Read La puerta oscura. Requiem Online
Authors: David Lozano Garbala
—Eso está bien. ¿Y entonces?
—Voy a buscar toda la información que pueda sobre Lena Lambert y Patrick Welsh. Si consiguen regresar al Nueva York de mil novecientos veintinueve, es fácil que vuelvan a necesitarnos.
—Buena idea.
—Ed.
—¿Qué pasa?
Antes de reanudar sus pesquisas cibernéticas, Mathieu quería averiguar lo que estaba sucediendo en el mundo de los vivos. Para ello había resuelto probar con un recurso distinto.
—¿Tú detectas alguna presencia extraña cerca del palacio?
Edouard negó con un gesto de cabeza.
—Cada cierto tiempo lo compruebo, pero sin resultados. Jules no se está moviendo por las proximidades. Quizá sea indicio de que sí ha acudido al cementerio de Pere Lachaise, ¿no?
El otro suspiró.
—París es tan grande…
Mathieu se planteó la posibilidad de que, un rato después, llegaran el Guardián y Michelle con Jules. ¿Estaban preparados para enfrentarse a la visión de su amigo vampirizado? ¿Sería posible la comunicación con él?
Nuevos interrogantes surgían en su mente: ¿qué harían con Jules hasta el retorno de Pascal?
Y lo que era más inquietante: ¿qué sucedería con su amigo gótico si el Viajero no regresaba con la sangre de Lena Lambert?, ¿y si el proceso vampírico ya había culminado en su cuerpo?
* * *
Suzanne intentó prevenir a Bernard para que no mirase a los ojos al vampiro, pero su advertencia resultó tardía. Para cuando ella cayó en la cuenta y gritó su aviso, el gigante ya se había encontrado con dos focos diabólicos que lo taladraban desde el interior del monovolumen, hipnotizándolo. Bernard, absorto en esa ensoñación maligna, incapaz de desprenderse de aquel etéreo tentáculo que lo envolvía, empezó a aproximar su rostro a la rendija abierta, haciendo caso omiso de las llamadas de su compañera.
Suzanne, consciente de lo que sucedía, echó a correr hacia el vehículo soltando los objetos que sostenía entre las manos, las pertenencias incautadas a los prisioneros.
Todo cayó, por desgracia, a demasiada distancia de ellos.
Frente a los expresivos semblantes de Michelle y Marcel, que asistían a la escena paralizados, Justin mostraba un gesto imperturbable. No parecía inquieto ante lo que estaba a punto de ocurrir. Era obvio que, para él, Bernard constituía un elemento prescindible al que ya había extraído todo el rendimiento.
Asumía sin remordimientos su probable pérdida.
—El monstruo no puede salir por ese hueco, ¿verdad? —se limitó a comentar.
«Aún no», pensó Marcel.
Suzanne no llegó a tiempo, a pesar de su agilidad. Cuando la cara de Bernard se encontraba justo sobre el hueco oscuro que comunicaba con el interior del Chrysler, una mano salió de él, le agarró del cuello y le estrelló la cabeza contra la carrocería, con tal fuerza que la chapa quedó abollada. A continuación, esa mano soltó al gigante, que se desplomó inconsciente con las facciones cubiertas de sangre.
Suzanne frenó en seco a un metro de distancia. Ahora que el vampiro había soltado a su presa, ella no necesitaba llegar hasta el vehículo.
El pánico la inmovilizaba.
—¿No vas a ayudarle? —oyó que preguntaba Justin, burlón, desde su lugar—. ¿Qué ha sido de la buena samaritana?
Suzanne se volvió, indignada.
—Al menos yo me he preocupado por él —le espetó—. A ti no te importa Bernard, ¿no? Ahora que ya tienes lo que querías…
Marcel y Michelle asistían callados a la sorprendente escena. Mientras Justin gesticulaba, el cañón de su pistola oscilaba peligrosamente de uno a otro. En realidad, ellos solo pensaban en cómo ayudar a Jules a escapar de esos dementes. Y gracias a esa repentina disputa entre sus adversarios, ganaban algo de tiempo.
Michelle, además, sentía el tentador tacto de la pistola que continuaba ocultando bajo su ropa. De momento no había tenido ninguna oportunidad de sacarla; su inexperiencia en el manejo de armas presagiaba una falta de ligereza en su movimiento decisivo. Por eso debía calcular muy bien cuándo hacer uso de aquel recurso secreto.
—Sabes tan bien como yo que Bernard es un inútil —se defendía Justin, ajeno a las reflexiones de su prisionera—. No nos hace falta.
Suzanne se quedó boquiabierta.
—Después de estos años… ¿cómo puedes ser tan frío? Nos ha estado ayudando en todo lo que le hemos pedido. ¡Nos ha seguido desde el principio!
Michelle, por su parte, casi hubiese deseado que aquel tipo enorme que permanecía tirado en el suelo estuviera muerto. No olvidaba la agresión a la que la había sometido en el callejón del palacio. Experimentaba hacia él un odio apagado, aunque muy definido.
—Si yo te parezco frío —continuaba Justin—, mucho más te lo parecerá eso que está encerrado en el monovolumen. Conque no era un vampiro, ¿eh? —se giró hacia Michelle—. Pues muy amistoso no da la impresión de ser…
—No seas ingenuo —Marcel, harto, decidió participar—. Si Jules fuera ya un vampiro puro, tu compañero estaría muerto.
«Y tal vez nosotros también», añadió para sus adentros.
—Tú cállate —le atacó Justin—. Ahora no controlas la situación, por si no te habías dado cuenta.
—¡Pero tiene razón! —Suzanne se atrevió de nuevo a enfrentarse al carácter tiránico de su compañero de caza—. Esa forma de herir no es propia de un vampiro. Algo no cuadra, Justin. Quizá deberíamos valorar lo que nos han contado.
—¿Pero a ti qué te pasa esta noche? ¿Con quién se supone que estás?
Su penetrante mirada la atravesó.
«Ya no lo sé», pensó.
Pero lo que respondió, bajando la cabeza, fue:
—Con… contigo, Justin.
Se sentía sola frente a él, desnuda, vulnerable.
Demasiados años de dependencia hacia el chico habían anulado en parte su capacidad de rebeldía, que había superado con creces durante las últimas horas. Una actitud cobarde se imponía ahora, la de siempre, que la humilló hasta lo más profundo.
—Cómo dejas que te trate así —dijo Michelle, hurgando en la herida con palabras que soltaba como escupiendo—. No es tu amo…
No lo vio venir, pero sintió en la cara el ardor de un golpe que le hizo perder el equilibrio. Justin acababa de lanzarla contra el suelo de una contundente bofetada. La pistola con que los encañonaba volvió a detener la reacción de Marcel, que, muy a su pesar, se vio obligado a quedarse al margen.
—Ahora vamos a acercarnos al monovolumen —ordenó—. Todos. Ha llegado el momento de la verdad.
Bernard seguía inconsciente junto al vehículo, que ahora volvía a balancearse al ritmo de golpes internos, pero al menos la hemorragia de la herida que tenía en la cabeza se había detenido.
Los cuatro caminaban hacia allí, Michelle y el forense en primer lugar, una tétrica comitiva que avanzaba entre las tumbas con una seriedad ajena al paisaje fúnebre. Y es que el escenario perdía protagonismo frente a las circunstancias que los envolvían.
Suzanne, mientras tanto, buscaba desesperadamente fuerzas que le permitieran interponerse. Porque el gesto ido de Justin no auguraba nada bueno.
* * *
Cuando Pascal y Dominique, flanqueando al anciano, pisaron el primer tramo del puente, el resplandor que emanaba del mineral transparente que los guiaba se intensificó abarcando buena parte de la piedra.
—¡Estamos casi encima! —gritó Pascal—. ¡Rápido!
Al viejo se le veía dolorido. Lo habían trasladado casi en volandas, obligándole a pasar sus esqueléticos brazos por los hombros de los chicos para mantenerlo en pie, y el hombre ya no podía más. Al menos, el agotamiento que sufría había servido para que dejara de murmurar las monocordes plegarias a las que se había dedicado durante todo el camino.
Quedaba un minuto y medio antes de que
Little Boy
estallase. Minuto y medio para que todo lo que los rodeaba desapareciese de la faz de la tierra barrido por una bola de fuego.
Ellos seguían corriendo, sin despegar los ojos de su peculiar brújula. Tras los chicos, el grupo de soldados capitaneados por el oficial —a los que se habían ido añadiendo otros conforme todo ese sector de la ciudad se daba cuenta de la situación— se mantenía a la misma distancia, muy pendiente de sus movimientos.
Fue entonces cuando distinguieron en el cielo la temida imagen: tres siluetas de aeronaves surcando el horizonte a gran altitud.
El bombardero y sus escoltas avanzaban lentos, solemnes, como si aquellas máquinas albergaran algún tipo de conciencia acerca de lo que llevaban en sus panzas de metal.
El
Enola Gay
acudía puntual a su cita, dispuesto a hacer historia.
Pascal y Dominique estaban llegando hasta la zona central del puente Aioi. Y desde allí, sobre el suelo, descubrieron poco más adelante el ansiado trazado hexagonal que solo ellos podían interpretar, una figura geométrica cuyo poder se activaría con la presencia del Viajero.
La puerta que conducía a la salvación.
Un minuto. Los aviones, que no habían reducido altura, estaban ya encima de ellos.
¿Cuánto tardaría la bomba en recorrer los ocho o nueve mil metros que debían de separarla del punto de explosión? Tal vez cincuenta segundos, no mucho más.
Pascal y Dominique cruzaron sus miradas con la misma incógnita pintada en los rostros. ¿La habrían soltado, y se precipitaba ya sobre sus cabezas sin que lo supieran, con todo el peso de su mortífera carga?
A su alrededor, lo único que veían eran rostros sentenciados.
Los dos muchachos, con el viejo sujeto en medio, se habían detenido para volverse hacia los militares antes de situarse sobre el hexágono.
Ahora que por fin habían localizado la salida de aquella época, tocaba también enfrentarse al momento más delicado: entregar al rehén.
Se trataba, sin duda, de una maniobra de alto riesgo, pues en cuanto el anciano se hallase fuera de su alcance, los soldados japoneses podían abrir fuego contra ellos en segundos, incluso antes de que Pascal y Dominique fueran absorbidos por la potencia succionadora del acceso a la Colmena de Kronos. Y entonces, de nada habría servido tanto esfuerzo para localizar aquella posición que ahora ocupaban.
De nada habría servido, en realidad, todo ese viaje que Pascal había vuelto a emprender por el Más Allá para salvar a Jules de su maldición. Si acaso, para perder nuevas almas.
Porque las propiedades sanadoras del torrente del tiempo no lograrían recuperar la vida en un cadáver. Si Pascal caía tiroteado en el flujo temporal, si moría antes de acceder a él, se convertiría en un resto inerte, una especie de residuo cósmico que vagaría sin rumbo hasta aterrizar en cualquier momento histórico para no volver a moverse más. Aterrizaría muerto, lo que equivalía a concebir su espíritu encadenado a la tierra de los condenados para siempre, a perpetuidad.
El tiempo seguía transcurriendo.
Los militares aguardaban, con sus armas apuntando al enemigo, conscientes de que cualquier error podía acarrear el asesinato del rehén por parte de esos dos misteriosos espías occidentales cuya aparición nadie conseguía explicarse.
—Igual se imaginan que va a venir un avión americano a rescatarnos —dijo Dominique.
—En algo aciertan, entonces —contestó Pascal alzando la vista—. Si lo que quieren es aviones americanos, los tienen ya a su disposición.
Como mucho, treinta segundos para la detonación nuclear.
—No sueltes todavía a este hombre —indicó el Viajero sin dejar de vigilar la actitud del oficial japonés, cada vez más nervioso—, y ve retrocediendo hasta que nos coloquemos sobre el punto central del hexágono.
«Aguanta», se dirigió de forma imaginaria al militar. «Solo te pido un poco más de paciencia».
—¡Vamos a liberarle! —anunció, en voz muy alta, para intentar atenuar la crispación que detectaba frente a él.
Veinte segundos.
Alcanzaron la posición buscada.
Comenzaron a sentir que el suelo se disolvía bajo ellos. Fue en ese momento cuando Pascal hizo un gesto a su amigo, y ambos empujaron al viejo fuera del trazado geométrico, procurando parapetarse tras él hasta el último instante.
Su visión de aquella realidad se volvió borrosa y ellos se hundieron en la nada, en la dimensión neutra del tiempo, como si cayeran a las entrañas de una fosa. Pascal alcanzó a pensar, envuelto en culpabilidad, que acababan de empujar al anciano a una muerte segura.
Un final igual de trágico le habría deparado el destino si se lo hubieran llevado consigo, se dijo el Viajero.
Apenas unos segundos después, un cegador estallido anaranjado incendiaba la atmósfera sobre Hiroshima, pulverizando todo indicio de vida en un radio cercano a los dos kilómetros. Un tercio de la población de la ciudad murió instantáneamente.
* * *
—Alto —indicó Justin desde su posición trasera, frenando la comitiva a unos diez metros del monovolumen—. Desde aquí tendréis una buena perspectiva de la ejecución de esa criatura; no hace falta que os aproximéis más.
Marcel se dio cuenta de que aquel joven se temía alguna última maniobra desesperada que pudiera arruinar el éxito de su misión; por eso prefería mantenerlos a cierta distancia. Y no estaba tan equivocado: mientras quedase un segundo, existía la posibilidad de salvar a Jules.
Lo importante era no equivocarse eligiendo la oportunidad, pues entonces aquella noche podía terminar convirtiéndose en un baño de sangre.
—Dentro de unos minutos, todo habrá terminado —habló el rubio, ceremonioso como un sacerdote en pleno sermón—. No tendremos por qué volver a vernos más. Os pido un poco de paciencia. Y desapareceremos de vuestras vidas. Al menos —añadió—, hasta que las criaturas de la noche nos reúnan de nuevo…
Suzanne odiaba aquel tono de iluminado que de vez en cuando adoptaba Justin, como si quienes le escuchaban fueran simples acólitos. ¿Quién se creía que era? Todo ese asunto de los vampiros le había hecho perder la cabeza, y ahora se debía de ver como el salvador de la humanidad. Patético.
Michelle, mientras tanto, se contenía a duras penas. Escuchar de aquel tipo la palabra «ejecución» aludiendo a Jules había supuesto para ella una auténtica puñalada. Notaba el peso de la pistola, que continuaba oculta en su cintura. Ella ardía en deseos de empuñarla y acabar con todo eso, de cortar de cuajo la sonrisa desdeñosa que se dibujaba en los labios de Justin. Pero una sola mirada del Guardián, que había captado en ella la tentación, bastó para frenar sus impulsos.