Read La puerta oscura. Requiem Online
Authors: David Lozano Garbala
—Solicito… solicito salir con él —susurró, con la cabeza baja.
—¿Cómo?
—Siempre… siempre hemos luchado juntos —improvisó para dar más solidez a su petición.
El desconocido se volvió hacia él, perplejo.
—Me cuesta creer que tú hayas luchado alguna vez —repuso, con el ceño fruncido—. De todos modos, no tengo inconveniente; ya contaba contigo como entrenamiento para los auténticos gladiadores. Dime tu nombre y origen.
Pascal respondió, incluyendo el nombre romano de su país. A continuación, aquel tipo se alejó de ellos sin despedirse mientras los señalaba ante el gesto atento de los soldados romanos. Se habían convertido en los elegidos para el sacrificio. El primer plato de un menú que debía saciar el apetito morboso de todo un pueblo que se agolpaba en las gradas del anfiteatro, muy por encima de donde ellos se encontraban, pidiendo violencia y muerte.
Frente al arma que tenía a su disposición, Pascal acariciaba su daga bajo el lienzo que le cubría la cintura, consciente de que era su única oportunidad de superar aquel desafío. A su espalda colgaba la mochila. No podían permitirse perder la piedra transparente, que los orientaría para salir de allí, ni el resto de instrumentos cuya utilidad surgiría a lo largo de ese camino que habían emprendido en busca de la anterior Viajera.
* * *
Marcel paró el coche junto a la acera, harto de dar vueltas por toda aquella zona urbanizada. Se volvió hacia Michelle, que no dejaba de registrar con sus ojos cada rincón.
—¿Cómo vamos a encontrarla? —se quejó, exasperado ante la taita de resultados—. Lo único que tenemos es el punto exacto en el que nos cruzamos con Jules. Donde estamos ahora, de hecho. Y así es imposible, se ha podido alejar mucho a lo largo de toda la mañana… ¿Cómo vamos a seguir sus pasos, cuando ni siquiera Edouard es capaz de concretarnos su paradero?
A Marcel, esa inesperada situación en la que se acababan de ver inmersos le traía el infausto recuerdo de las desapariciones en las que había trabajado colaborando con la policía, donde cada minuto transcurrido alejaba la posibilidad de un desenlace feliz. Y con Daphne los estaban desperdiciando sin control.
Volvió a llamarla al móvil, obteniendo el mismo infructuoso resultado que en las anteriores ocasiones.
Desde que recibieran el preocupante aviso de Mathieu, apenas habían tardado en aparecer por el sector de la ciudad en el que se suponía que la vidente estaba realizando su labor de inspección, pero ahora, dando vueltas sin sentido, estaban perdiendo la ventaja de esa celeridad inicial.
Michelle se mordisqueaba un labio, pensativa.
—Jules no se quedó aquí —recordó—. Huyó tras soltarme. Me dejó en el suelo y escapó.
Marcel asintió, repentinamente animado por la posibilidad de un rastreo en una nueva zona.
—Es verdad —convino—. A lo mejor Daphne terminó de revisar este barrio y decidió continuar por las afueras.
—Es posible. Jules no escapó hacia la ciudad, sino hacia los campos —Michelle señaló los tejados sobre los que trepó el joven vampiro.
—Y Daphne también sabía eso —Marcel calibraba sus deducciones—. Tuvo que dirigir hacia allí sus pasos. Supongo que tal vez Jules no se oculte en la ciudad; es una alternativa si aún no ha sentido esa necesidad de acercarse al vampiro que le infectó, algo que parece confirmarse después de nuestra búsqueda por Pere Lachaise.
A Michelle le pareció muy coherente aquel razonamiento.
—¿Le ha podido pasar algo a Daphne mientras buscaba por las zonas de cultivo? —planteó.
—Es muy posible —opinó el forense—. Además, allí, cualquier contratiempo al que se haya enfrentado la habrá pillado sola.
—Vamos allá, entonces.
Marcel Laville arrancó, pegó un brusco aceleren y en escasos minutos abandonaban la zona urbana para adentrarse por carreteras secundarias de firme mucho más precario. Al menos el paisaje a lo largo de los kilómetros era tan idéntico, sencillo y libre de obstáculos que resultaría fácil detectar cualquier elemento que no encajara, algo que pudiera ofrecerles una pista sobre los últimos movimientos de la vidente.
En realidad, Marcel confiaba en distinguir tarde o temprano la silueta del inconfundible vehículo de la pitonisa, que marcaría de forma muy fiable sus últimos pasos. Ella no estaba en condiciones de alejarse mucho de su coche, desde luego. Pero conforme iba pasando el tiempo, tan solo la esporádica presencia de algún tractor, junto a los escasos coches con los que se cruzaban, alteraba el hermético escenario de granjas y cultivos al que se enfrentaban bajo un cielo azul que constituía todo un sarcasmo. De nuevo el nerviosismo comenzó a hacer mella en ellos: cada vez se alejaban más del punto de partida, sin ninguna garantía. Nada comprometedor, ni siquiera levemente sospechoso, quedaba ante su vista.
—¡Allí! —gritó por fin Michelle, señalando un conjunto de edificaciones entre las que se distinguían una furgoneta y varias personas inclinadas en el suelo—. ¿Qué están haciendo?
Marcel redujo la velocidad del coche y tomó un desvío para aproximarse con discreción. En efecto, si bien nada de lo que veían guardaba en principio relación con Daphne, la escena resultaba extraña en ese entorno rústico: un vehículo poco frecuente —una Chevrolet muy vieja con los cristales tintados—, varios jóvenes cuya vestimenta urbana difícilmente justificaba su presencia allí, un granjero que observaba mientras ellos permanecían inclinados sobre el suelo…
Aquello había que investigarlo.
—Acerquémonos —propuso Marcel, ansioso por hallar algún indicio que pudiera conducirlos hasta la pitonisa.
El forense terminó de llevar el vehículo hasta el límite de la propiedad que había llamado su atención. Los neumáticos provocaron crujidos sobre la gravilla, motivando el giro simultáneo de todas las cabezas que seguían analizando algo en el suelo, y que ahora no se despegaban de ellos.
¿No resultaba una reacción un tanto desmesurada ante la simple aparición de dos desconocidos en una humilde granja?
El Guardián y Michelle, fingiendo la mayor indiferencia pero sin perder detalle, dejaron el coche allí y se acercaron hasta los individuos que continuaban estudiándolos con descaro. Todos ellos se levantaron de inmediato en cuanto llegaron, como si hubieran sido sorprendidos haciendo una travesura. Se los veía incómodos, incluso molestos por aquella interrupción.
La apariencia gótica de Michelle en contraste con su pelo rubio, entre sus ropas oscuras, las botas, los amuletos siniestros y el cerco negro de sus ojos, no ayudaba a normalizar la situación.
—Hola —Marcel, a pesar de todo, procuró hacer gala de su mayor cortesía al saludar—. Creo que nos hemos perdido.
Michelle, suspicaz, aprovechó para observar los rostros de aquellas personas que —salvo el granjero, el más campechano y maduro, el único que no parecía contrariado con la nueva visita— seguían sin lograr comportarse con naturalidad. Así pudo estudiar el gesto alucinado de un gigante que la miraba con la boca abierta, la mueca apática con la que mascaba chicle una chica
hippie
de baja estatura —cuya caída de ojos resultaba bastante impertinente—, y el receloso semblante del último, un chico alto y rubio que obsequiaba a los recién llegados con un ademán poco acogedor.
¿A qué venía ese recibimiento?
Ninguno de aquellos jóvenes pronunció palabra, aunque continuaban sin molestarse en disimular su hostilidad. Fue el granjero quien se adelantó para contestar a Marcel.
—¿Adónde se dirigen?
El forense no perdía su sonrisa, enmascarado tras aquel aspecto intencionadamente accidental, inofensivo. Dio un paso más.
—¿Qué están haciendo? —se asomó justo antes de que los desconocidos, percatándose de la maniobra, cerraran filas impidiendo la visión de lo que había en el suelo; frunció el ceño—. ¿Perros muertos?
—Ha sido esta noche —el granjero, ajeno al gesto contrariado que provocaban en los chicos sus palabras, no pudo resistirse a contarlo—. ¡Qué experiencia tan terrible! Mis perros estaban aquí, y…
—El señor solo pretende que le oriente —la voz modulada del rubio alto surgía por primera vez, con una engañosa suavidad destinada a cortar la narración del anfitrión—. No les haga perder más tiempo; seguro que llevan prisa.
—Tranquilo —respondió Marcel—. Nos podemos permitir un breve descanso. Y esto es tan bonito…
La mirada del muchacho, de por sí fría, había pasado a convertirse en gélida. Ninguno de los tres miembros de aquel misterioso grupo se apartaba para dejar ver los cuerpos de los animales muertos.
—Cuéntenos —intervino entonces Michelle dirigiéndose al granjero, con lo que también recibió la mirada furibunda del chico rubio—. ¿Qué ha sucedido esta noche?
Y el hombre empezó a contar. Tanto Michelle como el Guardián tuvieron que hacer un verdadero esfuerzo, mientras escuchaban, para no exteriorizar la impresión que aquel testimonio les provocaba, pues en cada detalle descrito descubrieron el inconfundible rastro de Jules Marceaux.
A pesar de que se morían por cada ínfimo pormenor, sabían que cualquier muestra de excesivo interés resultaría comprometedora y podía arruinar aquella situación tan complicada. No debían olvidar que aún no tenían ninguna pista del paradero de Daphne.
De todos modos, la misma historia, recreada en la mente de Michelle, resultaba de una tristeza insuperable. Imaginar a Jules solo, en la oscuridad, alimentándose como una alimaña… era desolador.
—¿Puedo ver los cuerpos? —planteó Marcel, siempre con exquisita amabilidad.
—¿Para qué? —el muchacho rubio volvía a interponerse.
—Le he preguntado al señor —ahora sí pudo apreciarse en la inflexión de la voz del forense un sutil cambio de tono que llegó hasta el otro como una seria advertencia de que su paciencia se estaba terminando—. Es simple curiosidad. Es increíble eso de que los hayan desangrado, ¿verdad?
El granjero accedió, y los otros no tuvieron más remedio que apartarse. Michelle y Marcel —sin dejar de vigilar a los desconocidos— se adelantaron unos pasos hasta situarse junto a los perros. Tal como había señalado el propietario, las únicas heridas que mostraban los animales eran mordeduras en el cuello.
Marcel, agachándose, observó los fornidos cuerpos de los dóberman.
—¿Quién puede acabar de esta manera con tres animales tan fuertes sin sufrir ningún daño?
—Pues parecía un chico joven —señaló el granjero, moviendo la cabeza hacia los lados—. Pero con unos ojos… que no podré olvidar nunca. Fue… como una aparición.
Michelle y Marcel se miraron un fugaz instante y entre ellos se estableció una complicidad que no pasó desapercibida para Justin.
Marcel se levantó, intrigado ahora —como le sucedía a Michelle— por el papel que jugaba en todo aquel asunto ese peculiar grupo, tan poco colaborador. Un grupo que —pensaba la chica— se había dado muchísima prisa por llegar hasta allí. ¿Cómo se habrían enterado tan pronto de ese suceso?
—Y ustedes… —Marcel se dirigía a Justin, a quien había identificado como el líder de aquella pandilla.
—Y nosotros qué.
El acerado semblante del chico no mostraba el más leve resquicio de colaboración.
—Me preguntaba… —reanudó Marcel—. ¿Tal vez son veterinarios que han acudido aquí para…?
—Y a usted qué le importa —soltó Justin perdiendo la calma.
—Me está pareciendo que este tipo hace muchas preguntas —añadió la
hippie
mascando chicle con la boca abierta, cada vez menos convencida del carácter casual de aquel encuentro.
El gigante, por su parte, se limitaba a escuchar mientras contemplaba los cuerpos inertes de los animales.
Marcel era muy consciente de que estaba llegando demasiado lejos con su intromisión, pero no tenía alternativa. Continuaban sin información sobre el paradero de Daphne, y tenía muy claro que no se alejarían de allí sin saber qué se ocultaba en el interior de aquella furgoneta Chevrolet con los cristales tintados. El fingimiento se terminaba, no había tiempo para tonterías.
El Guardián extrajo su placa de un bolsillo y la mostró a todos.
—Soy forense y trabajo para la policía —comunicó, muy serio—. Me encuentro aquí investigando un caso que no tiene nada que ver con todo esto. Y ahora —el tono había pasado a hacerse cortante, autoritario— quiero ver vuestra documentación y el interior de la furgoneta. Ya.
Marcel había dado un paso adelante, cubriendo a Michelle, mientras se llevaba con discreción una mano al costado, bajo la chaqueta, hasta situarla sobre la funda de su arma. Justin, que ante aquella confesión no se permitió exhibir la más leve muestra de asombro por pura dignidad, no perdió detalle de ese movimiento disuasorio.
—Hostia —soltó la
hippie
, que se había quedado con la boca abierta—. Un poli.
El gigante observaba hipnotizado la credencial que aún exhibía el forense.
—No estaban haciendo nada malo… —los defendía el granjero, con gesto confuso ante aquel repentino cambio en las circunstancias.
—¿Suele trabajar con su hija? —preguntó Justin, repuesto de su estupor inicial, mirando a Michelle con visible desprecio al tiempo que tendía a Marcel su identificación—. O la trae porque, como es gótica, le gusta ver cadáveres…
Michelle, sintiendo dentro de ella la quemazón de la rabia, avanzó hasta situarse frente al muchacho rubio.
—Lo que pasa es que tú eres gilipollas —le espetó en la cara—. Ese es el problema.
La sonrisa de Justin se congeló. No obstante, la intimidante presencia de Marcel, que todavía se había aproximado más, le impidió replicar. Ya volverían a encontrarse…
—La furgoneta —indicó Marcel, tras comprobar y apuntar los nombres de los tres jóvenes—. No tenemos todo el día.
—¿Qué espera encontrar? —Justin no reducía su tono insolente.
—Dímelo tú —respondió Marcel, sin perder de vista a ninguno de los tres chicos.
Ataviados como gladiadores, Pascal y Dominique avanzaban en silencio por una rampa ascendente, el gesto grave bajo los cascos, cada uno imbuido de sus propios pensamientos, mientras sostenían el escudo y empuñaban la espada con una convicción algo titubeante. Iban escoltados hacia la salida que conducía a la arena del anfiteatro, una zona abierta en el centro de aquella construcción circular transformada para ellos en patio de ejecuciones.
Apenas alcanzaban a presentir el latido de sus corazones bajo el pecho descubierto, casi detenidos por la impresión. Aquello no podía estar sucediendo.