La puerta oscura. Requiem (47 page)

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Authors: David Lozano Garbala

Treinta minutos. Había que decidirse ya.

Los aviones que se dirigían hacia Hiroshima tenían que encontrarse muy cerca.

Pascal bebió de su cantimplora, como si así ganara tiempo. Su eterno miedo a tomar decisiones, que se acentuaba en función de la gravedad de las consecuencias que pudieran derivarse de la determinación final.

—Eres el Viajero —recordó su amigo—, y lo estás haciendo muy bien. Continúa así, Pascal. Confío en ti.

Nuevos segundos de trémulo silencio.

—Vale —claudicó por fin el joven español, a punto de perder la calma—. No veo otra alternativa. Pero serás tú quien inmovilice al rehén mientras yo llevo la piedra.

Dominique frunció el ceño.

—¿Estás seguro? Así te vas a arriesgar mucho más…

Era cierto. Si Pascal se limitaba a llevar la piedra, apartado del escudo humano que constituía el prisionero, sería blanco fácil de soldados y francotiradores.

—Lo estoy —confirmó—. Es lo más razonable. Si tú mantienes con convicción tu actitud amenazante sobre el rehén y nos movemos rápido, nadie intentará nada.

—De acuerdo, entonces.

Los dos comprobaron si estaban preparados para salir; se contemplaron mutuamente, dos muchachos vestidos con ropas modernas, algo sucios. El Viajero con la mochila al hombro y la piedra en una mano, Dominique sacando de debajo de su pantalón la espada romana.

Y en ambos, una expresión ansiosa. Sudor, ojos muy abiertos y respiración entrecortada. Semblantes de quien es consciente de una catástrofe inminente.

De quien es consciente de que quizá está viviendo sus últimos momentos.

—No es como la katana de un samuray —decía Dominique empuñando su arma—, pero puede servir. Yo ya estoy.

—Yo también. Ahora toca vigilar los alrededores hasta que veamos una víctima propicia, ¿no?

—¿Qué perfil crees que nos interesa?

Si el rehén lograba soltarse en algún momento y se hallaban ya rodeados por soldados, serían tiroteados sin compasión.

Pascal lo meditó. ¿Qué tipo de persona garantizaba el éxito en esa maniobra? Desde luego, no un militar.

—Un anciano, una mujer, un niño —planteó—. No lo sé.

El Viajero se sintió fatal, como un verdugo, al llevar a cabo aquella selección tan cruda. Estaban eligiendo una víctima con absoluta premeditación.

—De acuerdo —convino Dominique, dirigiéndose a la puerta.

Pascal suspiró. De improviso se le ocurrió que la capacidad de hablar con la gente de esa época en su mismo idioma podía servir para negociar, una alternativa que arruinarían irremisiblemente en cuanto pisaran la calle y amenazasen a un inocente. ¿Se estaban precipitando por culpa de la urgencia?

—Supongo —comenzó, vacilante— que te das cuenta de que si esta estrategia sale mal, no cabe la posibilidad de argumentar que no somos espías americanos…

Dominique no pudo evitar reírse, a pesar de las circunstancias.

—Si sale mal, solo tendrás tiempo de señalar hacia el cielo —repuso—. Así que no te preocupes por eso. Veinticinco minutos para la explosión nuclear.

Los dos se apiñaron junto a la puerta del local, a la espera de un paseante que cumpliera con los requisitos que buscaban.

Horrorizados, se percataron entonces de que la estrecha calle en la que habían encontrado refugio apenas era transitada.

—Qué bien hemos elegido para mantenernos a salvo —comentó Dominique con un sarcasmo macabro—. Aquí no nos descubrirán, desde luego. A ver si al final esto va a ser nuestra sentencia.

Pascal no estaba para bromas, aunque en su fuero interno admiró —como siempre— la imperturbable valentía de su amigo. Aunque muerto, también arriesgaba mucho, pues la destrucción total de su soporte físico en la región de los condenados le impediría retornar a la Tierra de la Espera.

Pero Dominique estaba hecho de una pasta especial, y ni siquiera muerto perdía su carácter. Era él, simplemente.

Y estaba a su lado, como siempre.

Pascal comprobaba que ni siquiera la muerte en el mundo de los vivos había conseguido borrarle la sonrisa de la cara.

—¿Y si no aparece nadie? —el Viajero, ante la ausencia de resultados y crispado por la inminencia de la acción, empezaba a experimentar un hormigueo ansioso.

—Saldremos a buscarlo —afirmó Dominique—. Pero no hará falta, ya verás. Tranquilo.

Se decía fácil.

Aunque hasta el momento los accesos al torrente temporal siempre habían estado próximos al punto de aterrizaje, el Viajero, asediado por las peores conjeturas, imaginó por un instante que la salida de aquella época se encontrara a varios kilómetros de distancia.

Se trataba de otro aspecto que podía ir mal.

¿Y entonces? No tendrían tiempo de llegar. Con o sin rehén, con o sin piedra transparente, en ese caso morirían abrasados sin llegar a alcanzar la salvación. Derretidos por la deflagración atómica. Disueltos para siempre.

—Se acerca alguien —anunció Dominique—. Ahora o nunca.

* * *

—Pero ¿cómo es posible que los aviones americanos llegaran hasta Hiroshima sin problemas? —se preguntaba Edouard, asustado de que aquel trágico episodio lograra acabar con el Viajero tantos años después—. ¿Cómo consiguieron sorprender a la población? ¿Y el ejército japonés, sus fuerzas aéreas?

Mathieu consultó los documentos que tenía abiertos en el escritorio del ordenador portátil.

—El bombardero
Enola Gay
, un B-29, iba escoltado por otros dos B-29 preparados para hacer mediciones y fotos —contestó—. Los radares japoneses de alerta temprana sí los detectaron acercándose desde el sur. Por eso a las siete de la mañana sonaron esas alarmas que han escuchado Pascal y Dominique. También se transmitieron avisos por radio, para que la gente se dirigiera a los refugios antiaéreos.

—¿Entonces?

—Por lo visto, esperaban toda una flota de aviones norteamericanos para un bombardeo masivo, así que cuando los radares japoneses detectaron solo tres, como tampoco estaban todavía sobre Hiroshima, los responsables militares no les dieron mucha importancia. Pensaron que eran simples aviones de reconocimiento. Cuando volvieron a detectarlos ya casi sobre la ciudad y sonaron de nuevo las alarmas, en torno a las ocho de la mañana, casi nadie hizo caso.

—Vaya desastre.

—Y tanto. Además, los japoneses no pensaban que Estados Unidos disponía de la tecnología suficiente como para fabricar una bomba atómica. Ni lo imaginaban.

—No tuvieron ninguna oportunidad.

—Ninguna. Algo parecido ocurrió con Nagasaki, donde cayó la segunda bomba el nueve de agosto. La cuestión ahora es si Pascal y Dominique tendrán margen suficiente para escapar de esa época antes de que todo acabe.

—Confiemos en que sí. ¡Pascal es el Viajero!

Mathieu apartó la mirada del ordenador.

—¿Y de qué sirve eso en la situación en la que se encuentran?

Edouard se sorprendió al descubrir que no tenía una respuesta para eso.

—Al menos tú has estado muy bien, Mathieu. Les has facilitado una información muy valiosa, que sin duda los habrá ayudado a orientarse.

Mathieu arqueó las cejas, suspicaz.

—¿Eso es una evasiva a mi pregunta?

El médium no contestó, confirmando así la sospecha del chico. Abrumado, Edouard se dio cuenta de que las malas perspectivas ni siquiera se ceñían al Japón de mil novecientos cuarenta y cinco. Mientras Pascal y Dominique luchaban por salvar sus almas en el Más Allá, Michelle y el Guardián de la Puerta arriesgaban sus vidas en plena noche. Y todo ello sin haber conseguido retener a Jules hasta el regreso del Viajero.

Vaya pesadilla.

Cuánto echó de menos Edouard en esos instantes la tranquilizadora presencia de la vieja Daphne, con su sabiduría y la serenidad que otorgaba una edad avanzada. Lo que hubiera dado por conocer una última vez el juicio de la vidente.

Pero ni su voz ronca ni sus pupilas lechosas eran ya capaces de atravesar la distancia que los separaba.

Se encontraban solos.

* * *

—¡Está dentro! —Michelle, emocionada, no consiguió sofocar a tiempo su grito, que resonó en medio de la quietud del cementerio.

Una quietud ya violentada por los golpes apagados que empezaban a percibirse dentro del monovolumen.

—Desde luego, tiene fuerza —Marcel observaba fascinado los vaivenes que estaba sufriendo el vehículo—. Y eso que aún no es un vampiro pleno.

—Eso espero.

Los dos mantenían la esperanza, sobre todo ahora que podían rescatar al joven gótico de su soledad nocturna para intentar liberarle de la contaminación maligna que pudría sus venas.

Siempre y cuando Pascal regresara a tiempo, claro.

Ambos se levantaron y, tras echar una última ojeada a los alrededores, abandonaron su escondite entre los árboles para dirigirse con rapidez hacia el Chrysler, que seguía sometido a los embates internos del capturado. Sin embargo, no llegaron muy lejos antes de que una voz conocida los forzara a detenerse.

—Buenas noches, doctor Laville.

Ni Michelle ni el aludido necesitaron volverse para identificar a quien hablaba: Justin, del grupo de cazavampiros, cuya voz levemente irónica llegaba hasta ellos con engañosa suavidad.

Incluso antes de terminar el giro que los enfrentaría a aquellos tipos, los dos experimentaron por dentro una incontenible rabia por haberse dejado sorprender así, justo cuando ya tenían a Jules al alcance de la mano. Pero mantuvieron una falsa serenidad. No se permitirían exteriorizar su irritación.

—Vaya sorpresa —señaló Marcel, descubriendo a la panda de fanáticos surgiendo tras unas tumbas a escasos veinte metros de ellos.

El Guardián empuñaba con fuerza su pulida katana de plata.

—Al final nos vamos a hacer íntimos —comentó el rubio de la cara vendada, mientras los apuntaba con una pistola dotada de silenciador—. Tiradlo todo al suelo. Ya.

Justin esbozaba su insultante sonrisa a pesar de las gasas que cubrían sus heridas. A su lado, el gigante dirigía una mirada burlona a Michelle, contento de poder devolverle a la chica el rodillazo en los genitales. Suzanne, por su parte, tenía las manos ocupadas con su hacha de plata, al tiempo que ofrecía su típico gesto apático.

Los dos grupos —cada uno cargado con su instrumental antivampiros— permanecieron unos instantes observándose, como calibrando sus fuerzas, frente a frente. Ya solo los separaban diez metros.

El monovolumen había dejado de balancearse al ritmo de los golpes de la presa y se mantenía ahora en una inquietante calma.

—No te atreverás a dispararnos —dijo entonces Michelle, dando un paso al frente—. Eso sería asesinato. ¿Y cómo lo vas a justificar? ¿Vas a matar a un policía, además?

—Pero qué valiente —el tono de Justin no perdía su tono sarcástico—. Prueba, niña. Nos ha costado mucho llegar hasta aquí, y no voy a dejar que nadie se interponga en nuestra misión. Es nuestro destino.

El muchacho la encañonó, al tiempo que presionaba con calculada delicadeza el gatillo.

Suzanne tragó saliva, sin decidirse a intervenir. Aquello iba llegando demasiado lejos. ¿De verdad estaba Justin dispuesto a disparar? Viendo sus ojos enfebrecidos (la proximidad intuida del vampiro había estimulado su fijación hasta un extremo desconocido), supo que sí.

—Michelle —susurró el forense, cauto—, vamos a tranquilizarnos. Quizá podamos negociar.

Todos se hallaban muy quietos, envueltos en una especie de guerra fría que estallaría en cualquier momento. Por eso sabían que debían medir cada palabra, cada movimiento. Un error, un malentendido, podía desembocar en una tragedia que no beneficiaría a nadie.

Incluso Justin, a pesar de sus poco piadosos sentimientos, tenía claro que no le interesaba complicarse la vida, algo que sucedería de forma inevitable si acababa con el forense y la chica. Y en realidad no era necesario, porque lo que estaba ocurriendo era tan clandestino que ninguno de los presentes acudiría a la policía, fuera cual fuese el desenlace.

—Solo quiero al vampiro —advirtió—. De vosotros depende que esto acabe mucho peor.

Michelle apretaba los dientes de pura indignación. Pensar que se lo habían puesto en bandeja… Aquel grupo de dementes se había limitado a dejarles hacer para, en el último momento, tras el éxito de la maniobra, hacerse con un botín que consistía en su amigo.

Era un comportamiento rastrero, desleal.

Ella jamás pondría a Jules en sus manos, lo tenía muy claro. Ya había perdido a Dominique, y no admitiría más concesiones.

—Cuánto —soltó entonces Marcel, muy seco.

Michelle se volvió hacia él, sorprendida.

Justin, sin embargo, parecía no entender, aunque resultaba extraño que no hubiera captado el sentido de aquella palabra.

—Que cuánto queréis por el vampiro —insistió el Guardián ante el silencio retador que se prolongaba, sin alterar su rostro severo.

Al principio, Michelle se resistía a creerlo: ¡Marcel estaba intentando comprar a Jules! No obstante, enseguida comprendió que era una forma inteligente de salvar a su amigo evitando un conflicto muy arriesgado. El Guardián estaba recurriendo a un punto débil bastante habitual en el ser humano: la avaricia. ¿Funcionaría esta vez?

Ante la inesperada oferta, Suzanne miraba con esperanza a Justin; de repente veía algo de luz en un asunto que se complicaba cada vez más. Salir de allí con pasta a cambio de olvidarse de la criatura se le antojó una elección tentadora cuando apenas quedaban ya opciones inofensivas.

Pero Justin se encargó de arruinar su anhelo con una estentórea carcajada.

—No me interesa —declaró—. La salvación de la humanidad no tiene precio, doctor. Resulta lamentable que pretenda corromperme en medio de algo tan serio.

A Suzanne no le gustó que Justin no hubiera contado con su opinión para decidir. De todos modos, no le sorprendió. Hacía tiempo que ella y Bernard se habían convertido en meros siervos de aquel chico rubio de oscuro magnetismo. «Tiene madera de líder de secta», se dijo ella. «A nosotros ya nos ha dominado; hace años que nos tiene a su servicio y solo ahora me doy cuenta».

—¿Vais a tirar todo lo que lleváis al suelo, o me obligaréis a disparar? —Justin alzaba el arma con mayor determinación—. No esperaré más.

Marcel y Michelle se miraron una última vez antes de obedecer, como transmitiéndose mutuamente el consuelo de que no había más remedio que someterse. Después, sin prisa, empezaron a desembarazarse de todo hasta quedarse con las manos libres, que separaron del cuerpo.

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