Read La puerta oscura. Requiem Online
Authors: David Lozano Garbala
Pensaban que solo ese monstruo podía atreverse a profanar la quietud. No temían una nueva aparición del forense Marcel Laville y sus chicos, que a buen seguro habrían obedecido un criterio mucho más razonable a la hora de decidir su siguiente estrategia: seguir buscando al vampiro durante las horas diurnas. Justin y Suzanne así lo creían, recordando la extrema prudencia con la que el grupo se había conducido durante su última salida, ya de noche, justo antes de que él sufriese el ataque del vampiro.
Por otra parte, Justin y los suyos tampoco se planteaban la captura de la misteriosa criatura. «No hay nada más peligroso que una fiera salvaje en cautividad», había señalado Justin.
Aquello solo terminaría, pues, con la aniquilación del no-muerto.
Suzanne, desde su posición de centinela, se inclinó hacia Justin.
—¿Pretendes cumplir aquí todo el ritual contra vampiros?
—Por supuesto.
—La última fase es la quema del cuerpo —recordó ella, cada vez más reacia a llevar a cabo esa misión que, con la muerte definitiva del vampiro, dejaría sin resolver algunas de las incógnitas que la incomodaban, sentenciándola a un difuso remordimiento—. Eso se verá mucho de noche y dejará restos. Es peligroso.
—No tanto como dejar a ese monstruo con vida —repuso Justin, a quien unos despojos calcinados no parecían preocupar mucho—. ¿Lo dices por la investigación policial?
—Sí.
—Bah. En el remoto caso de que consiguieran identificar esos restos, obtendrían el nombre de un muerto. Y se supone que no se puede matar a un muerto, ¿no? Como mucho podrían acusarnos de profanación de tumba y vandalismo, imaginando que hemos sacado el cuerpo de su sepultura para quemarlo. Y eso, en el peor de los casos, si nos terminan vinculando con el asunto.
Ellos seguían sin concebir la posibilidad de que el vampiro al que perseguían todavía no hubiese fallecido como mortal. Una presunción, sin duda, algo precipitada.
Pascal y Dominique se precipitaban en medio del vacío, sin lograr frenar su caída. No gritaban, ya no. Al menos habían logrado juntarse, y ahora continuaban hundiéndose en aquella nada que los engullía, manteniéndose agarrados como si su mutua compañía pudiera servir de algo.
La profundidad de aquel abismo parecía infinita; ya solo distinguían a su alrededor un entorno neutro demasiado conocido: estaban deslizándose a toda marcha por el torrente del tiempo, no había duda. Pero lo estaban haciendo con una sorprendente virulencia, que recordaba la incontenible fuerza de los rápidos cuando se aproxima una catarata, y esa velocidad impedía al Viajero maniobrar como había aprendido a hacer durante el trayecto temporal anterior.
Al menos, el acostumbrado efecto terapéutico de aquella dimensión se mantenía, y Pascal experimentaba en la herida del costado un acelerado proceso de cicatrización que agradeció. El Tiempo le concedía una nueva oportunidad de enfrentarse a los obstáculos pletórico de fuerzas. Y lo necesitaba.
El persistente aullido ventoso que dominaba ese espacio les obligaba a hablar a gritos.
—¿Adónde llevará esto? —preguntaba Dominique, cada vez más acostumbrado a desplazarse por esa dimensión a pesar del excesivo impulso con el que esta vez los arrastraba aquel flujo—. A otro momento histórico, ¿no?
—¡Supongo que sí! —contestó Pascal, con la cara arrugada por la velocidad—. ¡Hemos caído por una especie de… acceso abierto! ¿Cómo es posible que haya una brecha temporal en plena recreación?
El Viajero intentaba comprender lo que había sucedido, confuso. Llegó a la conclusión de que habían sido las traicioneras criaturas infantiles que los habían llevado hasta allí quienes habían generado la grieta por la que ahora se despeñaban.
—¡No creo que nadie tenga una información completa sobre estas realidades! —opinó Dominique sujetando su sombrero para que no volara, algo que al final no logró impedir—. ¡Todo es tan complejo…! ¿Y esos niños? —recordó a los responsables de que ellos se encontraran en esa situación, la trampa en la que habían caído—. ¿Qué clase de seres eran?
—¡Había oído hablar de ellos! —respondió Pascal—. ¡Son una especie de fantasmas, unos espíritus traviesos que, aunque te pueden complicar la vida —ambos lo estaban comprobando de un modo muy explícito—, no son verdaderamente peligrosos!
«Entidades juguetonas», vamos.
Desde luego, no resultaban tan amenazadores como los navajeros que los habían atacado en el callejón, pero su «bromita» de conducirlos hasta la sima temporal iba a costar al Viajero y su amigo un grave retraso en el encuentro con Lena Lambert.
Consciente de ello, Dominique se disculpó, arrepentido.
—¡Perdona, Pascal! ¡La culpa la he tenido yo, no debí lanzarme hacia esa casa, pero el maltrato infantil es algo que nunca he podido soportar, perdí el control…!
—¡Tranquilo, era imposible que imagináramos lo que estaba ocurriendo!
Dominique no se dio por satisfecho.
—¡Pero Jules…! ¡Cada minuto cuenta para que vuelvas al mundo de los vivos y puedas liberarle de su infección vampírica!
El Viajero procuró apaciguar el malestar que sentía su amigo.
—¡Recuerda que aquí el transcurso del tiempo funciona de otra manera! ¡El retraso no será tan serio —ambos se dieron cuenta de que eso dependía en buena medida de que fueran capaces de abandonar la época a la que ahora se dirigían y encontrar de nuevo el Nueva York de mil novecientos veintinueve— y, con un poco de suerte, Jules ya estará en manos de Daphne!
—¡Ojalá sea así! ¡No logro entender por qué se largó de vuestro lado, si ya habíais hablado de que existía una posibilidad de salvación…!
Pascal lo meditó, como había hecho un montón de veces.
—¡No creo que nadie sea capaz de adivinar lo que pasa por la cabeza de alguien que se está transformando en un vampiro! —concluyó—. ¡Creo que perdió la esperanza!
—¡Y con ella, el rumbo!
* * *
Marcel llevó el vehículo hasta una de las puertas laterales del cementerio, y lo dejó en punto muerto mientras apagaba los faros.
—El acceso principal, por el Boulevard de Ménilmontant, es demasiado visible —justificó—. Por aquí podemos entrar igualmente, y con menos riesgo. Espérame mientras manipulo la cerradura de la entrada; no creo que me sea muy difícil forzarla.
Aquella maniobra furtiva recordó a Michelle la pericia de su amigo Dominique a la hora de abrir cerraduras. Tal como le habían contado, había sido él quien enseñó a Pascal ese clandestino arte, para que pudiera acceder al desván de los Marceaux en aquel viaje destinado a convencer a Dominique de la sobrecogedora historia de la Puerta Oscura.
Objetivo que Pascal cumplió con creces, por supuesto. ¿Quién podía imaginar, en aquel entonces, lo pronto que Dominique visitaría en persona el mismo paisaje que su amigo describía ante las miradas absortas de los demás? Qué poca piedad mostraba a veces el destino, pensó Michelle.
El forense había bajado del vehículo y, tras echar una ojeada a los alrededores —ante la presencia de la noche, todas las precauciones eran pocas—, se aproximó hasta la verja de metal que impedía el paso más allá del límite marcado por el muro. No vio señales de Jules ni del grupo de cazavampiros. Antes de agacharse siquiera con la ganzúa en la mano, oyó un sonido producido por una de las puertas del monovolumen. Se giró para encontrarse con la figura de Michelle, que se acercaba hasta su posición pertrechada con instrumental que ahuyentaba a los vampiros… y la pistola en la cintura.
—Yo vigilaré mientras estás con la cerradura —dijo ella sin más—. Es mejor no dar la espalda a la noche.
Marcel se limitó a asentir. Hacía tiempo que se había dado cuenta de que Michelle no era la típica persona dispuesta a someterse a las instrucciones de los demás porque sí; tan solo las seguiría si las consideraba razonables, algo que, por lo visto, no había sucedido en esta ocasión.
Tal como habían previsto, el cerrojo no se resistió a las avezadas manos del forense, y en unos minutos se encontraban de nuevo dentro del monovolumen, frente al acceso abierto del cementerio.
—¿Y ahora qué? —preguntó Michelle, antes de que Marcel arrancara—. Sería mejor concretar ya la zona en la que vamos a situar el vehículo. Si empezamos a dar vueltas y Jules está dentro, puede escabullirse.
El forense estuvo de acuerdo.
—No nos alejaremos del sector donde está la tumba que alberga los presuntos restos del profesor Delaveau —explicó—. Jules terminará acercándose hasta allí, si es que no lo ha hecho ya.
A continuación cogió el plano del cementerio, que había adquirido hacía pocos días en un quiosco de las proximidades, y lo extendió sobre el salpicadero. En él se podían leer, además de los nombres de las calles internas, las localizaciones de las tumbas de los famosos. Era un mapa para turistas.
—Aquí lo tenemos —anunció, solemne—: Cuarenta y cuatro hectáreas que albergan cien mil sepulturas y más de un millón de enterramientos. Pere Lachaise.
«El campo de juego», reflexionó Michelle. Aunque ni siquiera sabían, en realidad, cuántos participantes iban a intervenir en la partida.
¿Habrían acudido Justin y los suyos?
—He venido muy pocas veces, por suerte —dijo—. Y siempre me ha parecido igual de gigantesco. ¿Nuestra entrada es la que queda cerca de la tumba de Eléonore Duplay?
—Sí. Da casi frente a la avenida transversal número dos. ¿Te parece que avancemos por ella?
Michelle estuvo de acuerdo.
—Así nos aproximamos a la zona central del cementerio —observó—. Podemos quedarnos cerca del Columbarium.
—Perfecto: la sepultura de Delaveau no queda a mucha distancia de ese punto.
Marcel ya arrancaba cuando Michelle se dejó oír de nuevo.
—Aún no me has explicado el plan. ¿O es que consiste solo en aparcar dentro y esperar? No vengo como simple acompañante, Marcel. Quiero ayudar.
El forense se percató de hasta qué punto estaba acostumbrado a trabajar solo. De hecho, así se le había adiestrado como Guardián y así se estaba preparando a su sucesor. Si bien en las autopsias solía contar con asistentes, en su cometido como protector de la Puerta Oscura e investigador, aparte del limitado apoyo de los servidores de la Puerta, se movía solo. Incluso la detective Betancourt a menudo le había echado en cara la información que se guardaba para sí, aunque eso era razonable teniendo en cuenta los secretos que Marcel albergaba y que ella no debía conocer.
Pero no era el caso, ni siquiera teniendo en cuenta la juventud de Michelle. La chica había demostrado sobradamente que estaba preparada para asumir responsabilidades y riesgos. Bastante mal lo había pasado como para negarle ahora su derecho a intervenir de forma activa.
—Perdona —se disculpó—. No ha sido algo consciente. Llevo mucho tiempo guardando demasiado silencio. El plan es sencillo: ahí detrás, en esa maleta metálica, llevo carnaza para Jules. Confío en atraerle con sangre.
«Carnaza para Jules». Michelle no supo qué le sentaba peor: si tratar a su amigo y compañero gótico como una amenaza, o como una bestia.
—¿Es sangre animal? —se limitó a preguntar.
Marcel negó con la cabeza.
—Para hoy necesitamos un cebo poderoso. Es sangre humana. Si Jules está padeciendo la sed que imaginamos, no podrá resistirse.
—Pero… ¿cómo la has conseguido?
—De los cadáveres que nos llegan para autopsias, casi siempre guardamos muestras —se explicó—. Yo he estado acumulando más cantidad de la habitual, nunca se sabe. Y como la mantenemos con conservantes, no pierde determinadas propiedades. Si Jules se encuentra en el cementerio, por fuerza acudirá. Tiene que acudir.
—¿Y entonces?
—Ahora verás.
Marcel presionó un botón, y una gruesa plancha de metacrilato traslúcido comenzó a descender del techo, tras los asientos delanteros. Solo se detuvo cuando la parte trasera del vehículo quedó convertida en un compartimento cerrado por completo.
—Así la vamos a dejar —dijo Marcel.
—Me recuerda a lo que por seguridad llevan algunos taxis —comentó Michelle, impresionada.
—Sí, es un mecanismo parecido, pero bastante más hermético y reforzado. Ten en cuenta que la fuerza de un vampiro, aunque no haya culminado su transformación, es mucho mayor que la de un ser humano normal.
—O sea que la idea es…
—Que Jules entre por detrás a la furgoneta.
—¿Aguantarán las puertas si conseguimos encerrar a Jules dentro? —planteó ella, buscando puntos débiles en aquel plan.
—Lo harán… porque todo el habitáculo de este monovolumen está blindado, incluyendo los cristales. Por eso pesa tanto este vehículo: hemos sacrificado velocidad en favor de… otras prestaciones.
Michelle no se mostraba convencida del todo.
—Aun así, veo complicado que logremos cerrar la zona de atrás.
—Puedo activar por control remoto la caída de una plancha posterior en el otro extremo del monovolumen, así que, para cuando se quiera dar cuenta, habrá quedado atrapado. Nosotros nos limitaremos a esperar su llegada desde algún lugar resguardado.
Michelle, ahora sí, estaba impresionada.
—Pero ¿cuándo has preparado todo esto?
Marcel sonrió.
—En realidad, hace meses. Desde que confirmé que, con la apertura inicial de la Puerta Oscura, había accedido al mundo de los vivos un ente vampírico. Las circunstancias no lo permitieron, pero me llegué a plantear capturarlo vivo. Era una ocasión única para estudiar a una criatura del Mal. Mira por dónde, al final nos va ser útil.
—Eso espero.
—¿Estás lista?
—Arranca, Marcel.
Aunque ninguno de los dos lo había comentado, ambos pensaban ahora en el único factor que podía trastocarlo todo: la aparición del grupo de fanáticos cazavampiros.
* * *
Edouard contemplaba la Puerta Oscura con un sutil gesto de reproche desde la entrada al sótano, sin pestañear. Incluso a tan escasa distancia, podía sentir muy bien la potencia energética de aquel umbral sagrado, y se dio cuenta de que sus sentimientos hacia ella habían cambiado.
La Puerta Oscura se había llevado a la vieja Daphne, su mentora. Y eso marcaba un punto de inflexión no solo en su propia evolución como médium, sino también en la esfera más íntima.
La seductora atracción que él había experimentado desde un principio por ese arcón medieval que se alzaba solemne, mudo, en medio de aquella dependencia subterránea, se había enfriado. Ahora lo que brotaba del interior de Edouard era un resentimiento que dirigía su convicción acusadora, precisamente, hacia la Puerta Oscura.