse entre ellos, según le habían contado en algún viaje anterior.

Los minutos discurrían. De no ser por su reloj, le habría sido imposible calcular su paulatino transcurso en medio de aquel escenario inmóvil. Bebió agua de una de las cantimploras que llevaba en la mochila, impaciente. No debía de faltar mucho para que quedase ante su vista el esperanzador muro del cementerio, aventuró tras terminar de recorrer un último meandro del sendero brillante.

«Veeeen…»

Una voz sedosa rompió con suavidad la quietud, llegó hasta él abrazándolo con su tacto aterciopelado antes de que pudiera darse cuenta de lo que ocurría.

«Veennn…»

Pascal abrió mucho los ojos, reconociendo al instante la amenaza que se cernía sobre él, aquel tono femenino que erizaba la piel al tiempo que hundía a quien lo escuchara en una extraña fascinación. No era la primera vez que se enfrentaba… a la perniciosa llamada de las sirenas. Así había conocido a la malograda Beatrice.

«Veeennn… Ayúdame…»

Empezó a temblarle el pulso; a pesar de la resistencia que procuraba oponer, su cuerpo se aproximaba ya a la oscuridad que mordisqueaba el lateral del sendero iluminado. La voz, sensual, delicada, no cejaba en su empeño y lo iba envolviendo, arrastrándolo con —él lo sabía— una engañosa dulzura. Cada vez resultaba más arduo rebelarse contra aquella invitación que hechizaba… y que solo conducía a la muerte.

Nadie de los que habían respondido a la insistencia de las sirenas había regresado jamás. La voz de esas criaturas que moraban en las tinieblas era la voz de la perdición, el eco hipnótico de la muerte.

Pascal se había tirado al suelo, en un intento de rechazar aquella trampa. Pero fue inútil: se descubrió arrastrándose hacia la negrura, cada vez más próxima.

Una de sus manos, vacilante, rebuscaba con ansia en un bolsillo de los pantalones.

* * *

Mathieu, con el móvil todavía en la mano, regresó al sótano donde le esperaban los demás, que ya habían comprobado que el interior del arcón estaba vacío.

—La Puerta Oscura se ha vuelto a abrir para Pascal —le confirmó Edouard—. Ya no se encuentra en nuestro mundo.

Mathieu asintió; no había dudado en ningún momento que el fenómeno volvería a producirse. Su escepticismo ante aquella historia demencial en la que se hallaba inmerso se había diluido por completo con el paso de los días y de los acontecimientos.

Los parámetros del mundo habían cambiado para él. Y para siempre.

—¿Has hablado con los padres de Jules? —le preguntó Michelle—. ¿Alguna novedad sobre su paradero?

—Novedad sí —respondió el chico—, pero no muy buena. Por lo visto les ha llamado por la mañana sin decirles con exactitud dónde se encontraba, y ha justificado su ausencia con una explicación… falsa.

—¿Falsa? —repitió Daphne—. ¿Estás seguro?

—Y tanto. Les ha contado una buena mentira: que estaba con Pascal y Michelle en una cafetería… Lo peor —se giró hacia su amiga— es que les ha pedido dormir en tu residencia.

Todos abrieron mucho los ojos ante aquel nuevo dato, pues ese aparente detalle guardaba, sin embargo, una significación mucho más relevante.

—¿Os dais cuenta de lo que esa petición implica? —masculló la pitonisa, muy seria, mirándolos—. Jules no piensa volver a su casa, es evidente. Con esa excusa ha ganado casi dos días sin tener que preocuparse de sus padres. Dos días de libertad de movimientos.

—Sabe que nosotros no lo delataremos —añadió Michelle, asustada—. Esto puede acabar muy mal. ¿Por qué no ha tenido un poco más de paciencia? ¿Por qué nos ha dejado al margen?

—De todos modos, menos mal que le he llamado yo —se apresuró a observar Mathieu, dirigiéndose a ella—. De haberlo hecho tú o Pascal, todo su montaje se habría ido al traste…

—Y eso nos habría complicado aún más las cosas —concluyó Marcel—. No nos interesa que más gente esté sobre aviso de lo que ocurre, eso dificultaría nuestros pasos. Al menos, no todavía.

—Casi dos días… —murmuraba Michelle—. Eso es demasiado tiempo, teniendo en cuenta su estado.

No lo podían saber con absoluta certeza, pero Edouard estuvo de acuerdo.

—En dos días, la situación de Jules podría ser irreversible.

El recuerdo de su perro volvió a la memoria de la vidente: Jules se había ido para morir… y resurgir como un no-muerto. Se trataba de una condena de destierro.

—La única explicación que se me ocurre para que Jules haya tomado esa decisión suicida —afirmó— es que el proceso vampírico se esté precipitando. Conforme se aproxima el final, es posible que su transformación se vaya acelerando. Parece un mecanismo de supervivencia anidado en la naturaleza de esos seres malignos.

—¿Entonces?

Mathieu ponía sobre la mesa la gran duda.

—Entonces hay que encontrarlo como sea —contestó la médium, solemne—. Durante las horas de luz. No sabemos si la noche lo ha vuelto peligroso. Ahora todo cabe.

Resultaba muy doloroso hablar en esos términos de Jules, pero nadie se atrevió a hacer ningún comentario al respecto. La realidad imponía sus severas condiciones e iba despojando al amigo gótico de su antigua identidad casi con la misma eficacia con la que su degeneración deterioraba su cuerpo a dentelladas.

—Qué poco sabemos… —se quejó Mathieu—. Localizar a Jules por todo París va a ser como buscar una aguja en un pajar.

—Sí —convino Daphne con semblante taciturno—. Edouard y yo podemos intentar percibirlo, pero aun así no va a ser fácil. Paradójicamente, si fuera ya un vampiro, sus movimientos serían más previsibles.

—Además —advirtió el joven médium consultando su reloj—, quedan pocas horas de luz. Va ser imposible dar hoy con él.

—No seamos pesimistas —pidió Marcel—. Eso es lo único que no podemos permitirnos. De situaciones más graves hemos salido, ¿verdad? La desaparición de Jules nos ha asustado, es cierto, pero tal vez su proceso degenerativo no se haya adelantado tanto como sospechamos. Recordad que la mordedura que sufrió era muy superficial.

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