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Authors: David Lozano Garbala

La puerta oscura. Requiem (23 page)

Lo que las diferenciaba era algo tan trascendental como el destino al que conducían.

La otra cuestión que Dominique habría formulado era por qué esa en concreto, de entre las cinco. Qué había visto Pascal en ella, qué había vislumbrado al acercar el rostro a su superficie neutra, fosilizada. Pero se mordió la lengua. Su amigo se guiaba por rastros que escapaban a su entendimiento racional.

—¿Vamos? —avisó Pascal—. Es el momento.

Fue en aquel preciso instante cuando Dominique fue verdaderamente consciente de lo que estaba a punto de suceder: un vértigo fulminante recorrió su cuerpo como un latigazo.

—¿Qué… qué debo hacer?

Pascal se giró hacia él para dirigirle una cálida mirada de apoyo.

—Basta con que, al mismo tiempo que yo, apoyes tus manos abiertas sobre el tabique hexagonal que bloquea este acceso —instruyó—. Y a partir de ahí, déjate llevar.

Dominique tragó saliva.

—De acuerdo. Listo.

—Adelante, entonces. Y que haya suerte.

Pascal, claro, pensaba en Jules, motor del desafío en el que se hallaban sumergidos. Pero su último sentimiento antes de abandonar esa realidad, junto a la imagen de sus padres, fue una vez más para Michelle. Fue de ella de quien se despidió en silencio, fue el recuerdo de su rostro el que prefirió llevarse como equipaje en aquella intrincada ruta hacia los infiernos del hombre.

Los dos alargaban ya los brazos hasta tocar con las palmas de sus manos el portón esculpido en ese material de composición tan antigua. En aquel mismo momento, la plancha empezó a hundirse emitiendo un suave crujido, y en décimas de segundo se volatilizaban de la sala absorbidos por una fuerza abrumadora, transparente, que los precipitó en el torrente neutro de la dimensión del tiempo sin darles margen siquiera para una última mirada atrás.

* * *

La naturaleza del sonido que emergió de entre los agrietados labios de Jules —su sed, la eterna sed, quebraba su piel, la hacía tiras— había respondido a una mezcla entre gruñido desafiante y gemido lastimero, brotando como un eco cavernoso desde sus entrañas. Y en él, en aquel aullido ronco, distinguió Daphne la verdadera voz del combate que continuaba librándose en la conciencia del chico; en el fondo, la misma disputa que abrumaba al mundo desde su remoto origen: el pulso entre el Bien y el Mal.

Sin embargo, no había más que ver el aspecto de Jules —su delgadez extrema, las facciones demacradas, sus ojos hundidos en una lividez mortuoria— para comprobar que había ya muy poco que rescatar del muchacho. Espantada, Daphne confirmaba así la vertiginosa velocidad a la que Jules se consumía en su propia pesadilla.

Demasiada corrupción para estar contenida en un simple cuerpo adolescente, que amenazaba con estallar, con reventar incapaz de soportar todo el mal que había germinado en él.

La bruja dio un paso más. Sus brazos, que continuaban imitando la pose sacerdotal empleada para mostrar la sagrada forma en la comunión, seguían ofreciendo el respaldo del talismán tras el que se amparaba ella. Empezaba a sufrir calambres, pero no suavizó su postura. Tenía demasiado miedo; cualquier cosa podía ocurrir.

Todo estaba en juego.

—Jules… resiste… —insistió sin apartar los ojos de los del chico, que habían ganado un esperanzador atisbo humano animando a la bruja en su audacia—. Puedo ayudarte a frenar lo que te ocurre, créeme. Pero tengo que tocarte, ¿lo entiendes? Debo llegar hasta ti…

Ella se aproximó un poco más, ya casi rozaba su camastro. Daphne no olvidaba la extraordinaria energía de los vampiros; un único zarpazo, un simple empujón, y ella sería lanzada contra la pared más alejada sin ningún esfuerzo. Si se permitía el más leve descuido en esos delicados instantes, él la mataría sin dudar.

El gesto obnubilado del muchacho, en medio de su actitud hostil, no permitía deducir hasta qué punto era consciente de lo que estaba sucediendo. Jules no hablaba, no había vuelto a moverse desde el lecho sobre el que ahora se erguía como un zombi, no mostraba reacción alguna. Solo resollaba, con la sonora regularidad de un agonizante y el semblante absorto de un abducido. Hacía días que la vida de Jules se había transformado en un prolongado último estertor, y la presencia de la bruja había desatado su faceta maligna.

—Voy a tocarte, ¿me oyes? —advirtió Daphne, que no quería provocar en el chico un sobresalto que lo lanzase contra ella—. Necesito hacerlo para iniciar un ritual que puede frenar lo que te está ocurriendo, Jules. Pero tienes que confiar en mí. No consientas que los impulsos oscuros que laten dentro de ti se adueñen de tu destino, no los dejes salir. Ahora no. Apártalos de mi camino, Jules. O no podré hacer nada por ti. Ya no.

Con sus pupilas lechosas pero vitales, Daphne observó por última vez determinados detalles que sí podían advertirla de un inminente ataque por parte del joven: sus manos —cuyos pálidos dedos de uñas transparentes no mostraban crispación ahora—, la postura corporal —más neutra, menos tirante—, sus ojos de tonalidad apenas turbia.

De momento Jules había logrado, desde su remoto cautiverio interior, contener a la bestia que llevaba dentro. Le concedía una oportunidad, el Mal agazapado tras una mueca levemente implorante.

Detrás de ellos, dentro del cobertizo, la luz continuaba derramándose por el hueco de la puerta, alargando el haz de su resplandor conforme el sol iba alzándose en el exterior. La bruja tampoco perdía detalle de aquel proceso; tenía que culminar su ceremonia antes de que cualquier rayo alcanzara directamente a Jules, pues el impacto ardiente de semejante hecho acabaría con la resistencia que el chico estaba mostrando a sus propios instintos malignos, provocando una furia de consecuencias nefastas.

Daphne separó una de sus manos del amuleto y, con exquisita prudencia, inició el movimiento que la llevaría hasta contactar con el cuerpo de Jules. Debía alcanzar la zona de la mordedura para llevar a cabo lo que se proponía, y dejar apoyada allí la palma de su mano abierta mientras duraba la letanía. ¿Podría hacerlo? ¿Lo permitirían las apremiantes circunstancias, la disposición entre ávida y ensimismada del joven, el conflicto latente con el germen perverso que bullía en su interior?

Daphne rozó un hombro de Jules. Incluso por encima de los restos de su ropa, sintió la frialdad de su piel. Se detuvo, aterrada ante la posibilidad de precipitar con su impaciencia la ruptura de aquel precario equilibrio que se había establecido gracias a la mutua conciencia de la crítica situación que los vinculaba. La desesperación había terminado conduciendo a ambos hasta allí.

Y los dos sabían, de algún modo impreciso, que no habría futuros encuentros como aquel.

Después —había que proseguir con el ritual sin pérdida de tiempo—, con suma lentitud, Daphne extrajo de uno de sus bolsillos una diminuta bolsa y, ayudándose de la mano que sostenía su medallón, procedió a abrirla para verter su contenido —tierra de una fosa común— sobre la cabeza de Jules. El chico, impávido, se mantuvo sin reaccionar ante la lluvia de partículas que aterrizó sobre su pelo, sus pómulos, su nuca estirada.

La vidente resopló al culminar esa fase. Sudaba copiosamente, y la tensión agarrotaba sus maniobras. Ya solo quedaba la parte final.

Daphne se deshizo de la bolsa y llevó su mano libre hasta la cicatriz de la mordedura —demasiado fresca—, sobre la yugular del chico. De nuevo aquella frialdad glacial, que casi quemaba. Colocó allí su palma extendida, y fue entonces cuando inició la salmodia que había memorizado al hallar entre viejos documentos la crónica del episodio de los Cárpatos. Llegaba la prueba de fuego. ¿Lograría reconducir la situación de aquel muchacho, cuando Jules ya casi se cernía sobre el abismo definitivo de su perdición?

Ah exordio generis humani…

Al principio fue todo bien. Bajo el influjo de la voz redentora de Daphne, los ojos de Jules comenzaron a bajar sus párpados en un claro indicio de relajación que animó a la bruja. Sin embargo, poco después, la vidente tuvo la impresión de que, de algún modo, el pulso que mantenía con el lado oscuro del chico empezaba a descompensarse.

Ah exordio mundi…

Daphne insistía en su propósito, aunque su voz perdía convicción a cada palabra. Y es que ahora sentía una mayor resistencia en aquel cuerpo que palpaba con su mano abierta, ya no lo encontraba tan sumiso. Jules se le estaba yendo, se hundía y ella, impotente, no lograba hacer nada por evitarlo. Segundos más tarde, como confirmación de su propia intuición, esos ojos que parecían a punto de cerrarse frente a ella se abrieron con fuerza y le dirigieron una intensa mirada de reconocimiento.

Aquellos ojos… no eran los de Jules. Daphne, sobrecogida, distinguió en ellos una negrura insondable, desconocida. Se estaba enfrentando cara a cara con el vampiro, y esa esencia maléfica, por desgracia, había identificado el ritual que estaba ejecutando.

La vidente procuró mantener la energía de su salmodia. No podía flaquear ahora o perdería toda la ventaja de la complicidad inicial que un Jules demasiado débil le había brindado mientras sus fuerzas se lo habían permitido, antes de sucumbir a la presencia mucho más exultante de su otro yo. Ya era tarde para valorar más alternativas.

Ahora estaba ella sola… contra la bestia.

A pesar de la rebeldía que chispeaba en los ojos de Jules, el chico permanecía inmóvil, incapaz de separarse de la mano de la bruja, prueba de la incondicional entrega con la que ella continuaba lanzándose en su cometido salvador, una entrega que iba perdiendo empuje conforme su vigor se diluía.

Y es que Daphne, a su avanzada edad y después del desgaste que habían supuesto todos los acontecimientos vividos, no podía competir con el turbulento torrente de energía que se iba agolpando más allá de ella, todo ese poder joven, inmortal y venenoso que pugnaba por salir, por multiplicarse.

Jules, o ese desconocido en que se había transformado, permanecía en una pose engañosamente pacífica. Y sonreía a la bruja de una forma retorcida, obscena.

Daphne se dio cuenta de que aquel último giro había condenado su iniciativa, la había cercenado de raíz. El verdadero hiles no había sido capaz de contener su esencia infectada. Con su repentina caída, con su desaparición íntima, arrastraba a la vidente, aunque ella aún permanecía, fiel y testaruda, al frente de la lucha, quemando los últimos cartuchos en una actitud más mártir que valiente.

Por poco tiempo. Cada segundo que transcurría acentuaba el agotamiento de Daphne, la iba sumiendo en una extenuación imposible, absoluta. Pálida, ojerosa, sus piernas comenzaron a temblar. Incapaz de mantener extendido el brazo que sostenía el talismán, lo había bajado, y apenas lograba ya continuar taponando la cicatriz de la mordedura con su otra mano, mientras las palabras iban brotando con creciente torpeza de su boca seca. Daphne se estaba consumiendo en aquel pulso que no podía ganar, y lo sabía.

Ah… Ah exordio… vitae…

No resistiría mucho más. ¿Pero qué otra cosa cabía hacer?

Daphne dejó de hablar, exhausta. Jules amplió su sonrisa perversa, sabedor de su inminente victoria.

La vidente se mareaba, su visión se había vuelto borrosa y la respiración apenas lograba activar sus viejos pulmones. Intentó una última vez reanudar la fórmula ancestral destinada a frenar el proceso vampírico, sin conseguirlo. Nada brotó de sus labios cuarteados, ni siquiera su aliento.

Estaba acabada.

Dejó de ver, dejó de pensar. Su corazón dejó de latir.

Se derrumbó. Solo entonces, su única mano activa, ya inerte, se separó de la cicatriz de Jules.

En las entrañas de aquel cuerpo joven, todavía un leve resquicio humano soñaba con el consuelo de un final así de definitivo.

* * *

El vehículo, al llegar a aquella zona mal asfaltada, había ido saltando sobre algunos baches, como a trompicones, y ahora derrapó tras tomar una curva cerrada a excesiva velocidad. Todos los ocupantes sintieron sus cuerpos inclinarse hacia la derecha antes de recuperar la postura vertical. Justin, con los ojos medio ocultos por los mechones de pelo lacio que le caían sobre la frente, parecía, sin embargo, ajeno a esos detalles. Conducía la furgoneta apretando con fuerza los dedos sobre el volante, la mirada intensa clavada en el paisaje rural que esa ruta que recorrían iba dejando a la vista a través del parabrisas. Las afueras de París.

Su creciente impaciencia por situarse en el lugar del presunto acto de vandalismo que había acabado con la vida de los perros se notaba incluso en la insistencia con que se mantenía en silencio, frunciendo los labios, o en las respuestas monosilábicas con las que contestaba a los comentarios de sus compañeros.

Estaba demasiado concentrado para participar de la euforia más superficial de los demás. Solo quería descubrir la granja que buscaban. Y empezar a rastrear sin desperdiciar ni un minuto.

A su lado, ocupando el puesto de copiloto, se hallaba sentada Suzanne. Ella sí se había dejado contagiar del entusiasmo algo infantil de Bernard —aunque con su habitual serenidad—, cuyo enorme cuerpo se balanceaba en los asientos de atrás, entre cajas, bolsas y utensilios que siempre llevaban allí. A fin de cuentas, aquel era el renqueante vehículo oficial de la «patrulla caza-vampiros» que conformaban entre los tres: la vieja Chevrolet con más de veinte años que los había acompañado desde sus inicios.

Tenían que estar muy cerca ya.

—Vuelve a consultar el mapa, Suzanne —pidió Justin—. Pronto nos encontraremos con alguna explotación agrícola en la que preguntar. La parcela que buscamos no puede estar lejos.

—De acuerdo.

—No hemos tardado mucho… —comentó Bernard, con su habitual gesto extraviado dirigido a la ventanilla trasera, desde donde contemplaba la nube de polvo que la furgoneta iba dejando tras de sí, una espesa cortina terrosa que tardaba en disiparse.

—Más nos vale haber sido rápidos —respondió Suzanne—. Como el granjero haya enterrado ya a los perros…

—Perderíamos una información muy valiosa —añadió Justin—. Espero que lleguemos a tiempo.

Apretó aún más el acelerador, provocando un nuevo derrape sobre la gravilla del asfalto que agitó los collares de Suzanne.

Capítulo 14

En el vestíbulo reinaba una calma absoluta. Edouard, concentrado desde hacía rato, alzó entonces la cabeza, provocando un respingo nervioso en Mathieu. Este aguardaba en una silla próxima con el ordenador portátil sobre sus rodillas.

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