Read La puerta oscura. Requiem Online
Authors: David Lozano Garbala
No había llegado todavía el momento. Aún no, por críticas que fuesen las circunstancias.
El forense había tenido ocasión de estudiar cada detalle de aquel tipo que los encañonaba, y había concluido que Justin estaba muy familiarizado con las armas: la forma en que sujetaba su pistola, el modo en que apuntaba…
No, había que tener mucho cuidado con él. Michelle no estaba capacitada para competir en igualdad de condiciones; jamás reaccionaría lo suficientemente rápido como para sorprenderle a tiempo.
Y él la mataría sin contemplaciones. Por eso había que aguardar la ocasión propicia que, para su sufrimiento, parecía no llegar nunca.
—Precipitarse es la peor de las opciones, Michelle —le susurró Marcel en un momento dado—. Cometerá un error, seguro. Calma.
Tuvieron que interrumpir sus palabras, pues Suzanne dirigía hacia ellos su semblante desconfiado.
«Calma», se repitió Michelle, poco convencida. «Se dice fácil, cuando ya apenas queda margen para nada».
Justin, acompañado de la
hippie
, había caminado varios pasos hacia el vehículo sin dejar de vigilar a sus prisioneros.
Marcel se dio cuenta de que podía aprovechar el momento para dar un salto y parapetarse detrás de una lápida, aunque eso pondría en juego la vida de Michelle, peor situada.
«Aun así le daría igual que escapásemos», dedujo. «La única obsesión de ese tipo es acabar con Jules. Nada más le importa. Fugarnos solo aceleraría su resolución. ¿De qué sirve escapar si no salvamos a Jules?».
Justin avanzó hasta situarse junto a la abertura en la carrocería del vehículo que comunicaba con el interior de su parte trasera. El chico se movía hacia atrás, sin quitar ojo de Marcel y Michelle, pero poniendo cuidado de no quedar al alcance de las garras de la criatura que permanecía encerrada. Aquel ser de ultratumba debía de estar lanzando su cuerpo contra las paredes del vehículo, pues el Chrysler no dejaba de agitarse provocando gemidos en los amortiguadores.
Suzanne, junto a él, era la viva imagen del desasosiego. Estaba sometida a una turbulenta indecisión que la iba precipitando a un desenlace en el que, ahora sí lo veía con claridad, no quería participar. Maldijo el error de haber soltado las pertenencias de sus adversarios, pues la pistola del policía habría supuesto para ella un buen recurso a la hora de enfrentarse a Justin.
Pero ya era tarde para arrepentirse.
El tiempo parecía haberse detenido; la gravedad de lo que estaba a punto de producirse se contagiaba de algún modo al ambiente sombrío del cementerio.
El cuerpo de Bernard continuaba tendido sobre la tierra, y una mancha pegajosa que se iba oscureciendo le cubría parte de la inflamada cara. Su inconsciencia encajaba bien con la sensación de parálisis que se respiraba.
«Suerte que Jules ha podido alimentarse con la sangre del señuelo», pensó Marcel al observar la figura del gigante. «Si no, la proximidad de esa sangre fresca estaría siendo para él una auténtica tortura».
Justin alzó el brazo armado hacia el hueco abierto del monovolumen. De forma muy sutil, Michelle aprovechó para empezar a deslizar una de sus manos hacia la cintura, donde permanecía su pistola. Ya no miraba al forense, no esperaba su autorización.
El tiempo para la esperanza terminaba. Ahora o nunca.
En ese instante, Suzanne se lanzó contra Justin.
Pascal nunca se acostumbraría a esa necesidad de no interferir en las épocas que visitaban. Mientras flotaban en el torrente del tiempo, alejándose de la Hiroshima de mil novecientos cuarenta y cinco, no lograba quitarse de la cabeza la imagen del anciano al que habían abandonado en un lugar a punto de estallar en llamas.
Se reprochaba, una vez más, la frialdad con la que era capaz de continuar su camino, como si la muerte a su alrededor fuese un simple elemento del paisaje.
—Es que lo es —apoyó Dominique, desplazándose junto a él con los movimientos pausados de un astronauta en un entorno sin gravedad—. Recuerda que todo lo que vemos ha sucedido ya.
—Pero lo que hacemos sí provoca cambios, tiene su reflejo en la historia.
El Viajero pensaba en Lena Lambert, en su
glamourosa
imagen junto al millonario Patrick Welsh que había quedado grabada para siempre en las crónicas sobre el crac del veintinueve.
La misteriosa mujer, de quien nada se sabía (ellos conocían bien la razón de su ausencia de pasado), con la que se relacionó al malogrado
broker…
—Por eso mismo hemos de mantenernos al margen —insistía Dominique—. ¿Quién puede calcular las consecuencias de modificar el curso de los acontecimientos? ¡Es demasiado riesgo!
—Quizá compense…
Dominique negó con la cabeza, dispuesto a argumentar.
—Se supone que Lena se habrá enamorado de ese inversor de Wall Street, ¿no?
Pascal asintió, al tiempo que llevaba a cabo diferentes posturas para ir dirigiendo sus cuerpos en la trayectoria que su intuición le indicaba. Había que conseguir reencontrarse con la bisabuela de Jules.
—Entonces —continuó el otro—, si tan pillada está por Welsh, ¿por qué no ha hecho algo para evitar su suicidio? Si ni siquiera por amor ha sido capaz de interferir, por algo será.
El Viajero lo pensó.
—Si se trata de su primer viaje al Nueva York del veintinueve, tal vez no sepa que Patrick Welsh se va a suicidar…
—Ella lleva tantos años vagando por la Colmena de Kronos que no me creo que no pueda orientarse lo suficiente como para repetir celda, si así lo decide.
—¿Qué insinúas?
—Lo único que digo es que si Lena Lambert, en su primera visita al Nueva York del crac bursátil, pierde al hombre del que se ha enamorado, a lo mejor podría salir y calcular para regresar de nuevo a esa época e impedirlo. Y no lo hace, puesto que en nuestro presente hemos encontrado información del suicidio de ese millonario.
Pascal tuvo que reconocer que lo que decía su amigo, siempre tan lúcido, era muy coherente. Si la mayor experta en la Colmena de Kronos no salvaba la vida de su amor pudiendo hacerlo —aunque todo eran conjeturas, quizá era imposible orientarse dentro de la Colmena salvo por la atracción de otro Viajero—, estaba claro que debía de haber una razón de peso.
—Modificar el episodio más insignificante de la historia puede incluso afectar a nuestros nacimientos —concluyó Dominique—. ¡Podríamos desaparecer, no haber existido! Tú mismo me explicaste en nuestro primer viaje temporal la importancia de no interferir…
Resultaba irónico que ahora fuese precisamente él quien estuviera convenciendo a Pascal de que su no intervención en las tragedias a las que asistían respondía a un comportamiento ético.
Pero, al fin y al cabo, se trataba de una actitud tan oportunista…
—No te castigues, Pascal. La única posibilidad que tenemos es atravesar la Colmena sin dejar huella. No le des más vueltas.
El Viajero sabía bien que su amigo estaba en lo cierto. Pero aquella convicción apenas redujo la culpabilidad que todavía sentía. Los espíritus condenados se mezclaban en la Colmena de Kronos con muchas presencias que solo suponían un espejismo, mero atrezo sin alma para una recreación vinculada a la realidad. Pascal apenas era capaz de distinguir a unos de otros, y la posibilidad de que el anciano perteneciese a la categoría de sentenciado —por tanto, alguien real por quien sí se podría haber hecho algo— le carcomía. Y es que el Viajero seguía sin asumir las proporciones de un castigo eterno.
—Tú tampoco te has quedado bien, ¿verdad? —preguntó a Dominique, perspicaz.
Se conocían demasiado y, a pesar de que el otro procuraba animarle, la verdad es que tampoco se mostraba precisamente eufórico por haberse salvado de la catástrofe de Hiroshima.
—No —reconoció—. Pero soy mucho más práctico que tú, así que no voy a desperdiciar ni un segundo en algo que es inevitable. Jules necesita toda nuestra concentración, Pascal. Tenemos que estar al cien por cien. Por él.
El Viajero se disponía a contestar cuando percibió en su interior un impulso muy fuerte que le arrastraba hacia una especie de espiral que los apartaría del flujo por el que se desplazaban. Interpretó aquella sensación como la señal que le advertía de que la desembocadura hacia la época que les interesaba —si su sensibilidad hacia la otra Viajera no había fallado— se aproximaba. Avisó a Dominique, y juntos tomaron esa dirección.
Poco después experimentaban en sus cuerpos el ya familiar fenómeno de la succión y, por primera vez, terminaban aterrizando en un escenario que ya conocían: la calle estrecha, el firme asfaltado, las aceras, los edificios de cierta altura a su alrededor…
Acababan de caer en el mismo punto de la ocasión anterior.
Reconocieron Nueva York y, en los vehículos que circulaban por sus calzadas, el momento histórico que les interesaba, final de los años veinte.
Pascal había logrado, de nuevo, conducirlos hasta el espacio y el tiempo en el que se encontraba Lena Lambert. Un gesto de alivio se dibujó en los rostros de los dos muchachos, demasiado conscientes de la importancia de recuperar el tiempo perdido por culpa de la travesura de aquellos fantasmillas, que a punto había estado de costarles muy cara.
La vida de Jules continuaba suspendida al borde de un precipicio en cuyo fondo chapoteaba la oscuridad.
Minutos más tarde, saliendo a la avenida, Pascal y Dominique volverían a encontrarse con el chaval pecoso que vendía periódicos, y repetirían con él la consulta sobre la fecha de aquel presente que los había acogido, confirmando que había amanecido allí el lunes veintiocho de octubre de mil novecientos veintinueve.
—¿Tú crees que nos volveremos a encontrar con los navajeros? —planteó Dominique, preocupado al revivir todo aquello.
Pascal lo descartó.
—No. Ellos tampoco pertenecen a esta época, son criaturas malignas que van moviéndose por la Colmena a la caza de víctimas entre los condenados. Se habrán hartado de buscarnos; lo más seguro es que ya hayan cambiado de momento temporal.
Aunque no podía garantizarlo, claro. Todo era posible.
* * *
La ausencia de noticias en torno al Viajero les impedía saber si Pascal y Dominique habían superado la amenaza de Hiroshima. Mathieu, nervioso, se entretenía indagando por la red en busca de más información sobre la bisabuela de Jules.
—Anda, mira esto —dijo a su compañero de vigilancia, girando el ordenador.
Edouard se acercó hasta él y se inclinó para ver en la pantalla del portátil una foto en blanco y negro ampliada.
—Es ella, ¿no? —preguntó el joven médium—. Lena Lambert. Bueno, en esa época, Eleanor Ramsfield.
La imagen era de escasa calidad, y en ella se veía a una pareja bastante atractiva sonriendo ante una pequeña mesa de un restaurante de aspecto selecto. Tras ellos, dos camareros aguardaban erguidos, con bandejas en las manos, a que el anónimo fotógrafo terminara su labor. De fondo, otras mesas ocupadas por comensales igual de distinguidos, inmersos en sus propias conversaciones.
—Sí —confirmó Mathieu—, es ella. Y no solo por sus facciones y el pelo. Fíjate en los pendientes en forma de gota y en el collar de plata. Es su firma.
—Joder —al joven médium le había impactado la elegancia de su pose y su vestuario—. Cuánto ha mejorado esta señora. ¿No se supone que era una persona sencilla y sin estudios?
—Años viajando por el tiempo hacen mucho —dedujo Mathieu—. Madame Lambert ha recibido la mejor educación concebible.
—Y es muy lista. Podría llevar las joyas que quisiera, pero solo se adorna con plata.
Mathieu cayó en la cuenta de lo que insinuaba el médium.
—Claro, es el único metal que ahuyenta al Mal.
—Eso es. Ella sabe que a lo largo de sus viajes se encontrará con seres malignos. Y va preparada; al menos, dentro de sus posibilidades.
—Si ha sobrevivido cien años de nuestro tiempo allí, está claro que sabe defenderse.
—O esconderse. Daphne siempre decía que la estrategia más inteligente no es la que te permite vencer los obstáculos, sino evitarlos.
Mathieu procuró asimilar aquellas sabias palabras.
—Creo que Lena Lambert le hubiera caído bien a tu maestra.
—Yo también lo creo —Edouard se fijó en la foto—. Y el caballero que la acompaña es Patrick Welsh, supongo.
—Eso es. ¿Te has fijado en el pie de foto?
Edouard lo hizo en ese instante:
—«
El lujo declinante
—leyó en voz alta—.
El día ocho de octubre, Mr. Welsh acudirá a comer a su restaurante favorito, el Lodge's, todavía ajeno a la brusca caída que sus acciones iban a sufrir esa misma tarde».
—Todo cuadra —explicó Mathieu—. Por la mañana conoce a Eleanor Ramsfield, supongo que en el Club Saint Joseph, y la invita a comer ese mismo día.
—¡Entonces podemos dar al Viajero un dato mucho más concreto para que encuentre a Lena Lambert! —exclamó Edouard, emocionado.
—Será muy útil… si han logrado salir de Hiroshima —Mathieu ponía cara de circunstancias.
Los dos se miraron, indecisos acerca de lo que debían hacer.
—Pascal no ha vuelto a dar señales —Edouard se mostraba vacilante.
—La cuestión es si tú tienes capacidad para iniciar la comunicación con él.
El médium resopló.
—Me estás diciendo que no esperemos a que él se ponga en contacto con nosotros…
Mathieu asintió.
—Lo que hemos averiguado es demasiado importante para perder tiempo. ¿Puedes hacerlo?
—No sé si tengo la energía suficiente, y también depende del momento y el lugar en que él se encuentre.
—Si han conseguido escapar de Hiroshima, el lugar ya lo sabemos: la Colmena de Kronos, y él sí se ha estado comunicando con nosotros desde allí. En cuanto al momento… eso es imposible de adivinar.
El médium se pasó una mano por el cabello que le caía sobre la frente, reflexivo.
—Bueno, podemos intentarlo —aceptó—. ¿Tenemos aquí algo que pertenezca a Pascal?
Mathieu buscó entre los bultos que todo el grupo había dejado en aquel vestíbulo. Pronto encontró un jersey que el Viajero había terminado descartando a la hora de organizar su equipaje para el desplazamiento por el Más Allá.
—¿Servirá?
—Sí, es perfecto. Dámelo, necesito tocarlo mientras intento contactar con él.
—Toma —se lo tendió.
—¿Tienes la dirección de ese restaurante?