Read La puerta oscura. Requiem Online
Authors: David Lozano Garbala
En el exterior, la alarma había dejado de sonar. La imagen de varias personas que regresaban a las calles ayudó al chico a recuperar algo de serenidad.
Aunque Dominique sospechó que se equivocaba al resguardarse en aquella leve calma. Una poderosa intuición de que debían salir de allí sin pérdida de tiempo iba ganando consistencia dentro de él.
* * *
Marcel y Michelle permanecían quietos como estatuas. Taladraban con los ojos la oscuridad bajo la que se amparaba una sombra fugaz que surgía para desaparecer al instante, tan súbitamente como se había generado entre la penumbra.
No había manera de distinguirla bien. Apenas lograban percibirla, se volvía a mimetizar con las tinieblas con movimientos de una fascinante ligereza.
—¿Lo has visto? —susurró el forense, nervioso como nunca lo había visto Michelle—. Tiene que ser él. ¡Ha acudido!
Su crispación era muy comprensible, pensó ella. Suya era la responsabilidad de presionar el botón del mando a distancia que, llegado el momento, bloquearía el interior del monovolumen aprisionando a Jules. Con la agilidad que estaba exhibiendo el chico —si es que era él—, un simple despiste arruinaría toda la operación.
—Lo veo y no lo veo —reconoció Michelle—. Se mueve tan rápido…
—Se dedica a merodear —analizó Marcel—, acecha como una fiera. Ha captado el olor a sangre. Pero no se decide, vaya.
—Tampoco se aleja —Michelle se mostró esperanzada, incluso perdonó la alusión a su amigo gótico como si fuera un animal—. El impulso es demasiado fuerte. Si no se va, terminará llegando hasta la furgoneta. Seguro.
—Ojalá no te equivoques.
Entonces, la voz de Michelle, repentinamente solemne, cerró la conversación:
—Ahí está. Es él.
Marcel continuaba sin verlo entre la vegetación, hasta que la chica señaló el monovolumen. El forense contuvo el aliento de pura impresión: sobre el techo del Chrysler acababa de surgir un bulto. Se mantenía quieto y silencioso, como estudiando los alrededores antes de dar nuevos pasos.
Desde su posición entre los árboles, acertaron a distinguir sus cabellos rubios, que destacaban sobre las ropas sucias y el rostro ennegrecido.
Era Jules. O lo que quedaba de él.
* * *
—Vuelvo a percibirlo —avisó Edouard, abandonándose a su estado de semiinconsciencia.
Mathieu, con el ordenador portátil sobre las rodillas, comprobó que la conexión inalámbrica estaba operativa.
—Te escucho, Ed.
Transcurrieron unos minutos durante los cuales ninguno de los dos rompió el silencio tenso que se había impuesto. Después, el médium comenzó a hablar:
—Se encuentran en Asia, y la época tiene que ser el siglo veinte, puesto que han visto coches y camiones, aunque son modelos muy viejos, tal vez de hace más de cincuenta años. Los lugareños tienen los ojos rasgados.
¿Ojos rasgados? Mathieu se había puesto en guardia, ya que aquel dato situaba a sus amigos en Extremo Oriente, una zona sobre la que sus conocimientos eran muy limitados.
—¿Asia? ¿Pero qué pintan en Asia? ¿No se supone que iban a encontrarse con Lena Lambert en el Nueva York de mil novecientos veintinueve?
Edouard meneó la cabeza hacia los lados.
—Se han perdido, por lo visto. Lena Lambert continúa en Nueva York. Tienes que ayudarlos.
Mathieu entendió que no era momento para satisfacer su curiosidad. La única prioridad era conseguir que salieran de allí, teniendo en cuenta además que disponían de un plazo máximo de veinticuatro horas en cada época.
—De acuerdo —aceptó—. ¿En qué país están?
Edouard transmitió la duda.
—Lo ignoran. Tan solo pueden decirnos que se trata de una ciudad de tamaño mediano.
Dominique asintió; al menos, eso descartaba las grandes capitales como Bangkok o Tokio, aunque no resolvía la cuestión principal: ¿se suponía que allí había tenido lugar alguna manifestación del Mal originada por el ser humano?
—Necesito más datos, Edouard. Que te describan lo que ven.
Nuevo silencio.
—Son allí alrededor de las siete de la mañana; es verano. Tienen cerca un edificio con una cúpula. Hay un puente sobre un río. Hace un momento, ha sonado una alarma por toda la ciudad…
Parecían datos intrascendentes, facilitados sin ningún criterio, pero aquella última información provocó un respingo en Mathieu.
—¿Has dicho una alarma?
—Sí.
Mathieu quiso descartar otras opciones antes de la más preocupante.
—¿Y no han notado temblores? ¿Quizá era un aviso de terremoto? Japón se asienta sobre una zona de gran actividad sísmica.
—No, no han notado nada.
La peor de las alternativas iba tomando forma.
—Las alarmas generales que se escuchan en las calles son el típico modo de avisar de bombardeos inminentes en las ciudades. Y hace poco más de medio siglo tenía lugar la Segunda Guerra Mundial…
—Pero ¿en Asia?
—Japón entró en guerra en mil novecientos cuarenta y uno —respondió Mathieu, mientras tecleaba en su ordenador—, aliándose con Alemania e Italia, tras atacar la base americana de Pearl Harbor. Eso provocó la respuesta de Estados Unidos en forma de bombardeos masivos sobre las principales ciudades del país.
—¿Así que es eso a lo que se enfrentan? —quiso confirmar Edouard antes de transmitirlo.
Pascal y Dominique necesitaban conocer la amenaza concreta que se cernía sobre ellos, no una simple aproximación. Había demasiado en juego.
Japón, alarma, siete de la mañana, edificio con cúpula, siglo XX… Puso en el buscador de Google aquellos mismos parámetros y presionó la tecla de
enter.
La segunda entrada ya resolvió su duda, confirmando sus suspicacias de un modo brutal, aterrador.
Todo encajó. Mathieu —cuyo semblante había palidecido— no tuvo ninguna duda de que acababa de identificar el peligro al que se enfrentaban sus amigos.
—Joder, tienen que salir de allí a toda leche —dijo con la voz temblorosa.
Edouard captó el tono impresionado de Mathieu y se alarmó.
—¿Qué has descubierto?
Mathieu resopló.
—En Hiroshima, Ed. Están en Hiroshima el día seis de agosto de mil novecientos cuarenta y cinco. En menos de una hora, el bombardero norteamericano
Enola Gay
soltará sobre sus cabezas
Little Boy
, una bomba atómica que arrasará la ciudad matando instantáneamente a ochenta mil personas. Y ellos, además —consultaba una web que acababa de abrir—, se encuentran a muy poca distancia del epicentro de la explosión. El edificio de la cúpula que ven desde su posición, conocido como Genbaku Domu, era la sede de la Cámara de Comercio y fue el único cuya estructura aguantó. Hoy día se conserva como monumento que recuerda la tragedia.
El médium se había quedado petrificado. No obstante, era muy consciente de lo que se jugaban, así que comenzó a comunicar al Viajero las terribles novedades, sin tapujos. No había margen para sutilezas.
—La bomba explotó a las ocho y cuarto de la mañana —puntualizó Mathieu—. Así sabrán el margen del que disponen antes de que una bola de fuego de doscientos setenta y cuatro metros de diámetro, a cuatro mil grados de temperatura, los alcance.
Anonadado, acababa de leer en un documento que la explosión fue de tal calibre que reventó los vidrios de las ventanas de construcciones situadas a más de dieciséis kilómetros de distancia.
Pero eso no pensaba compartirlo.
Jules, inclinado como una araña sobre el monovolumen, con las manos abiertas apoyadas en el techo del vehículo, sentía el frescor de la noche en el rostro mientras miraba a su alrededor con ojos amarillentos, aguzados como sus propias pupilas. Sus dedos curvos, de uñas afiladas, marcaban la pintura de la carrocería.
Se mantenía quieto, alerta.
Le seguía doliendo el hombro herido.
Un manto de tumbas salpicado de árboles copaba su vista. Entre ellas, entre esa marea de lápidas y panteones, había captado un rato antes el apetitoso aroma de la sangre derramada. No había podido resistirse a aquel poderoso rastro y había abandonado su vigilia junto a la tumba de Alfred Varney, a la que le había conducido el instinto, para adentrarse en otro sector del recinto funerario.
¿Qué hacía allí ese vehículo, en mitad del cementerio, y por qué emanaba de su interior aquel olor tan suculento? Jules se mostraba vacilante; al menos, todo lo que su tortuosa sed le permitía, retrasando sus ansias de lanzarse a por el alimento que percibía.
Detectaba presencias, aunque la abrumadora atracción del efluvio que llegaba hasta él dificultaba que mantuviera su actitud prudente. Ya había llegado lejos, pero no podía evitarlo. Sangre.
Deslizó la lengua hasta acariciar sus colmillos, que sobresalían ya de las comisuras de su boca. Sangre.
Su mente se iba colapsando por aquella única imagen, seductora hasta la locura, perdiendo su capacidad de cálculo. Sus últimas reticencias se diluían, vencidas por una sed que empezaba a alcanzar de nuevo cotas insoportables.
Debía largarse de allí. Ya.
Pero no podía. Se sentía incapaz de asumir otro período de abstinencia, de padecimiento nocturno.
Estaba harto de sufrir.
Necesitaba beber, nutrirse.
Avanzó un metro, hasta situarse casi al borde del extremo trasero del techo. Se asomó. Bajo él, ahora, quedaban las puertas abiertas del monovolumen y un oscuro interior del que procedía el fatídico rastro con una pureza mareante. ¿Cómo era posible aquella intensidad? Él captaba el líquido vital fluyendo por las venas de las personas, pero no con tal vigor.
Jules había llegado a un punto sin retorno; se daba cuenta. Resultaba absurdo rebelarse ahora contra ese impulso, que se había vuelto irreprimible.
Consciente de que, gracias a la agilidad vampírica con la que contaba, apenas emplearía tiempo en entrar y salir del mono-volumen, se dispuso a llevar a cabo una fugaz incursión a ese tentador habitáculo.
Se dejó arrastrar; de pronto, nada importó a su memoria contaminada.
¿Acaso era concebible que la pesadilla en la que se había convertido su vida empeorase?
Su identidad humana cedió al arrebato maléfico y Jules saltó con la boca abierta.
Segundos después, un resorte se activaba en el vehículo.
* * *
Pascal y Dominique se miraban sin articular palabra, sobrecogidos, invirtiendo los únicos minutos de inactividad que podrían permitirse en asumir las novedades que llegaban desde el otro mundo.
—Hiroshima —repitió Dominique, impactado—. ¿Cómo no hemos caído en la cuenta antes?
—¿Importa mucho eso?
Dominique soltó una breve carcajada cargada de nerviosismo.
—No, claro que no. Solo importa el tiempo que tardará el bombardero
Enola Gay
en soltar la bomba sobre nosotros, ¿verdad?
—Que es bastante menos de una hora —informó Pascal, acercándose hasta la puerta forzada del local—. Tenemos que largarnos de aquí ya.
Ambos, por un instante, anhelaron la previsible normalidad de su dimensión. Quién pudiera estar allí, en casa, con sus amigos y sus familias.
Con Michelle, un pensamiento añadido en el que coincidieron los dos sin saberlo.
—Tú volverás al mundo de los vivos —dijo Dominique, perspicaz ante el gesto nostálgico que había adoptado su amigo—. Lo recuperarás todo.
Pascal negó con la cabeza.
—A ti no.
—De nada sirve remover el pasado, sobre todo cuando está en juego el presente. Hay que irse, Pascal. Quedan cuarenta minutos antes de que todo esto se disuelva. ¿Algún plan?
—El problema es que, en cuanto salgamos a la calle, reconocerán nuestros rasgos y nos detendrán.
—A lo mejor no reaccionan tan rápido…
—Dominique, estamos en un país en guerra, por si no te has dado cuenta. Y nuestra raza nos delata.
—Bueno, se supone que Japón se ha aliado con Alemania e Italia, ¿no? ¿Quién dice que no somos de alguno de esos dos países?
Pascal hizo un mohín de infinita paciencia.
—¡Por supuesto! —exclamó, irónico—. En cuanto nos vean aparecer en pleno centro de Hiroshima, acudirán a mantener con nosotros una conversación sobre nuestro origen y nos preguntarán si hemos tenido buen viaje.
Dominique se rascó la cabeza.
—Puede que tengas razón; quizá soy demasiado optimista.
—Yo diría que sí.
—¿Entonces?
Pascal alzó sus manos, que sujetaban el mineral transparente. Uno de los extremos mantenía un resplandor iridiscente que parpadeaba.
—La piedra nos conducirá hasta la puerta de la Colmena —señaló—. La cuestión es cómo llegar hasta allí sin que nos lo impidan los soldados japoneses.
Al menos, estaba claro que los civiles se apartarían asustados en cuanto los viesen surgir en la calle.
—Eso va a ser un serio problema —reconoció Dominique—, porque tienen armas de fuego. A mí eso no me afecta, porque ya estoy muerto. Pero a ti…
¿De qué servía la daga frente a un fusil? De nada. Si los atacaban a distancia, los recursos de Pascal como Viajero perderían su eficacia. El chico ya se había dado cuenta.
Paradójicamente, enfrentarse a seres humanos podía llegar a ser más peligroso que combatir con bestias del Averno.
—A mí pueden matarme, sí. No quiero ni imaginar las consecuencias de morir en la Colmena de Kronos —Pascal se pasó una mano por la frente, secándose el sudor que había empezado a humedecerla—. Frente a pistolas y fusiles, mi daga tiene poca utilidad.
Y aunque la hubiera tenido, en realidad no habría estado dispuesto a emplearla contra personas como él.
—Tengo una idea —Dominique había alzado la cabeza, repentinamente motivado—. Una idea que nos permitirá avanzar por las calles sin que nos detengan… si lo hacemos bien.
—Treinta y cinco minutos. Habla.
—Necesitamos un rehén.
—¿Qué?
—Sí —insistió Dominique—, esperamos a que pase alguien cerca del local y, en cuanto esté a la distancia oportuna, nos lanzamos a por él. Tú le pones la daga al cuello y, con él como escudo, vamos siguiendo el rumbo que marque la piedra transparente.
—Pero… —Pascal veía aquella estrategia demasiado violenta, agresiva.
—Piénsalo, es la mejor opción.
¿La mejor o la única? Pascal tuvo que reconocer que su amigo estaba en lo cierto. Además, si no surgían contratiempos, nadie tenía por qué salir herido…