Read La puerta oscura. Requiem Online
Authors: David Lozano Garbala
Sencillamente, no había llegado. Se había perdido por el camino.
Los tres imaginaron al mineral flotando por el flujo temporal por toda la eternidad, entre destellos que se irían apagando conforme se alejara del origen. Una especie de meteorito o de minúsculo cometa.
Un fugaz recuerdo del paso del Viajero por aquella dimensión. La única estrella de aquel universo vacío.
Apenas dedicaron unos segundos más a esa imagen. Ni siquiera ese obstáculo sobrevenido que amenazaba con estropear su perspectiva de retorno fácil les permitía tomarse un descanso. Al menos, las propiedades del torrente de tiempo habían hecho que tanto Pascal como Lena recuperasen fuerzas. La necesidad de sueño también se había mitigado, concediendo una tregua al exhausto Viajero.
No podían detenerse. Pascal confió en que, en el mundo de los vivos, Michelle y los demás ya hubiesen conseguido a Jules.
Los tres recorrieron en silencio el pasillo que conducía al exterior de la Colmena de Kronos, y se detuvieron ante el paisaje que esperaban: un horizonte de oscuridad impenetrable delimitaba aquel escenario volcánico de suelo pedregoso. Una muda llanura que se extendía como una planicie yerma tras la pasarela que salvaba el precipicio al modo de un puente levadizo.
—Nada ha cambiado —comprobaba de nuevo Lena, con mirada soñadora—. Salvo yo.
—Hemos de continuar —avisó Pascal con el rostro todavía desencajado por la pérdida del mineral transparente—. Lena, aún puedes cambiar de opinión…
Era cierto. Los tres permanecían asomados al exterior desde la entrada a esa primera celda; en cuanto Lena pisara aquel suelo seco que marcaba el límite, sellaría su suerte sin vuelta atrás.
—Piénsalo bien —añadió Dominique, impresionado ante el hecho de que alguien que llevaba tanto tiempo sobreviviendo en ese entorno decidiese caminar hacia su propia muerte.
La Viajera había vuelto la cabeza hacia las entrañas de la Colmena. Soltó una repentina carcajada.
—No hay nada que pensar, chicos. Ni loca regresaría a esa existencia absurda e inútil.
Alea jacta est
, como dijo el emperador Julio César.
La suerte está echada.
Y de aquel modo tan rotundo, sin darles tiempo a nada, ella saltó. Mientras flotaba en el aire, y a pesar de la atmósfera maligna que se respiraba, cerró los ojos y disfrutó de la sensación de escapar del ambiente amortiguado y estanco que la había acompañado durante más de un siglo.
La maldad nítida que se percibía en el aire la hizo sentirse, paradójicamente, más viva. Sus movimientos ya no se repetirían, nada estaba escrito allí.
Cayó sobre la tierra. En el preciso instante en que sus pies tocaron aquel firme, un fuerte mareo la recorrió por completo. Lena se tambaleó, y acabó inclinándose hasta apoyarse en el suelo con las manos. Pascal y Dominique, viéndola en un momento tan vulnerable, se apresuraron a salir también de la Colmena para vigilar los alrededores hasta que ella se recuperase.
No podían olvidar que acababan de sumergirse de nuevo en una zona de condenados donde merodeaban criaturas muy peligrosas. Los dos empuñaron sus armas y aguardaron.
—¿Te encuentras bien, Lena? —quiso saber Pascal, sin dejar de vigilar el otro extremo de la pasarela.
Ella tardó en responder. Gimió por un intenso dolor que le trajo a la memoria el padecimiento en el parto de sus hijos. No dejaba de ser irónico que el daño que le ocasionaba el comienzo paulatino de su muerte fuese tan similar al que provocaba el nacimiento de la vida. Pero ella estaba demasiado acostumbrada a lidiar con el sarcasmo del destino como para sorprenderse.
Aguantó los punzantes pinchazos reprimiendo las ganas de gritar. Se estaba reencontrando con su propio cuerpo, notaba sus vísceras retorcerse con las primeras consecuencias del inclemente transcurso del tiempo, que la iba alcanzando como un seísmo interno. Bajo su piel se había abierto una falla y, entre temblores, toda su vitalidad y su carne iban siendo consumidas por aquella grieta invisible.
—Sí —terminó contestando, con una voz quebradiza—. Me estoy adaptando, eso es todo.
Había alzado la cabeza. Tanto Pascal como Dominique se sorprendieron al descubrir en sus facciones una piel surcada de arrugas nuevas, poco profundas, bajo unos ojos que habían perdido brillo. ¿Tan rápido era el fenómeno de envejecimiento que iba a experimentar Lena?
Pascal confió en que no fuera así; ya no se trataba solo de que ella albergase la esperanza de llegar viva a su realidad —lo que él deseaba conseguir—, sino de algo mucho más grave: no podían permitir que su vida se agotara sin salir de la región de los condenados. Porque eso sí tendría repercusiones terribles para Lena, que tanto ambicionaba la paz interior que nunca había disfrutado.
Ella había decidido sacrificarse para lograr el descanso eterno, pero no lo lograría si su final se producía dentro de tierra maligna: las pesadillas contaminarían su sueño.
Pascal volvió a mirarla. Ante la duda sobre cuánto podía durar el proceso de declive hasta su agotamiento completo, se dio cuenta de que no podían perder ni un segundo.
Como si la situación no fuese de por sí suficientemente urgente.
Pero así se presentaba el panorama. En mala hora había ido a perder la piedra transparente.
—¿Estás en condiciones de moverte? —preguntó a Lena.
La mujer, que había captado la ansiedad en la voz del chico, se levantó con ayuda de Dominique.
Su aspecto había experimentado una leve mejoría, aunque aún se percibía en Lena la lógica inseguridad ante su nueva realidad física.
No estaba acostumbrada a los síntomas de la avanzada edad, que la alcanzaban ahora sin transición.
—El dolor se ha suavizado —dijo esforzándose por sonreír—. Cuando queráis.
Ante el impacto sufrido, Lena también se había percatado de la ligereza con la que había menospreciado la perspectiva de su propia degeneración a la hora de decidir seguir adelante con el abandono de Kronos. Y de la gravedad que tal descubrimiento introducía en sus circunstancias.
Por primera vez se planteó si se había precipitado en su decisión de abandonar la Colmena. No tardó en descartar ese pensamiento. Lucharía por aguantar todo lo posible, asumiendo que aquel era un precio justo por la libertad.
Los tres se dirigieron hacia el puente. La noche los recibía con su abrazo gélido y un silencio hermético que solo se rompía para dar cabida a distantes aullidos que resonaban en el horizonte.
Volvían a casa.
—Definitivamente, no me devuelve la llamada —comentó Mathieu refiriéndose a Michelle—. Deben de estar viviendo una noche intensa.
El chico había puesto un acento ambiguo a sus palabras, sin decantarse por una interpretación concreta sobre aquel hecho. Decidió ser optimista. Si había intensidad, era porque estaban a punto de conseguir traer a Jules hasta el palacio.
De nada servía ser agorero.
—¿Y quién no está viviendo una noche intensa? —Edouard quiso recordarle toda la tensión que habían soportado durante aquellas horas ante la posibilidad de que en cualquier momento Pascal se pusiera en contacto con ellos—. Lo que está en juego nos afecta a todos, nadie puede permitirse el lujo de mantenerse ajeno a lo que sucede.
Mathieu tuvo que reconocer que el médium tenía razón. Incluso un cometido tan tranquilo en apariencia como vigilar la Puerta Oscura se había revelado como una responsabilidad angustiosa.
—¿Crees que puede volver a necesitarnos? —planteó.
—Si de momento no lo ha hecho —aventuró Edouard—, supongo que será porque el encuentro con Eleanor Ramsfield se ha producido.
—No estés tan seguro —Mathieu procuraba cubrir todas las opciones—. A lo mejor lo siguen intentando en ese Nueva York de mil novecientos veintinueve.
—Es cierto.
—En cuyo caso esa mujer puede escapárseles de nuevo —matizó Mathieu—, lo que implicaría más viajes temporales a través de la Colmena de Kronos.
—Tú ganas —concedió Edouard—. Pueden volver a necesitarnos. ¿Ya estás más contento?
—Lo que necesito para relajarme un poco es la garantía de que no me van a hacer más preguntas de historia.
—Pero se supone que es tu especialidad, ¿no?
—No bajo esta presión. A partir de ahora, ya nunca me pondré nervioso en un examen, desde luego. Cualquier prueba en la que no haya en juego una vida me va a parecer una tontería.
—Una consecuencia útil de vivir episodios impactantes —comentó el médium— es que te ayudan a relativizar. Das a las cosas la verdadera importancia que tienen.
—Y tanto. Al final, nuestro problema va a ser recordar que existen situaciones inofensivas, vidas corrientes.
—¿Bajamos al sótano? Hace rato que no echamos una ojeada a la Puerta Oscura.
Mathieu dudó.
—¿Y si recibes una comunicación de Pascal?
—Tranquilo. Si el Viajero se intenta poner en contacto conmigo, subiremos rápido hasta aquí para que tengas acceso a Internet.
—Vamos entonces.
* * *
El puente de tablas sostenido por aquellas sogas gruesas, con su acostumbrado aspecto precario sobre el barranco, había quedado atrás junto a la silueta monumental de la Colmena de Kronos. Ambos escenarios eran ahora simples manchas en la noche, borrones que se iban difuminando entre las sombras.
—Hasta nunca —se despidió Lena Lambert volviéndose hacia aquel conjunto una última vez, sin poder ocultar su satisfacción a pesar de su estado de creciente deterioro—. Te entregué mi juventud, pero no me arrebatarás mis últimos instantes de vida. Eso no.
Recuperaba la dignidad, algo a lo que contribuía el haber podido ayudar a su descendiente. Habría dado lo que fuese por llegar a verlo en el mundo de los vivos, por alcanzar a entregarle de primera mano su sangre. Pero sabía que eso no ocurriría. Visto el fulminante efecto que la salida de la Colmena de Kronos había provocado en su cuerpo, tuvo que aceptar que no lograría atravesar con vida la distancia que la separaba del mundo donde nació.
Aun así, le compensaba.
Allí dentro, en el seno de ese laberinto temporal que acababan de abandonar, había vivido mucho; pero lo importante era que sus últimas experiencias, fuera de aquel entorno, recuperarían para ella el sabor de la libertad.
—Un sabor de boca que merece la pena —concluyó—. Mi último aliento será libre.
Ahora, su esfuerzo para asimilar el hecho de que no se encontraría con su familia alentó en Lena la curiosidad por sus descendientes. Dominique satisfizo las preguntas que ella, sin alzar la voz, iba formulando. El chico, en tanto el panorama ausente de movimiento lo permitió, le habló brevemente de la casa que los Marceaux todavía conservaban en pleno corazón de París, de los padres de Jules y del propio gótico.
Caminaban por aquel primer sector de la región de los condenados a buen ritmo. Como conocían la resonancia que impregnaba toda la región, y no querían alertar a las manadas de depredadores que solían recorrer aquellas llanuras desérticas, Dominique y Lena interrumpieron muy pronto sus cuchicheos. El chico, a cambio, la ayudaba en el avance mientras Pascal se esforzaba en recordar cada detalle de esa ruta que ya había completado dos veces. En su camino iban quedando a la vista determinados rincones que servían al Viajero de referencia: un risco, una laguna oscura, una zona de matorrales espinosos…
—¿Tienes sed? —le susurró más tarde a la mujer, ofreciéndole una de sus cantimploras.
Ella bebió, pero no lo hizo con avidez. Sabía que quedaba camino por delante y, sin que los chicos se lo advirtieran, empezó a racionar las provisiones que le quedaban a Pascal en la mochila.
En dos ocasiones detectaron perfiles sospechosos en el horizonte. En ambas reaccionaron igual: tumbados en el suelo, paralizados, esperaron a que el peligro pasara, por muy impacientes que se sintieran al comprobar cómo el tiempo iba transcurriendo sin que pudieran proseguir.
Pero había que aguantar.
Porque adelantarse un minuto, precipitarse apenas unos segundos, podía suponer el final del viaje. O mantenían la sangre fría —Pascal pensó que en un entorno como aquel, helador, tenía que resultar fácil conseguirlo— o arruinarían toda la misión.
¿Sucumbirían como nuevas víctimas de la Puerta Oscura, o regresarían victoriosos, a tiempo de salvar a Jules?
A su alrededor se alzaban las siluetas macizas de los cráteres que ya los recibieran a la ida. La tierra bajo sus pies se había vuelto durísima —lava fosilizada, tal vez—, y el mar de oscuridad esponjosa se balanceaba en las proximidades, alargándose perezosamente hasta alcanzarlos con jirones negros en forma de tentáculos.
—Buena señal —murmuró Dominique, a pesar de aquella escenografía lúgubre—. Por aquí vinimos.
La visibilidad era escasa, pero todos coincidieron en no emplear ninguna de sus linternas. Era preferible tropezar. Del mismo modo que un resplandor atrae a los insectos por la noche, cualquier tipo de iluminación en aquella tierra inhóspita captaría de inmediato la atención de las criaturas malignas que acechaban en muchos kilómetros a la redonda. Había demasiado apetito y demasiada oscuridad en esos parajes.
La invisibilidad era su mejor arma, incluso por delante de la daga del Viajero.
* * *
Marcel confiaba en su condición de forense de la policía si algún coche patrulla los interceptaba de camino al palacio. Con todo el lateral abollado y un faro delantero roto, fundido, lo cierto era que aquel monovolumen no pasaba desapercibido entre el tráfico casi inexistente de la madrugada. No obstante, gracias a su color negro, al motor todavía silencioso y la hora tardía, pocos testigos podrían acordarse más adelante del Chrysler.
Era una sombra más entre las calles somnolientas de París.
La única circunstancia que sí podía derivar en testimonios comprometidos era el choque, con el posterior tiroteo, que habían protagonizado en el exterior del cementerio. ¿Habría llegado algún vecino especialmente despierto a apuntar la matrícula del vehículo? Una incógnita que solo el tiempo desvelaría.
Al lado del Guardián, Michelle, sujetándose el brazo herido, se mantenía en silencio, con la mirada ausente. Después de efectuar los disparos, había soltado el arma como si quemara entre sus manos.
—Has tenido que hacerlo —le dijo Marcel, procurando apaciguar los remordimientos que ella pudiera experimentar—. Por todos.
Michelle le dedicó una intensa mirada.