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Authors: David Lozano Garbala

La puerta oscura. Requiem (30 page)

—Pues vamos —animó Michelle, impaciente—. Cada minuto cuenta.

—Pero está a punto de anochecer —señaló Mathieu con prudencia—. ¿No será peligroso? Jules no tardará en despertar…

—Es un riesgo que no queda más remedio que correr —opinó el forense—. Mañana puede ser demasiado tarde para Daphne.

—¿Y si Pascal intenta establecer comunicación mientras estamos fuera? —Mathieu insistía en cubrir todas las posibilidades.

El médium asintió.

—Aquí es más fácil, por el torrente energético que desprende la Puerta Oscura. Pero si llega el caso, podré actuar de receptor.

Y es que el hecho de que tuviesen que buscar a Daphne no cambiaba las circunstancias: en cualquier momento, sin previo aviso, el Viajero podía precisar la ayuda de sus amigos en el mundo de los vivos.

—Alguien tiene que quedarse custodiando la Puerta —manifestó Marcel girándose hacia Michelle—. Si Edouard no puede separarse de Mathieu por si el Viajero se pone en contacto con nosotros, y yo debo llevarlos hasta la zona donde se ha perdido la pista de Daphne, no quedan muchas más opciones. Tienes que ser tú.

Ella se negó en rotundo.

—Pero ¿qué puede pasar aquí? Yo también quiero colaborar en la búsqueda. ¡El peligro está fuera!

—¿Te parece que nos hemos llevado pocas sorpresas desde que se abrió la Puerta Oscura? —repuso Marcel—. Mira el grupo de locos que hemos conocido hoy. Todo es posible, y lo sabes. Incluso Jules puede dejarse caer por aquí mientras buscamos a Daphne. La Puerta no debe quedarse sola, ni siquiera en el sótano de este palacio. Es la única vía que garantiza el retorno de Pascal.

—¿No puedes dejar a alguno de esos servidores tuyos que merodean por aquí y nunca vemos? —insistió ella, buscando alternativas.

—No es esa su misión —rechazó el Guardián—. Ellos protegen el edificio. La Puerta, sin embargo, es responsabilidad nuestra.

—Se va la luz —interrumpió Mathieu, pendiente del panorama tras los ventanales, con cierta timidez—. Tenemos que irnos.

Marcel respondía en ese momento a una llamada de su móvil. Se trataba de la policía, que confirmaba lo que él ya suponía: ninguno de los tres cazavampiros tenía antecedentes penales. No tardó en colgar.

—¡Está bien! —accedió al fin Michelle, vencida por la situación—. Me quedaré aquí. Pero os acompaño hasta el coche; quiero saber más detalles de la comunicación con Pascal.

—De acuerdo —aceptó el forense, incapaz de negarle al menos aquella pequeña compensación—. Pero ten mucho cuidado al regresar. Ya no resulta fácil ubicar el peligro…

—Claro.

Ella se había atrevido a manifestar ese interés por el Viajero gracias a la coartada que le ofrecía la misión en la que él se hallaba inmerso, y que le permitía no poner en evidencia sus verdaderos sentimientos. Ella pensaba que todos interpretarían las preguntas que planteaba mientras caminaban por la calle como una muestra de su preocupación por el destino de Jules y, tal vez, curiosidad hacia la situación actual de Dominique, de quien nadie había podido despedirse antes de su fallecimiento. Y no se equivocaban; lo que ocurría era que, junto a esas motivaciones, la figura de Pascal no dejaba de ganar presencia en su interior.

¿Constituía ya su máxima prioridad?

Michelle, casi sin percatarse de ello, iba recuperando de su memoria cada uno de los últimos momentos que había compartido con el Viajero. Las ganas de volver a encontrarse con él aumentaban a cada minuto, así como la agobiante consciencia de los riesgos que lo amenazaban en el Más Allá.

¿Y si no volvía? Por primera vez, Michelle, asustada, se dio cuenta de la cantidad de cosas que quería decirle, de todo aquello que había quedado pendiente de hablar. ¡Tenía que regresar como fuese!

Ante el riesgo de una pérdida definitiva, ella ansiaba el momento de la reconciliación. En el fondo, se dijo Michelle, ya le había perdonado lo ocurrido. Aunque por dignidad no se lo había reconocido a sí misma, como si olvidar demasiado pronto fuese un signo de debilidad.

En realidad, descubría ahora, solo era un signo de amor.

Por eso, tras esos instantes de lucidez, le aterraba la posibilidad de que no se produjera el reencuentro. Por Jules —sin la sangre de Lena Lambert cedería al vampirismo, si es que no lo había hecho ya— y por ella misma. No podría perdonarse que lo último que Pascal se llevara de Michelle al otro mundo fuesen gestos ariscos y una frialdad solo motivada por el dolor que sentía y por el hecho de que ella, en realidad, continuaba estando enamorada de él.

Pascal tenía que volver. Cuanto antes.

* * *

Pascal y Dominique, todavía vestidos de gladiadores, se desplazaban por un corredor interno que comunicaba la zona trasera de las gradas.

—¡Allí! —volvió a advertir Dominique—. ¡Se ha metido por aquella puerta!

Los dos se desembarazaron de los escudos, que tiraron al suelo sin detenerse. No obstante, a los pocos segundos se vieron obligados a frenar en seco. Frente a ellos, a igual distancia del acceso por el que había desaparecido Lena Lamben, acababa de surgir una silueta humana que se movía en su dirección, todavía envuelta en la penumbra.

—Ese no se asusta —comentó Dominique, con la espada preparada—. Peor para él.

Pascal no hablaba, repentinamente tenso. Se limitaba a estudiar el avance del desconocido con mirada recelosa. Algo, una vaga intuición, se había alojado en él activando sus alarmas.

Esos movimientos torpes, el sonido de la respiración cavernosa que iba llegando hasta ellos, la ausencia de armas en sus manos…

Y el repugnante olor.

Por fin, la menor distancia permitió que distinguieran sus facciones.

Aquel rostro que los observaba sin detenerse, hambriento, se estaba pudriendo. Como el deteriorado cuerpo que arrastraba.

No era un soldado romano. El tacto frío de su talismán al cuello se lo confirmó.

—¡Joder, es una criatura maligna! —gritó Dominique, retrocediendo—. ¿Cómo ha llegado hasta aquí?

—Pueden hacerlo —afirmó Pascal enarbolando su daga—. Y se ha dado cuenta de que estamos de visita en la Colmena de Kronos. Sabe que somos comida.

Aquel ser se precipitaba ya contra ellos, abriendo su boca de dientes ennegrecidos y con las manos de largas uñas adelantadas como garras.

A pesar de todo, Dominique dio un paso adelante y se situó junto a Pascal.

—Esta vez no te voy a dejar solo —anunció procurando que no le temblara la voz, mientras se preparaba para el inminente choque—. Aunque mi espada solo sirva para distraer a ese monstruo.

Pascal no pudo responder. El carroñero llegó hasta ellos lanzando zarpazos, con una agresividad tan feroz que los obligó a ceder terreno en un principio. Dominique le alcanzó con dos cuchilladas antes de que la daga del Viajero comenzara su acostumbrado baile de estocadas. Pronto, uno de los brazos del carroñero había sido seccionado, pero incluso así la criatura no redujo la potencia de su acoso. Solo cuando Pascal lo decapitó de un tajo, aquel cuerpo putrefacto perdió su impulso y se desplomó en el suelo.

—¡Vamos! —gritó Pascal, consciente de que a su espalda se empezaba a escuchar el sonido caótico de un tumulto—. ¡Creo que los soldados vienen hacia aquí!

Los dos corrieron hasta introducirse en la puerta por la que se había adentrado Lena Lambert minutos antes. Al cruzarla se encontraron con una estancia amplia llena de vasijas, cuyas paredes aparecían cubiertas de pinturas que mostraban escenas de caza.

—Es un almacén —comentó Dominique—. No hay más accesos.

—Pues Lena no ha vuelto a salir, eso seguro.

El ruido de múltiples pisadas se escuchaba cada vez más cerca.

Dominique se fijó en el mosaico que, al fondo de la habitación, cubría parte del suelo. Alguien había arrancado sin mucho cuidado un montón de sus teselas, dejando un feo desconchón en el dibujo. Junto a él había varias ropas tiradas sin orden. Se aproximó.

—Pascal, ven a ver esto.

El Viajero obedeció, abandonando su inspección. Al llegar hasta su amigo, vio que en el hueco abierto en el mosaico quedaba al descubierto el comienzo de un trazado hexagonal.

—¡El acceso a la Colmena de Kronos! —exclamó, entendiendo lo que había sucedido—. ¡Lena se ha largado de esta época! Joder, la hemos perdido…

—¿Y estas son las prendas que llevaba? —observó Dominique, señalando el bulto de telas sobre el suelo—. Parecen las suyas.

—Supongo que sí. Ella tuvo que ver al carroñero —dedujo Pascal—. Eso fue lo que le hizo abandonar la tribuna de forma tan precipitada. Supo que venían a por ella.

—Y ella no tiene tus armas…

—Me temo que no. Cada vez que se sienta localizada, no tiene más remedio que dar un salto a otra época.

—Continúa nuestra persecución, entonces…

—Sí. Y rápido.

Ambos se giraron hacia la puerta del almacén, desde la que les alcanzaba un sonido muy próximo de tintineo de espadas y pisadas fuertes.

Se quitaron los cascos y, al verse de nuevo los rostros, los invadió una sensación cálida.

Eran ellos. Como siempre.

Pascal se agachó mientras acercaba el filo de su daga hasta el mosaico y, arrastrando su hoja sobre él, empezó a arrancar más piezas. Dominique le ayudó con su arma, y a los pocos segundos habían sacado a la luz medio hexágono.

—Será suficiente —valoró Pascal—. ¿Preparado?

—Sí. ¿Qué debo hacer?

—Saltar sobre la figura geométrica cuando yo te avise.

Minutos después, cuando los primeros soldados alcanzaron aquella dependencia, lo único que fueron capaces de descubrir fue un par de cascos tirados por el suelo y unas ropas femeninas.

La misteriosa fuga de Pasqal de Hispania solo contribuyó a acrecentar su leyenda entre quienes presenciaron el combate aquella única tarde en la que ejerció de gladiador. Su delgada figura fue inmortalizada en pinturas y objetos, y su pericia en el combate, recitada por afamados poetas.

Las malas lenguas susurran que escapó con una poderosa patricia cercana al emperador, que también desapareció del anfiteatro esa memorable tarde de espectáculo en la que un humilde luchador se atrevió a desafiar al mismísimo emperador de Roma.

* * *

Jules abrió lentamente los ojos, las pupilas contaminadas de una tonalidad amarillenta. El sol acababa de ocultarse en el exterior, provocando su despertar sobre el camastro de aquel humilde cobertizo en el que se refugiaba durante las horas de luz. Se incorporó, sintiendo cómo una corriente de energía oscura recorría sus venas reactivando su entumecido cuerpo. Aquella impresión le repugnó. El Mal profanaba sus entrañas. Una noche más.

Maldijo en silencio: comenzaba un nuevo suplicio para él, la oscuridad, y con ella esa sed insoportable que le despertaba impulsos depredadores.

Su lengua, seca, jugueteó con el relieve de los colmillos que sobresalían entre sus dientes. Jules abrió la boca dibujando en su rostro macilento una sonrisa de tintes macabros. Una sonrisa en realidad triste, resignada.

«Fúnebre», se dijo él. «Mi vida se está convirtiendo en un funeral perpetuo. El mío».

Se puso de pie. Junto al lecho, en el suelo, distinguió un bulto que reconoció en seguida: el cuerpo frío de Daphne, que ya empezaba a mostrar la rigidez de los cadáveres.

Una punzada de lástima le aguijoneó el corazón. Su memoria rescató los detalles de aquella visita que había recibido durante las horas diurnas, y algo se debilitó bajo esa carcasa de monstruo en que Jules se había convertido. Una lágrima se deslizó por su mejilla, acabando por humedecer sus labios resecos.

Aquel líquido, sin embargo, no podía satisfacer su sed, aunque le devolvió la esperanza: había reconocido a la vidente, experimentaba dolor por su muerte, y esos eran síntomas humanos.

Jules Marceaux todavía existía, en cavidades cada vez más recónditas de su propio cuerpo.

Reprimiendo aún los instintos cazadores que le empujaban a salir de aquella madriguera, recogió el cadáver de la pitonisa con toda la delicadeza que le permitían sus manos retorcidas, y lo depositó sobre el camastro. Acto seguido, cubrió el rostro de la anciana con telas viejas y abandonó el cobertizo… para siempre.

Y es que la desaparición de la vieja Daphne atraería la atención sobre esa zona, que dejaría de resultar segura para él. Aquella noche tendría que buscar una guarida donde protegerse de las horas de luz. Se dejaría guiar por su intuición.

Pero qué sed tenía.

¿Podría contener sus ansias con sangre animal?

Jules había salido a la noche, aún iluminada por el resplandor crepuscular. Aspiró con fuerza el aire fresco, adoptó una postura encorvada y comenzó a avanzar entre los campos de cultivo buscando presas que saciasen su apetito antes de dirigirse a la ciudad. Porque si entraba en París con la sed que ahora padecía…

De momento, la única víctima que dejaba tras él era la vieja Daphne, consumida de agotamiento.

De momento.

* * *

Hacía unos minutos que Bernard había llegado con el coche de Suzanne, lo que había motivado que se reunieran de nuevo mientras aguardaban.

—Ahí están —advirtió la chica, abandonando su postura pasiva—. Pero no vienen solos.

Asomados desde los soportales de un pasaje comercial, Justin, Bernard y ella observaban al grupo que se aproximaba en dirección al acceso del
parking
donde Marcel Laville había estacionado su vehículo un rato antes. En efecto, en esta ocasión al forense no solo lo acompañaba la chica, sino dos muchachos más.

—También son muy jóvenes —Justin se sentía intrigado—. ¿De qué va esto?

—Ni idea —Suzanne compartía su extrañeza.

—Vete al coche —ordenó Justin a la chica, sin despegar los ojos de quienes se acercaban—. Arranca y espera a que lleguemos; no se nos pueden escapar otra vez.

—De acuerdo.

Mientras Suzanne cruzaba a la otra acera con cuidado de no ser vista por aquellos a los que controlaban, Justin y Bernard continuaron su labor de espionaje. El grupo al que vigilaban se había detenido junto a la entrada del garaje y permanecía hablando. Por fin, tras una breve conversación, la chica se separó de ellos y empezó a desandar el camino que habían recorrido para llegar hasta allí. Se la veía muy alerta: no daba un paso sin atender a su alrededor.

—Vaya sorpresa, ella no se apunta al viaje —comentó Justin, esbozando una sonrisa retorcida—. Bernard, cambio de planes.

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