La puerta oscura. Requiem (24 page)

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Authors: David Lozano Garbala

—¿Es Pascal?

Pero en la mueca inquieta que acababa de exteriorizar el joven médium no detectó Mathieu el interés entusiasta que cabía esperar, sino todo lo contrario. Las pupilas de Edouard aparecían teñidas por un velo de preocupación y sorpresa que dio muy mal palpito al chico. La tardanza en contestar a su pregunta tampoco constituía un síntoma esperanzador. ¿Novedades adversas?

—¿Es Pascal? —repitió Mathieu sin lograr contenerse, empezando a experimentar una extraña angustia ante aquello que parecía haber colapsado la atención del joven médium hasta sumirlo en el estupor.

Edouard rechazó aquella posibilidad con un fugaz gesto de cabeza y, cerrando los ojos, continuó durante unos segundos procurando atesorar las sensaciones que llegaban hasta él en furtivas oleadas que desaparecían enseguida.

El médium reprimía una prematura tristeza. Y la consciencia de aquel hecho, en apariencia insignificante, despertó en Mathieu un repentino ataque de pánico: algo se les estaba yendo de las manos. Definitivamente.

Edouard tecleó un número en su móvil y aguardó. Nada, tal como imaginaba.

—Daphne —terminó confesando cuando se hubo repuesto del impacto de las percepciones que lo habían asaltado—. Algo le ha ocurrido. Ha sido como… si de repente perdiera contacto con ella… Muy raro. He intentado localizarla, presentirla. Pero sin resultado. Es muy extraño. Tampoco ha contestado al teléfono que le dimos.

—Joder… —Mathieu no sabía qué decir, aquello le superaba.

—Llama a Marcel por el móvil y explícaselo —le pidió Edouard, que mantenía un semblante ceniciento, como si a pesar de aquellas iniciativas no se atreviese a decir en voz alta lo que intuía—. Yo debo estar pendiente de los pasos del Viajero.

—Tienen que ir a buscarla —señaló Mathieu mientras atrapaba su teléfono con rapidez—. Ella iba a estar buscando a Jules por la zona donde lo vieron ayer. Al menos, en eso quedamos.

—Llámalos, deprisa —rogó Edouard cada vez más tenso, casi incapaz de mantenerse sentado sobre su silla—. No puedo verlo, pero tiene que tratarse de algo muy grave si lo que ha ocurrido ha conseguido desvincularme de Daphne de una forma tan rotunda.

Mathieu resoplaba mientras sus dedos bailaban de una tecla a otra. Carraspeó al tiempo que aguardaba a que descolgaran, preparándose para comunicar el enigmático presagio. Durante aquellos segundos de silencio, no pudo evitar percatarse de las agitadas circunstancias en que se iba a producir la primera consulta de Pascal, porque era obvio que en cualquier momento establecería comunicación con Edouard. No podía faltar mucho para que accedieran a la Colmena de Kronos, de acuerdo con su primera manifestación.

Madre mía. Mathieu se iba agobiando por momentos. Tendría que extraer de sí mismo la mayor dosis de sangre fría de la que fuera capaz, él sí que no podía permitirse fallarle a su amigo.

Los dedos de su mano libre, sudorosos, resbalaban por el teclado del portátil mientras esperaba con el móvil pegado a la oreja. Entonces, por fin, la voz varonil del forense se dejó oír a través del auricular y Mathieu se dispuso a contar lo que sucedía.

* * *

No permanecieron mucho en la dimensión neutra del tiempo, flotando en aquel torrente etéreo que los trasladaba sin referencias a su alrededor —todo era vacío, incoloro— que permitieran calcular velocidades o distancias. Sin embargo, la especial naturaleza de ese ámbito ofreció sus propiedades reconstituyentes a los cuerpos fatigados de Pascal y Dominique, que sintieron cómo recuperaban las energías.

Cada uno de esos trayectos temporales suponía, aunque su destino fuese una amenazadora incógnita, pausas de paz, breves treguas en medio del entorno hostil de la región de los condenados. Ellos se dejaban llevar, sin aflojar los dedos de sus pertenencias.

Muy pronto fueron escupidos del potente flujo y, sin transición, experimentaron el contacto de una atmósfera más familiar —su dimensión, aunque otra época— mientras aterrizaban en un suelo áspero de superficie arenosa.

En cuanto se hubieron incorporado se dedicaron, lo primero de todo y manteniendo una actitud vigilante, a estudiar el escenario que los recibía. Se trataba de un espacio cerrado, sombrío, demasiado parecido a una mazmorra. A Pascal le recordó la prisión de la Inquisición que ya visitara con Beatrice. Suelo de tierra y paredes de grandes losas de piedra, barrotes en algunos accesos próximos. Se escuchaban de fondo muchas voces y eventuales estallidos de ruidos metálicos, tras un recodo que los separaba de la continuación de aquella estancia. Había mucha gente cerca, sin duda, bajo una atmósfera de incesante actividad comprimida entre esos muros.

—Mira esto —Dominique señalaba una diminuta inscripción en la pared—. Está escrita en latín.

Ambos procuraban ubicarse antes de entrar en contacto con otras personas; necesitaban prepararse para el primer encuentro.

Pascal no alcanzó a contestar a su amigo, porque en ese instante un corpulento hombre de unos treinta años surgió del recodo y se detuvo al verlos. Los chicos contemplaron anonadados su brillante coraza, su casco sobre la cabeza, las sandalias, la lanza que agarraba con sus manos fuertes.

—Joder —murmuró Dominique, retrocediendo—. Es un soldado romano. ¿Tanto hemos retrocedido en el tiempo?

—¿Y vosotros qué hacéis aquí? —gritó el militar sin despegar los ojos de los a su juicio extraños ropajes que exhibían los dos muchachos—. Los demás ya se están preparando. Vamos.

Los instó a que se situaran delante de él con un movimiento de la lanza. En realidad, estaba tan acostumbrado a ver todo tipo de razas y atuendos —hasta allí llegaban prisioneros de todas las partes del imperio—, que apenas concedió importancia al curioso aspecto que presentaban aquellos dos jóvenes cautivos.

—Andando —Dominique sintió en la espalda el mango de la lanza del romano, que insistía de manera cada vez más ruda—. Queda muy poco para que empiece el espectáculo, no es cuestión de hacer esperar al emperador.

¿El «espectáculo»? Pascal se preocupó, aunque agradeció poder entender sin esfuerzo la lengua que hablaba aquel soldado. ¿A qué se habría referido? Empezó a prepararse para establecer contacto con Edouard, pues intuía que muy pronto le haría falta la asesoría histórica de Mathieu.

Caminaron por un estrecho corredor hasta llegar a una sala mucho más amplia pero sin apenas ventilación, donde decenas de hombres de complexión fuerte se pertrechaban para un inminente combate bajo la atenta mirada de militares y otros hombres ataviados con túnicas.

—Gladiadores —comunicó Dominique, alucinando—. Estamos en las entrañas de un anfiteatro.

—Creo que no cuentan con nosotros como espectadores, precisamente —susurró Pascal, a la vista de los objetos que le tendía en aquel momento el soldado—. Madre mía.

Ante la turbadora perspectiva que se abría ante ellos, el Viajero se planteó un intento de fuga. Sin embargo, le dio miedo provocar un fuerte despliegue de fuerzas romanas sin lograr salir del anfiteatro, lo que supondría un mayor riesgo para su vida. Con una iniciativa semejante arruinarían, además, la posibilidad de continuar disimulando, y eso dificultaría el rastreo de Lena Lambert.

Decidió obedecer. Al menos, de momento.

Comenzaron a vestirse —el Viajero no se desprendió en ningún momento de la mochila, en la que además metieron sus ropas, que les habían hecho quitarse—, atendiendo con disimulo a cómo los demás se colocaban cada pieza. Todo el mundo estaba tan concentrado en su propio ritual de preparación que nadie se fijó en ellos. El Viajero pensó que cada uno de aquellos luchadores se encomendaba en esos instantes previos a sus particulares dioses, dado que muchos no regresarían vivos a las austeras instalaciones que ahora los cobijaban.

Los atavíos que se estaban poniendo dejaban el pecho descubierto y la parte inferior del cuerpo tapada con un vestido corto sujeto con un cinturón ancho, una tela que descendía por delante hasta las rodillas. Tanto Pascal como Dominique mantuvieron su propio calzado.

A continuación, tuvieron que cubrirse la cabeza con unos cascos lisos dotados de una visera que ocultaba por completo el rostro, aunque contaba con unos agujeros que permitían ver y respirar. Los dos chicos, mirándose bajo aquellas máscaras amenazantes, sintieron multiplicado el sonido de sus respiraciones, ansiosas, entrecortadas, su aliento que rebotaba en las paredes metálicas de esas corazas que impedían distinguir sus gestos. Unas corazas que les robaban, de algún modo, su humanidad.

Conforme a lo que veían en el resto de los gladiadores, procedieron entonces a cubrirse las piernas con una especie de espinilleras llamadas ocreas, y a envolver con correas entrelazadas la mano y el brazo que sujetarían el arma durante el combate.

—Es la zona que no protege el escudo —dedujo Dominique, estudiando la figura casi irreconocible de su amigo—. Será mejor que no cometamos ningún error en estos preparativos.

En realidad, el muchacho mantenía una cierta serenidad ante aquella aterradora situación, una paz que hacía poco habría resultado incomprensible. Y es que el hecho de haber asistido al enfrentamiento de Pascal con los carroñeros, de conocer el auténtico poder del Viajero, le ayudaba a mantener una esperanza difícil de detectar en los semblantes solemnes de muchos de los hombres que se vestían cerca de ellos. Los ojos de algunos de esos individuos silenciosos ofrecían la resignada aceptación de un destino trágico: no lucharían por el honor o el triunfo, sino para sobrevivir, sabiendo que, en el remoto caso de que lo lograran, lo único que estaban consiguiendo era prolongar su agonía hasta el siguiente combate, donde otro gladiador más experto, más descansado, les daría muerte. Eran simple mercancía, carnaza para unos espectadores hambrientos de sangre con la que el emperador ganaba popularidad.

Pascal y Dominique agarraron los escudos que les habían entregado minutos antes, unas piezas circulares de gran solidez, aunque más ligeras de lo que habían imaginado, mientras con la mano libre empuñaban el arma que les correspondía, una espada lisa y corta de agudo filo. Ya estaban preparados.

Un murmullo creciente, que pronto alcanzó una intensidad atronadora, hizo temblar los cimientos de esos sótanos, barriendo en ese momento toda la zona. A Dominique, aquel rumor le recordó la reacción iracunda de la gente en los estadios de fútbol ante un error arbitral que beneficiase al equipo visitante en un partido de gran importancia. Una marea incontenible de odio, de ansia de revancha, que erizaba la piel del más valiente.

Sintió un escalofrío; sufría el mismo miedo escénico que Pascal procuraba reprimir ante la inminencia del combate. En cuestión de minutos, saldrían a la arena.

—El público se impacienta —comunicó un centurión sin ocultar una media sonrisa, con la mano apoyada en la empuñadura de su espada—. Hoy tienen ganas de sangre. Espero que deis un buen espectáculo.

Pascal y Dominique se miraron, tragando saliva. ¿Aquel turbulento sonido que acababa de sacudir todo el edificio era el clamor de la gente? ¿Pero cuántos miles de personas habían acudido a ver la masacre?

Qué acertada había sido la comparación deportiva que Dominique había imaginado.

Algunos de los tipos vestidos con túnicas dirigían ahora unas últimas palabras a determinados luchadores, como si fueran sus entrenadores personales. En realidad lo eran: no todos los combatientes allí presentes ostentaban la condición de esclavos o prisioneros de guerra.

El resto de los gladiadores aguardaba en silencio, manteniendo poses solemnes.

—Deben de ser sus propietarios —señaló Dominique cuando captó la mirada intrigada de su amigo hacia los individuos de las túnicas—. Supongo que los habrán comprado para ganar dinero con las apuestas.

Pero el Viajero ya no atendía a aquellos hombres; su gesto acababa de adquirir un tono calculador.

—Es el momento de contactar con Edouard —advirtió Pascal cerrando los ojos—. Antes de que sea demasiado tarde.

Uno de los presuntos «entrenadores» se detuvo delante de él, interrumpiendo su proceso de concentración.

—Pero ¿cómo has llegado tú hasta aquí? —le preguntó con desprecio, estudiando su complexión vulgar y la delgadez de sus piernas—. No aguantarás en la arena.

Pascal no respondió; se limitó a bajar la cabeza. La experiencia le decía que lo más recomendable en situaciones tan excepcionales era no llamar la atención, el mismo motivo por el que aún no había mostrado su daga. Dominique también se mantenía en silencio a su lado, aunque, gracias al robusto torso que había desarrollado tras años de arrastrar su silla de ruedas, pasaba más desapercibido entre los perfiles hercúleos de los gladiadores presentes. Y eso que sus piernas, atrofiadas en el mundo de los vivos, tampoco mostraban un contorno musculoso.

—Bueno —añadió el desconocido apartando su mirada de Pascal—. Servirás como breve distracción.

Ahora pasó a observar a Dominique, mientras se acariciaba el mentón con unos dedos repletos de anillos de oro. Ambos se miraron a los ojos, pues el chico cometió la torpeza de mantenerlos a la misma altura que el hombre que tenía frente a él —siempre tan digno, se quejó Pascal para sus adentros—, de clara condición patricia. El Viajero se dio cuenta de lo arriesgado que podía resultar eso. No había que olvidar que allí, dadas las circunstancias, debían desempeñar el papel de esclavos. Y eso exigía humildad.

—Me gusta tu mirada osada, esclavo —comentó el de la túnica, sorprendido—. Se te ve enérgico, imperioso —se giró hacia el centurión—. Empezaremos con este; seguro que da juego para calentar el ambiente.

Tanto Dominique como Pascal palidecieron ante el inequívoco significado de esas palabras, que equivalían a una sentencia de muerte.

En efecto, Dominique había metido la pata hasta el fondo. Jamás lograría sobrevivir a un combate en la arena. Gracias a su imprudencia, no solo tenían que buscar el rastro de Lena Lambert y la salida de aquella época —cuyo emplazamiento aún ignoraban—, sino luchar para salvar la vida. Todo en un plazo máximo de veinticuatro horas, que hacía rato había empezado a transcurrir.

—¿Cómo te llamas, muchacho? —el hombre de la túnica acababa de colocar su mano sobre el hombro de Dominique, que contestó a duras penas, tartamudeando—. Termina tus preparativos; saldrás enseguida.

Pascal supo que tenía que superar su propia consternación e intervenir, si aspiraba a proteger a su amigo. Y que debía hacerlo ya.

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