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Authors: David Lozano Garbala

La puerta oscura. Requiem (49 page)

Pero, a pesar de la certidumbre de ese desastre, Pascal y Dominique no se detenían. Condenándose ellos, no salvarían a nadie, y lo sabían. Los dos lanzaban miradas ansiosas al puente hacia el que continuaba dirigiéndolos la piedra transparente, como si de ese modo pudieran reducir la distancia que los separaba de él.

Nunca un tramo tan corto se hizo tan largo.

Dieciocho minutos.

—Bueno… El juego se complica —murmuró Dominique, aumentando la velocidad de sus zancadas hasta que un tropiezo del viejo casi le hizo perder el equilibrio—. Los soldados nos van a alcanzar.

Sin embargo, el mayor obstáculo tomó forma ante ellos: una barrera de unos veinte militares bloqueaba su recorrido.

Ahora estaban rodeados.

Quince minutos.

* * *

Michelle acababa de terminar su explicación, matizada de vez en cuando por indicaciones del propio forense. En un tono que dejaba claro el desprecio que experimentaba hacia sus oyentes, la chica había insistido sobre todo en los indicios que hacían suponer que la identidad de Jules Marceaux aún no había sido anulada en su totalidad por la infección vampírica, como el hecho de que, a pesar de las agresiones llevadas a cabo, el joven gótico todavía no había mordido a nadie. Así contribuyó, sin saberlo, a alimentar los titubeos de una silenciosa Suzanne.

Porque la
hippie
continuaba albergando dudas en ese sentido: no lograba encontrar dentro de ella la resolución necesaria como para seguir a Justin hasta el final de aquella historia que, cada vez más, le parecía una simple locura.

Una locura en la que llevaba inmersa años. Años de incomprensible estupidez contra los que, llevada de su enfado, intentaba rebelarse sin encontrar la valentía necesaria.

Suzanne procuraba evitar ahora que sus ojos trasluciesen aquella vacilación de última hora. Justin estaba tan crecido que sintió miedo al imaginar su reacción si alcanzaba a enterarse de lo que estaba pensando ella.

—Interesante —comentó el rubio por fin—. Pero inútil. ¿Dejar en vuestras manos a un ser que dentro de muy poco será un vampiro pleno? Me temo que no va a ser posible. Lo siento.

—¡Nosotros sí podemos detener su proceso! —saltó Michelle, harta de aquella prepotencia—. ¡Vosotros solo sois unos carniceros! ¡No tenéis ni idea de nada, joder!

Marcel la miró, comprensivo, mientras su mente buscaba con desesperación alguna salida. Al grupo de fanáticos no le habían contado nada de la Puerta Oscura ni de la existencia del Viajero, pues era demasiado arriesgado hacerles partícipes de semejante información. Como consecuencia, no podían explicar el modo en que se disponían a curar a Jules.

La actitud de Michelle solo había provocado que la sonrisa de Justin se ensanchara en una mueca despectiva.

—Así que vosotros sois tan inteligentes que podéis salvar a vuestro amigo… Pero qué emotivo, niña. ¿Y cómo se supone que se hace eso? Yo creía que la mordedura de un vampiro no tenía antídoto…

Michelle dirigió al forense un ademán cargado de impotencia. Pero era inútil: ambos sabían ya que, incluso compartiendo con ellos el secreto de la Puerta Oscura —y contando con que aquella pandilla se lo creyese—, no convencerían a Justin de que les cediera a Jules. Lo que a ese tipo le obsesionaba era acabar con el presunto vampiro; en sus ojos exaltados, lo único que se distinguía era el velado brillo de la mirada de un verdugo.

Solo aspiraba a ejecutar a Jules. Sin piedad.

—¿No contestas, Michelle? —Justin insistía—. ¿No me vas a explicar cómo le curaréis?

A Suzanne también le costaba contemplar como factible la posibilidad de salvar a la criatura, pero el hecho de conocer su nombre —Jules Marceaux— le otorgaba a sus ojos un rasgo añadido de humanidad que complicaba aún más las cosas.

—Bernard —llamó Justin al gigante.

El aludido, con el machete en la mano, se volvió hacia él.

—¿Qué necesitas?

El rubio mantenía su arma apuntando a los prisioneros.

—Ha llegado el momento de comprobar qué tenemos en el monovolumen; así saldremos de dudas. Acércate hasta allí.

Bernard mostró un fugaz instante de titubeo, pues conocer lo que aguardaba en el interior del vehículo le provocaba escalofríos; pero terminó decidiéndose y comenzó a caminar hacia el Chrysler.

El silencio era absoluto, nadie hablaba. Todos seguían con la mirada el avance algo inseguro del gigante entre las tumbas, que iba frenando su ritmo conforme se aproximaba a su destino.

Una vez junto al vehículo —que, oscuro y quieto en medio de la noche, resultaba de lo más siniestro—, Bernard se detuvo y se giró, esperando nuevas instrucciones. No hacía más que mirar por encima del hombro, como si el monstruo pudiera atravesar de improviso la carrocería del Chrysler y atraparlo.

Justin enfocó con sus agudas pupilas al forense.

—¿Cómo conseguirá nuestro amigo ver el interior del monovolumen?

Marcel asintió.

—En los laterales hay una pequeña abertura con cristal corredero. Desde ahí controlará lo de dentro sin correr riesgos.

Justin transmitió las instrucciones, y Bernard, entre suspiros de resignación, dio unos pasos más hasta situarse a uno de los lados del monovolumen. Próximo al techo, sobre las ventanillas, el gigante localizó lo que buscaba.

Alzó las manos para empujar la pequeña plancha de vidrio, pero se detuvo en el último momento, dudando. Y eso que la abertura solo tenía unos doce centímetros de anchura y apenas veinte de longitud.

Sin embargo, Bernard sentía como si estuviese a punto de asomarse a la jaula de una terrible fiera. Se veía abrumado por un miedo tan intenso que le agarrotaba las manos.

No conseguía respirar de la tensión que soportaba, y estaba a punto de sufrir un ataque de ansiedad. Procuró calmarse, sin éxito.

El vehículo permanecía inmóvil, aunque un olor extraño, amenazante, lo rodeaba.

—¿Por qué no vas tú, si tanto interés tienes? —soltó Suzanne a Justin en ese instante, asombrada de su propia audacia.

Al chico le mudó el color del rostro. La chica estaba jugando con fuego; él no le perdonaría aquella insolencia.

—Pero a ti qué coño te pasa ahora —respondió—. ¿No ves que estoy vigilando a nuestros prisioneros? Deja de decir tonterías.

¿Vigilando a los prisioneros? «Ya», pensó ella, «como si eso no pudiera hacerlo yo».

—¡Bernard, no tenemos toda la noche! —gritó Justin, cada vez más agresivo.

El gigante colocó una de sus manazas sobre el diminuto relieve que le permitiría impulsar el rectángulo de cristal. Se detuvo una vez más, intentando en vano frenar los desbocados latidos de su corazón.

¿Había escuchado algo al otro lado de las ventanillas?

A continuación, sin pensarlo más, empujó y, emitiendo un sonido seco, la placa tintada empezó a deslizarse hacia atrás, dejando a la vista el comienzo de un reducido espacio.

Una hedionda vaharada le alcanzó en el rostro. Un aliento a putrefacción.

* * *

No habían tenido más remedio que parar. Tampoco era viable retroceder, tanto por la presencia de los otros soldados, que cerraban la retaguardia con sus fusiles amartillados, como por la falta de tiempo. Un solo paso atrás suponía la muerte.

Ante la multitud de armas que los encañonaban, Dominique había alzado el filo de su espada hasta rozar la garganta del anciano, que emitió un gemido asustado. Ni siquiera en aquellas circunstancias logró desembarazarse del molesto sentimiento de culpabilidad que arrastraba junto al Viajero desde que salieran de su escondite. Pero el instinto de supervivencia —aunque fuese como muerto— resolvía con eficacia las vacilaciones.

Dominique se jugaba su futuro.

—Solo pretendemos llegar hasta el puente —explicó Pascal en voz muy alta, cobijado también tras el anciano—. Después, soltaremos a nuestro rehén.

Nadie decía nada ni se movía. A lo sumo, algún gesto de sorpresa ante lo bien que parecían dominar el idioma japonés aquellos occidentales.

Doce minutos.

—No le haremos ningún daño —recalcó Pascal, devorado por una impaciencia que podía terminar en una letal lluvia de balas—. Lo único que queremos es llegar hasta el puente. Nada más.

—Soltadle —exigió uno de los militares, el que debía de ostentar la más alta graduación, a juzgar por su uniforme.

El Viajero contuvo un gesto de hastío. ¿Pero es que no le habían escuchado?

Diez minutos. Y ni siquiera estaba seguro de que la ubicación exacta del acceso a la Colmena de Kronos estuviese en el puente Aioi. La cosa se estaba poniendo muy fea.

El semblante rígido de Dominique atestiguaba que él pensaba lo mismo.

—A lo mejor piensan que vamos a volarlo —sugirió el chico, con la voz estrangulada por los nervios.

Pascal aceptó aquella teoría, así que, a la desesperada, se separó del prisionero y, sin acelerar sus movimientos, separó los brazos del cuerpo.

—No llevamos explosivos —aclaró—. Por favor, dejadnos pasar.

Nada. Esa barrera de militares seguía sin disolverse. Al menos, tampoco el oficial al mando se decidía a ordenar que abriesen fuego contra ellos, lo que ya era un avance.

En el fondo, aquella ausencia de reacción por parte de los soldados tenía sentido en medio de la absurda situación que estaban viviendo. En plena guerra, dos occidentales aparecían en la zona más céntrica de la ciudad y se empeñaban en ir a un puente mientras amenazaban a un civil.

Debía de resultar todo tan increíble…

Lo más trágico era que daba igual. No quedaría ni un testigo vivo que pudiera relatar más adelante aquel excepcional episodio.

La bomba atómica devastaría vidas, escenarios y memorias.

Pascal sudaba copiosamente. Vio como única opción la amenaza directa de muerte.

—Lo soltaremos cuando estemos en el puente —insistió el Viajero—. Si no llegamos hasta él —tocaba tirarse el farol—, lo mataremos. No vamos a negociar.

Pascal hizo un gesto a su amigo y ambos, escudándose tras el anciano, comenzaron con lentitud a caminar en dirección a la barrera de soldados. A su espalda, los otros militares los siguieron.

¿Quién ganaría aquel pulso?

—No pares en ningún momento —le susurró Pascal a Dominique, consciente de que, si flaqueaban un solo instante en su determinación, su credibilidad se arruinaría y, con ella, la posibilidad de alcanzar el objetivo.

Ocho minutos.

Los cruces de miradas lo decían todo. El oficial, sin pestañear, calibraba la resolución del Viajero apurando los últimos instantes antes del contacto.

Dudaba.

Cada paso, tan parsimonioso, suponía una agonía cuando se percibía la muerte próxima en el tiempo… y en el espacio. Dominique experimentaba unas ganas inmensas de quitarse de encima al viejo y salir en estampida hacia el puente, pero sabía que no podía hacerlo. Había que aguantar, soportar aquella pausada marcha mientras uno creía escuchar el avance inexorable de las agujas del reloj.

Y el creciente ronroneo de los motores de un avión.

Seis minutos. El comienzo del puente quedaba a unos setenta metros.

Por fin, el oficial claudicó. Hizo un gesto y sus hombres comenzaron a apartarse, formando un pasillo por el que los occidentales y el rehén se adentraron.

—¿Aceleramos? —Dominique no podía más.

—Poco a poco —indicó Pascal, mientras se secaba el sudor de la frente—. Recuerda que nos están apuntando por detrás. Un malentendido y la hemos jodido.

A través de ese gradual aumento de ritmo, pronto recuperaron una velocidad razonable —el Viajero ayudaba a Dominique para arrastrar al exhausto anciano—, seguidos muy de cerca por el grupo de militares. Quedaban ya menos de cinco minutos, y la piedra transparente iba intensificando su brillo.

Pascal casi no respiraba. Si la puerta de la Colmena no se encontraba en el mismo puente, estaban perdidos.

Capítulo 31

Es extraño pensar que ahora mismo, en la realidad donde se encuentra Pascal, un avión se dirige hacia allí cargado con una bomba nuclear —comentó Mathieu, rompiendo el silencio—. Que todavía no ha muerto toda esa gente, que la Segunda Guerra Mundial continúa.

Edouard sonrió levemente. Se notaba que el médium hacía un esfuerzo por sobreponerse a su desánimo interno.

—Te supera tu vocación de historiador.

—Sí. No puedo evitar recrear en mi cabeza esas imágenes, como me ha pasado al enterarme de su primer viaje a Roma o su llegada al Nueva York de la Gran Depresión. Y este otro trayecto temporal… Aunque sea una terrible tragedia, no deja de ser alucinante que ellos la estén viviendo, estén siendo testigos de uno de los episodios más cruciales del siglo veinte.

—Ojalá el papel que tus amigos desempeñen allí se limite al de testigos, y no terminen engrosando la lista de víctimas.

—Sí, eso es lo más importante. Pascal tiene que volver.

En otras circunstancias menos acuciantes, Mathieu habría sido capaz de pedir al Viajero que le trajera algún objeto de cada época, como si se tratara de
souvenirs
. Incluso le hubiera pasado una cámara digital para que hiciera fotos, aunque imaginó que eso no se lo permitirían por las consecuencias que podían derivarse si caían en manos ajenas.

Edouard consultó su reloj.

—Seguimos sin noticias de nuestro propio mundo —dijo, refiriéndose al Guardián y a Michelle—. Espero que al menos a ellos les esté yendo todo bien.

—¿Y eso qué implica exactamente?

A Mathieu no le había quedado claro el objetivo de aquella incursión nocturna al cementerio de Pere Lachaise. ¿Se trataba de una maniobra defensiva destinada a proteger a Jules de la hipotética aparición de los cazavampiros, o se pretendía llegar más lejos?

—El tiempo apremia —contestó el médium—. Sería absurdo desperdiciar un encuentro con Jules.

—O sea, que no solo se van a dedicar a vigilar el recinto del cementerio por si aparecen esos fanáticos…

—Supongo que lo estarán haciendo. Pero si han acertado con las previsiones y Jules aparece por ese lugar, está claro que tienen que intentar traerlo hasta aquí.

—¿Y cómo lo harán? En plena noche no será fácil de manejar…

Edouard se encogió de hombros.

—El Guardián es un hombre de recursos, y Michelle, una compañera competente. Algo habrán pensado. Espero.

Mathieu abrió su ordenador portátil.

—Tenemos que ser optimistas —adelantó—. Así que yo voy a dar por supuesto que Pascal y Dominique van a lograr salir de Hiroshima.

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