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Authors: David Lozano Garbala

La puerta oscura. Requiem (9 page)

Al menos no había sufrido más sorpresas desagradables durante el resto del desplazamiento.

En el interior del cementerio, detenidos en una explanada arbolada a la que conducían las sendas que serpenteaban entre lápidas, le aguardaban ya bastantes muertos. La tradición de apostar vigilantes que custodiaban el recinto y oteaban el panorama del páramo en busca de carroñeros que se aproximaran demasiado se mantenía, y la llegada del chico se había notificado puntualmente.

—Bienvenido una vez más, Viajero —le recibió Charles Lafayette con un gélido abrazo—. Nos alegra verte.

Pascal continuó saludando a otros difuntos que conocía de sus viajes anteriores. Varios rostros nuevos se asomaban entre el gentío, y una señora de sesenta años se presentó como el más reciente fichaje de aquella comunidad. Había muerto el día anterior y acababa de llegar hasta el cementerio tras la impactante travesía en la barca de Caronte. Pascal, rememorando la primera escala que el siniestro remero llevaba a cabo para deshacerse de los pasajeros condenados, no pudo evitar recordar el desolador espectáculo del que ella se había librado.

El capitán Mayer también se había aproximado para estrechar la mano del Viajero. No había perdido su porte marcial, pero el brillo inusual de sus ojos delataba lo mucho que le emocionaba encontrarse con Pascal.

—Pronto te has recuperado del enfrentamiento con el ente demoníaco —dijo el militar, admirado—. No te esperábamos aún.

—No creas que estoy bien —confesó Pascal—. Pero es que otra vez el tiempo juega en contra nuestra.

—Un buen soldado siempre está preparado para el combate. El enemigo nunca avisa de sus movimientos.

—Ya. Aunque no me importaría, por una vez, acudir aquí sin un objetivo concreto.

—Quizá la Puerta no permite viajes gratuitos —observó Lafayette—. Es su peaje.

—Hasta ahora, desde luego, no lo ha hecho —Pascal hablaba en un evidente tono de queja. Necesitaba descansar, terminar de asumir su rango sin la presión de los riesgos.

Su cara experimentó un visible cambio en aquel instante: la cordialidad con la que había llegado perdió luz, convicción. Se interrumpió con brusquedad. Y es que sus ojos acababan de reconocer la silueta erguida del panteón donde se había reunido con Beatrice no hacía tanto tiempo.

Una oleada de recuerdos envueltos en tristeza colapsó su memoria.

Se había propuesto no pensar en ella, pero no resultaba nada fácil. La imagen de Beatrice no había perdido fuerza con su ausencia.

Pascal recordó la figura esbelta del espíritu errante, la ingenuidad de sus ojos transparentes, que había terminado sucumbiendo al Mal. Había sido una víctima del amor, arrastrada por la intensidad de un sentimiento que no había conocido en vida. Aun así, la nobleza de la chica había terminado resurgiendo, imponiéndose al error en un último sacrificio que honraba su recuerdo.

Esa piel que no volvería a acariciar… y que había provocado la ruina de su relación con Michelle. ¿Lograría recuperar a su amiga? Lo que sentían el uno por el otro no podía desaparecer con tanta facilidad, ni siquiera después de aquel tropiezo. Al menos, en él no había sucedido.

—Beatrice no volverá —comunicó con gravedad.

Todos los que conocían al espíritu errante se aproximaron unos pasos al escuchar ese inesperado anuncio.

—¿Qué sabes de ella? —le preguntó Lafayette, intrigado en medio de su preocupación ante aquellas enigmáticas palabras.

El chico emitió un profundo suspiro mientras elegía las palabras con las que responder.

—Cometió un error —empezó, experimentando un íntimo dolor al recuperar esos recuerdos y sus consecuencias—. Quiso encontrarse conmigo en mi dimensión, en el mundo de los vivos. Se obsesionó con esa idea y al final… vendió su espíritu —esa información levantó un revuelo entre los impresionados oyentes—. Se equivocó. Al menos, al final se sacrificó por todos nosotros, ella misma acabó con su segunda vida para librarnos de un peligro que nos amenazaba.

El capitán Mayer y Lafayette se miraron.

—Nosotros ya hablamos de las complicadas consecuencias de su posible enamoramiento. Pero ni se nos pasó por la cabeza que pudiese llegar tan lejos.

—De hecho nos pareció esperanzador —completó Armand—. Un romance entre ambos mundos volvía a producirse. La misma historia que originó la existencia de la Puerta Oscura.

—Pero no fuimos realistas —terminó el otro—. El idealismo nos impidió distinguir la importancia de la frontera que separa tu región de la nuestra. Esta es la Tierra de la Espera; uno no debe volver la vista atrás cuando ha llegado a este punto del camino. Determinados errores se pagan.

Pascal asintió.

—¿Para siempre? —a pesar de la urgencia que lo embargaba, no pudo resistirse a indagar—. ¿Qué será de ella ahora?

La imaginó deambulando sola por la tierra de los condenados, la temible oscuridad sin horizonte.

—Su último gesto, según cuentas, fue de una extraordinaria generosidad —comentó Mayer—. No creo que Caronte la haya entregado a los espectros.

Lafayette había asentido ante esa conjetura. Pascal alzó la mirada, expectante.

—¿Entonces?

El militar se tomó su tiempo antes de responder.

—Esa maniobra final de Beatrice, de alguna manera, fue un suicidio. Lo fue, en realidad, desde el momento en que aceptó ese oscuro pacto para regresar a tu mundo. Una difunta que vuelve a matarse, que se hunde más en su propia muerte —calló un instante, meditabundo—. Supongo que le aguarda una larga temporada en el lugar al que lleven a los suicidas… Tenías razón, no la volveremos a ver. Al menos, en esta dimensión.

Pascal recordó las cuevas donde permanecía el chico negro que le ayudó en el subterráneo nivel de los fantasmas hogareños, Ralph. E imaginar allí, en aquella solitaria serenidad, a Beatrice, le devolvió el ánimo. Por mucho tiempo que ella tuviese que soportar en ese entorno aislado como castigo por sus decisiones, la perspectiva era infinitamente mejor que una condena perpetua en el territorio de los sentenciados.

Tal vez la realidad era menos injusta de lo que había creído. La constatación de aquel descubrimiento supuso para él un fogonazo de luz en medio de ese entorno inerte.

—¿Qué te trae por aquí, Pascal? —Lafayette reconducía la conversación, consciente de que el Viajero debía expulsar de su mente determinados recuerdos que amenazaban con restarle impulso.

El chico reaccionó, la premura volvía a agitarse en él despertándole de su ensueño. El pasado, aunque fuera reciente, no era un equipaje que pudiera remolcar en aquella misión. Conforme sus palabras fluían, los rostros de sus oyentes iban adoptando semblantes aún más lúgubres que su propia naturaleza.

—La mordedura de un vampiro, aunque sea superficial, tiene muy mal pronóstico —comentó Mayer tras escuchar la explicación.

—Qué tragedia la de tu amigo Jules —susurró Lafayette, impresionado—. La Puerta Oscura agita en exceso las aguas; demasiados embates está sufriendo tu mundo desde que se ha abierto.

Pascal también se había planteado aquel interrogante, a raíz del abrumador rastro que sus pasos iban dejando: ¿compensaba esa brecha abierta entre los dos mundos?, ¿qué precio estaban pagando a cambio de que él mantuviera su rango de Viajero?

En cualquier caso, mientras la situación de Jules no se hubiese resuelto, esa duda no tenía sentido. La salvación de su amigo era prioritaria, costara lo que costase.

A continuación, Pascal compartió con ellos la posibilidad de que la sangre de la Viajera anterior sirviera como antídoto de la infección vampírica, lo que provocó el asombro generalizado, pues se revelaba así un enigma: qué había ocurrido con la apertura de la Puerta correspondiente al siglo XX.

—Pero antes de iniciar su búsqueda, necesito llegar hasta la comunidad del cementerio de Pere Lachaise —advirtió entonces, decidido a cumplir con la despedida pendiente de Dominique—. ¿Podéis ayudarme?

Un joven de unos treinta años se adelantó.

—Me viene de camino —explicó—. Me llamo Alexander y soy un espíritu errante, llevo aquí dos jornadas y tenía previsto ponerme en marcha. Si quieres, te guío hasta allí.

* * *

El sudor resbalaba por la frente de Jules. Hundido en el modesto camastro, donde su propio peso había terminado por apelmazar las ropas y papeles colocados a modo de colchón hasta hacerle sentir el frío relieve del suelo, se revolvía en una semiinconsciencia crispada.

Aunque la pesadilla real renacía con cada oscuridad, su sueño diurno no estaba libre de imágenes aberrantes. Sufría, en medio del ambiente de cubil que se había impuesto en el interior de aquella casucha, aunque para Jules era un remanso de penumbra a pleno día.

En el exterior, la tarde iba avanzando, el húmedo frescor se acentuaba y las sombras comenzaban a alargarse, presagio de la noche.

Jules despertó, logró zafarse de los retazos de sueño contaminado que lo envolvían. Efímeros atisbos de humanidad. Apenas alcanzaba a moverse. Desde su postura, contempló una de sus muñecas; el brazo le colgaba estirado frente al rostro.

La imagen de las venas azuladas sobre la extrema blancura de su piel le trajo el recuerdo de su reciente intento de suicidio en la azotea de la casa de sus padres. Deseó poder abrírselas de cuajo, observar con una sonrisa hasta morir el lento derramarse de esa sangre infecta.

Maldijo en silencio. ¿Por qué no había terminado con su vida cuando pudo hacerlo? La escena en el tejado se repetía en su memoria, ante sus ojos recreaba cada paso hasta terminar con la última zancada —la que no se había producido, para su desgracia— que lo precipitaba al vacío de la calle. Aquella había constituido la última oportunidad de escapar a su maléfico destino, no había sabido verlo. La intromisión de sus amigos había arruinado su determinación, lo había confundido. Incluso había generado en él una esperanza que poco después se había revelado como absurda, ingenua.

Ahora era tarde. Su cuerpo no lograba reunir las fuerzas necesarias para el sacrificio definitivo. Quizá ni siquiera habría sido suficiente, dado el avanzado estado de su degeneración.

La espera hasta la noche se había convertido en una tortura tan insoportable que le hizo anhelar la inconsciencia. Y es que, en cierto modo, con cada nuevo despertar moría un poco más su esencia humana.

* * *

Michelle se detuvo al pie de la entrada al cementerio de Montparnasse, con el móvil en una mano. Daphne acababa de llevarla hasta allí con su destartalado coche, y habían quedado en comunicarse de inmediato cualquier novedad en la búsqueda. No cabían las iniciativas individuales. Incluso la pitonisa se había visto obligada a llevar otro teléfono, algo a lo que ella siempre se había resistido. Las circunstancias imponían sus reglas, sus condiciones.

Como habían dado por supuesto que, ni siquiera en el peor de los casos, Jules suponía un peligro durante el día si no se le despertaba, la solución para rentabilizar el hecho de que eran las dos únicas personas del grupo que podían dedicarse a buscarle había consistido en separarse, en repartirse los cementerios.

Michelle había preferido no encargarse de Pere Lachaise, ya que no se sentía con fuerzas para enfrentarse a la tumba de Dominique. Sería Daphne quien lo hiciese.

Aun así quedaban otros recintos pendientes en París, como los cementerios de Montmartre, De Pantin o D'Ivry, lugares que tendrían que registrar al día siguiente… si Jules continuaba sin aparecer.

Michelle comenzó a caminar, perdiéndose pronto en el bosque de lápidas y panteones que se extendía por aquella zona. Descartaba sobre la marcha toda construcción demasiado pequeña para albergar a una persona, las que se encontraban junto a los caminos y los monumentos modernos. Procurando meterse en la cabeza de Jules, se planteó que si ella tuviese que escoger un escondite para soportar las horas diurnas, se decidiría por algún panteón antiguo y apartado, de esos pertenecientes a familias extintas que llevaban décadas sin ser visitados.

Por ello sus ojos se iban deteniendo en las sepulturas viejas que pasaban más inadvertidas, a las que se aproximaba para comprobar si permanecían cerradas. Llegó a descubrir varios panteones abiertos, lo que en cada ocasión le provocaba un repentino galopar de los latidos de su corazón. ¿Y si Jules se encontraba dentro? Recordó la consigna: nada de actuaciones individuales; debía alejarse y avisar a Daphne. Por su seguridad.

El resultado, sin embargo, fue siempre igual de infructuoso. Solo interiores polvorientos y deteriorados la recibían.

Y el tiempo iba precipitándose.

* * *

—¿Crees que lo encontrarán?

Edouard, que se había levantado para acariciar los bordes pulidos de la Puerta Oscura, se giró y miró a Mathieu con detenimiento antes de responder.

—¿Tienes idea de cuántos cementerios hay en París, y de cuántas horas quedan de luz? Ni aunque buscáramos todos lo lograríamos…

—Pero conocemos bien a Jules —argumentó el otro desde su asiento, una simple silla con respaldo de madera—. Sobre todo Michelle. Se esforzará por adivinar la elección que hubiera hecho él. Y acertará.

Edouard no parecía muy convencido.

—No sé —reconoció—. Está muy bien ser optimista, es incluso algo necesario. Pero la maniobra de Jules nos ha pillado demasiado fuera de juego. Esa impaciencia de última hora puede arruinar su salvación. Nos lo ha puesto muy difícil, Mat. Seamos sinceros.

A Mathieu le gustó que el joven médium empleara aquella abreviatura de su nombre; lo interpretó como una muestra de cariño.

—Créeme. Si ha actuado de ese modo, es porque algo muy fuerte le ha sucedido. No habría huido de no ser así.

—La hipótesis de un avance brutal en su proceso vampírico…

—¿Se te ocurre otra?

—No, supongo que no. Pero no olvido que ha sido él quien nos ha embarcado en esta locura de encontrar a su bisabuela. ¿Qué sentido tiene que ahora desaparezca?

—¿Te atreves a ponerte en su lugar? ¿A meterte en la cabeza de alguien que se está transformando en un vampiro y lo único que puede hacer es esperar mientras su cuerpo y su mente se van… corrompiendo?

El joven médium echó un último vistazo al arcón medieval.

—Nadie que no lo haya vivido puede hacerlo.

A continuación se acercó hasta Mathieu para sentarse a su lado.

—De momento, Pascal no da señales de vida —comunicó—. No percibo nada.

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