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Authors: David Lozano Garbala

La puerta oscura. Requiem (28 page)

El Viajero pudo comprobar que las suposiciones de Mathieu se iban cumpliendo. Allí estaban los reciarios a quienes se iban a enfrentar.

Se oyó el bramido prolongado de un cuerno. A continuación, varios hombres delimitaron la zona de combate haciendo marcas en la arena con bastones.

Pascal dirigió una última mirada a la tribuna imperial, antes de centrarse en la lucha que estaba a punto de comenzar. Y entonces la vio.

Era Lena Lambert. Sin margen de error. A pesar de su elegante vestimenta de patricia y su peinado, el Viajero atisbó desde la distancia las facciones de su rostro e intuyó, en los adornos plateados que llevaba, aquellos pendientes en forma de gota y el colgante. Era ella sin duda, situada a muy pocos metros del emperador.

Sí, Lena Lambert siempre se las ingeniaba para ocupar posiciones elevadas. Pascal lo entendió. ¿Acaso no habría procurado él hacer lo mismo si se viese obligado a sufrir, una vez tras otra, momentos espantosos de la humanidad?

No obstante, ni siquiera a Mathieu se le había ocurrido que pudiera haber llegado tan alto. Se les había olvidado el exhaustivo conocimiento histórico que aquella mujer debía de haber atesorado a lo largo de tantos años vagando por la Colmena de Kronos, que le permitía moverse con mucha mayor soltura que ellos por esas épocas.

Así que su intuición como Viajero no había fallado, se dijo Pascal. Habían acertado a la primera al escoger la celda de la Colmena de Kronos.

—Dominique.

—Qué.

—Mira hacia el emperador.

—¿Qué pasa?

—Más a la derecha, la mujer del vestido blanco que ahora bebe de una copa.

Dominique siguió las instrucciones hasta distinguirla.

—No me digas que es ella.

El chico no había tenido ocasión de ver ninguna imagen de Lena Lambert, pero la brusca reacción del Viajero lo permitía deducir sin esfuerzo.

Pascal contuvo el aliento.

—¡Sí! Tenemos que vencer como sea, Dominique. Como sea. Ahora más que nunca, no se nos puede escapar.

El Viajero no conseguía despegar los ojos de la mujer. Lástima que la indumentaria que ellos presentaban no había llamado su atención. Lo único que podía delatarlos a la vista de Lena Lambert era el calzado, pero sus zapatillas negras no se distinguían bien a tanta distancia, ni ella se fijaría en un detalle tan insignificante. ¿Tal vez la mochila que cargaba a su espalda?

—No creo que le motive nada esto de los gladiadores —comentó Dominique, adivinando los pensamientos de su amigo—, así que apenas prestará atención. No hay ninguna posibilidad de que imagine de dónde venimos.

—Estoy de acuerdo. Habrá acudido obligada por el papel que desempeña en esta época, así que procurará pasar del espectáculo. Y es una pena. Seguro que si se diese cuenta de quiénes somos, haría algo para encontrarse con nosotros.

—¿Y el pañuelo que te dio Marcel Laville?

Pascal se lo había mostrado durante el camino hasta Kronos.

—Estamos demasiado lejos para que lo reconozca. Además, ella misma tiene que tener mucho cuidado con delatarse en público.

Ambos se daban cuenta de que, llegados a ese punto, el combate era inevitable.

El clamor de los espectadores volvió a dejarse oír, lo que recuperó en ellos, de forma súbita, la atención por lo que estaba sucediendo sobre la arena: los gladiadores reciarios ya habían empezado a moverse hacia los chicos y se separaban para rodearlos.

La lucha había comenzado.

Capítulo 17

Ya habían terminado su labor de inspección. Justin se estaba despidiendo del granjero ante sus compañeros cuando un ronroneo distante de motor llegó hasta ellos, un zumbido suave que, para variar, solo él percibió en medio de la atmósfera pacífica que dominaba esa zona rural. El chico interrumpió la conversación y se giró para descubrir la silueta de un vehículo que avanzaba algo lejos por una de aquellas carreteras que serpenteaban esquivando parcelas.

Justin siguió con la vista aquel coche que evitaba su área para continuar en dirección a la ciudad. Y entonces su rostro se afiló.

—¡A la furgoneta! —gritó sin dar más explicaciones, lanzándose a toda velocidad a su vehículo—. ¡Rápido!

Los otros dos reaccionaron al instante sin hacer preguntas, y en pocos minutos se encontraban ya traqueteando por un camino que conducía a la carretera principal.

—¿Qué pasa? —Suzanne, intrigada ante el brusco comportamiento de Justin, consideró que ya era momento de indagar—. ¿Se trata de aquel coche?

Lo señaló, una silueta gris que surgía y desaparecía alternativamente por la intromisión de los árboles en el panorama, recorriendo una vía paralela a la que ellos estaban empleando.

Suzanne nunca tardaba en sacar conclusiones. Tal vez le faltaba la capacidad observadora de Justin, pero se trataba de una carencia que suplía con otras virtudes igual de útiles.

Bernard detectó por fin el vehículo al que se refería Suzanne.

—Es el coche del forense de la policía —comunicó Justin con acento conspirador—. Vamos a seguirlo.

—¡Una persecución! —aulló Bernard, entusiasmado ante la perspectiva de una escena tan de película.

—Nuestra furgoneta es inconfundible —objetó Suzanne, como siempre mucho más fría—, canta mucho, y más por aquí, que casi no hay circulación. Se darán cuenta.

—Por eso no hemos cogido la misma carretera —explicó Justin, hundiendo el pie en el pedal del acelerador—. Hasta llegar a una zona de más tráfico, nos mantendremos bastante alejados de ellos. Por eso es importante que no los perdáis de vista.

—¿Y una vez que lleguemos a la ciudad? —quiso saber Bernard, ansioso por conocer la continuación de aquella aventura.

—Seguro que ellos tienen mucha más información que nosotros sobre lo que nos interesa —opinó Justin—, así que no nos queda más remedio que seguir sus pasos a ver dónde nos llevan. Cuando averigüemos algo más, nos podremos permitir adelantarnos a ellos. Pero no antes. Aprovecharse del trabajo ajeno —sonrió— es siempre una estrategia de lo más eficiente.

Sí, por el momento su recurso —tampoco fácil y, desde luego, arriesgado— era parasitar cada hipotético avance de los otros. Y es que lo único de lo que disponían, gracias al episodio de los perros muertos, era la confirmación de que un vampiro andaba suelto, algo ya de gran trascendencia, pero escasamente útil respecto a nuevos avances. La muerte de esos animales, al menos, los orientaba acerca de la zona donde cazaba la criatura, aunque los no-muertos eran capaces de cubrir grandes zonas a la hora de alimentarse, con lo que tampoco servía de mucho.

—Incluso en París, nuestra furgoneta sigue siendo un problema —insistió Suzanne—. No pasa desapercibida. Me refiero para gente como ese poli y la chica. Me han parecido tipos listos.

—Lo son —convino Justin—. Por eso mismo, en cuanto podamos —se volvió a Bernard un instante—, te dejaremos y deberás coger el coche de Suzanne. Aguarda instrucciones; te llamaremos más tarde para decirte dónde tienes que recogernos.

Bernard asintió, mientras recogía de la chica las llaves del vehículo.

—No es mala idea —aceptaba Suzanne, apuntando la matrícula de su coche en un papel que le pasó al gigante—. Lo tengo aparcado en la misma calle de mi casa.

—Vale, esperaré vuestras noticias allí.

—Trasladaremos todo el material a tu coche cuando hagamos el cambio, Suzanne —aclaró Justin—. Al menos mientras tu vehículo siga siendo desconocido para nuestros adversarios…

A continuación, sin dejar el volante, sacó una pistola de un compartimento oculto bajo su asiento.

—Tendrían que haber registrado mejor nuestra furgoneta —se echó a reír—. Pero tenían prisa. Se notaba. Y la prisa es mala consejera.

—Además, no sabían lo que buscaban —añadió Suzanne, mostrando por una vez su capacidad de observación.

Justin comprobó el cargador de su arma, repleto de balas de plata. Aún mantuvo el seguro echado.

—¿Y por qué tendrían esa urgencia? —planteó Bernard, sin perder de vista el coche de Laville, siempre a la distancia oportuna.

Suzanne bajó el cristal de su ventanilla y escupió el chicle que había estado mascando. Después observó el cielo amarillento, calculadora.

—Tal vez tenían prisa porque las horas de luz son limitadas —contestó—. Es el inconveniente de enfrentarse a criaturas de la noche.

Justin no dijo nada. Pensó que, en efecto, era una posibilidad.

Pero aún sabían demasiado poco; incluso podían estar equivocándose por completo al dedicar su tiempo a seguir a aquel coche, que tal vez los conducía a un destino tan poco sugerente como una comisaría de barrio.

Aunque un palpito le hizo concebir esperanzas. Dudó que el asunto que había llevado hasta allí al forense y a la chica —¿quién sería ella, tan joven?, ¿qué pintaba acompañando al médico de la poli?— fuera un caso vulgar.

No. Había algo más, lo había leído en el semblante inquieto de Marcel Laville cuando se agachó sobre los cadáveres de los dóberman.

* * *

El público gritaba desde las gradas pidiendo acción. Sin embargo, sobre la arena del anfiteatro, ante la atenta mirada del emperador y su séquito de aristócratas, se alzaba una tensa atmósfera de movimientos pausados. El cielo sobre las cabezas de los gladiadores ofrecía un paisaje a juego, lento, plomizo, cuajado de nubes grises.

El aire sabía a miedo, a sudor. A últimas voluntades.

Los cuatro combatientes se dejaban envolver, enmudecidos, por aquel clima de desheredados que lo apuestan todo para diversión de otros.

Ninguno de ellos, cuyas fuerzas estaban a punto de medirse, se decidía a atacar, todavía valorando cada maniobra. Un error acarrearía consecuencias muy graves.

Aquello, en el fondo y para ellos, no era un juego.

La muerte aleteaba alrededor de los cuatro, presentían su sombra decidiendo sobre quién posarse. El destino no estaba escrito… aún.

Los reciarios se habían limitado a detenerse a pocos metros de sus contrincantes, una distancia que podían cubrir sin problemas, dedujo Pascal, con el lanzamiento de sus traicioneras redes. Aquellos dos fornidos gladiadores no buscaban la lucha cuerpo a cuerpo, sobre todo después de asistir a la muerte del tigre a manos del Viajero. No subestimarían el débil físico de Pascal tras su exhibición de esgrima. Por eso —el Viajero lo tenía muy claro— no darían un paso sin haberlo inmovilizado antes.

La cuestión era no dejarse sorprender por el lanzamiento, estar preparado para cortar los hilos en el aire antes de que se ajustasen a su cuerpo impidiéndole el movimiento. Lo contrario sería fatal, pues si lograban paralizarlo no podría manejar su daga, lo que equivalía a una sentencia de muerte. Aquellos gladiadores no tardarían ni un segundo en atravesarle con sus tridentes. El aspecto de esos hombres era tan patibulario, tan siniestro, que Pascal no creyó que estuvieran dispuestos a pedir permiso al emperador antes de matar a su oponente. No se arriesgarían a concederle la oportunidad de unos minutos añadidos de vida.

Y entonces Dominique, solo frente a ellos dos, no tardaría tampoco en caer. Aunque Pascal tuvo claro que lo haría luchando hasta el final, por su propia supervivencia y por vengarle a él. Amigos en la tierra… y en el infierno.

Fidelidad hasta el infinito.

Los espectadores, mientras tanto, se impacientaban, empezaban a tirar restos de comida a la arena. El enfrentamiento con el tigre había logrado aplacarlos durante un rato, pero ahora su apetito de sangre resurgía con pasión. Habían acudido al anfiteatro a ver espectáculo, no prudencia.

El panorama empezó a cambiar a los pocos segundos; los dos reciarios avanzaron unos pasos, cada uno aproximándose a su contrincante, mientras separaban sus brazos del cuerpo. Los chicos se dieron cuenta de aquel detalle; el ataque era, pues, inminente.

Pascal empuñó su daga con fuerza, sintiendo el acostumbrado flujo de energía resbalando por su brazo. Un tenue resplandor verdoso bañó su casco y se reflejó en el escudo que sostenía con la otra mano.

Dominique, atento, alzó su espada sin mostrar ni un mínimo temblor. El filo de su arma no bailaba, se mantenía enhiesto frente a su rostro cubierto. El Viajero admiró su valentía; se requería mucha entereza para mantener esa actitud combativa a pesar de la conciencia de su inferioridad de condiciones ante esos luchadores profesionales, en cuyos ojos no se leía el más leve atisbo de piedad. Pascal imaginó la mirada firme de su amigo bajo la visera del casco, sostenida frente a la de ellos con dignidad.

Matar o morir.

La espera tras aquella maniobra duró poco; los muchachos descubrieron la estrategia de los gladiadores al instante, pues, a un gesto convenido, ambos procedieron a impulsar sus redes simultáneamente. No era mal plan, pensó Pascal mientras seguía con la vista el fugaz vuelo de la red que lo amenazaba, él no podía destruir dos a un tiempo. Dominique tendría que arreglárselas, se dijo confiando en la agilidad de su amigo para esquivar la red que ya caía sobre él.

Era evidente que el enemigo había detectado quién de ellos era el más peligroso, con su misteriosa espada mágica. Por eso los reciarios habían elegido esa estrategia. La muerte del tigre les había facilitado mucha información, no cabía duda. Los chicos habían perdido el factor sorpresa que el aspecto delgado de Pascal generaba en ese entorno de hombres corpulentos. Su aparente debilidad ya no engañaba a nadie.

El Viajero no pudo pensar más, el cielo encima de su cabeza apareció de pronto cuadriculado, envuelto en la malla que se precipitaba sobre él. Una vez más, se dejó llevar por los impulsos eléctricos de la daga, que le obligaron a alzar su brazo armado y a trazar en el aire un baile absurdo con la afilada hoja, a una velocidad tan espectacular que, antes de que la red llegara a su cuerpo, ya había sido literalmente pulverizada. Los restos fueron aterrizando en el suelo, hechos jirones, ante la mirada impresionada del reciario que se la había lanzado y de todo el público, que volvía a ovacionar a Pascal con una profusión ensordecedora de gritos.

En la tribuna noble, los gestos pasmados de sus ocupantes hablaban de un asombro teñido de admiración. Parecían hipnotizados. ¿De dónde había salido ese muchacho que luchaba de aquella manera tan extraña y eficaz? La agilidad de sus movimientos era prodigiosa. ¿Qué poderosos dioses le apoyaban, custodiaban su vida? Ni fieras ni hombres acababan con él… El emperador no perdía detalle, prestando una atención inusual. Hacía mucho que no disfrutaba tanto en el anfiteatro. Esa tarde había empezado de un modo memorable. ¿Cómo terminaría?

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