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Authors: David Lozano Garbala

La puerta oscura. Requiem (3 page)

—Pero ¿de dónde has sacado…? —Michelle no daba crédito.

—Condesa Sabine de La Martinette —respondió Mathieu—, año de mil setecientos ochenta y nueve, París. Se trata de un cuadro que se conserva en un pequeño museo de París que visité hace poco. Además, esta fotografía aparece en algunos libros de historia.

Daphne asentía con una elocuente complicidad, una clara muestra de que había captado a la primera todas las implicaciones de aquel hallazgo.

—No entiendo… —confesó la chica, desconcertada—. ¿Mil setecientos ochenta y nueve? ¡El año de la Revolución Francesa! Por lo menos faltaban setenta años para que naciera la bisabuela de Jules…

Mathieu sonrió.

—Apuesto a que si sigo buscando, la encuentro en otros episodios de la historia…

Aquel revelador comentario iluminó a Edouard. La vidente se volvió hacia Pascal.

—Supongo que tú ya habrás caído en la cuenta de lo que eso significa…

Marcel, por su parte, se mantenía en segundo plano, sacando sus propias conclusiones.

—Sí —Pascal asintió con la cabeza—. Creo que ya sé por dónde empezar la búsqueda de Lena Lambert.

Todos miraron al Viajero, que aportó la solución al enigma.

—La Colmena de Kronos.

* * *

Jules, postrado en su lecho, pretende gritar, pero de su boca entreabierta solo brota un gemido, un aliento sucio que se desliza entre sus dientes. Su avidez de sangre va en aumento, colapsa sus recuerdos al ritmo frenético con el que sus ojos de bestia recorren la habitación en la que permanece encerrado.

Jamás ha tenido tanta hambre.

Una nueva convulsión lo empuja fuera de la cama, pero se resiste con una energía que solo puede nacer del pánico. Consciente por primera vez en medio de su vigilia vampírica, comprende lo que puede ocurrir. Le aterra el perverso horizonte que se abre ante él si se deja llevar y lucha por mantenerse en aquel espacio donde no puede hacer daño a nadie.

Los últimos resquicios de humanidad se resisten a abandonarlo a su suerte, a ceder su cuerpo a la maldición de los no-muertos. Todavía siente, piensa. Y eso convierte la siguiente fase de la degeneración que está sufriendo en una agonía atroz.

Sus manos, alejadas ahora de su rostro que se estira con fiereza, se agarran con desesperación a los bordes del lecho para soportar los embates cada vez más poderosos de ese otro instinto que contamina sus vasos sanguíneos. Vuelve a arquearse, chasquea sus mandíbulas, el sudor resbala por su frente y se precipita a través de la cara hacia las comisuras de su boca.

Emite gruñidos roncos.

Todo su cuerpo se levanta del camastro, casi levita. Su otro yo se revuelve, quiere escapar. Sus pupilas amarillas enfocan la ventana con deseo, el acceso a un prometedor coto de caza.

Un desmesurado apetito abruma la conciencia de Jules. Una sed torturante.

Su cuerpo termina por fin cayendo al suelo, vencida la resistencia de las manos. Ahora una arcada de miedo sube por la garganta de Jules mientras asiste al lento arrastrar de su cuerpo hacia la ventana.

No logra oponerse, ha perdido el control. La noche, más allá del cristal, lo atrae con un magnetismo insoportable al que cede dominado por su condición monstruosa. Tan solo unas lágrimas delatan su desolación, la rendición de su humanidad aún viva.

Alcanza el cristal. Contempla la imagen borrosa de su mano crispada atenazando el marco. Pronto, Jules se moverá libremente por las calles de París, envuelto en la oscuridad.

Sin nadie que frene sus impulsos.

Su infección ha avanzado demasiado rápido, ha vuelto a sorprenderlos a todos. A sorprenderle a él.

Y ya es tarde para reaccionar.

* * *

—Tiene sentido —afirmó Marcel—. La Colmena de Kronos, ese laberinto cuyas celdas conducen a distintos infiernos creados por el hombre, funciona con sus propios plazos, ¿no es así, Viajero?

El chico asintió.

—Se trata de una especie de máquina del tiempo que enlaza momentos terribles de la historia. En cuanto accedes a una nueva época —se explicó—, dispones de veinticuatro horas para salir de ella. En caso contrario…

—En caso contrario, te quedas atrapado para siempre —terminó la vidente.

—Eso es —convino Pascal—. Esa explicación cuadra bien con el hecho de que nadie haya visto a Lena durante todos estos años en la Tierra de la Espera, lo que me sonaba raro. Nadie me habló de ella en mis viajes.

—Lógico —Daphne meditaba en voz alta—. Porque la Colmena de Kronos se encuentra en la Tierra de la Oscuridad, la región de los condenados. Si estamos en lo cierto, la bisabuela de Jules no ha tenido contacto con los muertos que aguardan en sus tumbas.

—Qué tragedia —murmuró Edouard—. Apenas llegó a ejercer de Viajera. ¿Qué le ocurriría? ¿Qué pudo llevarla fuera de los límites de la Tierra de la Espera?

—Ese dato no es relevante —observó el Guardián—. Lo esencial es descubrir dónde se encuentra ahora.

—Si es que sigue con vida —matizó Michelle con lucidez, al recordar todo lo que Pascal les contó de su propio paso por aquella prueba—. Porque para alguien que sigue vivo allí hay muchos peligros, ¿no?

Indudablemente, cayeron todos en la cuenta. A los riesgos propios de cada momento anclado en las celdas, había que añadir los seres malignos que acechaban en cada viaje. Pascal no había olvidado el acoso de los carroñeros que Beatrice y él sufrieron durante la epidemia de peste, o el ataque de los espectros en aquel cementerio al que llegaron tras escapar de la Inquisición.

La experiencia había sido tan traumática, tan brutal, que su memoria recuperaba sin esfuerzo esas escenas con una viveza cruda. El rescate de Michelle le había cambiado más que el mismo hecho de haber cruzado la Puerta Oscura.

Pascal miró de soslayo a su amiga, un solapado gesto que se había convertido en habitual desde su última conversación íntima. Anhelaba detectar en la chica un atisbo de cariño hacia él, alguna muestra que le permitiese albergar la esperanza de un acercamiento, de una reconciliación. Por eso no la perdía de vista, una vigilancia que —pudoroso o avergonzado— procuraba llevar a cabo de forma discreta.

Mientras tanto, las palabras de Michelle habían provocado en el vestíbulo un silencio áspero, desencantado. La reflexión de la chica, incuestionable, acababa de enfriar la creciente euforia que había empezado a sentir el grupo ante lo que parecía una pista fiable para encontrar a la bisabuela de Jules. En efecto, tenían que reconocer —por si fuera poco organizar aquella nueva misión sin saber a ciencia cierta si Lena Lambert era o no la Viajera anterior— que nada garantizaba que ella continuara con vida a estas alturas. El retrato de la condesa solo atestiguaba que, en su involuntario devaneo temporal, había pasado por la Francia de finales del siglo XVIII. Tal vez, incluso, aquella había constituido su última escala y había terminado guillotinada como noble en medio de las revueltas de París.

Un panorama desolador, sin duda, que sentenciaba a Jules antes de que el Viajero diera un solo paso.

—No podemos permitirnos que la peor de las alternativas nos frene —repuso Pascal con firmeza, temeroso de que aquella incertidumbre debilitara la determinación del grupo—. Siempre hay dudas. Como cuando tuve que ir a buscar a Michelle al Más Allá —ella no le sostuvo la mirada mientras ambos lo recordaban—. No hay plazo para esperar garantías: el tiempo de Jules se agota.

—No pretendía desanimaros —Michelle se defendió, rescatando su aplomo tras aquellos segundos de incomodidad—. Pero si Pascal va a viajar para buscar a Lena Lambert, tenemos que ser muy conscientes de las cartas con que jugamos —bajó la cabeza—. Ahora mismo las posibilidades de salvar a Jules son escasas, a pesar de lo que Mathieu ha descubierto. Aunque eso no significa que no haya que intentarlo todo.

—Al menos —Daphne decidió arrojar algo de optimismo—, en la Tierra de la Oscuridad hay zonas mucho peores que la Colmena de Kronos. El Viajero se va a enfrentar a un entorno hostil pero que ya conoce, un entorno con una presencia maligna limitada y no demasiado distante de la Tierra de la Espera.

—Eso también es verdad —Pascal quiso agarrarse a aquel tibio consuelo que le ayudaría en el instante de iniciar su siguiente desafío.

Edouard meditaba desde un rincón, sacando sus conclusiones ante lo que estaba escuchando.

—Si Lena Lambert infringió el plazo máximo en una de las celdas —comenzó, prudente—, ya no se vería obligada a seguir cumpliéndolo, ¿no?

Los demás se volvieron hacia él.

—Supongo que tienes razón —contestó la vidente—. Una vez atrapada para siempre en la Colmena de Kronos, sus movimientos dentro de ella dejan de estar sometidos a ese límite. Aunque de nada le sirva ya.

—Entonces hay más probabilidades de que siga viva —razonó el joven médium, su aportación personal a mejorar el ánimo del grupo—. No se ha pasado cien años de infierno en infierno. Ha podido sobrevivir en una época concreta, y mantenerse allí. Quizá incluso continúe en mil setecientos ochenta y nueve, lo que además facilitaría la búsqueda que tiene que llevar a cabo Pascal.

El silencio con el que se le escuchaba se fue descomponiendo en sonrisas. Las palabras del chico venían acompañadas de esperanza, el estímulo más valioso que necesitaban.

—Bravo, Edouard —le felicitó Daphne, ante el asentimiento de todos—. La misión del Viajero vuelve a coger fuerza.

—Gracias a todos, en realidad —añadió Marcel—. La fuerza de la unidad. Edouard, tu ayuda ha sido muy útil. Tu planteamiento tiene sentido. Nos permite un nuevo impulso.

—Y aunque así no fuera —declaró Pascal—. Con que haya una única posibilidad de encontrar a esa mujer y salvar a Jules, habría bastado.

Michelle le dedicó una fugaz mirada cargada de sentimiento, que procuró desviar antes de que fuese advertida por él. Intervenciones tan generosas como aquella provocaban en la chica un íntimo orgullo que hacía tambalear su actitud fría con Pascal. En el fondo, los sentimientos no podían cortarse de raíz, no obedecían al mismo carácter súbito con el que en ocasiones se toman decisiones. Ella se resistió, su propia dignidad estaba en juego. No lograba olvidar, no estaba preparada para perdonar. Lo que iba descubriendo, sin embargo, era que el castigo al que estaba sometiendo a Pascal la arrastraba en el sufrimiento.

Michelle se enfadó consigo misma; su corazón no parecía querer darse cuenta de lo que había sucedido, aunque se trataba de un hecho indiscutible: Pascal la había engañado, le había ocultado la verdadera naturaleza de su relación con Beatrice. Y Michelle no podía fingir que aquella infidelidad no se había producido. Ahora ese lastre se interponía entre ellos inundándolos con su sombra de desconfianza.

* * *

Sus ojos ávidos, en medio de un rostro huesudo de blancura cadavérica y pómulos afilados, asaltan cada rincón con agudeza animal. Jules se mueve entre las sombras con agilidad felina, se agazapa en la penumbra, se desliza sin ruido bajo la atmósfera fría y húmeda de la noche. Se ve libre del cautiverio de su habitación, aspira los apetitosos aromas que llegan hasta él. Elude las amplias avenidas, las zonas bien iluminadas que le molestan, los sectores más transitados.

Disfruta de la inminencia de la sangre caliente. El depredador se reencuentra con la noche que le vio nacer. Retorna a la oscuridad, sometiendo a su cada vez más exhausta humanidad, cuya rebeldía no es ya sino un murmullo apagado. El hambre guía sus sentidos, un apetito que va creciendo conforme quedan ante su vista perfiles de paseantes que no se percatan de la silueta que se desliza en las proximidades, que no llegan a darse cuenta del peligro que han corrido durante unos instantes, hasta que la criatura se aleja buscando víctimas más propicias para una primera caza.

Jules, o lo que queda de él, alcanza Le Marais, la zona medieval de París. Se sumerge en la red de calles estrechas que se multiplican por la zona, se aparta del ruido del tráfico nocturno. Detecta unos pasos, se pone en guardia junto a una pared cubierta de grafitis.

Aguarda, mimetizándose con las sombras de un sucio callejón, hundido entre los recodos cubiertos de basura. Entrecierra los ojos y queda ante sus pupilas rasgadas, a cierta distancia, la figura de un hombre joven que camina a buen ritmo arrebujado en su abrigo.

Jules se relame y exhibe sus colmillos en una involuntaria sonrisa. De su garganta brota un gruñido cavernoso, apremiante.
Sangre.

Aquel desconocido está solo; mucho más de lo que supone caminar sin compañía. Y es que, salvo el vampiro, nadie más se encuentra cerca, nadie que pueda ver lo que va a suceder.

Jules se mueve, impaciente. Provoca un ruido, el hombre lo capta y se detiene, mira hacia todos los lados. Duda.

Por fin, el desconocido vence sus titubeos y reanuda su avance, rápido, ajeno al hecho de que cada zancada lo aproxima hacia su agresor. Jules empieza a experimentar una ansiedad incontenible, curva los dedos convirtiendo sus manos en garras.

Sobre el jadeo voraz de sus propias entrañas, resurge entonces la antigua voz humana, procedente de un remoto interior que todavía lucha. La genuina naturaleza de Jules se asoma, espoleada por la inminencia del crimen que va a cometer. Aún resiste, aún se enfrenta a los nuevos instintos que saturan su cuerpo, que lo convulsionan.

El desconocido ha vuelto a detenerse. Ha sacado un teléfono, pero no se decide a emplearlo.

Jules recupera en parte la conciencia mientras su víctima, apenas intuyendo la amenaza que se cierne sobre él, insiste por fin en su rumbo fatal. Cada vez más cerca de su verdugo.

El chico observa sus propias manos temblorosas de excitación, contiene al borde del agotamiento el impulso asesino sin dejarse ver. El hombre se encuentra cada vez más cerca. ¿Por qué no acelera antes de que sea demasiado tarde? ¡Tiene que desaparecer de allí! ¿Cuánto tiempo podrá Jules reprimir sus ansias de alimentarse? Un reflejo en un cristal le devuelve la desgarradora imagen de su degeneración. No se reconoce en aquel ser embrutecido y grotesco que muestra los dientes como un perro rabioso.

El hombre ya está casi frente a él. Jules aprieta la cabeza contra la pared, consumiendo sus últimos recursos de resistencia. El sudor le gotea, empapa su maltrecha ropa. Se clava las uñas en las palmas de las manos, ahoga sus bufidos hambrientos, cierra los ojos para no ver a la presa que despierta en él mortíferos instintos que amenazan con superarle.

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