Read La puerta oscura. Requiem Online
Authors: David Lozano Garbala
Tenían que lograr volver. Y hacerlo con la sangre de Lena Lambert, el único antídoto existente para la infección que sufría Jules Marceaux, a quien imaginaban debatiéndose entre la vida y la no-muerte en la otra dimensión, su humanidad agonizante apurando los últimos gestos de rebeldía.
Pascal imaginó sus ojos claros empañándose paulatinamente, conforme el germen del mal iba colapsando su torrente sanguíneo.
Michelle tenía que estar pasándolo muy mal por su amigo y lo sintió también por ella. Si hubiera podido ahorrarle sufrimiento…
No soportaba imaginarla triste. Su sonrisa era demasiado bella. Como responsable de su ruptura sentimental, Pascal anhelaba una ocasión que le permitiera brindarle su apoyo, su calor. En su afán por compensarla del dolor provocado, fue consciente de que no buscaba su agradecimiento. No. Buscaba mucho más: ese amor que apenas había llegado a vislumbrar en el corazón de Michelle antes de estropearlo todo, y que él sí continuaba sintiendo por ella.
Salvar a Jules de su trágico destino suponía una vía para volver a despertar aquel sentimiento en Michelle. O, al menos, si es que eso ya no era posible, para suavizar su pena. Pascal estaba dispuesto a conformarse con recuperar su amistad —qué dolorosa resultaba esa resignación—, si eso era lo máximo a lo que podía aspirar.
¿Lo conseguirían? ¿Llegarían a tiempo de salvar a Jules?
La lacerante incógnita se mantendría hasta su retorno al mundo de los vivos.
Los dos juntos, sin postergarlo más, accedieron a la Colmena por aquel primer conducto que se abría frente a ellos.
En cuanto atravesaron ese umbral pétreo, toda la resonancia inerte que restallaba en la atmósfera exterior como chispazos de silencio absoluto, enmudeció para dar paso a un ambiente más neutro, menos hostil, casi ingrávido.
Se notaba que, al introducirse en la Colmena, habían entrado cu un nuevo ambiente, en un medio ajeno a todo lo demás. Incrustada en la región de los condenados, pero, en realidad, a una distancia cósmica del terreno volcánico que habían dejado a sus espaldas.
Mientras caminaban por el corredor que los llevaría a la cavidad principal de las celdas, ambos presentían la latente proximidad de la dimensión del tiempo, su turbulenta fuerza contenida entre los tabiques ancestrales de la Colmena. Un torrente difuso, en cierto modo embriagador, al que se disponían a precipitarse en caída libre.
* * *
Daphne frenó el vehículo cuando la presión en su cabeza alcanzó una fuerza excesiva. Incluso sentía en la sien el latir de sus agitadas pulsaciones, que se habían ido acelerando al mismo ritmo con que el coche la aproximaba a unos terrenos en apariencia abandonados.
Jules Marceaux tenía que encontrarse muy cerca, mucho. El u otra criatura de ultratumba.
Confió en que se cumpliera la primera opción; el tiempo seguía siendo un bien demasiado preciado como para dilapidarlo en direcciones equivocadas.
La vidente condujo el vehículo hasta que quedó oculto entre unos árboles. A continuación apagó el motor, puso el freno de mano y salió del coche. En vez de alejarse de él, se detuvo a un metro escaso de distancia y comenzó a girar sobre sí misma, oteando el panorama que quedaba a su alrededor. Pronto detectó lo que estaba buscando, lo reconoció sin esfuerzo en medio de un paisaje que ofrecía pocas oportunidades para alguien que pretendiera escapar de la luz solar: un cobertizo.
A Daphne, aquella pequeña y austera construcción, situada a unos doscientos metros de su posición, le provocó el palpito definitivo. Allí se ocultaba Jules. Tenía que ser allí.
La vidente acarició el talismán que llevaba al cuello, cogió la bolsa con sus utensilios y, sin pensarlo más, se encaminó hacia su objetivo con la mirada fija en él.
No tardó en situarse frente a la puerta del cobertizo, que aparecía bloqueada con una confusa amalgama de restos aprisionados en el vano. Daphne se dejó embargar desde allí por sus percepciones, que destilaban una mezcla de halos malignos y fugaces retazos de luz. Suspiró. Alzando la vista, confirmó la tranquilizadora presencia del brillo solar, reunió todo su arrojo y comenzó a apartar los obstáculos que le impedían acceder al interior de la pequeña edificación. Era muy consciente de que en cuanto el resplandor diurno empezase a entrar en el cobertizo, se interrumpiría el letargo vampírico de quien allí descansaba, pero resultaba inevitable aquella forma tan poco sutil de anunciar su «visita».
Pronto pudo asomarse a la penumbra del interior, que la recibía en completo silencio. Lo primero que captó, junto al gélido tacto de su talismán, fue un olor intenso, nauseabundo. Un hedor penetrante que escapaba de los huecos abiertos atacando su olfato con tenues vaharadas corrompidas y, oculto bajo aquella atmósfera contaminada, un hálito de muerte que ella conocía demasiado bien. La vidente procuró atisbar más allá de esa entrada antes de continuar su tarea de limpieza del acceso. A poca distancia, en la zona más protegida y oscura del habitáculo, distinguió un lecho sobre el que descansaba un bulto inmóvil de perfil humano.
Daphne contuvo la respiración ante el hallazgo, impresionada. Tenía que tratarse de Jules Marceaux. Apenas se detuvo antes de reanudar su labor de «desescombro», tan solo lo suficiente como para comprobar si se percibía allí dentro algún movimiento que pudiera amenazarla. Pero, hubiese o no sido ya detectada por el anfitrión, nada parecía interrumpir la parálisis reinante dentro de aquel pequeño espacio, así que prosiguió con sus esfuerzos hasta que la entrada al cobertizo quedó expedita. A continuación, quitándose del cuello su medallón de plata y manteniéndolo delante de ella como un escudo protector, accedió al interior de la construcción con paso decidido. No bajó los brazos en ningún momento, extendidos en su firme exhibición del talismán.
Avanzó sin pensarlo. No había margen para retrasar aquel encuentro, no cabían los titubeos.
Sin embargo, Daphne no llegó a alcanzar al durmiente antes de que este despertase. Simplemente, la figura recostada se giró de súbito cuando la vidente se encontraba a un metro escaso, y se la quedó mirando con feroces ojos amarillentos que trepaban por la médium hasta lo más profundo. Daphne se había detenido ante aquella primera muestra de resistencia tan directa, tan brutal, procurando mantener su declinante determinación.
Se enfrentaba a un semblante humano, reconocible aunque devastado en sus facciones por una virulenta crispación maligna que se generaba en ese instante ante la invasión del cubículo. Era Jules, sí. Pero sus suaves rasgos naturales —los que debía de haber estado mostrando durante su sueño— se iban carcomiendo ahora, en una erosión acelerada que dejaba paso a un rostro mucho más agresivo y animal. El rostro de la noche que alojaba en su interior.
Daphne captó cómo las pupilas del chico iban vaciándose de humanidad y se eclipsaban en medio de una dolorosa lucha interior. Debía intervenir antes de que fuera demasiado tarde.
—¡Jules! —gritó, alzando el amuleto ante su cara—. ¡Soy yo, Daphne! ¡No te sometas, aguanta, las tinieblas ahora están lejos! —señaló la entrada al cobertizo, desde la que se derramaban los rayos solares—. ¡He venido a ayudarte, a liberarte!
La bruja, experta, estudiaba sin pestañear todos los síntomas en el muchacho. Vio sus manos temblando, manteniendo un silencioso pulso entre curvar sus dedos en el perfil de la garra o mantenerlos laxos; sus pupilas rasgadas que pugnaban por recuperar la redondez de una mirada limpia mientras se defendían del acoso de la luz; la boca abierta del chico en la que no acababan de surgir por completo aquellos colmillos con los que ella sabía que Jules ya contaba.
¿Había llegado a tiempo?
De ser así, Daphne todavía podría llevar a cabo su estrategia para ralentizar el proceso vampírico del muchacho y, tal vez, llevarlo hasta el palacio de Le Marais, donde lo inmovilizarían hasta el retorno del Viajero.
Jules soltó un gruñido. La alimaña que lo devoraba por dentro se impacientaba.
* * *
Marcel dejó de asomarse por entre la deteriorada estructura de una verja oxidada que tapiaba la entrada a un local donde aún se distinguían las señas del último comercio que lo ocupó, una peluquería. Después, sacudiéndose el polvo adherido a su abrigo, se giró hacia Michelle, poco satisfecho.
—Nada. ¿Y tú?
La chica acababa de llegar tras recorrer una galería cercana, también en franco abandono, que ofrecía tentadoras posibilidades para alguien que buscara refugios apartados y oscuros. Su solemne atavío gótico confería a la escena una ambientación muy oportuna para lo que estaban llevando a cabo.
—Nada —coincidió ella, suspirando—. Creo que Jules no se ha acercado a su «vampiro iniciador». No ha venido por aquí. Al menos, no todavía.
—Estoy de acuerdo —convino el forense—. Nuestra inspección del cementerio ha sido muy minuciosa, y tampoco ha dado resultado.
—Bueno, sí que lo ha dado —matizó Michelle—. Nos permite descartar esta zona a la hora de intentar ubicar su escondite. Lo que pasa es que no es el resultado que más nos interesa.
—Porque no ahorra tiempo —Marcel alzó la mirada para calibrar el resplandor del cielo, calculando las horas de luz real de las que aún disponían—. Y Daphne tampoco ha dado señales de vida. ¿Dónde se ha metido ese chico? No puede andar muy lejos.
—No, después de lo que vimos ayer.
—Como vampiro, será capaz de recorrer largas distancias en una sola noche —observó el Guardián, meditabundo—. Quizá haya decidido escapar lejos.
Michelle se quedó pensándolo unos instantes.
—Eso es precisamente lo que habría querido el auténtico Jules —comentó, recordando ese fugaz instante de mutuo reconocimiento que habían compartido al borde del desastre—. Alejarse todo lo posible de nosotros para no hacernos daño. Pero su lado vampírico le impulsará a todo lo contrario.
Marcel sintió unas repentinas ganas de fumar, que procuró reprimir. Aquella súbita imagen del tabaco en su cabeza le trajo a la memoria el recuerdo de su amiga la detective Betancourt, lo que no ayudó a mejorar su humor.
—¿Tú crees? —se limitó a preguntar.
Michelle asintió, convencida.
—Por el día, Jules está demasiado debilitado y la luz solar habrá pasado a ser insoportable para él —argumentó—. Y por la noche, sus instintos le llevarán a la enorme concentración de cuerpos vivos que es París, y a las inmediaciones de la tumba de su «creador». No, Jules ya no se irá. Por eso estoy convencida de que lo terminaremos encontrando.
—Si no nos encuentra él antes —concluyó Marcel, consciente de que las circunstancias se iban volviendo menos halagüeñas conforme el tiempo transcurría.
—Pretendemos ayudar a Jules —insistió en decirse Michelle para mitigar sus remordimientos—. Sería tan triste tener que defendernos de él…
Marcel la miró.
—Tú ya has sido incapaz de hacerlo cuando ha llegado el momento, Michelle. Por suerte, los acontecimientos han demostrado que aún podías permitirte un titubeo así.
Ella había bajado la cabeza.
—Venga, terminemos de registrar esta zona —propuso el forense, apaciguador—. Habrá que empezar a pensar en nuestra siguiente iniciativa.
* * *
Los dos chicos, exhibiendo el mismo semblante intimidado ante el silencio reinante, habían avanzado unos pasos hasta situarse en el centro de aquella sala hexagonal a la que se llegaba tras surgir del corredor que comunicaba con el exterior de la Colmena de Kronos.
Ya habían alcanzado el vestíbulo de los viajes en el tiempo, se asomaban al precipicio cronológico con la disposición sobrecogida de unos aventureros
amateur
. Dominique, por su parte, no perdía detalle de nada.
Al margen del acceso por el que acababan de llegar —el único abierto, que ahora quedaba a sus espaldas—, cada uno de los lados tapiados de ese espacio neutro en el que se encontraban constituía en sí mismo una puerta que respondía al mismo trazado geométrico hexagonal.
Cinco alternativas iniciales. Había que elegir, aunque en este caso Pascal no iba a hacer uso de su piedra transparente, aquella peculiar brújula para tierras sin luz que, en cambio, sí le serviría para regresar. Ese instrumento no podía conducirle en la dirección que necesitaba. En esta ocasión, no.
Porque para localizar a Lena Lambert solo podía fiarse de sus propias percepciones, de ese presunto magnetismo que la condición que compartía con Lena —el sagrado rango de Viajero— tenía que despertar, que activar entre ellos. Guiarse por su intuición, se repitió Pascal, asustado. Algo a lo que tampoco estaba muy acostumbrado. Siempre había preferido delegar la responsabilidad en la eficacia de un tercero, y eso que en los últimos tiempos le costaba mucho menos afrontar las decisiones y asumir sus consecuencias.
Sobre todo cuando se ponía en la piel del Viajero, aunque su creciente seguridad en sí mismo iba adoptando una mayor solidez también en la vida diaria, como un poso que iba ganando consistencia también en su faceta más cotidiana.
—¿Y bien? —Dominique, sin ánimo de presionar, se dirigía a su amigo palmeándole la espalda—. Tendrás que elegir una celda. El tiempo apremia.
El chico sonreía con cierta ironía, a pesar de las circunstancias. Vaya marrón le caía a Pascal en aquellos momentos. ¡Vaya responsabilidad!
Lo que le permitía continuar exhibiendo su humor negro era la confianza que le daba caminar al lado de su amigo; ahora que lo había visto desplegar toda su convicción como Viajero, Dominique sabía que en aquella región de oscuridad perpetua estaba dispuesto a lo mismo que en el mundo de los vivos: a seguir a Pascal hasta el último confín.
Hasta el final. Por eso permanecía junto a él, a punto de perderse en un macabro laberinto temporal de dimensiones desconocidas.
Pascal había asentido en silencio. Se separó de su amigo, lo dejó de pie en aquella posición central y fue aproximándose a cada una de las cinco posibilidades que se abrían ante ellos. Se detenía conforme iba llegando a ellas, se dedicaba a escuchar como si pudiera percibir más allá de los portones que las bloqueaban algún tipo de señal, de llamada extrasensorial que lo condujera hasta Lena Lambert.
—Esta —señaló tras culminar una segunda ronda de inspección, secamente.
Dominique se aproximó hasta él.
—¿Seguro?
Esa pregunta sobraba, pero el chico había sido incapaz de no plantearla.
—¿Cómo voy a estarlo? —rezongó Pascal, sin despegar los ojos de la celda elegida—. Son todas idénticas…