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Authors: David Lozano Garbala

La puerta oscura. Requiem (16 page)

Si no hubiera sido por aquel hallazgo tan accidental que había protagonizado Dominique, el enjambre de sombras los habría pillado por la espalda y nada habrían podido hacer para evitar un espantoso final.

Dominique no sabía cómo reaccionar ante los últimos acontecimientos.

—Y qué… ¿qué es peor?

Pascal tuvo la osadía de sonreír.

—Eso sí te lo puedo contestar. Sin margen de error, la nube negra.

El Viajero observó los dos frentes abiertos mientras escogía la maniobra apropiada. Un error, y todo habría terminado para ellos. De la peor forma posible.

Dominique era incapaz de mantenerse quieto.

—¿Entonces?

—Voy a echar a correr, Dominique —le adelantó—. Hacia los carroñeros. Tú debes seguirme. Y, por lo que más quieras —aproximó su rostro al de él—, no te separes ni un metro de mí. Te la juegas.

El aludido puso los ojos en blanco ante aquellas instrucciones suicidas.

—¿Estás loco? ¿Quieres que nos lancemos contra ellos?

—Sí.

Dominique titubeó, superado por las circunstancias.

—No lo veo claro…

—En la región de los condenados, nada se ve claro. Nunca.

Pascal, comprensivo, se dio cuenta de que Dominique aún no había asistido a una exhibición suya de combate como Viajero; no había sido testigo de su poder allí. Si lograban sobrevivir a aquel obstáculo, ya no volvería a dudar de su criterio. Seguro.

—No hay tiempo, Dominique. Tienes que confiar en mí. No hay otra opción.

Dominique echó una última ojeada a la niebla negra. Lo que antes le pareciese un inofensivo vapor, ahora, mucho más cerca, iba desvelándose como una presencia siniestra, hostil.

—De acuerdo —terminó cediendo, a punto de sucumbir a un ataque de pánico—. Tú sabrás lo que haces.

—Ten por seguro que lo sé —Pascal se había colocado la mochila a la espalda y hacía bailar su brillante daga en el aire—. ¿Preparado?

—Más o menos.

—Voy a correr con todas mis fuerzas, Dominique. No te separes de mí. Tu arma puede frenarlos, pero no detenerlos. Por Dios, no te separes.

El amigo, ya sin aliento para responder, asintió con la cabeza. A una señal, Pascal se lanzó contra los primeros carroñeros —Dominique tras él—, de los que apenas le separaban ya treinta metros. Lo hizo gritando mientras blandía con fiereza su arma, no tanto para impresionar a los agresores como para dejar escapar de su interior todo el miedo que amenazaba con bloquear su instinto de supervivencia.

Llegó hasta ellos convertido en una cortante avalancha, el filo de la daga describiendo en el aire un baile frenético, imparable. Los dos carroñeros que intentaron obstaculizar su paso —inminentes despojos de lo que habían sido en vida dos hombres jóvenes— fueron despedazados sin piedad. Pascal solo obedecía a los impulsos que le transmitía su empuñadura mientras se esforzaba en mantener la velocidad de su ataque.

El resto de los monstruos, ante aquella exhibición mortífera, les abrieron paso dispuestos a seguirlos en la carrera una vez hubiesen pasado entre ellos, para asaltarlos por detrás. El apetito estimulaba su temeridad.

Mientras Pascal y Dominique seguían corriendo, los carroñeros se reagruparon como manada, salvo los dos alcanzados por el Viajero, a quienes las mutilaciones de Pascal impedían desplazarse a buena velocidad. Entre gruñidos, se dispusieron a abalanzarse de nuevo hacia las víctimas que se alejaban sorteando los desfiladeros.

Pero no pudieron hacerlo. Tras ellos se alzó de pronto la nube negra que había estado avanzando a ras de suelo, un pesado manto que iba a caer sobre los carroñeros como una catarata de sombras carnívoras.

Las criaturas, percatándose de lo que ocurría, comenzaron a chillar mientras intentaban separarse, escapar. Pero su reacción resultó tardía, el cielo encima de sus cabezas se había transformado en una compacta bruma negra que se precipitó sobre ellos, disgregándose en multitud de siluetas que se aferraban a cada presa.

Al igual que ocurría en la naturaleza de los vivos, la intemperie en aquel mundo desolado se traducía en una implacable lucha por la permanencia, un continuo pulso entre depredadores.

Pascal y Dominique se habían detenido algo más lejos para recuperar el aliento. Así pudieron asistir al macabro espectáculo que se estaba desarrollando, algo que el Viajero ya conocía —no había podido olvidar el trágico final de aquel individuo que se evadió con ellos de la Colmena de Kronos—, pero al que Dominique se enfrentó por primera vez con ojos que no pestañeaban de puro pasmo.

Las sombras envolvían las figuras de los carroñeros, se fusionaban con su piel descompuesta. Hasta que se separaron de ellas para recuperar su inconsistencia vaporosa, dejando a la vista los cuerpos abiertos, desollados, de las criaturas, que se retorcían de dolor. Apenas tardaron las sombras en volver a posarse sobre sus presas, en volver a adherirse a ellas para continuar devorándolas por capas.

Dominique apartó la mirada, estremecido.

—Tenías razón… —susurró—. Esas nubes negras son mucho más peligrosas que los carroñeros.

—¿Entiendes ahora por qué nos hemos lanzado contra ellos?

Dominique hizo un gesto afirmativo.

—Así has colocado a los carroñeros en medio. ¡Buena estrategia! —el chico no podía ocultar la sincera admiración hacia su amigo; acababa de evitarles un final atroz, y lo había hecho de un modo que implicaba una asombrosa lucidez—. Nunca dudé de tu valía como Viajero —reconoció—, pero en este momento me doy cuenta de hasta qué punto has asumido tu condición. Gracias, Pascal. Me has salvado la vida.

Pascal esbozó una sonrisa.

—No te he salvado la vida, sino la muerte —matizó—. Tendrás que ir acostumbrándote a tu situación…

Dominique soltó una breve carcajada, perplejo.

—Pues tienes razón.

—De todos modos, tiene más mérito que tú hayas decidido acompañarme —reconoció Pascal.

—No estoy de acuerdo.

Dominique acababa de asistir por primera vez a la espectacular esgrima de su amigo, lo que todavía lo había dejado más impresionado.

El Viajero descartó con un ademán tanto homenaje.

—Vámonos —pidió entonces—. Imagino que después de ese banquete, las sombras se quedarán tranquilas por un rato; pero más vale no fiarse. Lo mejor es que no estemos cerca cuando terminen.

Dominique, echando una última mirada a los restos que se disputaban aquellas criaturas, estuvo de acuerdo.

—Me parece una excelente idea. Larguémonos.

Capítulo 10

Jules, sintiendo una fuerte opresión en el pecho, se desplazó entre los tejados de forma tambaleante, hasta llegar al comienzo de los campos labrados. Necesitaba soledad, oscuridad completa. Su confusión solo era equiparable al miedo que él mismo se inspiraba. Como ante el retrato de Dorian Grey, por primera vez se había visto en su auténtica monstruosidad, su imagen maléfica reflejada en las pupilas sobrecogidas de Michelle. En ellas no había visto temor, no; había visto una infinita tristeza. Lo que resultaba mucho más doloroso.

«Michelle», se repitió mientras avanzaba como un zombi. «He estado a punto de hacer daño a Michelle». Su amiga se había salvado en el último instante, milagrosamente. Gracias a su voz, que había penetrado en la cabeza de Jules con la fuerza de los recuerdos más codiciados. Cuando su vista, demasiado empañada por la sed de sangre, ya no era capaz de reconocer a su víctima, había sido su memoria de sonidos lo que le había permitido identificar a Michelle. A tiempo.

Aquel fenómeno había constituido el detonante de la recuperación de su autocontrol humano. Ahora volvía a manejar las riendas de su cuerpo; el espanto ante lo que había estado a punto de suceder le concedía aquella compensación en plena noche. Incluso el apetito vampírico había pasado a un segundo plano, siempre presente como un implacable hormigueo bajo la piel.

Jules aprovechó para alejarse cuanto antes de allí, ante la pavorosa posibilidad de que su faceta maligna volviese a adueñarse de sus movimientos. Tarde o temprano, eso ocurriría de modo definitivo, se dijo mientras su cerebro recuperaba una lectura más de su pasada afición por lo inquietante: El doctor Jekyll, atrapado para siempre en su lado oscuro representado por su otra personalidad, Mr. Hyde.

Su humanidad se iba encontrando encerrada en espacios cada vez más angostos, su cuerpo mortal se achicaba augurando una inminente asfixia. El Mal se quedaría con todo.

Jules siguió corriendo con esa elegancia casi etérea propia de seres sobrenaturales, con la ligereza característica de quienes se sienten cómodos con la noche, de quienes perciben en ella su entorno natural.

Pronto llegó hasta el cobertizo que le había servido de madriguera durante las horas diurnas, tan sucio y maloliente como lo había dejado. Antes de entrar, dirigió una mirada al cielo; en realidad, lo único que pretendía era calcular el tiempo que quedaba de oscuridad; sin embargo, lo hizo con un gesto tan implorante, de una desesperación tan manifiesta, que pareció una llamada de auxilio… a la que nadie respondió.

Ya se disponía a encerrarse en la caseta cuando percibió unos ladridos distantes. Aquel sonido reactivó en él la sed; sin darse cuenta, se pasó la lengua por los colmillos.

Decidió que antes de inmovilizarse en su cubil debía aprovechar para intentar satisfacer sus instintos sin recurrir a personas. Tal vez eso le hiciera ganar tiempo.

Se dio la vuelta.

Jules había flexionado su cuerpo; ahora avanzaba en actitud acechante, de caza. Los ojos brillantes de agudas pupilas bajo los cabellos revueltos. Husmeaba, escuchaba.

Los animales, ajenos a la sombra letal que se aproximaba a ellos, habían dejado de ladrar por pura intuición. Se removían inquietos algo más lejos, tirando de las cuerdas que los ataban a los postes de una vieja granja cuyas ventanas de postigos cerrados delataban el sueño ajeno de sus ocupantes. Pero ya era tarde para los perros. Ni su repentino silencio los salvaría: el magnetismo de su sangre caliente atraía a la bestia con una absoluta precisión. Minutos después, los fieros perros guardianes, encogidos, comenzaban a gemir, una reacción incomprensible que habría llamado la atención de cualquiera.

Los animales sabían que se enfrentaban a un enemigo que no pertenecía a su mundo.

Un chasquido marcó el comienzo de sus últimos minutos de vida.

* * *

Pascal y Dominique, huyendo de la ominosa presencia de la nube negra, habían dejado atrás la región de los desfiladeros para adentrarse en un territorio menos abrupto aunque igual de yermo. Tan solo unos feos matorrales con espinas, venenosos a pesar de su apariencia reseca, surgían del suelo desnudo. La oscuridad, a su alrededor, volvía a intensificar su negrura, demostrando una vez más su perversa infinidad de matices.

—Nunca se me habría ocurrido imaginar que existían tantos grados de noche —comentó Dominique mientras sus ojos se acostumbraban a la nueva penumbra—. Cada vez que llegamos a una zona distinta, pienso que no puede haber mayor oscuridad. Y siempre me equivoco.

Pascal asintió.

—Existen tantos grados de negrura como niveles de sentencia —explicó—. Según vas sumergiéndote en la región de los condenados, descubres que el infierno se compone de muchos estratos.

—Según cómo fue tu vida, te salvas o te condenas…

—Y si te condenas, tu destino será un nivel u otro dentro de esta tierra.

—Una pesadilla u otra —tradujo Dominique—. Para siempre.

—Eso es.

Al Viajero, ese escenario desolado que recorrían le trajo el recuerdo de un paisaje al que se iban aproximando peligrosamente.

—Las ciénagas —adelantó a su amigo—. Llegaremos enseguida.

A Dominique no le hizo demasiada gracia aquella alusión, que prometía un entorno todavía más hostil y pestilente.

—No me gusta el barro —confesó.

—Pues te vas a hartar. Aunque eso no es lo peor —añadió Pascal, enigmático, recordando al monstruo de los tentáculos que lo atacara en su primera incursión por aquellos parajes.

—No sé por qué, pero contaba ya con alguna «agradable» sorpresita. Me siento como si estuviera recorriendo un gigantesco parque temático del horror.

Pascal lo pensó un momento.

—Yo no lo habría descrito mejor, Dominique. Con la diferencia de que aquí, cuando te cansas, no puedes salir y volver a tu realidad, al sol.

Siguieron avanzando, aunque de vez en cuando Pascal iba imponiendo descansos. La fatiga empezaba a hacer mella en él de forma evidente. Llevaban muchas horas de camino, y la falta de sueño pasaba factura.

—Necesitas dormir —Dominique lo miraba, preocupado—. Yo también quiero ayudar a Jules, y cuanto antes. Pero si no duermes, puedes cometer un error definitivo… y hundirnos a los dos.

El Viajero se lo planteó. Además, notaba unas ampollas en los pies, fruto del tiempo que habían estado caminando, que tendría que curarse en algún momento. En el fondo, sabía que su amigo tenía razón. Debían parar. ¿Pero cuándo?

—De acuerdo —accedió—. En cuanto superemos la zona de las ciénagas, nos detendremos para que yo pueda descansar.

—¿Seguro que no prefieres hacerlo antes?

Pascal lo descartó con la cabeza.

—Antes no conseguiría dormir. Cuando nos encontremos más cerca de la Colmena, me resultará más fácil.

* * *

Mathieu y Edouard se miraron entre sí cuando Michelle, todavía pálida, terminó de narrar los hechos que habían tenido lugar un rato antes.

Daphne había examinado minuciosamente el cuello de la chica, en busca de rasguños comprometedores. Bastante habían aprendido con el caso de Jules sobre mordeduras superficiales. No se podía subestimar el veneno inoculado con el más leve arañazo.

Por suerte, los colmillos de Jules no habían llegado a rozar su piel.

—O sea que ya es un vampiro… —susurró Mathieu, desesperanzado.

Michelle se irguió sobre su asiento.

—¡No! —rechazó—. ¿No os dais cuenta de lo que implica que mi voz lo frenara?

—De acuerdo, te reconoció —admitió su amigo—. Pero…

—Si me reconoció es que aún no es un vampiro completo —argumentaba ella, testaruda—. Todavía estamos a tiempo. Daphne, ¿qué opinas?

La vidente, que deslizaba una mano por el contorno pulido del arcón que camuflaba la Puerta Oscura, se tomó su tiempo antes de contestar.

—Tienes razón, Michelle. Ese último gesto suyo nos concede algo de margen. Poco, en cualquier caso. Aun así, te has arriesgado demasiado…

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